Salamanca: un paseo de buena mañana

 

“-que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado-“

Miguel de Cervantes, “El licenciado Vidriera”

Llegar a Salamanca de noche tiene la ventaja de poder ver iluminada la catedral desde la otra orilla del Tormes antes de cruzar el puente. Lo inmediato es querer parar y no moverse en un buen rato ante la impresionante mole de piedra bordada de las torres y el campanario. Si no has estado nunca, y aunque lo sepas, es difícil distinguir desde la distancia la forma de la catedral que es una curiosa mezcla de dos catedrales unidas, como sucede, en Plasencia. Para verlas no hay más remedio que esperar a que se haga de día, confiar en que no haga frío, y desear una mañana de sol.

A primera hora, con buena temperatura y un día radiante, salí paseando desde el hotel, frente a Fonseca, dejando a la izquierda el Convento de las Agustinas hacia la Plaza Mayor. Y desde allí por la Rúa Mayor a la Catedral, -me queda pendiente una visita a la Casa de las Conchas, la Clerecía y la Universidad Pontificia-. Quería llegar antes de que lo hicieran las manadas de turistas y grupos de escolares al mando de guías y profesores que no dejan disfrutar en paz de los silencios catedralicios, para mí, la mejor manera de ver y entender una catedral. ¿Cómo comprender la paz de un claustro con una profesora dando berridos y explicando el gótico, los arbotantes o capiteles a un puñado de chiquillos que sólo piensan en acabar con el rollo cuanto antes y que no escuchan lo que les dicen? ¿Y cómo imaginar a un monje, un letrado, un seminarista o un teólogo meditando sobre las virtudes de la pureza, la castidad o la pobreza mientras camina por la galería cubierta de un convento sin mojarse y al abrigo del aire serrano, si un grupo de alemanes patea la tarima cual batallón de zapadores marcando el paso de la oca?

Para poder sumergirse en tiempos pasados no sólo hace falta que el decorado sea perfecto: hay que meterse en ambiente y abrir la mente y todos y cada uno de los poros de la piel.

Entré en la catedral por la puerta que da a la plaza de Anaya. Y empecé a recorrerla desde la izquierda. Algunos eruditos en la materia dicen que es el “último suspiro del gótico” porque este estilo agonizaba ya cuando empezó a construirse allá por 1513. Tuvo, como toda obra que tarda siglos en hacerse, varios arquitectos: Gil de Hontañón, Juan de Álava y tres Churrigueras. No tiene retablo en el altar mayor. Se destruyó y no se quiso reconstruir. Pero tiene un magnífico coro, diseñado en 1724 por Joaquín Churriguera y realizado por su hermano Alberto. También tiene dos órganos –como la catedral de Sevilla- uno de ellos, de enorme fama por su sonoridad, es de Pedro de Echevarría, que lo construyó en 1745.

En las naves laterales hay varias capillas: la de San José, la del Santísimo, la del Presidente, la Capilla Dorada… pero, a pesar de las muchas y maravillosas obras que encierran tras sus rejas mi meta era otra.

La última capilla a la derecha de la puerta principal de la catedral –la de la calle Pla y Daniel, ahora- es la que da acceso a la catedral vieja. No había conseguido hasta ahora verla en condiciones, bien porque albergó “Las edades del hombre” cuando fui la primera vez; bien porque estaba siendo restaurada, la segunda.  Esta Catedral Vieja empezó a construirse a finales del siglo XII. Planta, columnas, capiteles y arcos exteriores son de estilo románico. Los interiores y las bóvedas, son góticos. El cambio de estilos está perfectamente marcado: justo en los puntos de arranque de los nervios de las bóvedas. Sobre todo se aprecia en las del crucero. Muy curioso. El retablo lo forman 53 tablas de escenas de la Virgen y de la vida de Jesucristo en el más puro estilo renacentista de la escuela florentina del siglo XV. Una maravilla.

Increíbles también los sepulcros en el brazo derecho del crucero –no hay brazo izquierdo, porque es por ese lado por donde se le adosó la catedral nueva- de diversos personajes bienhechores o benefactores de la catedral, de los siglos XIII al XV, en piedra policromada. Desde allí se accede al claustro. Del original no queda nada más que las paredes de dos galerías. Se cayó a causa del terremoto de 1755, pero queda en la entrada una increíble portada románica que ayuda a hacerse una idea de lo que pudo ser. Desde el centro del patio de este claustro se puede ver, muy de cerca, la torre del gallo y las almenas de la fortaleza salmantina, a cuyos muros se adosó la catedral.

