Un paseo por la ciudad de Segovia

Si se tiene el enorme privilegio de poder aparcar en el Hospital de la Misericordia antes de iniciar cualquier paseo por Segovia, se tiene la oportunidad de disfrutar de una de las vistas más increíbles de los campos que rodean la ciudad: el recoveco del Eresma desde las viejas murallas. En sí, eso ya es bastante y por sí sólo vale la pena. Desde esa altura privilegiada, que cae casi vertical, sobre el río, queda a nuestros pies el impresionante Monasterio del Parral del siglo XV (de estilo gótico y plateresco, fundado en 1447 por Enrique IV, el Príncipe de Asturias de su época); la iglesia de la Vera Cruz, un tanto aislada en mitad del paisaje y que levanta mucho morbo, porque es una iglesia templaria  y eso siempre da para elucubrar con sociedades secretas, ritos medievales y demás historias para no dormir.
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Es muy curiosa porque la nave central es un polígono de 12 lados, en uno de los cuales está el ábside mirando a Oriente y en otro, la torre, al mediodía. Románica tardía –comienzos del siglo XIII- es una de las muy pocas del país con esta forma. Se edificó para custodiar el “Lignum Crucis”, que poseía la Orden Templaria, reliquia traída de Tierra Santa, y que el papa Honorio III certificó como auténtica. Abolidos los Caballeros Templarios en 1312, la iglesia pasa a ser propiedad de la Orden de San Juan de Jerusalén y después, a manos de la Orden de Malta, que la perdió a finales del siglo XVIII y la recuperó en 1951 y que sigue celebrando en ella muchos ritos y celebraciones propias. Se puede visitar a determinadas horas y por dentro está decorada con toda la parafernalia maltesa que cabe imaginar. Y eso es una pena, porque el interior desnudo de la nave es, ya de por sí, una auténtica maravilla: lleno de claves y símbolos, muchos sin descifrar, entrar en él es echar a tras en el tiempo y sentirse como un novicio que inicia el camino de la fe templaria.

Tiene un “deambulatorio” circular abierto en los ábsides y dos pisos. El de abajo con cuatro puertas abiertas a los cuatro puntos cardinales tiene una impresionante bóveda de crucería, mientras que el piso alto, la tiene al estilo musulmán. Eso sin tener en cuenta decoración alguna, ni contaros la forma de árbol sagrado o palmera del edículo central, con sus doce lados y sus ramas. O su Cristo románico…

La Vera Cruz está en el lado derecho de la carretera a Zamarramala. En el lado izquierdo está el convento de los Carmelitas donde está el sepulcro de San Juan de la Cruz, que no se lleva nada bien con la sencillez que proclamaba el Santo, porque es una “tarta dorada”, que yo no sé a quien se le ocurrió. Desde las murallas, asomándose un poco, se atisba por su lado oeste, el Santuario de la Fuencisla, patrona de la ciudad.

Entre el Monasterio del Parral y la Vera Cruz, está el edificio de la Casa de la Moneda, que se ha remodelado para convertirlo en centro cultural y que durante años fue china o piedra que las administraciones local y autonómica se lanzaban a la cabeza porque servía para sacarse unos a otros los colores. El edificio, magnífico, al margen de estos asuntos políticos, es de Juan Herrera, construido en tiempo, claro, de Felipe II, y que Carlos III amplió. Se utilizó de fábrica de harinas.

El Hospital en sí, desde el que contemplamos estas vistas, está protegido porque fue convento y aun conserva algunos interiores originales, pero, en general en cuanto a su construcción antigua no queda nada. Se ha conservado hasta hace poco la balconada interior sobre el patio central -en su origen patio de comedias- pero las monjas lo han cerrado con un poquito de aluminio “anonadado” de color marrón , persianas incluidas, que da dolor mirarlo. Esta zona de Segovia es el llamado Barrio de las Canonjías, porque en él –que conserva su aspecto antiguo mejor que ninguna otra zona- hay testimonios obvios de las casas, que en la Edad Media habitaron los canónigos de la catedral. Todo el barrio estaba amurallado y tenía cuatro arcos de acceso, de los que sólo se conserva uno.

“Visto el patio”, dejamos el hospital para subir hacia la Plaza Mayor, acortando por la calle del Dr. Velasco. Lo primero con lo que te topas, según subes a la izquierda es con las iglesia de San Esteban. También románica tardía –siglo XIII- de piedra caliza que brillaba entre naranja y ocre, o teja y caldero al sol de la tarde otoñal, tiene una torre de 53 metros de altura que es una de las más altas de este estilo en toda la península. Sobre el cubo de la base, tiene cinco pisos: los dos primeros de arcos ciegos, el segundo de arquerías apuntadas, lo que indica, dicen los expertos, que el constructor estaba al tanto de las nuevas tendencias, pero como la torre es muy alta y tiene dos pisos más, le debió de dar miedo seguir con tecnología poco entrenada y lo que restan son los típicos arcos de medio punto y un cerramiento absolutamente románico. La torre se incendió en 1896 -alcanzada por un rayo- y como amenazó ruina, se desmontó entera, se volvió a colocar piedra a piedra y se remató con chapitel de pizarra negra, que la hacía aun más alta. Eso se restauró posteriormente y ahora tiene su chapitel de cerámica roja y su remate de veleta con gallo. Dice la leyenda, que la mandó construir Carlos Falconi, hijo natural del rey de Francia, cuando volvía de peregrinar a Santiago de Compostela. Pero no sé si es cierto.

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En la misma plaza donde está la iglesia, está también el Palacio Episcopal, que choca brutalmente con San Esteban: es un enorme edificio de granito de estilo plateresco, de muro almohadillado y fachada clásica, que se construyó en el siglo XVI como residencia de la familia Salcedo. Tiene un escudo en la puerta y un patio interior, ambos ya de estilo barroco. En 1755 el obispo Murillo lo transformó en Palacio Episcopal y hoy es un hotel. Subiendo por la calle Escuderos se llega a la Plaza Mayor, pasando por debajo de un pasillo cubierto que une dos edificios de la misma, por arriba. Para no mojarse.

¡Siempre apetece quedarse ya allí a tomar un café en una de sus terrazas! Son famosas tanto “Negresco” como “La Concepción” y siempre están llenas. Si cruzamos, estaremos frente a la calle Real que baja hasta el acueducto. Primera parada en la plaza de San Martín, donde está el Torreón de Lozoya, sede de muchas y grandes exposiciones. Del primer tramo de la calle –que se llama de Isabel la Católica- y es de entrada a la Judería, conviene resaltar, que tiene todo tipo de restos mudéjares y judíos, en casi todas las casas. Algunos bajos, hoy restaurantes o tiendas, te los enseñan. Si les conoces, claro.

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Este tramo desemboca en la Plaza del Corpus Christi, con iglesia y convento del mismo nombre, que, sin embargo, es sinagoga judía: Sinagoga Mayor de Segovia. Tiene horario de visitas.  Si se sigue bajando, se deja a la izquierda la Cárcel Real, de granito de la sierra, que se utilizó hasta principios del siglo XX y hoy es biblioteca pública, y la iglesia, también románica, de San Martín. Esta iglesia es una mezcla de diferentes partes y distintas épocas: torre mudéjar, tres ábsides –uno de ellos, barroco- y galerías porticadas a la calle por la que bajamos, porque la paralela del otro lado, que es del siglo XI y por tanto la parte más antigua del conjunto, está cegada.

La iglesia está ya en la Plaza del mismo nombre, para los segovianos también, “de las sirenas”, por el hotel y el cine que se llaman así y están frente a la iglesia. También está allí la famosa estatua del comunero Juan Bravo, a cuyos pies y escalinatas, se sienta la juventud y los estudiantes de bellas artes, para dibujar la zona. Además de iglesia, monumento y escaleras, antes de empezar el siguiente tramo de calle, se conserva la llamada “Casa del Siglo XV”, edificio de granito –ya muy negro- de estilo gótico, muy bonito y que hoy, restaurado por la Fundación Mapfre, es sala de exposiciones.

El otro gran edificio de la plaza es el Torreón de Lozoya. Es de principios del siglo XIV, con un arco de medio punto como portada y acceso al mismo, sobre el que luce el escudo de los Aguilar,  aunque antes perteneciera a los Cuevas y después –en el siglo XVII- a los Contreras, marqueses de Lozoya, de quienes le llega el nombre. En el interior, además de salas de exposición hay dos patios renacentistas, auténticamente maravillosos.

Si se ha hecho tarde durante el paseo y ya oscurece, es muy recomendable volver a subir a la Plaza Mayor para ver la catedral iluminada. Se ha restaurado y limpiado y ahora  “brilla como la nácar”. Al Alcázar se baja por las calles Marqués del Arco y Daoiz, pasando por delante del Palacio del Marqués, a la derecha, y  frente a la puerta de San Frutos de la catedral; del callejón de los Desamparados, al fondo del que está la casa museo de Antonio Machado; del Convento de las Descalzas -de los de Santa Teresa- y de la iglesia de San Andrés en la plaza de la Merced, desde donde también se accede a la judería.

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Se puede entrar a los jardines del Alcázar, que se cierran más tarde, a contemplar las mismas vistas, aunque algo más hacia la izquierda que tiene el hospital de La Misericordia. Al ser ya  de noche parecen otras: la figura del Alcázar iluminada sobre la hoz de los ríos Eresma y Clamores, las Carmelitas, la Vera Cruz y las estrellas de un cielo, algo más lustroso que en Madrid. La Osa Mayor y la Estrella Polar, desde luego, se ven de maravilla. El resto, no tanto para los no expertos, pero en cualquier caso, mucho mejor que en Madrid.

