CALCETINES

Estaba yo el otro día dedicada a la rutinaria tarea de planchar, doblar y colocar la ropa cuando, calcetín en mano, me di cuenta de repente de lo mucho que puede llegar a decir un calcetín de la persona que lo utiliza, de su dueño. En casa, en ese momento éramos muchos de familia, así que el “oráculo” era un enorme montón. Fui cogiendo los calcetines uno a uno y, observando la prenda, intenté “descubrir” en ella a la persona. Pero sin comparaciones fáciles: evidentemente los que sólo medían un par de centímetros, tenían que ser del pequeño de la casa. No hay más que uno. Y los de deportes, blancos y con las consabidas rayas, del deportista.

¿Pero y ese grande negro, despeluchado y con tomates y “claros” en la frondosidad del tobillo? Evidentemente de un habitante de esta casa, que es lo que vulgarmente se conoce por un “adán”. ¿Y ese calcetín de color chillón, imposible de catalogar, imposible de que “pegue” con pantalón alguno y ya, ni que decir tiene, que imponible con cualquier “modelo de diseño”? Estaba claro, que era de otra habitante cuyo concepto de la elegancia, la sincronía de los colores y todas esas “paparruchadas” dista mucho del académico. ¿Y esos coquetones de color medido, rombo a juego con rayita, en perfecto estado de revista y compendio de líneas de actualidad? Eran de nuestra coqueta oficial. Y los negros lisos, todos iguales, -pues podía haber entre seis y diez-, tenían que ser del padre de la casa, el de la “chaqueta y la corbata”.

Pase un rato muy agradable mirándole la cara a los calcetines. Y en el colmo de mi felicidad, se me ocurrió, traspasar dicha teoría a la gente con la que trabajo en la oficina. ¡El resultado ha sido fantástico! Todos nos hacemos una idea de cómo son nuestros compañeros y nuestros jefes, pero comprobar lo cerca o lejos, que estamos con nuestras predicciones, ayudándonos con sus calcetines es un placer casi indescriptible.

Te fijas y descubres que el inevitable compañero hortera, vulgar en su forma de trabajar, en las frases y en las formas que utiliza, resulta que lleva unos calcetines impresentables de dibujo pasado de fecha y colores anodinos entre el marrón y el negro, con motita roja o flechita naranja, tan horteras como su propietario.

Y que la secretaria joven, aunque con mentalidad de solterona, que se cree mujer independiente y moderna, ¡lleva pantys de “todo a cien” llenas de bolitas!

El jefe, ya entradito en años, que sin embargo piensa estar viviendo una segunda juventud porque, como no se molesta ni en disimular, ha entablado una “entente cordiale” con una administrativa “modelo trepa”, que quiere llegar a ejecutiva, no sólo se contenta con llevar americana y vaqueros, sino que además se ha comprado unos calcetines de diseño, cuya marca reluce en el tobillo más que el sol.

¿Y ese otro típico “animal de oficina” que lleva la intemerata de años en la empresa, que entró con puñetas y visera, y poco a poco ha ido situándose mejor y ocupa ya un cierto nivel y decide ir de importante y “selfmade man”? Ese sigue llevando los calcetines de mercería de la esquina de su calle, que le compra “su santa” y que habitualmente se dan de tortas con el resto del atuendo, muy pensado y sin embargo, poco conseguido.

Claro, que al llegar a este punto, me he mirado los míos y pensado en lo que dirían de su dueña, los que utilizaran el mismo método que yo.
Y por si las moscas, ¡me los he quitado!

Córdoba: ciudad de romanos y árabes

Córdoba es una palabra que suena rotunda y áspera y sin embargo es una ciudad sensual y escurridiza. No tiene de fuerte más que el nombre. Por debajo de la coraza que forman las letras redondas y las sílabas contundentes se esconde una belleza tranquila y dulce, resultado de la sofisticación y la cultura de sus grandes moradores romanos y árabes. Es una ciudad de callejuelas que invitan a recogerse en los patios frescos y discretos donde huele a azahar y jazmín. A sentarse debajo de algún gran ficus a soñar arrullados por el susurro del agua de las fuentes. Provoca la indolencia, desata la imaginación, acelera el pulso y es escenario perfecto de desmayos femeninos, abanicos y refrescos. Con muy poco esfuerzo, la magia de los nombres de origen árabe, los muros altos de palacios y casas, las verjas de puertas y ventanas te pueden jugar la mala pasada de trastocar la realidad. Si te dejas llevar te creerás Hurí del Paraíso. Es imposible no sentirse tentado por las fantasías de los cuentos de las mil y una noches que te salen al encuentro en cualquier plaza, callejuela o esquina. ¡Es tan fácil!