Salí por la puerta principal y bajé hacia la izquierda pasando por delante del museo Unamuno, para rodear las catedrales y visitar la iglesia convento de San Esteban. Cualquier cosa que a uno le cuenten sobre su fachada no tiene nada que ver, seguro, con la realidad: es un inmenso panel de piedra labrado milímetro a milímetro, de estilo plateresco que brilla en mil tonalidades de rojos, ocres y naranjas cuando le da el sol, ya menguante, de la tarde. Por dentro, el retablo de José Churriguera, de inmensas columnas salomónicas esculpidas con montones de pámpanos, impresiona por el trabajo y el tamaño. Pero a mí, más espartana para estas cosas, me gustó más la escalera volada de piedra –llamada de Soto, por el teólogo Domingo de Soto, que la financió- de Fray Martín de Santiago: una obra muy atrevida para la técnica de entonces.

En el museo guardan algunos tesoros de la comunidad: cálices de plata y oro, incensarios, relicarios gigantescos, reclinatorios, casullas bordadas, cruces… Pero estamos en lo de siempre. A mí se me fueron los ojos tras una talla de un Cristo románico de enormes ojos redondos, algo bizcos, y de unos increíbles libros de canto gregoriano para situar en el facistol del coro, que eran una verdadera joya. Pintados a manos con una letra perfecta, en latín, claramente legibles y con unos dibujos en las letras capitales de quitar el hipo. Con tapas de madera forradas en piel y primorosos herrajes. Un festín para la vista.

El convento tiene una maravillosa galería con suelo de tarima de roble que rodea el claustro, por el que me di un par de vueltas tratando de imaginarme a los monjes con sus breviarios o sus libros de oraciones meditando en la paz y en el silencio del lugar sobre el mundo y la carne.

Yo también medité mientras giré en torno al claustro. En aquellos tiempos y en los de ahora. En el poder de la iglesia, de la religión y en la ignorancia de las gentes. Comprendo que alguno levitara. En las horas del día y en lo largas que se harían las tardes de un invierno. Comprendo que el saber es tiempo. En el poco ruido que llega de la calle a pesar de la hora del día. Sólo se oyen las hojas movidas por la brisa del mediodía. Comprendo que el estudio es silencio. En los estudiantes de aquella universidad, de las facultades y la clerecía, empeñados en ir contra corriente, dejándose la vista a la luz de una vela; la salud a fuerza de mal comer y mal dormir y rodeados de miseria. Comprendo que hoy en día nada de esto es posible.

Nuestros licenciados, los salmantinos y los del resto de facultades del país, son de chicha y nabo. Aprobar hoy en día es una filfa. En Salamanca, llegar a licenciado, era un calvario. ¿Sabéis como se alcanzaba el grado?

El aspirante a licenciado, cuando creía reunir los conocimientos suficientes en el arte por el que pretendía licenciarse, acudía a casa del maestrescuela con su padrino para solicitar el grado. Si al maestrescuela le parecía oportuno le emplazaba para una fecha determinada en la capilla de Santa Bárbara, una de las que rodean el claustro de la catedral vieja. La campana grande de la catedral anunciaba la misa de Espíritu Santo. Así Salamanca sabía que estaba preparándose un nuevo licenciado. El día señalado, el examinando asistía a esta misa, que se celebraba entre las 5 y las 6 de la mañana y ofrecía durante la misma dos velas de cera blanca que encendía ante un libro con un estilete de la materia de la que se iba a examinar.

Entraba después en la Capilla con los catedráticos, el maestreescuela y los licenciados de la facultad con derecho a propina, que quisiesen estar presentes. Se escogían dos temas, llamados de 24 horas, pues era el tiempo que tenía el futuro licenciado para prepararlos, y se dejaba al pobre pretendiente encerrado allí mismo para se pusiera a ello. La comida se le servía por el rosetón de la capilla. Pasadas estas 24 horas, entraba de nuevo a la capilla la comitiva examinadora. Los catedráticos y licenciados se sentaban en el banco que la recorre y el maestreescuela en el sillón frailero que la preside. Volteaba un reloj de arena que tenía sobre la mesa y el examinando se ponía a hablar: no menos de una hora, pero tampoco más de dos. Luego se ofrecía un piscolabis, que consistía en un cuarto de libra de dátiles o fruta fresca, media libra de rajadillo de Portugal y vino dulce. Reconfortado el cuerpo, el examinando atacaba el segundo tema según el maestreescuela volteaba de nuevo el reloj de arena.