Hasta el Hospital de la Misericordia, punto de partida del paseo, se llega por la calle del Pozo de la nieve, hasta su cruce con la calle de la Puerta de Santiago, a final de la que ya está el hospital. ¡Es un paseo que siempre merece la pena!

 

 

(Fotos propias)

Mar

Lo mejor de veranear con calma -y no es un contrasentido, porque los hay que convierten el mes de descanso en una Maratón- es que tienes tiempo para plantearte las cosas más inverosímiles. Por ejemplo. El color del mar. Ya os he dicho, que lo mejor de Águilas son los elementos, ajenos a la mano del hombre, impredecibles e imprevisibles. Y, sin duda, casi lo mejor de todo, es el mar.

Ayer por la tarde paseábamos al perro monte arriba y para darle más carrete al animal, decidimos salirnos del caminito y subirnos a uno de los picos que rodean la bahía para ver las vistas desde allí arriba. Y la verdad, es que en vez de mirar montes y pueblo al fondo, nos sentamos mirando el mar, que da para mucho más. El sol ya caía y la luz dorada le daba a la superficie un brillo plateado que, sin embargo, aún dejaba ver los diferentes azules de las corrientes. Porque las corrientes, ya sean calientes o frías, tienen diferentes tonos de azul. A los pies del monte, el agua rompe contra unas rocas negras planas y brillantes de tanto lamerlas las olas, que nosotros decimos que son de pizarra, porque se parecen a los tejados de los chalets, pero que seguramente serán otra cosa de esas que saben los geólogos. Allí hay poca profundidad y el agua está tan limpia que desde arriba se ve la arena del fondo. Y no es azul, es amarilla como el grano fino de la arena.

Si hay olas algo más fuertes no se ve el fondo, claro, pero a cambio se ve mucha espuma blanca, que tampoco es fea, mezclada con el azul oscuro de la ola que pega. A pocos metros de la orilla se ven matojos de algas en el fondo y entonces el tono cambia de nuevo. Es verdoso. Primero entre azul y verde y luego, a mayor profundidad, casi negro. Pero si le da la luz, es azul oscuro, que es el color de toda la bahía. A veces la cruzan franjas de azul grisáceo: es una corriente de agua fría. Y otras franjas claritas, que son las de agua caliente. Y si miras al horizonte las ves superponiéndose y haciendo que la superficie parezca una sombrilla de playa.

Tampoco el horizonte es liso. Se mueve con las olas y con las nubes y si eres capaz de fijar la vista, puedes ver los barcos de pesca que se acercan ya al puerto a descargar. Al otro lado del horizonte está Orán. Que es otro lugar tan misterioso para mi, como otros varios conceptos y palabros, que aprendí de mi padre y cuyo significado real, conocido años después me era tan “pobretón” que opté por olvidarlo: Orán es un lugar misterioso al otro lado del mar donde suceden cosas fabulosas y donde se inventaron los cuentos de las mil y una noches y donde hay odaliscas, harenes, joyas, sedas y sultanes. ¡Me lo contó mi padre de niña! Y lo siento mucho, pero es infinitamente mejor y más bonito que la realidad. Así que Orán será para siempre un paraíso sobre la tierra.

Cuando ya el sol acaba por meterse, pero no es noche cerrada, el mar se apaga. Empiezan a crecerle sombras entre la isla y la playa del Cigarro, entre las calitas debajo de los montes y entre el embarcadero y la punta de la Aguilica, en el lado opuesto. Si te das prisa puedes llegar a tiempo de ver como cae la noche en la playa, como el mar acaba por apagar su luz. El agua se espesa y, salvo que te acerques y la toques, parece una sopa de chapapote líquido. Ahora ya no da miedo, con la edad se van comprendiendo ciertas cosas, pero no hay niño que se aventure en ella. Ni perro. Es momento de olvidarse del color y esperar al nuevo día. Durante la noche, el mar tiene otras bondades. Huele y suena. Huele a peces, a algas, a humedad. Las olas en la orilla, más que ir y venir, son un cintillo blanco de espuma que sube y baja sin retirarse apenas. Y suena bajito si no hay viento. Meciendo la noche. Adormilando. Si sopla el levante, el ruido es atronador. No oyes la música, si la tienes en la terraza ni a tu interlocutor, si estás de tertulia. Ruge tan cerca que da la sensación de que las olas van a entrar por la ventana y aunque no hemos llegado nunca a ello, si han entrado hasta la puerta y da algo de angustia verlo. De día es un espectáculo impresionante; de noche, da miedo.

Pero, después de la tempestad, viene la calma. Y por la mañana, con los primeros rayos de sol calentando su superficie, el mar es, de nuevo, un viejo amigo. Antes de que el sol brinque del horizonte al mar, la luz dorada que empieza a iluminar el día, le da al agua el color del cobre pulido entre naranja, rojo y brillante. Cuando ya empieza a subir, va cambiando a plateado y ya cuando brilla en lo más alto, es azul. Azul cobalto brillante. Un espejo perfecto. No puedes mirar de frente porque deslumbra. Hay que esperar a media tarde para que con el sol de espaldas puedas volver a buscarle las corrientes a la bahía. Y puedas volver a buscar los distintos azules que dependen de las algas, la inclinación del sol, la posición que ocupes. ¡Un juego estupendo y muy entretenido!

Supongo que les pasará a todos los mares del mundo, pero yo sólo tengo tiempo para buscarle el diferente tono de azul al mar de la bahía del Hornillo. Que es el sitio -y lo siento por los morbosos- donde quiero que me “enmaren” cuando me muera. Y si a alguno le molesta… ¡que se compre una orquesta!

POLÍTICAMENTE CORRECTO

Hasta ahora se podía hablar mejor o peor. Se podía ser un analfabeto y a nadie le extrañaba que confundiera una palabra con otra o que cambiara los acentos de sitio. La gente con estudios hablaba bien siempre. Ante amigos podían utilizar expresiones más o menos subidas de tono pero sabían que estaban “seguros” y no osaban decir en público nada que fuera una vulgaridad, entre otras cosas porque era una falta de educación, de tacto y de elegancia. Y ¡por supuesto! De respeto. Pero las cosas se decían por su nombre. Y el lenguaje que se utilizaba se impregnaba de las ideas propias de cada uno, de sus convicciones o de sus creencias. Es decir, que si ponías atención a lo que escuchabas podías saber cómo pensaba tu interlocutor, qué tendencias políticas tenía, que religión profesaba, qué artes cultivaba, sin miedo a equivocarte. Era un código y no secreto, sino característico de una clase social, de un estamento político, de una familia.

Hoy en día las cosas han cambiado mucho. Por un lado se ha perdido mucho vocabulario: no leer implica no saber hablar, desconocer palabras, no dominar algunos giros, ignorar la gramática. Y, por otro, ya tampoco está bien visto ir dando pistas sobre las tendencias de cada uno, sobre los gustos particulares o sobre las opiniones más recónditas. Ahora se opina en masa, se piensa como mandan las reglas, se asumen los gustos ajenos y no se discute lo que “se lleva”.

Uno, por ejemplo, puede tener incrustado en el alma un racismo heredado por siglos de educación y convicciones familiares, pero sabe que hoy en día eso está mal visto. Lo ve en la “tele”, lo oye en la radio y lo lee en los periódicos: ya no se llevan los esclavos. Aunque no tenga muy claro el término esclavitud, sabe, sin lugar a dudas, que no se puede tener en casa a un “humano” durmiendo en la cuadra, mal vestido, comiendo sobras y trabajando de sol a sol. Eso no implica, sin embargo, que comprenda que la “chacha” no le puede servir el desayuno, la comida y la cena, todo seguido en el mismo día y durante los siete días de la semana. Una cosa es lo que se piensa y otra lo que se dice.

Y, como le pasa al caballero de este ejemplo, pobre e ignorante alma de Dios, lo mismo sucede con otras muchas cosas que nos rodean y que hasta ahora han tenido un nombre, que, como es lo lógico, era todo lo contundente y claro que suelen ser las palabras. Ya no tiene “esclava o chacha”, tiene una “empleada del hogar”. Y a eso le hemos llamado lenguaje “políticamente correcto”.

Ya en la propia expresión cumplimos con la primera premisa de esta nueva forma de hablar: sustituir un término claro y conciso por, al menos, dos palabras imposibles o por un sustantivo y un adjetivo de curiosa calificación. Así, convertimos nuestro lenguaje “educado” de siempre en “políticamente correcto”. Y tremendamente difuso y vago, aséptico y no comprometido, estúpido y presuntuoso.

En un alarde de valentía ya no tenemos “muertos” en nuestras guerras. Tenemos “daños colaterales”. Y eso que los países tratan de ser “neutrales”, aunque ahora se diga “no beligerantes”. En los “Estados Unidos”, antes “América”, ya no tienen “negros”, sino gente “de color” o “afro americanos”, ni niños “gamberros”, sólo “objetores de la educación”, que no son los mismos de antes, cuando se decía que su mala educación se debía a la “indisciplina”. Ahora se debe a la “conducta disruptiva”.

Hasta ahora, los hombres con “poder económico”, antes “dinero”, podían tener relaciones “sentimentales”, que ya son “de vivencia”, con una “querindonga”, nombre muy feote que ahora se ha pulido y transformado en “pareja de hecho”, hasta que pasaba a ser su mujer. Si se cansaba, tenía autorizada y a pocos les extrañaba que pudiera darle una “paliza”, pero ya que nos hemos civilizado, diríamos que se trata de “violencia de género”, que te marca el cuerpo y el alma de la misma manera, pero suena distinto.