A mí, tres palabras mágicas me bastaron para creer que entraba en otro siglo: mezquita, almazara y hamman. ¿Podría acaso ser de otra manera?

No se puede visitar Córdoba y no entrar en la mezquita. A primera hora de la mañana el patio de los naranjos de la mezquita aun huele al jazmín de la noche y como todavía hay pocos visitantes, no cuesta creer que eres una de esas mujeres oscuras que se acercaba a rezarle a Alá escondida tras la celosía. ¡Claro que entonces, cuando Abd-al-Rahman I edificó su mezquita sobre la antigua iglesia de San Vicente, no plantó aquí ni un naranjo! ¡Añoraba su tierra y sólo dejó que crecieran las palmeras y que sonara el agua de las fuentes para las abluciones!

Antes se entraba a las naves de oración –¡horrible expresión que suena a garaje, cuando decir “musaya” es mucho más sencillo y mil veces más sonoro y evocador!- por la puerta que da a la última ampliación de la mezquita, la de Almanzor, pero ese era un error, que tarde o temprano acabarían por subsanar, y ahora se hace por la puerta de las palmeras justo por donde Abd-el Rahman I ideó la entrada principal allá por el año 785.

Las once primeras naves las forman 130 columnas, cada una de ellas con el capitel de formas diferentes; de mármol liso, unas; estriadas, otras; alternando las negras con las blancas. Son de doble arcada: el de abajo, un arco de herradura con dovelas de piedra y ladrillo y descansando sobre él, uno de medio punto, también con las dovelas rojas del ladrillo y blancas de la piedra, lo que ayuda a darle la altura que tiene. Iluminadas por la luz de la mañana, te transportan, quieras o no, a otra dimensión. Te embarga un sentimiento de recogimiento y casi la necesidad de sentarte a meditar. Pero, para hacerse una idea real de lo que debía ser ese espacio de meditación con el suelo cubierto de alfombras y miles de hombres arrodillados encima, hay que mirar siempre hacia la puerta y dejar que la vista se nos pierda entre las filas de columnas y arcadas.

Hay que evitar esa “iglesia catedral” incrustada en el corazón de la mezquita: en el mismo centro de las cuatro ampliaciones que a lo largo de los siglos acabaron por convertirla en la mayor del mundo con casi 24.000 metros cuadrados de espacio dedicado al encuentro, al conocimiento y a la oración.

No es que sea fea, la catedral. Es solo un enorme grano en mitad de la serena belleza de la “musaya” árabe. A Carlos I no le hizo mucha gracia la idea cuando se la presentaron y se resistió mucho antes de autorizar al obispo de Córdoba, don Alonso Manrique, el comienzo de las obras. Después, tardaron tanto en completarse, que es una mezcla de todos los estilos que se llevaron durante los siglos XVI y XVII: arquerías y bóvedas hisponoflamencas, una cúpula renacentista, una bóveda y un coro casi barrocos. Si no estuviera allí metida, empujada a la fuerza hasta donde más le podía doler a un creyente del islam, sería una joya maravillosa. Pero es para tenerle manía por impertinente. ¡Hubo que tirar casi toda la ampliación de Abd-al Rahman II para poderla ajustar donde más molestaba! Este califa, allá por el año 833, al ver que la población cordobesa crecía y crecía y vivía un periodo de paz y prosperidad como nunca más lo viviría después, decidió tirar el muro quibla, al sur, y ampliar otros 25 metros en dirección al río, lo que supuso incrementar el espacio con siete naves más. También se le debe a él la idea de cubrir las murallas del patio con una columnata.