Acabada esta segunda exposición, se servía la cena. En el siglo XVI, que es cuando se obtenía la licenciatura de esta forma y manera, esta colación era una escudilla blanda, un ave pequeña y fruta del tiempo.

Después se sometía al pobre pretendiente a las preguntas y argumentos de tres catedráticos y de los licenciados anteriores que quisieran. Pasada la media noche, salían todos al claustro y se quedaban en la capilla los catedráticos a deliberar. Si el alumno suspendía, tenía que dejar la ciudad por la Puerta de los Carros, situada en el lado opuesto al que ocupa la capilla en el claustro, pero si los catedráticos mostraban la cartulina de la A mayúscula, el estudiante había alcanzado el grado de licenciado e inmediatamente la ciudad se lanzaba a celebrarlo.

¿Bonita historia verdad? Nunca tiempos pasados fueron mejores. Licenciarse hoy también es una fiesta. Pero en la mañana soleada y tranquila de viernes, paseando por las estrechas callejuelas de Salamanca, visitando claustros, patios, clerecías y “fonsecas” esta historia recién aprendida me sonó en los oídos como un cuento. Y el romanticismo de las piedras amarillas con el sol dando de lado hicieron que volteara también yo el reloj de arena y me viera a mi misma –como Antoñita la Fantástica- sentada en aquellas salas de largos bancos de madera, con mis libros y mi pluma, soñando con ser licenciada salmantina.

Y como así lo viví, así os lo cuento

LUNA

No son horas de andar por ahí con la luz de la pantalla del “ordenata” iluminándome la cara. Son las once y media. Estoy en la terraza de casa sentada a la mesa esperando a que salga la luna.

Cuando yo era niña y había luna llena, teníamos la costumbre de bañarnos por la noche, justo, justo en la estela que su luz deja en la superficie del agua. Entonces no sabíamos que la luna se llena cada 28 días de todas las maneras. Creíamos que era una cuestión de suerte, de casualidad y, sobre todo, de magia, porque la luna, -llena o menguante, redonda o con forma de gajo de limón-, de cualquier otro sitio conocido no se parecía en nada a la luna de la playa. Yo creo que ni nos fijábamos en ella. Sin embargo en Águilas la luna llena era una de esas cosas de las que estábamos pendientes todos los días. Un acontecimiento mágico. Hacíamos cábalas entre nosotros sobre cuándo sería la noche en que la luna aparecería detrás de la isla del Fraile, grande y redonda, naranja o dorada, espléndida y misteriosa. No nos avisaban de que fuera a suceder un día en concreto, ni creo que nadie se molestara en explicarnos algo tan obvio como son las fases de la luna. Supondrían que lo sabíamos porque alguien nos lo habría enseñado en el colegio. Pero la verdad, es que éramos excesivamente pequeños para saberlo. De todos los niños que veraneábamos cerca o juntos, yo era la segunda en edad. Y recuerdo mi primer baño de luna a los 10 años. ¡Es edad suficiente para saber lo de la luna llena cada 28 días!, me diréis. Pero no. No lo es. ¿Cuándo se aprende? En mi colegio la primera clase de ciencias naturales se daba en cuarto de primaria, el año en que se hacía el examen de ingreso al bachillerato. Y sabíamos muy poco de lunas y estrellas, entonces. Yo no sé, si porque en mi colegio estudiábamos en alemán y no había tiempo para tanta materia o porque lo poco que nos enseñaban era lo estricto y necesario para salvar la cara ante el Ministerio de Educación y la obligatoriedad del ingreso, que preparábamos con ayuda de las grandes teorías de la Enciclopedia Álvarez. Lo cierto es que yo ignoraba, que el de la luna era un ciclo que se repetía tantas veces al cabo del año. Y si no lo sabía yo, menos lo hacían los que venían detrás. Por encima sólo había una y si lo sabía, se lo calló. O lo guardó como el secreto que compartía con los mayores, que jugaban con nuestra inocencia y nuestra falta de conocimientos para hacer de esa noche una noche mágica.