Cuando en nuestro “trabajo”, pomposamente denominado “proceso productivo”, teníamos “problemas“, o “incidentes laborales”, nos podían “despedir“. Pero como eso duele, nos convencen de las bondades de la “pre-jubilación” o nos incluyen en un “expediente de regulación de empleo“. Si teníamos la desgracia de tener un accidente y nos quedábamos “tullidos” nos aguantábamos. Hoy seremos “discapacitados físicos” aunque estaremos igual de “jorobados” o “afectados psíquicamente”, que es mucho más intelectual.

Ya no compramos electrodomésticos “avanzados”,  ahora son de “nueva generación”; ni cogemos una “borrachera”, sino una “intoxicación etílica”; ni nos vamos de “vacaciones”, sino que tenemos “periodos de descanso”; y ya no jugamos a las “cartas” o al “dominó”, sino a los “juegos de mesa”. Tampoco “compramos” prendas u objetos: los “cogemos en la tienda“, olvidando así lo más doloroso del proceso. Pagar.

La lista es infinita y no acabaríamos nunca. Tal vez no nos demos cuenta de este cambio, porque no ponemos atención a lo que oímos y luego lo repetimos sin analizarlo. Pero se ha ido haciendo hueco en nuestras conversaciones y ya no nos fijamos apenas en lo mucho que lo utilizamos, aunque gastemos el doble de palabras para decir lo mismo: de una a dos o tres, diluidas, escurridizas, interpretables…

Y no es una “casualidad” o “hecho aislado”: es parte de esa estrategia que hemos ido creando en nuestros viejos países desarrollados, para no ver nada que pueda emborronar nuestro sueño de lujo, placer y eternidad. De hecho, ya ni “morimos“. Ni siquiera “fallecemos“. Ahora “nos vamos“.

Cualquier invento es bueno para no ver la vida. Es otro paso más en lo que yo llamaría “gastar más en parecer, que en ser”. Antes “aparentar“.

CALCETINES

Estaba yo el otro día dedicada a la rutinaria tarea de planchar, doblar y colocar la ropa cuando, calcetín en mano, me di cuenta de repente de lo mucho que puede llegar a decir un calcetín de la persona que lo utiliza, de su dueño. En casa, en ese momento éramos muchos de familia, así que el “oráculo” era un enorme montón. Fui cogiendo los calcetines uno a uno y, observando la prenda, intenté “descubrir” en ella a la persona. Pero sin comparaciones fáciles: evidentemente los que sólo medían un par de centímetros, tenían que ser del pequeño de la casa. No hay más que uno. Y los de deportes, blancos y con las consabidas rayas, del deportista.

¿Pero y ese grande negro, despeluchado y con tomates y “claros” en la frondosidad del tobillo? Evidentemente de un habitante de esta casa, que es lo que vulgarmente se conoce por un “adán”. ¿Y ese calcetín de color chillón, imposible de catalogar, imposible de que “pegue” con pantalón alguno y ya, ni que decir tiene, que imponible con cualquier “modelo de diseño”? Estaba claro, que era de otra habitante cuyo concepto de la elegancia, la sincronía de los colores y todas esas “paparruchadas” dista mucho del académico. ¿Y esos coquetones de color medido, rombo a juego con rayita, en perfecto estado de revista y compendio de líneas de actualidad? Eran de nuestra coqueta oficial. Y los negros lisos, todos iguales, -pues podía haber entre seis y diez-, tenían que ser del padre de la casa, el de la “chaqueta y la corbata”.

Pase un rato muy agradable mirándole la cara a los calcetines. Y en el colmo de mi felicidad, se me ocurrió, traspasar dicha teoría a la gente con la que trabajo en la oficina. ¡El resultado ha sido fantástico! Todos nos hacemos una idea de cómo son nuestros compañeros y nuestros jefes, pero comprobar lo cerca o lejos, que estamos con nuestras predicciones, ayudándonos con sus calcetines es un placer casi indescriptible.

Te fijas y descubres que el inevitable compañero hortera, vulgar en su forma de trabajar, en las frases y en las formas que utiliza, resulta que lleva unos calcetines impresentables de dibujo pasado de fecha y colores anodinos entre el marrón y el negro, con motita roja o flechita naranja, tan horteras como su propietario.

Y que la secretaria joven, aunque con mentalidad de solterona, que se cree mujer independiente y moderna, ¡lleva pantys de “todo a cien” llenas de bolitas!

El jefe, ya entradito en años, que sin embargo piensa estar viviendo una segunda juventud porque, como no se molesta ni en disimular, ha entablado una “entente cordiale” con una administrativa “modelo trepa”, que quiere llegar a ejecutiva, no sólo se contenta con llevar americana y vaqueros, sino que además se ha comprado unos calcetines de diseño, cuya marca reluce en el tobillo más que el sol.

¿Y ese otro típico “animal de oficina” que lleva la intemerata de años en la empresa, que entró con puñetas y visera, y poco a poco ha ido situándose mejor y ocupa ya un cierto nivel y decide ir de importante y “selfmade man”? Ese sigue llevando los calcetines de mercería de la esquina de su calle, que le compra “su santa” y que habitualmente se dan de tortas con el resto del atuendo, muy pensado y sin embargo, poco conseguido.

Claro, que al llegar a este punto, me he mirado los míos y pensado en lo que dirían de su dueña, los que utilizaran el mismo método que yo.
Y por si las moscas, ¡me los he quitado!

Córdoba: ciudad de romanos y árabes

Córdoba es una palabra que suena rotunda y áspera y sin embargo es una ciudad sensual y escurridiza. No tiene de fuerte más que el nombre. Por debajo de la coraza que forman las letras redondas y las sílabas contundentes se esconde una belleza tranquila y dulce, resultado de la sofisticación y la cultura de sus grandes moradores romanos y árabes. Es una ciudad de callejuelas que invitan a recogerse en los patios frescos y discretos donde huele a azahar y jazmín. A sentarse debajo de algún gran ficus a soñar arrullados por el susurro del agua de las fuentes. Provoca la indolencia, desata la imaginación, acelera el pulso y es escenario perfecto de desmayos femeninos, abanicos y refrescos. Con muy poco esfuerzo, la magia de los nombres de origen árabe, los muros altos de palacios y casas, las verjas de puertas y ventanas te pueden jugar la mala pasada de trastocar la realidad. Si te dejas llevar te creerás Hurí del Paraíso. Es imposible no sentirse tentado por las fantasías de los cuentos de las mil y una noches que te salen al encuentro en cualquier plaza, callejuela o esquina. ¡Es tan fácil!

A mí, tres palabras mágicas me bastaron para creer que entraba en otro siglo: mezquita, almazara y hamman. ¿Podría acaso ser de otra manera?

No se puede visitar Córdoba y no entrar en la mezquita. A primera hora de la mañana el patio de los naranjos de la mezquita aun huele al jazmín de la noche y como todavía hay pocos visitantes, no cuesta creer que eres una de esas mujeres oscuras que se acercaba a rezarle a Alá escondida tras la celosía. ¡Claro que entonces, cuando Abd-al-Rahman I edificó su mezquita sobre la antigua iglesia de San Vicente, no plantó aquí ni un naranjo! ¡Añoraba su tierra y sólo dejó que crecieran las palmeras y que sonara el agua de las fuentes para las abluciones!

Antes se entraba a las naves de oración –¡horrible expresión que suena a garaje, cuando decir “musaya” es mucho más sencillo y mil veces más sonoro y evocador!- por la puerta que da a la última ampliación de la mezquita, la de Almanzor, pero ese era un error, que tarde o temprano acabarían por subsanar, y ahora se hace por la puerta de las palmeras justo por donde Abd-el Rahman I ideó la entrada principal allá por el año 785.

Las once primeras naves las forman 130 columnas, cada una de ellas con el capitel de formas diferentes; de mármol liso, unas; estriadas, otras; alternando las negras con las blancas. Son de doble arcada: el de abajo, un arco de herradura con dovelas de piedra y ladrillo y descansando sobre él, uno de medio punto, también con las dovelas rojas del ladrillo y blancas de la piedra, lo que ayuda a darle la altura que tiene. Iluminadas por la luz de la mañana, te transportan, quieras o no, a otra dimensión. Te embarga un sentimiento de recogimiento y casi la necesidad de sentarte a meditar. Pero, para hacerse una idea real de lo que debía ser ese espacio de meditación con el suelo cubierto de alfombras y miles de hombres arrodillados encima, hay que mirar siempre hacia la puerta y dejar que la vista se nos pierda entre las filas de columnas y arcadas.

Hay que evitar esa “iglesia catedral” incrustada en el corazón de la mezquita: en el mismo centro de las cuatro ampliaciones que a lo largo de los siglos acabaron por convertirla en la mayor del mundo con casi 24.000 metros cuadrados de espacio dedicado al encuentro, al conocimiento y a la oración.

No es que sea fea, la catedral. Es solo un enorme grano en mitad de la serena belleza de la “musaya” árabe. A Carlos I no le hizo mucha gracia la idea cuando se la presentaron y se resistió mucho antes de autorizar al obispo de Córdoba, don Alonso Manrique, el comienzo de las obras. Después, tardaron tanto en completarse, que es una mezcla de todos los estilos que se llevaron durante los siglos XVI y XVII: arquerías y bóvedas hisponoflamencas, una cúpula renacentista, una bóveda y un coro casi barrocos. Si no estuviera allí metida, empujada a la fuerza hasta donde más le podía doler a un creyente del islam, sería una joya maravillosa. Pero es para tenerle manía por impertinente. ¡Hubo que tirar casi toda la ampliación de Abd-al Rahman II para poderla ajustar donde más molestaba! Este califa, allá por el año 833, al ver que la población cordobesa crecía y crecía y vivía un periodo de paz y prosperidad como nunca más lo viviría después, decidió tirar el muro quibla, al sur, y ampliar otros 25 metros en dirección al río, lo que supuso incrementar el espacio con siete naves más. También se le debe a él la idea de cubrir las murallas del patio con una columnata.

Entre los años 945 y 961, Al Hakam II mandó ampliar de nuevo la mezquita. Nada más y nada menos que con otros doce tramos también hacia el Guadalquivir y hasta darse con las murallas de la Medina y ya sin dejar espacio alguno hasta el río. De hecho se construyó un pasadizo en alto que unía el palacio del califa con la mezquita a través del que accedía al recinto reservado para él y su séquito en la mezquita y que es el que rodea al Mihrab, “capilla” orientada hacia la Meca, que guarda el libro santo y que está decorada con mosaicos bizantinos de millones de teselas doradas y azules traídas de Constantinopla para gloria de Alá. Rodeado de frases del Corán en riquísima escritura kufí florida, quita el hipo y atrae como un imán a todo el que se va acercando por las naves desde la puerta de entrada. Sobre una de ellas, en el tramo que antes de la ampliación fuera el muro quibla y hoy es capilla de Villaviciosa, está la primera bóveda que los arquitectos árabes construyeron para que llegara luz natural hasta allí.

Hasta ese momento el techo de la mezquita había sido de artesonado plano en madera labrada, que le daban un aspecto serio y recogido y con el que se conseguía la penumbra que invitaba a meditar y orar en paz. Con las sucesivas ampliaciones la mezquita había llegado a medir casi 150 metros de largo y las zonas más profundas se quedaban, por tanto, a oscuras. La bóveda tiene ocho ventanas cubiertas de celosía por las que entra una estupenda luz tamizada. Esta ampliación de Al-Hakam II es la más rica de todas. Todas las columnas son de mármol y se alternan en perfecto orden las columnas negras con las blancas. También fue en esa época cuando se construyó un nuevo alminar, más alto y sobre el que hoy reposa la torre del campanario de la catedral, con sus cuatro cuerpos y sus magnificas campanas, por supuesto, pero que se llevaron por delante el original.

Hubo aún una cuarta ampliación. La de Almanzor, que aunque es la mayor de todas, es también la más pobre. Ampliaron hacia el este, porque hacia el sur ya no quedaba sitio y fueron ocho naves más desde el muro quibla hasta el patio de las abluciones. Las arquerías ya no son de ladrillo rojo y piedra, sino sólo de piedra, revestida y pintada de rayas rojas y blancas para simular el color y el aspecto de las originales. Había que demostrar poderío político al precio que fuera y así se hizo.

Mientras la gente se arremolinaba ante los tesoros de la iglesia, las custodias de oro, las imágenes de santos, los cálices y las cruces de plata y oro, yo preferí seguir paseando mi admiración por la “musaya”. Ante el “mihrab” fotografié a un grupo de japoneses que, ataviados con sus kimonos de seda de colores, le daban al recinto sagrado un aire mucho más universal y de mezcla de culturas, que toda la santería junta.

Si mezquita suena bonito, con almazara la boca se te hace aceite.

Al-ma´sara era el lugar de exprimir y por ese procedimiento se sigue obteniendo el aceite aun hoy. En la almazara de Santa Ana vimos llegar el camión cargado de aceitunas del campo y vimos caer la oliva negra y la oliva verde, aun con ramas y hojas, en la tolva de recepción (tolva, sin embargo, es palabra latina y viene de tabula, o tubo). Era “albequina” –“arbequina” decía él con su acento andaluz cerrado-, nos explicó el dueño, que aunque no es autóctona, es la que hoy se vende mejor porque se planta con ayudas de la CE. La aceituna cordobesa es la ojiblanca. Así como la manzanilla es sevillana y la picual, de Jaén.

En Santa Ana, almazara muy familiar con ya tres generaciones de aceiteros, siguen un sistema muy sencillo para exprimir la aceituna. De la tolva y con ayuda de una cinta transportadora, suben las aceitunas hasta un ventilador que aventa hojas y ramas, que caen al suelo del patio formando gigantescos montones verdes. Esta hojarasca se quema después poco a poco porque los ecologistas no dejan que esos “restos” vuelvan al campo. Dicen que llevan productos químicos de las distintas fumigaciones a las que someten a los olivos. En este asunto no se ponen de acuerdo agricultores, aceiteros y ecologistas pero, de momento, ganan los ecologistas.

Las olivas, ya limpias de hojas, se pesan con ayuda de un sistema de dos tolvas muy elemental y muy práctico: caben 100 kilos en cada una, de manera que cuando se vuelca por el peso, el olivarero, cuyas aceitunas se están pesando, sabe que allí van 100 kilos. (Ahora, además, se marca con decimales en un ordenador que tienen adosado a las tolvas, pero antes, se contaban las veces que se volcaba la tolva, se multiplicaba por cien ¡y a correr!).

Una vez que se sabe lo que hay que pagarle al agricultor, las aceitunas vuelven a subirse a la cinta transportadora y se pasan por diferentes cedazos para poderlas clasificar por tamaños: las mejores se guardan para salmuera o para cocerlas; las medianas pasan a las tolvas con agua donde se lavan bien antes de exprimirlas y las pequeñas se convertirán después de dejar paso a las mejores, en un aceite de menor calidad. Las aceitunas que caen al suelo antes de la recogida oficial –que ya no se hace a mano y vareando, sino con un aparatito que menea el olivo hasta que caen todas las aceitunas sobre grandes tules negros- también se recogen y se utilizan para aceites menos finos. Se llaman lampantes, pero son los más puros de todos los aceites. No se refinan.

Las aceitunas lavadas entran en la molturadora –lo que antes se llamó molino de aceite- por una boca ancha y antes de caer entre los dientes de este molino moderno, se le añade un poco de talco. De polvo de talco, aunque no del que se perfuma para el baño: sirve para romper la molécula de aceite y se ha hecho siempre así, por mal que suene. De este enorme pasapurés, y al momento, empieza a salir por una tubería que acaba en otro inmenso y finísimo cedazo, un aceite espeso y de color entre verde y amarillo. Huele muy fuerte y sabe muy bien. Durante nuestra visita, molturaron ante nuestros incrédulos ojos, la “albequina” que vimos caer en la tolva. El sabor es muy suave y el color algo más claro que el de la aceituna verde. La acidez de este aceite es 0,6 grados. En contra de lo que uno cree, cuanto más alta es la acidez, menos tiempo tarda el aceite en estropearse –en “revenirse” o “enrovirarse”- así que eso de guardar grandes cantidades de litros de aceite de un grado es una tontería. Debe consumirse –aunque no tenga fecha de caducidad porque no tiene porqué estropearse- entre seis meses y un año después de envasarse.

Este primer aceite que sale del molino es de muy buena calidad y contiene muchas moléculas aún sin romper, por lo que son aceites muy saturados. Entre los molineros de antes había la costumbre de recoger este aceite más denso que flotaba sobre el resto y retirarlo para su uso exclusivo. Decían que “castraban” el aceite. Y es una expresión que me parece muy propia: le quitan lo mejor al zumo y además, como se hacía a primera hora, casi de madrugada, tenía ese algo de alevosía que conlleva el término. Ahora es más difícil, pero los grandes molineros aun lo saben hacer.

Una de las cosas más curiosas de todo este proceso, que es simple, sencillo y tiene la casta de los siglos, es la imaginación que le ponen los aceiteros a los detalles más pequeños. Por ejemplo, ¿qué pasa con otros materiales que puedan caer junto con la aceituna al molino? Hojas no, porque ya las hemos volado al viento; tierra tampoco, porque las hemos lavado, además de que la van soltando por entre los tules negros de camino a la almazara. ¿Qué otra cosa puede haber? Cartuchos de postas. Hay mucha caza en la zona: yo vi perdices picoteando entre los terrones de un sembrado puesto en barbecho y seguro que algún conejo o alguna liebre me vio a mí, aunque yo no a ellos. Si entre las aceitunas van cartuchos ¡el aceite sabe a pólvora! El ventilador no les hace volar, porque aunque la vaina sea de plástico, el percutor pesa. Si se mojan, se lavan, pero nada más. Así que hay que agudizar el ingenio. A estos aceiteros de Santa Ana se les ocurrió poner imanes a la salida de la tolva de lavado. Allí se quedan pegados por el “culo” los cartuchos del campo. Y son muchos más de lo que una imagina. Sacan cubos llenos.

Otro ejemplo: ¿qué se hace con los huesos de las aceitunas? El molino exprime la oliva, pero no la machaca. Así, queda un resto, parecido a una pasta, que es la mezcla de piel y hueso, a la que aun le queda una perlita de aceite. Esta mezcla se recoge aparte y es la que se lleva a la orejera, donde le sacarán esa última gota de vida que, ya con ayuda de la química universal, se llama después aceite de orujo. Antes de que la pasta caiga en las grandes cubas en que se recoge, se separa el hueso. Los huesos húmedos se secan en montoncillos en el patio de la almazara y luego se utilizan como combustible para estufas. ¡Es madera chiquita para estufas pequeñitas!