Recuerdo, sobre todo, a mi madre y a la madre de nuestros vecinos, preguntándose entre ellas si sería esa la noche en que la luna anocheciera llena. Se miraban de reojo y ponían caras de complicidad. Nosotros entrábamos al trapo y nos pasábamos el día dándole vueltas a la posibilidad de que la noche nos trajera el ansiado baño. A veces esperábamos sentadas en el bordillo de la puerta, los pies en la arena ya fría de la playa, apoyadas contra la puerta de acceso a la casa, horas enteras. ¡Al relente! Como nos recriminaba Luis, el de la tienda de ultramarinos, que venía todas las noches a traer “el pedido”. El muy ladino subía enseguida a dar el parte a nuestras madres, que inmediatamente nos obligaban a quitarnos de la puerta y a meternos en casa. Nos daba igual. Si habíamos olido en el aire la redondez de la luna, salíamos a esperarla allá donde pudiéramos escudriñar el horizonte lejos de las miradas maternas. La azotea. El pasillo que rodea las habitaciones por fuera y sale a la terraza. El porche del vecino de arriba. Algunas veces nos hacían sufrir durante dos o tres días, sabiendo como sabían, el día exacto. Incluso a veces, aunque fuera la noche ansiada, la luna no aparecía debido a las nubes y entonces nos llevábamos la gran desilusión a la cama. Porque eso sí lo teníamos claro: sólo es una noche. Cuando has visto la luna llena asomar entre las dos jorobas de la isla del Fraile en la bahía del Hornillo, sabes muy bien lo que significa “llena”. No casi llena. No habiendo perdido el menor de los gajitos. Llena es una palabra que tendrá, ya para siempre, el significado más amplio que quepa, de plenitud. Llena sólo significa una cosa: una enorme bola anaranjada brillante, pero pálida, de textura similar al alabastro, traslúcida y suspendida en el aire, que transmite la sensación de dejar al alcance de tu mano toda su redondez. Los días anteriores y posteriores está casi redonda y tiene un color magnífico, pero llena… ¡llena está sólo un rato! El que tarde en remontar el horizonte. Esos minutos, porque no es más que media hora, en los que emerge entre la silueta del la isla y alcanza el punto en el horizonte en el que el naranja torna en amarillo pálido y luego en blanco, son los momentos mágicos en que hay que meterse en el agua.

¡¡Y había que vivirlos!! Las madres jaleando; los “zagales” nerviosos por la novedad del baño a deshora y por el clima de excitación que flotaba en el ambiente; los padres con las toallas, porque las noches con la brisa del mar que corre en la orilla son frescas. ¿Nos picarán las medusas de noche? ¡No hijo, las medusas duermen! ¿Se puede pedir un deseo?  Sí, pero un deseo que tenga que ver con la luna. ¿Se pone uno moreno a la luz de la luna? No, se pone uno plateado. ¿Se baña también Neptuno en el rayo de luna? ¡Sí, sí! Cuidado no os pinche con el tridente en el culo. ¡¡Preguntas extrañas!! Yo creo que nuestros padres las formulaban a propósito para que todo aquel acto nocturno no acabáramos de comprenderlo y nos lo guardáramos en nuestras mentes de niños como algo mágico.

El baño era forzosamente corto. No nadábamos, sólo chapoteábamos con cuidado y con el agua a la cintura. No se veía bien el fondo y sólo los más valientes se mojaban la cabeza. Si querías saber por dónde andabas no podías salirte de la estela que el rayo de luna dejaba en el mar. Siempre había algún gracioso que te pellizcaba los pies o te metía un susto, pero la algarabía general, las risas de grandes y pequeños, no dejaban que nadie se pusiera de mal humor o que protestara.

Salir costaba un poco. No porque el agua estuviera muy buena y apeteciera seguir nadando. No. Salir significaba que se acababa y eso no era bueno. Los mayores, que eran los que entraban primero, empezaban a salir empujando al rebaño de niños como pastores ejerciendo su oficio. Pero en vez de ovejas nosotros éramos borreguillos de plata. Remolones, juguetones y desobedientes. Luego, en la orilla, carreras para llegar los primeros a las duchas.  ¡Y a las toallas! Unas buenas friegas y ¡a la cama!

Desde mi cama de niña, en la habitación del fondo donde empieza el pasillo que lleva a la terraza, tenía el privilegio de poder seguir viendo como la luna subía y subía por su camino abovedado hasta perderse por encima del tejado. Yo aguantaba despierta hasta que ya su luz dejaba de iluminar la cama y me sentía la más “suertuda” de todas las chicas de la playa. ¡Sólo yo podía verlo!

Al menos eso creía, hasta que un día descubrí los ciclos de la luna y hasta que me di cuenta de que, desde la ventana del mismo cuarto que el mío, pero de las otras casas, también se veía a la luna trepar hasta lo más alto del cielo. Pero para entonces ya había cumplido algunos años más y lo que entonces estaba descubriendo era ver salir el sol. Por el mismo sitio que lo hacía la luna. Y si podía, me gustaba esperar a que saliera, abrazada al chico que me gustaba.