Después de ver como se recogía el aceite en grandes cubas para almacenarlo y luego envasarlo, nos ofrecieron la posibilidad de catarlo. Como los buenos vinos. No se cata en copas, sino en pequeños vasitos bastante panzudos y regordetes, de un azul parecido al del lapislázuli para no ver el color, y se escupe, porque sino te pones malísimo. Primero se busca el “frutado” de la aceituna: sabor a manzana, a otras frutas, a otras frutas más maduras, a hierbas u hojas. Luego paladeas para encontrarle el amargor, el picante o el dulce. Si eres muy bueno, incluso, puedes encontrarle otros atributos más complicados. Aun queda emitir un veredicto sobre lo agrio, avinagrado, avinado o ácido que pueda ser el líquido. Los expertos gorgojean a ver si le encuentran un punto basto, metálico, mohoso o húmedo. Miran si está turbio, aborrajado o atrojado. Y, por supuesto, si está rancio. Aunque esté recién molturado, puede estarlo. Es como una patata: se encalla y no hay quien pueda nada contra ello. De todas estas características los buenos catadores saben percibir diferentes grados: ausencia total, casi imperceptible, ligera, media, grande o extrema. Y hay que indicar una nota de estas posibilidades a todos y cada uno de los aceites catados. ¡Me pareció terriblemente más difícil que catar un vino!

Para digerir tanta prueba –la mayoría se tragó el aceite porque está muy bueno- nos ofrecieron el remedio más eficaz: naranjas. Lo último entre los inventos locales: ensalada de naranjas con chorrito de aceite de oliva virgen, cebolleta picada y queso semicurado. Para postre un “Pedro Ximénez” de cosecha propia, que estaba, incluso, muy rico.

Amodorrados, por el estómago llenito, hicimos el camino de vuelta desde Montalbán a Córdoba. Nos esperaban en el “Hamman”. Los baños son para los árabes una parte esencial de su vida. Son, además, lugar de encuentro y por ello solían estar cerca de las mezquitas o en los zocos. Mezquita, zoco y Hamman eran el eje de su vida social. Al  Hamman se entra por un patio central desde el que se accede a los vestuarios –estos nuestros eran un poco pequeños y estrechos-  y a las salas de agua fría, templada y caliente. Para empezar en estos tiempos modernos, lo primero es una ducha. Aunque el ambiente, la decoración y los olores puedan ser los de hace un montón de siglos, la costumbre de la ducha de hoy parece elemental como primera providencia.

Se recomienda primero relajarse en la sala templada. En el centro está la gran cuba –yo calculé que era cuadrada de unos cinco metros de lado y muy poca profundidad porque me llegaba el agua a la cintura- con un par de escalones para que te sientes y puedas apoyar la cabeza en el borde. La luz natural entra por unos huecos en forma de estrellas que horadan la bóveda. Allí nos sumergimos un buen rato estirando brazos y piernas, con los ojos cerrados y tratando de imaginar que estábamos en cualquier otro lugar del universo. Luego un buen masaje. Ya con los músculos relajados sienta de maravilla: los masajistas son capaces de encontrarte, incluso, el”nudo gordiano”, ese que se te ha quedado prendido en la espalda entre el omóplato izquierdo y la nuca y del que pensaste que te habías librado. A mí me apasionan los masajes en los pies. Me gustaría saber quien fue ese espíritu refinado que inventó la pedicura. Se me queda el cuerpo de seda después de un buen masaje con mucha crema y una buena pedicura. Es vida.

Así que cuando dejamos el turno al siguiente, a mí me temblaban las rodillas. Estaba ya como un trapo. Directamente me hundí en el agua caliente. Las salas calientes son más recogidas que la templada. Hay menos luz, las cubas son más bien tinas o bañeras grandes, y de la pared sale un chorrito a la misma temperatura. La sensación de placidez te envuelve de arriba abajo: como un buen albornoz de felpa. No hay que olvidar nunca que al fin y al cabo, de envolver esos cuerpos calientes en los hammanes árabes, viene nuestra palabra albornoz, sinónimo de calidez, arrobo y placer.

Pero hay que cumplir con el rito completo. Unos minutos de agua caliente te dejan tan frita que no hay más remedio que intentar aguantar la fría: ¡y eso es lo más parecido a revivir que puedo imaginar! La sala fría, con dos bañeras –yo habría dicho sarcófagos- de agua helada son la guinda de esta orgía de los sentidos. No hay que pensarlo ni un minuto: hay que meterse, sentir el agua helada como un cuchillo sobre la piel y salir corriendo de allí. Vivificante, como la lluvia normanda de las mañanas de Asterix.

Puedes repetir el proceso –templada, caliente y fría- tantas veces como te apetezca. Ya sin masaje, porque con uno tienes para un buen rato. Pero tampoco conviene abusar. Acabas molido.

Lo mejor es repetir dos veces, darse una buena ducha con mucho jabón y mucho champú y subirse a tomar un reconfortante té de menta a la tetería que tienen en el piso de arriba. Con un par de pastelitos de miel y ajonjolí, de mazapán y pistachos, sales a la calle como nueva.

Esa noche la luna estaba llena y brillaba en el cielo como una enorme naranja del patio de las abluciones. El paseo embrujaba, embriagaba los sentidos e invitaba a recogerse entre brazos amados.

A las doce, delante de la puerta de la mezquita, vimos el eclipse de luna.

Si Córdoba es mezquita, almazara y hamman, también es luna y jazmín. Una delicia árabe.

 

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NOCHE

Placeres en el verano hay a cientos. Cualquier cosa que se salga de lo habitual nos produce el placer de lo especial. Las siestas son imperiales; los aperitivos, monstruosos; las copas en la terraza, un lujo. Pero no sólo son especiales las actividades que solemos hacer y que engrandecemos por la tranquilidad con las que podemos proceder. Hay otras que nunca hacemos cuando no estamos de vacaciones y que son, de verdad, las que nos llenan el alma de alegría y hacen  inolvidables los días de asueto. Una de ellas, una de mis preferidas, es esperar a que sea de noche. Es muy sencillo. Me siento en la terraza frente al mar y espero a que se vaya la luz. Elemental.

Así, de esta manera tan simple nos encontramos con un elemento muy especial de la costa murciana. La noche. No se puede generalizar, porque no hay dos noches iguales. Pero lo que sí es siempre igual es el placer de disfrutar de ella. Hacia las ocho de la tarde hay que empezar a prepararse para el evento. Ya el sol ha recorrido el camino entre el horizonte, detrás de la isla del Fraile, hasta pasar por encima de la casa. La playa está ya en sombra y en el aire se huele la oscuridad. Mirando el mar  casi no te das cuenta de que cada vez la luz es menor. Baja muy poco a poco la intensidad y cuando te quieres dar cuenta la oscuridad te envuelve. Los primeros momentos son muy oscuros. No se te han hecho los ojos aun a lo negro del horizonte. Intuyes el mar porque se siente la humedad y se escucha el ronroneo de las olas. Siempre y cuando sea uno de esos días en los que el bochorno se haya impuesto. Si sopla algo de brisa, antes que la oscuridad, notas el olor del mar. Un aroma que sólo aprecias de noche.

Es el momento de fijar la vista en algún punto lejano, e intentar acostumbrar los ojos a la falta de luz. ¡Cuidado con las bombillas! Ni una, porque si no, no se consigue. Al cabo de unos minutos lo primero que se encienden son las estrellas. A uno se le olvida la cantidad de ellas que tiene el cielo. Nunca hay tiempo para pararse a mirarlas en Madrid. Y aunque quisieras verlas, tampoco podrías porque las luces de la ciudad no te dejarían. Aquí el cielo está sembrado. Puede haber bruma y no las ves, pero las grandes noches de verano en Águilas son las noches estrelladas, con algo de brisa y una temperatura media que te deja respirar y disfrutar un buen rato. Si hay suerte y pocos vecinos, la oscuridad te envuelve y la sensación es de redondez: de estar sentado en mitad de un cuenco negro que te arropa y en el que tardas un buen rato en ser consciente de que es infinito.

Después de ver las primeras estrellas y con ello, las primeras distancias, hay que concentrarse en diferenciar olores. No huele igual la humedad de agua, que la humedad de la arena. La del agua es salada. La de la arena, rechina. Puestos en sus sitios estos dos aromas, hay que abrirse a las plantas: el dulce algo meloso de la higuera, el frescor del eucalipto, la variedad de arbustos y matas, oréganos, romero… que te trasladan al campo. Sin el calor del sol, los vapores que se cuelan hasta el alma son más intensos y verdaderos. El sol quema el olor. Con los ojos cerrados, sabiendo el mar a tus pies, las estrellas flotando sobre tu cabeza y levitando con ayuda de aromas levantinos, si además sale la luna… ¡en un abrir de ojos te crees en el paraíso!

Y ese no está en Madrid. Y si lo está no lo sabemos, porque no lo disfrutamos.

Yo me voy a dar una vuelta, porque hoy es el día ideal para encontrarlo.