Son casi las doce. Esperar a que saliera la luna me ha proporcionado la ocasión de recordar otras lunas de otros veranos. Otras noches de espera. Otras noches de nubes. Si hoy no hay luna lunera -que no será llena- al menos he recuperado el recuerdo de grandes noches de luz de luna y grandes amaneceres de luz de sol.

¡Eh! Quietas todas… ¡ahí llega! Por entre las dos jorobas de la isla del Fraile, algo más recostada de lo habitual en la joroba grande -será porque ya es agosto- está saliendo la luna. Le falta un gajo: mengua hacia la luna nueva. Parece la cabeza de un muchacho con la boina ladeada sobre el ojo derecho. Naranja pálido. Suspendida en el aire como una pompa de jabón. ¡So canalla! Me ha tenido casi dos horas rogándola. Porque salir, no sale todas las noches. O lo impiden las brumas marinas o justo está tan menguada que no hace el mismo efecto… ¡ni siquiera se ve aun la estela que formará su luz en el agua!

Son las doce y media. Y poco a poco se empieza a ver el pedacito de mar que la luz de la luna ilumina en la negrura de esta noche. Voy a apagar el ordenador para que la luz de su pantalla me deje ver la oscuridad encendida por la bolita amarilla que ya se ve en el centro del cuenco negro que es la noche de Águilas.

EJECUTAS

Amanece una mañana como otra cualquiera. En la agenda del día hay confirmada una comida de trabajo. Me tengo que desplazar a Madrid. Estoy citada a las dos y media en un restaurante japonés. ¡Se han puesto de moda! Además, éste lo acaban de inaugurar y por lo visto está en el candelero. Mucha “gente guapa” de día. Mucha “petarda” de noche. Decido pasarme por la peluquería y tengo que hacer la compra para poder cenar a la vuelta.

El frutero se alegra mucho de verme. Nos contamos unos chistes, me pregunta que donde voy tan temprano -teniendo en cuenta que él abre el local pasadas las diez de la mañana, la pregunta parece un sinsentido-, se admira de “esa vida” que llevo de trabajo en casa pendiente de un ordenador y un teléfono, hablamos de sus hijas -ambas estudian económicas en la universidad en Madrid- y del futuro que se imagina para ellas, de los cambios, de las mujeres en general. Todo, entre medios kilos de zanahorias y un par de pimientos verdes y tres calabacines -¿son para pisto?- , y mucha confianza porque para eso nos conocemos desde que éramos niños.

Entra una nueva clienta, aunque sería más justo decir que entra Fulanita o Menganita, porque allí donde yo vivo, que es un pueblo pequeño, todas y todos tenemos nombre y filiación: no hay desconocidos. Nos preguntamos por las familias respectivas, por lo que vamos a comer, por mil cosas del día a día o de detalles que hacen vida. Y me marcho, porque aún tengo que acercarme a la carnicería y si no, no llego a peinarme.

La carnicería es algo más “dura de pelar” que la frutería. Si tienes mala suerte y te pilla delante una madre de familia numerosa puedes pasarte casi una hora esperando turno. Y en Madrid eso puede ser difícil pero no lo es aquí. Hay varias. Pero sobre todo hay una a la que temo. La del transportista, camionero y hombre de las palas mecánicas: tiene 8 hijos y todos de buen comer para poder trabajar. El trabajo físico exige una alimentación muy diferente de la que podría requerir un oficinista, por ejemplo. Si pide filetes, hay que poner por lo menos 16; si es jamón de York, se corta en lonchas medio kilo; si es carne picada… No hay nadie, porque es pronto aún. Ya me lo había dicho el frutero. Antes de media mañana es raro que salgan las mujeres a la compra. Primero hay que dar los desayunos, llevar a los pequeños, si los hubiera -y los hay- al colegio y arreglar la casa. Después ya se piensa en la comida y por tanto, en la compra. Yo acabo enseguida, no sin antes contestar a algunas inevitables preguntas y dar algunas explicaciones. ¡Aquí no se mueve nadie sin informar al resto!

Hecha la gestión, me voy a la peluquería. Ese sí que es un sitio que está siempre lleno. En los pueblos hay mucha costumbre de ir a peinarse. Y a teñirse y a hacerse las uñas y, sobre todo, a estar acompañadas y a charlar. ¡Hasta hay que pedir hora, como si de un local de lujo de Madrid se tratara! También tenemos nuestras bodas y nuestras fiestas, pero lo normal es que las mujeres se peinen por costumbre. Porque no “me apaño en casa”, que es una expresión muy rotunda.