RECICLADO

El trabajo, muchas veces, me obliga a viajar. Una de esas veces, me tocó Suiza y una helada tarde de enero aterricé en Zurich. Más exactamente en Kloten, que es el pueblo de Barajas pero en suizo, que siempre es mucho más elegante. Aunque, como en Barajas, ni hay museos, ni cines, ni siquiera tiendas cuyos escaparates tengan algo que mostrar. No hay más solución, que armarse con algún libro y encerrarse en el hotel, pues, por otro lado, en Kloten-Barajas tampoco la vida nocturna oferta grandes planes interesantes. Así que me metí en el hotel,-típico hotel anodino de “pasar la noche”-, dispuesta a quemar las últimas horas del día, cansada y con ganas de acostarme.

Camisón en mano, me dispuse a hacer mis abluciones diarias. El cuarto de baño, minúsculo, era un compendio de virtudes suizas. No le faltaba detalle. Sólo la gracia. No había ningún lujo para no desentonar. Funcionalidad, modernidad palpable, europeísmo. El vasito para lavarse los dientes, desinfectado. Las toallas, blancas y radiantes, como las novias. Vírgenes y mártires. Duele ensuciar la inmaculada palidez de la felpa con manchurrones y churretes al secarse las manos. Los azulejos, estaban ordenados con tanta exactitud, que yo creo que incluso habían medido hasta los milímetros de separación entre ellos y no se habían equivocado ni en medio milímetro al unir unos con otros. Ni uno fuera de la línea, ni un borde, ni un corte mal hecho. Ni una arista o esquina tiene rastro alguno de tierra. ¡Perfecto!

De repente algo me saltó a la vista. Algo, que no podía faltar en una sociedad tan avanzada y que ya es parte de nuestra vida cotidiana, pero que, no se porqué subconsciente convicción, no esperaría nunca encontrar en un cuarto de baño. Papel reciclado. ¡El rollo, inevitable rollo de papel, que limpia nuestras miserias, era de papel reciclado! Un arbolito verde lo recordaba cada medio metro. Tiré y tiré. No me lo podía creer, pero así era. ¡Dios mío! ¿Cómo utilizar para semejantes menesteres, lo que pudo ser una letra impagada, un expediente maldito, una declaración de Hacienda,… ¡una carta de amor!…?

Incapaz de utilizarlo, me metí en la cama. ¡Tenía la angustia del progreso instalada en la garganta! Me asaltaban sentimientos contradictorios. Por un lado la lógica. Si era una cuestión de ecología lo más normal era, que también ese papel fuera reciclado. Es más, era lo ideal, ¡pues para el uso que se le iba a dar no se iba uno a gastar los cuartos en papel “cuché”! Pero por otro lado, yo tenía un problema. El eterno dilema del ¿de dónde venimos? y ¿a dónde vamos? Resolverlo, no lo resolví, pero algo si aprendí aquella noche.

Entendí, en su amplio sentido, el término EFIMERO.

MI EMPRESA

El nuestro es un mundo “globalizado”. Ya nada es local, ni vale, si no tiene proyección fuera de nuestras fronteras. Son los mandamientos de la nueva economía: todo lo que rodea a esta ciencia, sus leyes y fines son nuestra Biblia actual. Y su aplicación es absoluta. Se mete en todos y cada uno de los modelos anteriores y los reforma. Repta por las antiguas estructuras, que dejan de tener su forma acostumbrada y, aunque mantengan el nombre de siempre, parecen otras y se comportan de distinta manera.

Ya nada se mueve sin que se le apliquen criterios de empresa. Nada. Ni una tienda de coloniales, ni una peluquería de barrio, ni una tienda de cromos, tebeos o cambios de revistas. No se salva nada. Ni la familia.

En nuestras familias de ahora hemos cambiado al amo y señor, por un director general o presidente, que aunque no es mal puesto, no deja de estar sometido a consejo de administración. El padre de hoy suele decidir las grandes líneas de la empresa familiar –la macroeconomía-, pero tiene que presentar los detalles –microeconomía- a consenso y luego hay que aprobarlos.

La madre es, evidentemente, el consejero delegado, que lleva el día a día o la agenda, que es como se llama ahora, y ejerce las funciones, además, de tesorero. Cada uno de los hijos de esta empresa tiene un puesto en la mesa del consejo. Todos con voz, voto y veto.

Las decisiones que afectan a la “empresa” se toman por consenso, tras pasar cada proyecto por un análisis pormenorizado. Se estudia su viabilidad económica, sus posibles beneficios; se calibra si merece la pena, y, en caso de pérdida estimada, aceptarlo por otros motivos, como pudieran ser por prestigio, por relaciones públicas o como gasto de representación.

Salvo en las reuniones del consejo, que pueden ser de una vez al mes, o de una cada siete meses, los distintos consejeros no se ven habitualmente. Cada uno de ellos llevará el horario que rija en su sucursal y entrarán y saldrán de su “oficina” según la previsiones de trabajo: durante el invierno sujetos a las variaciones escolásticas o universitarias; durante los fines de semana según si tienen misión discoteca o misión diplomática frente a su santo contrario; en época de vacaciones, cumplidos algunos trámites de dirección, según donde haya más “negocio”: en la playa de Mallorca, en el cortijo sevillano o en las sierras y montañas.

Ya no cobran “la paga” el fin de semana: ahora se llama sueldo y es mensual. Y tiene “bufandas”: por aprobar el curso, cae la moto. Tras la recolección de calabazas en junio, salvar la situación en septiembre, se llama regalar un móvil. El cate en inglés conlleva un mes in Irlanda. Todo sin IVA. Además está sujeto a convenio colectivo: subida anual en función del INN (índice de nuevas necesidades), aumento de los días de vacaciones lejos de la presencia de la presidencia, disminución periódica de las obligaciones caseras, etc., etc.

La empresa no cierra nunca. Y está siempre “al loro” de posibles “nichos de mercado” por explorar: si un miembro del consejo de administración coge una hepatitis, pondrá a su disposición sus expertos en enfermería y le apoyará en la prospección de “formas de entretenerse” durante los meses de convalecencia. Si un miembro, trasladado a otra empresa debido a una “joint venture”, ha dado a luz y necesita del consejero delegado, se dispondrán las medidas necesarias para el asesoramiento en las cuestiones pertinentes a fin de salir también airosos en el nuevo camino emprendido.

El presidente, como todos los presidentes de empresas, estará para mantener el nivel económico adecuado y necesario que mantenga a flote su “negocio” y procurará que sus consejeros se sitúen lo más estratégicamente posible dentro del mundo laboral y empresarial que nos rodea, para intentar alianzas beneficiosas para ambas partes.

El consejero delegado controlará en lo posible los gastos y será el responsable de la cuenta de balance de pérdidas y ganancias. Tirando del departamento de “comestibles”, dejando la renovación del de “textiles” para la época de rebajas e invirtiendo en “loterías del estado”, irá ajustando el asunto monetario de manera que el “cash flow” permita algunas alegrías al final de cada ejercicio.

No es difícil hacerse una idea de lo anteriormente expuesto. Pero nada mejor que un ejemplo sencillo que nos permita ver con claridad la práctica diaria del ejercicio empresarial. Al efecto, escogeremos una “empresa” media, con un presidente, un consejero delegado y dos consejeros “de a pie”. Está ubicada en Madrid, cuenta con local propio que permite agrupar bajo un mismo techo todas las “sucursales”. Además, gracias a su política de austeridad, y en vistas a posible o futuras expansiones, posee un pequeño local en una localidad de playa. No tienen más personal que el contratado a tiempo parcial –fijo, discontinuo- para mantener las oficinas limpias a efectos visitas. El local no tiene portero, pero cuenta con perro fiel que hace las funciones de guardia de seguridad, sin cobrar extras, aunque trabaje las 24 horas del día y los 7 días de la semana.

-¡Las vacaciones serán los 30 días de agosto!, dice nuestro director general.

– Bueno, matiza el consejero “hija mayor”, pero de ellos, 15 los pasaré con el consejero “hijo” de la empresa González López, que es mi novio, en el local de la playa de Gandia, que para eso pertenece a nuestra sociedad gestora de patrimonio.

– ¡Un momento!, exclama el consejero “hijo segundo”, tengo previsto celebrar reuniones de trabajo en dicho local con mis “asesores colegiales”, de manera que habrá que ajustar fechas.

– Bien, pues saquemos las agendas. ¿Tiene algo en contra el consejero delegado?

– No, aunque el señor presidente querría también darse una vuelta por el local, porque no lo visita desde agosto del pasado año contable y hay algunas cosas que arreglar.

– Bueno, aceptan los “consejeros hijos”, si es por el bien de la empresa, podemos buscar una “transaccional” y partir el mes en tres.

– Bien. Se acepta la propuesta. Al acabar la reunión se ajustarán las agendas, para que todo transcurra sin rozaduras, ni problemas. Pasemos al siguiente punto de la orden del día: para cenar filetes empanados.

– No. Rotundamente, no. No lo acepto y lo veto. Esta consejera tiene que cuidarse el tipo dada la cercanía del biquini y está a lechuga y agua.

– ¡¡Me niego!! Es inadmisible, se queja el “consejero hijo”, llevamos quince días con sopitas frías, gazpachos y filetes a la plancha y yo creo, que los resultados económico-intelectuales de mi sucursal merecen algo más sólido.

– ¡Haya paz, señores consejeros! Cada sucursal será responsable de sus comidas. La señora consejera tome nota de que la nevera deberá estar surtida con lo necesario para cubrir las necesidades de todas ellas y cada cual actuará en consecuencia

Y, ¡vámonos Maruja, que hoy cenamos fuera! ¡Se levanta la sesión!

Salamanca: un paseo de buena mañana

 

“-que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado-“

Miguel de Cervantes, “El licenciado Vidriera”

Llegar a Salamanca de noche tiene la ventaja de poder ver iluminada la catedral desde la otra orilla del Tormes antes de cruzar el puente. Lo inmediato es querer parar y no moverse en un buen rato ante la impresionante mole de piedra bordada de las torres y el campanario. Si no has estado nunca, y aunque lo sepas, es difícil distinguir desde la distancia la forma de la catedral que es una curiosa mezcla de dos catedrales unidas, como sucede, en Plasencia. Para verlas no hay más remedio que esperar a que se haga de día, confiar en que no haga frío, y desear una mañana de sol.

A primera hora, con buena temperatura y un día radiante, salí paseando desde el hotel, frente a Fonseca, dejando a la izquierda el Convento de las Agustinas hacia la Plaza Mayor. Y desde allí por la Rúa Mayor a la Catedral, -me queda pendiente una visita a la Casa de las Conchas, la Clerecía y la Universidad Pontificia-. Quería llegar antes de que lo hicieran las manadas de turistas y grupos de escolares al mando de guías y profesores que no dejan disfrutar en paz de los silencios catedralicios, para mí, la mejor manera de ver y entender una catedral. ¿Cómo comprender la paz de un claustro con una profesora dando berridos y explicando el gótico, los arbotantes o capiteles a un puñado de chiquillos que sólo piensan en acabar con el rollo cuanto antes y que no escuchan lo que les dicen? ¿Y cómo imaginar a un monje, un letrado, un seminarista o un teólogo meditando sobre las virtudes de la pureza, la castidad o la pobreza mientras camina por la galería cubierta de un convento sin mojarse y al abrigo del aire serrano, si un grupo de alemanes patea la tarima cual batallón de zapadores marcando el paso de la oca?

Para poder sumergirse en tiempos pasados no sólo hace falta que el decorado sea perfecto: hay que meterse en ambiente y abrir la mente y todos y cada uno de los poros de la piel.

Entré en la catedral por la puerta que da a la plaza de Anaya. Y empecé a recorrerla desde la izquierda. Algunos eruditos en la materia dicen que es el “último suspiro del gótico” porque este estilo agonizaba ya cuando empezó a construirse allá por 1513. Tuvo, como toda obra que tarda siglos en hacerse, varios arquitectos: Gil de Hontañón, Juan de Álava y tres Churrigueras. No tiene retablo en el altar mayor. Se destruyó y no se quiso reconstruir. Pero tiene un magnífico coro, diseñado en 1724 por Joaquín Churriguera y realizado por su hermano Alberto. También tiene dos órganos –como la catedral de Sevilla- uno de ellos, de enorme fama por su sonoridad, es de Pedro de Echevarría, que lo construyó en 1745.

En las naves laterales hay varias capillas: la de San José, la del Santísimo, la del Presidente, la Capilla Dorada… pero, a pesar de las muchas y maravillosas obras que encierran tras sus rejas mi meta era otra.

La última capilla a la derecha de la puerta principal de la catedral –la de la calle Pla y Daniel, ahora- es la que da acceso a la catedral vieja. No había conseguido hasta ahora verla en condiciones, bien porque albergó “Las edades del hombre” cuando fui la primera vez; bien porque estaba siendo restaurada, la segunda.  Esta Catedral Vieja empezó a construirse a finales del siglo XII. Planta, columnas, capiteles y arcos exteriores son de estilo románico. Los interiores y las bóvedas, son góticos. El cambio de estilos está perfectamente marcado: justo en los puntos de arranque de los nervios de las bóvedas. Sobre todo se aprecia en las del crucero. Muy curioso. El retablo lo forman 53 tablas de escenas de la Virgen y de la vida de Jesucristo en el más puro estilo renacentista de la escuela florentina del siglo XV. Una maravilla.

Increíbles también los sepulcros en el brazo derecho del crucero –no hay brazo izquierdo, porque es por ese lado por donde se le adosó la catedral nueva- de diversos personajes bienhechores o benefactores de la catedral, de los siglos XIII al XV, en piedra policromada. Desde allí se accede al claustro. Del original no queda nada más que las paredes de dos galerías. Se cayó a causa del terremoto de 1755, pero queda en la entrada una increíble portada románica que ayuda a hacerse una idea de lo que pudo ser. Desde el centro del patio de este claustro se puede ver, muy de cerca, la torre del gallo y las almenas de la fortaleza salmantina, a cuyos muros se adosó la catedral.

Salí por la puerta principal y bajé hacia la izquierda pasando por delante del museo Unamuno, para rodear las catedrales y visitar la iglesia convento de San Esteban. Cualquier cosa que a uno le cuenten sobre su fachada no tiene nada que ver, seguro, con la realidad: es un inmenso panel de piedra labrado milímetro a milímetro, de estilo plateresco que brilla en mil tonalidades de rojos, ocres y naranjas cuando le da el sol, ya menguante, de la tarde. Por dentro, el retablo de José Churriguera, de inmensas columnas salomónicas esculpidas con montones de pámpanos, impresiona por el trabajo y el tamaño. Pero a mí, más espartana para estas cosas, me gustó más la escalera volada de piedra –llamada de Soto, por el teólogo Domingo de Soto, que la financió- de Fray Martín de Santiago: una obra muy atrevida para la técnica de entonces.

En el museo guardan algunos tesoros de la comunidad: cálices de plata y oro, incensarios, relicarios gigantescos, reclinatorios, casullas bordadas, cruces… Pero estamos en lo de siempre. A mí se me fueron los ojos tras una talla de un Cristo románico de enormes ojos redondos, algo bizcos, y de unos increíbles libros de canto gregoriano para situar en el facistol del coro, que eran una verdadera joya. Pintados a manos con una letra perfecta, en latín, claramente legibles y con unos dibujos en las letras capitales de quitar el hipo. Con tapas de madera forradas en piel y primorosos herrajes. Un festín para la vista.

El convento tiene una maravillosa galería con suelo de tarima de roble que rodea el claustro, por el que me di un par de vueltas tratando de imaginarme a los monjes con sus breviarios o sus libros de oraciones meditando en la paz y en el silencio del lugar sobre el mundo y la carne.

Yo también medité mientras giré en torno al claustro. En aquellos tiempos y en los de ahora. En el poder de la iglesia, de la religión y en la ignorancia de las gentes. Comprendo que alguno levitara. En las horas del día y en lo largas que se harían las tardes de un invierno. Comprendo que el saber es tiempo. En el poco ruido que llega de la calle a pesar de la hora del día. Sólo se oyen las hojas movidas por la brisa del mediodía. Comprendo que el estudio es silencio. En los estudiantes de aquella universidad, de las facultades y la clerecía, empeñados en ir contra corriente, dejándose la vista a la luz de una vela; la salud a fuerza de mal comer y mal dormir y rodeados de miseria. Comprendo que hoy en día nada de esto es posible.

Nuestros licenciados, los salmantinos y los del resto de facultades del país, son de chicha y nabo. Aprobar hoy en día es una filfa. En Salamanca, llegar a licenciado, era un calvario. ¿Sabéis como se alcanzaba el grado?

El aspirante a licenciado, cuando creía reunir los conocimientos suficientes en el arte por el que pretendía licenciarse, acudía a casa del maestrescuela con su padrino para solicitar el grado. Si al maestrescuela le parecía oportuno le emplazaba para una fecha determinada en la capilla de Santa Bárbara, una de las que rodean el claustro de la catedral vieja. La campana grande de la catedral anunciaba la misa de Espíritu Santo. Así Salamanca sabía que estaba preparándose un nuevo licenciado. El día señalado, el examinando asistía a esta misa, que se celebraba entre las 5 y las 6 de la mañana y ofrecía durante la misma dos velas de cera blanca que encendía ante un libro con un estilete de la materia de la que se iba a examinar.

Entraba después en la Capilla con los catedráticos, el maestreescuela y los licenciados de la facultad con derecho a propina, que quisiesen estar presentes. Se escogían dos temas, llamados de 24 horas, pues era el tiempo que tenía el futuro licenciado para prepararlos, y se dejaba al pobre pretendiente encerrado allí mismo para se pusiera a ello. La comida se le servía por el rosetón de la capilla. Pasadas estas 24 horas, entraba de nuevo a la capilla la comitiva examinadora. Los catedráticos y licenciados se sentaban en el banco que la recorre y el maestreescuela en el sillón frailero que la preside. Volteaba un reloj de arena que tenía sobre la mesa y el examinando se ponía a hablar: no menos de una hora, pero tampoco más de dos. Luego se ofrecía un piscolabis, que consistía en un cuarto de libra de dátiles o fruta fresca, media libra de rajadillo de Portugal y vino dulce. Reconfortado el cuerpo, el examinando atacaba el segundo tema según el maestreescuela volteaba de nuevo el reloj de arena.

Acabada esta segunda exposición, se servía la cena. En el siglo XVI, que es cuando se obtenía la licenciatura de esta forma y manera, esta colación era una escudilla blanda, un ave pequeña y fruta del tiempo.

Después se sometía al pobre pretendiente a las preguntas y argumentos de tres catedráticos y de los licenciados anteriores que quisieran. Pasada la media noche, salían todos al claustro y se quedaban en la capilla los catedráticos a deliberar. Si el alumno suspendía, tenía que dejar la ciudad por la Puerta de los Carros, situada en el lado opuesto al que ocupa la capilla en el claustro, pero si los catedráticos mostraban la cartulina de la A mayúscula, el estudiante había alcanzado el grado de licenciado e inmediatamente la ciudad se lanzaba a celebrarlo.