Está claro, que aquí también me van a preguntar de todo. Así que, antes de nada, hay que dar explicaciones: si, es que hoy tengo una comida en Madrid; si, claro, de trabajo. ¿Por qué no voy a tenerlas a pesar del tipo de ocupación que es la mía? No, no se casa todavía mi sobrina, pero creo que lo hará pronto. ¿Los chicos? Si, ya están muy grandes. El pequeño tiene 18. ¡18! Y me parece estar viéndole de “chiquinín” corriendo por la “Corredera”, plaza principal de mi pueblo. ¿Y qué va a estudiar? ¿Cómo el padre? ¿Ah, no? ¡Pues, que raro!

Luego atacamos el asunto de las vecinas, después el de los maridos de las vecinas, para ponernos en seguida con los hijos de las vecinas, sus estudios, sus novios y sus asuntos particulares. De allí se salta a las revistas del corazón y al cotilleo en general. Para entonces ya he conseguido que me laven y estoy a punto de “poder desaparecer” bajo el ruido infernal de los secadores. ¡Me he librado! Porque lo normal es que yo quede mal cuando inician ese arduo sendero: ni leo las revistas de rigor, ni veo los programas de televisión en que se tratan estos asuntos a fondo. No tengo tema de conversación. Además, nunca me ha gustado leer cuando me están peinando. Me parece una falta de educación frente al peluquero. Yo no digo que tengas que darle conversación por obligación. Es más, lo normal es que no quiera, pero se puede uno estar callado sin problemas.

La peluquera acaba enseguida. No hay mucho que peinar. Pago, saludo a los medios y me voy. Me tengo que vestir con arreglo a la importancia del evento: no es lo mismo salir a la compra en mi pueblo, que a una comida de trabajo en Madrid. Traje de chaqueta, zapato de tacón, bolso y no bolsa, abrigo, chal, pendientes y perfume. Lista. Las llaves del coche y … ¡a otro mundo!

Si, porque yo tengo que cruzar el túnel de Guadarrama para llegar a la capital y ese pedacito de carretera marca la frontera entre dos mundos radicalmente distintos. Opuestos. Diferentes. Dos universos. Dos galaxias. Voy pensando en ello mientras me acerco al centro, al bullicio y al tráfico. No me lo pienso mucho: mejor un aparcamiento, porque en estas callejuelas donde está situado el restaurante no hay nunca sitio.

Aparco, salgo del coche, entro en el restaurante y al hacerlo, cambio el “chip”. Ahora jugamos en otro tablero. Y el juego es distinto. Estoy citada con un caballero y tres mujeres: un empresario, una diseñadora, una experta en marketing y otra en publicidad. De edades entre los 35 y los 45 años. Dos tenemos hijos, una está casada pero no los tiene. Dos son solteros. ¿Qué es innecesario este dato? No. Es importantísimo. El estado civil es fundamental para entender a cada una de nosotras, -de ellos- y a nuestra circunstancia.

Nos saludamos en la barra. Nos conocemos hace tiempo y es bastante casual que coincidamos para una cosa de trabajo, pero tampoco lo es tanto si se tienen en cuenta que son profesiones liberales, más o menos todas en la misma dirección y que pueden complementarse unas con otras. Nos hemos ido conociendo a lo largo de nuestras vidas profesionales y esta puede ser la primera vez que el propio trabajo nos una en un proyecto que exige financiación, publicidad y diseño.

Lo primero son las preguntas habituales: ¿dónde estás ahora?; ¿qué pasó con aquello que estabas intentando la última vez que nos vimos?, ¿qué fue de aquél fulano que nos propuso aquél proyecto tan malo?, ¿has visto la exposición que he montado?, ¿cómo van los negocios? Después algún tímido intento de preguntar por personas no presentes, pero con la debida cautela, no vaya a ser que topemos con alguna sorpresa imprevista: ¿Sigues con Zutana?, ¿qué tal Mengano? Y ya. No conviene seguir. ¿Nos sentamos?

Si, pero falta un comensal. La diseñadora no ha llegado aún. Viene de Milán y aunque ya ha aterrizado en Barajas, hay mucho tráfico. Vamos pidiendo. Ni lentejas, ni entrecote: menudencias japonesas en elegantísimos cuencos y platillos, con sus palillos y su característico colorido y textura.

Llega la diseñadora. Tiene poco tiempo, porque después de comer sale su avión para Lisboa. Venía en un jet privado y se habían ofrecido a llevarla a destino, pero de ninguna manera quería perderse nuestra comida y los primeros pasos de este posible negocio común. Risas. Empezamos a picar como locos en aquellos platos preciosísimos de nombres exóticos. Mientras vamos comentando las líneas del proyecto. ¿Financiación? Para eso está el caballero. Ya tiene cierta experiencia en este tipo de cosas y se maneja bien. ¿Formas? “Milán” saca unos bocetos de la carpeta enorme que trae bajo el brazo. ¿Estrategias? “Marketing” ha hecho un estudio de mercado, ha buscado nichos, posibilidades, oportunidades. Suena un móvil. “Milán” contesta en italiano. ¿Publicidad? Sin problemas: entre las habilidades de la una y las de la otra, campaña en regla. Vuelve a sonar otro móvil: contesto en alemán. El camarero se acerca a preguntar si los rollitos que hemos pedido son japoneses o vietnamitas. Vietnamitas. Suena de nuevo el móvil: una amistad que se ha enterado que estamos allí -de aquelarre, dice- y que viene. Al café.

La charla discurre amena, electrizante, movida, alterada, interrumpida, divertida, escandalosa, acompañada. Pero sin perder de vista, ni un segundo, el proyecto que hemos venido a discutir. Entre crédito y euros, exposiciones o libros. Entre colores y formas, viajes y moda. Entre campaña de radio y campaña digitales, internet, apps, blogs webs, nuevas amistades y grandes conocimientos.

Lo que no hay entre cálculos y presupuestos, es ni una zanahoria ni un puerro; ni un hijo de vecino, ni un hijo propio. Ni una nota personal, salvo honrosa excepción, y debido a los muchos años de amistad entre alguna de las cinco personas presentes. “Marketing” ha hecho un intento de loar las maravillas de la maternidad a edad madura, sin éxito. A los solteros y a la sin hijos, sólo les gustan los niños entre pan y pan. “Milán” acepta llevar al cine a algún sobrino, aunque sólo de vez en cuando y por ser Navidad, por poner un ejemplo. Yo me abstengo de opinar, porque los míos ya no son tan niños y además, el dar fe de la edad está mal visto. Si reconoces tener hijos mayores, reconoces tener una cierta pila de años, y los años no son valores en alza en estas reuniones. A pesar de ser todos más o menos de la misma quinta se trata de parecer de generaciones posteriores. Es más, se hace alarde de tallaje, de conocimiento del mundo juvenil, de su moda, su cultura, su música o sus aficiones.

Suena de nuevo un móvil: “Publicidad” no se puede quedar más tiempo porque hace mucha falta en su oficina. Da unas cuantas órdenes por teléfono, suelta un par de venablos y otro de gritos y cuelga el móvil, protestando. ¡Ni un momento de paz, tiene! Aprovechamos todos para empezar a marcharnos. Apuramos los cafés, intercambiamos algunos números “fetenes” para encontrarnos a cualquier hora del día, la noche o el fin de semana, nos damos miles de besos, de abrazos y de achuchones, nos llamamos “reinas”, “bonitas” y “cariño” y “quedamos”. Tal cual. También, “nos llamamos”, o “nos vemos”. Ya se verá el resto de detalles.

Vuelvo al aparcamiento y a mi coche. Me quito el abrigo, suelto el bolso, el chal, incluso los tacones para conducir con comodidad. Y enfilo la carretera de la sierra. Pongo música y dejo que todo lo vivido me vuele por la cabeza, salte dentro de la mente y me provoque el análisis. No hace falta un esfuerzo excesivo. Cuando pase el túnel, cambiaré el “chip” de nuevo y me meteré en ese otro mundo que está detrás de la montaña y que no tiene nada que ver con éste.

¿Qué planeta será mayor? ¿Cuánto tiempo convivirán? ¿Nos damos cuenta de que convivimos bajo un mismo cielo estrellado dos posturas tan diferentes ante la misma vida? ¿Qué sabemos los unos de los otros? ¿Acaso, sabemos que existimos?

EL FONDO DE LA NEVERA

De niños, en el colegio, aprendemos muchas materias interesantes que luego nos han de servir a lo largo de nuestra vida de utilidad. Lo normal es que algunas asignaturas nos gusten más que otras y que por ello, pongamos más atención a algunas explicaciones que a otras. Se suele decir que, las niñas ponen más atención en las asignaturas de “sociales”, como se llama ahora a la literatura, la historia o el arte, y que los niños, prefieren las “naturales”, es decir, las ciencias, la física, la química o las matemáticas.