¿Bonita historia verdad? Nunca tiempos pasados fueron mejores. Licenciarse hoy también es una fiesta. Pero en la mañana soleada y tranquila de viernes, paseando por las estrechas callejuelas de Salamanca, visitando claustros, patios, clerecías y “fonsecas” esta historia recién aprendida me sonó en los oídos como un cuento. Y el romanticismo de las piedras amarillas con el sol dando de lado hicieron que volteara también yo el reloj de arena y me viera a mi misma –como Antoñita la Fantástica- sentada en aquellas salas de largos bancos de madera, con mis libros y mi pluma, soñando con ser licenciada salmantina.

Y como así lo viví, así os lo cuento

LUNA

No son horas de andar por ahí con la luz de la pantalla del “ordenata” iluminándome la cara. Son las once y media. Estoy en la terraza de casa sentada a la mesa esperando a que salga la luna.

Cuando yo era niña y había luna llena, teníamos la costumbre de bañarnos por la noche, justo, justo en la estela que su luz deja en la superficie del agua. Entonces no sabíamos que la luna se llena cada 28 días de todas las maneras. Creíamos que era una cuestión de suerte, de casualidad y, sobre todo, de magia, porque la luna, -llena o menguante, redonda o con forma de gajo de limón-, de cualquier otro sitio conocido no se parecía en nada a la luna de la playa. Yo creo que ni nos fijábamos en ella. Sin embargo en Águilas la luna llena era una de esas cosas de las que estábamos pendientes todos los días. Un acontecimiento mágico. Hacíamos cábalas entre nosotros sobre cuándo sería la noche en que la luna aparecería detrás de la isla del Fraile, grande y redonda, naranja o dorada, espléndida y misteriosa. No nos avisaban de que fuera a suceder un día en concreto, ni creo que nadie se molestara en explicarnos algo tan obvio como son las fases de la luna. Supondrían que lo sabíamos porque alguien nos lo habría enseñado en el colegio. Pero la verdad, es que éramos excesivamente pequeños para saberlo. De todos los niños que veraneábamos cerca o juntos, yo era la segunda en edad. Y recuerdo mi primer baño de luna a los 10 años. ¡Es edad suficiente para saber lo de la luna llena cada 28 días!, me diréis. Pero no. No lo es. ¿Cuándo se aprende? En mi colegio la primera clase de ciencias naturales se daba en cuarto de primaria, el año en que se hacía el examen de ingreso al bachillerato. Y sabíamos muy poco de lunas y estrellas, entonces. Yo no sé, si porque en mi colegio estudiábamos en alemán y no había tiempo para tanta materia o porque lo poco que nos enseñaban era lo estricto y necesario para salvar la cara ante el Ministerio de Educación y la obligatoriedad del ingreso, que preparábamos con ayuda de las grandes teorías de la Enciclopedia Álvarez. Lo cierto es que yo ignoraba, que el de la luna era un ciclo que se repetía tantas veces al cabo del año. Y si no lo sabía yo, menos lo hacían los que venían detrás. Por encima sólo había una y si lo sabía, se lo calló. O lo guardó como el secreto que compartía con los mayores, que jugaban con nuestra inocencia y nuestra falta de conocimientos para hacer de esa noche una noche mágica.

Recuerdo, sobre todo, a mi madre y a la madre de nuestros vecinos, preguntándose entre ellas si sería esa la noche en que la luna anocheciera llena. Se miraban de reojo y ponían caras de complicidad. Nosotros entrábamos al trapo y nos pasábamos el día dándole vueltas a la posibilidad de que la noche nos trajera el ansiado baño. A veces esperábamos sentadas en el bordillo de la puerta, los pies en la arena ya fría de la playa, apoyadas contra la puerta de acceso a la casa, horas enteras. ¡Al relente! Como nos recriminaba Luis, el de la tienda de ultramarinos, que venía todas las noches a traer “el pedido”. El muy ladino subía enseguida a dar el parte a nuestras madres, que inmediatamente nos obligaban a quitarnos de la puerta y a meternos en casa. Nos daba igual. Si habíamos olido en el aire la redondez de la luna, salíamos a esperarla allá donde pudiéramos escudriñar el horizonte lejos de las miradas maternas. La azotea. El pasillo que rodea las habitaciones por fuera y sale a la terraza. El porche del vecino de arriba. Algunas veces nos hacían sufrir durante dos o tres días, sabiendo como sabían, el día exacto. Incluso a veces, aunque fuera la noche ansiada, la luna no aparecía debido a las nubes y entonces nos llevábamos la gran desilusión a la cama. Porque eso sí lo teníamos claro: sólo es una noche. Cuando has visto la luna llena asomar entre las dos jorobas de la isla del Fraile en la bahía del Hornillo, sabes muy bien lo que significa “llena”. No casi llena. No habiendo perdido el menor de los gajitos. Llena es una palabra que tendrá, ya para siempre, el significado más amplio que quepa, de plenitud. Llena sólo significa una cosa: una enorme bola anaranjada brillante, pero pálida, de textura similar al alabastro, traslúcida y suspendida en el aire, que transmite la sensación de dejar al alcance de tu mano toda su redondez. Los días anteriores y posteriores está casi redonda y tiene un color magnífico, pero llena… ¡llena está sólo un rato! El que tarde en remontar el horizonte. Esos minutos, porque no es más que media hora, en los que emerge entre la silueta del la isla y alcanza el punto en el horizonte en el que el naranja torna en amarillo pálido y luego en blanco, son los momentos mágicos en que hay que meterse en el agua.

¡¡Y había que vivirlos!! Las madres jaleando; los “zagales” nerviosos por la novedad del baño a deshora y por el clima de excitación que flotaba en el ambiente; los padres con las toallas, porque las noches con la brisa del mar que corre en la orilla son frescas. ¿Nos picarán las medusas de noche? ¡No hijo, las medusas duermen! ¿Se puede pedir un deseo?  Sí, pero un deseo que tenga que ver con la luna. ¿Se pone uno moreno a la luz de la luna? No, se pone uno plateado. ¿Se baña también Neptuno en el rayo de luna? ¡Sí, sí! Cuidado no os pinche con el tridente en el culo. ¡¡Preguntas extrañas!! Yo creo que nuestros padres las formulaban a propósito para que todo aquel acto nocturno no acabáramos de comprenderlo y nos lo guardáramos en nuestras mentes de niños como algo mágico.

El baño era forzosamente corto. No nadábamos, sólo chapoteábamos con cuidado y con el agua a la cintura. No se veía bien el fondo y sólo los más valientes se mojaban la cabeza. Si querías saber por dónde andabas no podías salirte de la estela que el rayo de luna dejaba en el mar. Siempre había algún gracioso que te pellizcaba los pies o te metía un susto, pero la algarabía general, las risas de grandes y pequeños, no dejaban que nadie se pusiera de mal humor o que protestara.

Salir costaba un poco. No porque el agua estuviera muy buena y apeteciera seguir nadando. No. Salir significaba que se acababa y eso no era bueno. Los mayores, que eran los que entraban primero, empezaban a salir empujando al rebaño de niños como pastores ejerciendo su oficio. Pero en vez de ovejas nosotros éramos borreguillos de plata. Remolones, juguetones y desobedientes. Luego, en la orilla, carreras para llegar los primeros a las duchas.  ¡Y a las toallas! Unas buenas friegas y ¡a la cama!

Desde mi cama de niña, en la habitación del fondo donde empieza el pasillo que lleva a la terraza, tenía el privilegio de poder seguir viendo como la luna subía y subía por su camino abovedado hasta perderse por encima del tejado. Yo aguantaba despierta hasta que ya su luz dejaba de iluminar la cama y me sentía la más “suertuda” de todas las chicas de la playa. ¡Sólo yo podía verlo!

Al menos eso creía, hasta que un día descubrí los ciclos de la luna y hasta que me di cuenta de que, desde la ventana del mismo cuarto que el mío, pero de las otras casas, también se veía a la luna trepar hasta lo más alto del cielo. Pero para entonces ya había cumplido algunos años más y lo que entonces estaba descubriendo era ver salir el sol. Por el mismo sitio que lo hacía la luna. Y si podía, me gustaba esperar a que saliera, abrazada al chico que me gustaba.

Son casi las doce. Esperar a que saliera la luna me ha proporcionado la ocasión de recordar otras lunas de otros veranos. Otras noches de espera. Otras noches de nubes. Si hoy no hay luna lunera -que no será llena- al menos he recuperado el recuerdo de grandes noches de luz de luna y grandes amaneceres de luz de sol.

¡Eh! Quietas todas… ¡ahí llega! Por entre las dos jorobas de la isla del Fraile, algo más recostada de lo habitual en la joroba grande -será porque ya es agosto- está saliendo la luna. Le falta un gajo: mengua hacia la luna nueva. Parece la cabeza de un muchacho con la boina ladeada sobre el ojo derecho. Naranja pálido. Suspendida en el aire como una pompa de jabón. ¡So canalla! Me ha tenido casi dos horas rogándola. Porque salir, no sale todas las noches. O lo impiden las brumas marinas o justo está tan menguada que no hace el mismo efecto… ¡ni siquiera se ve aun la estela que formará su luz en el agua!

Son las doce y media. Y poco a poco se empieza a ver el pedacito de mar que la luz de la luna ilumina en la negrura de esta noche. Voy a apagar el ordenador para que la luz de su pantalla me deje ver la oscuridad encendida por la bolita amarilla que ya se ve en el centro del cuenco negro que es la noche de Águilas.