Dejando de lado el asunto de la “diferencia intelectual” de los sexos, que me parece una estupidez sobrevenida para justificar lo injustificable, yo creo que no es cierto que se ponga una atención distinta. Directamente, los niños no ponen atención alguna. En todo caso, siguen alguna lección perdida porque les guste más el tema del día o porque tengan más o menos curiosidad en una materia determinada: ponen mil veces más oídos a cualquier asunto relacionado con la sexualidad –humana o animal- que al candente tema del giroscopio o la aleación de los metales.

Entre las materias que menos atraen a los niños y a las niñas, indudablemente, están las matemáticas. Entre lo poco salerosas que son, la poca “paja” que admiten a la hora de desarrollar un problema en un examen y la aridez de las líneas rectas y los ángulos, gozan de muy pocas simpatías entre el respetable. Además, pocos profesores consiguen “envolverlas” de manera, que al menos, no asusten antes de tener que enfrentarse a ellas.

Y esa poca atención que ponemos de niños hace que cuando se consiguen aprobar, sea por los pelos y sin haber ahondado en sus muchas posibilidades y misterios. Y eso lo arrastraremos toda la vida. Esa poca “profundidad” será para siempre una tara en nuestro desarrollo intelectual.

No lo digo a la ligera. Las matemáticas son la base para entender el mundo en que nos movemos: la naturaleza y sus formas son matemáticas, el pensamiento es matemático, la lógica es matemática. Y como la gran mayoría se ha quedado anclada en la simple suma y, como mucho, sabe hallar un área o calcular malamente un porcentaje, no está capacitada para entender las estructuras y las formas que nos rodean.

Esta atrofia matemática es la base que me ayuda a explicar algunos comportamientos que me chocan y no puedo entender. Por ejemplo: ¿qué sabemos acerca de volúmenes y planos? ¿Sabemos lo que es cada cosa con claridad? En concreto, ¿sabemos diferenciar a simple vista un objeto plano de uno voluminoso –que no grueso-?

Todos dirían que sí, claro, eso es muy simple. Bueno, pues yo no tengo tan claro que así sea. Y para demostrarlo, vamos a cambiar el enunciado de la pregunta que nos acabamos de hacer poniendo en el lugar de “objeto” un sustantivo que nos acerque a la realidad de cada día: una nevera.

¿Sabemos diferenciar a simple vista si la nevera es plana o tiene volumen, -no, si es grande o pequeña-?

¡Está “chupao”! Contestaría mi hijo y cualquier otro hijo al que se le hiciera la misma pregunta. ¿Estás tonta o te falta un tornillo?, preguntaría tu marido si le incluyes en la prueba. Y el niño te dirá que no es plana y tu marido te mirará de reojillo, temiéndose lo peor. Bueno, pues aunque sea cierto que la nevera tiene volumen y que ellos lo sepan con tanta contundencia, la verdad, por encima de todo es que creen que es plana.

Si. Para ellos es tan plana como una bandeja. Y para demostrarlo, no hay más que hacer una sencilla comprobación: si les pides, con cierta distancia entre petición y petición, que guarden en la nevera, sucesivamente, la leche, la mantequilla, un bote de mermelada, una docena de huevos, una lechuga, una caja de plástico con arroz blanco o una fiambrera y luego te asomas a ver cómo lo han hecho, te darás cuenta, de que lo han colocado allí adentro como si la nevera no tuviera volumen suficiente para guardarlo: estará todo apiladito, apretadito y mal sujeto en la parte más externa de los estantes.

“Sus” neveras no tienen fondo. Son absolutamente incapaces de utilizar esa parte de atrás, ese volumen del aparato, para colocar las cosas en orden. En “sus” neveras no hay espacio, sólo una estrecha franja en donde malamente se pueden guardar tantas cosas sin peligro de que se caigan.

Es decir, si las matemáticas hubieran calado en sus cerebros, sabrían que tienen a su disposición un espacio alto y ancho, además de largo, donde almacenar con facilidad lo que llevan en las manos. Pero su ignorancia es tal, que cuando abren la puerta del electrodoméstico, se piensan que están ante una bandeja, donde realmente, sí que es difícil guardar tanta cosa.

Porque lo que yo no podría creerme, sin esta explicación, es que mis hijos, mi marido, los hijos de los demás o los maridos ajenos son tontos del bote o lo hacen a mala idea, para que sea siempre a mí a la que se le estalle la botella de leche al abrir la puerta de la nevera.

¡Ni está chupao, ni estoy tonta, ni me falta un tornillo!