Entre los años 945 y 961, Al Hakam II mandó ampliar de nuevo la mezquita. Nada más y nada menos que con otros doce tramos también hacia el Guadalquivir y hasta darse con las murallas de la Medina y ya sin dejar espacio alguno hasta el río. De hecho se construyó un pasadizo en alto que unía el palacio del califa con la mezquita a través del que accedía al recinto reservado para él y su séquito en la mezquita y que es el que rodea al Mihrab, “capilla” orientada hacia la Meca, que guarda el libro santo y que está decorada con mosaicos bizantinos de millones de teselas doradas y azules traídas de Constantinopla para gloria de Alá. Rodeado de frases del Corán en riquísima escritura kufí florida, quita el hipo y atrae como un imán a todo el que se va acercando por las naves desde la puerta de entrada. Sobre una de ellas, en el tramo que antes de la ampliación fuera el muro quibla y hoy es capilla de Villaviciosa, está la primera bóveda que los arquitectos árabes construyeron para que llegara luz natural hasta allí.

Hasta ese momento el techo de la mezquita había sido de artesonado plano en madera labrada, que le daban un aspecto serio y recogido y con el que se conseguía la penumbra que invitaba a meditar y orar en paz. Con las sucesivas ampliaciones la mezquita había llegado a medir casi 150 metros de largo y las zonas más profundas se quedaban, por tanto, a oscuras. La bóveda tiene ocho ventanas cubiertas de celosía por las que entra una estupenda luz tamizada. Esta ampliación de Al-Hakam II es la más rica de todas. Todas las columnas son de mármol y se alternan en perfecto orden las columnas negras con las blancas. También fue en esa época cuando se construyó un nuevo alminar, más alto y sobre el que hoy reposa la torre del campanario de la catedral, con sus cuatro cuerpos y sus magnificas campanas, por supuesto, pero que se llevaron por delante el original.

Hubo aún una cuarta ampliación. La de Almanzor, que aunque es la mayor de todas, es también la más pobre. Ampliaron hacia el este, porque hacia el sur ya no quedaba sitio y fueron ocho naves más desde el muro quibla hasta el patio de las abluciones. Las arquerías ya no son de ladrillo rojo y piedra, sino sólo de piedra, revestida y pintada de rayas rojas y blancas para simular el color y el aspecto de las originales. Había que demostrar poderío político al precio que fuera y así se hizo.

Mientras la gente se arremolinaba ante los tesoros de la iglesia, las custodias de oro, las imágenes de santos, los cálices y las cruces de plata y oro, yo preferí seguir paseando mi admiración por la “musaya”. Ante el “mihrab” fotografié a un grupo de japoneses que, ataviados con sus kimonos de seda de colores, le daban al recinto sagrado un aire mucho más universal y de mezcla de culturas, que toda la santería junta.

Si mezquita suena bonito, con almazara la boca se te hace aceite.

Al-ma´sara era el lugar de exprimir y por ese procedimiento se sigue obteniendo el aceite aun hoy. En la almazara de Santa Ana vimos llegar el camión cargado de aceitunas del campo y vimos caer la oliva negra y la oliva verde, aun con ramas y hojas, en la tolva de recepción (tolva, sin embargo, es palabra latina y viene de tabula, o tubo). Era “albequina” –“arbequina” decía él con su acento andaluz cerrado-, nos explicó el dueño, que aunque no es autóctona, es la que hoy se vende mejor porque se planta con ayudas de la CE. La aceituna cordobesa es la ojiblanca. Así como la manzanilla es sevillana y la picual, de Jaén.

En Santa Ana, almazara muy familiar con ya tres generaciones de aceiteros, siguen un sistema muy sencillo para exprimir la aceituna. De la tolva y con ayuda de una cinta transportadora, suben las aceitunas hasta un ventilador que aventa hojas y ramas, que caen al suelo del patio formando gigantescos montones verdes. Esta hojarasca se quema después poco a poco porque los ecologistas no dejan que esos “restos” vuelvan al campo. Dicen que llevan productos químicos de las distintas fumigaciones a las que someten a los olivos. En este asunto no se ponen de acuerdo agricultores, aceiteros y ecologistas pero, de momento, ganan los ecologistas.

Las olivas, ya limpias de hojas, se pesan con ayuda de un sistema de dos tolvas muy elemental y muy práctico: caben 100 kilos en cada una, de manera que cuando se vuelca por el peso, el olivarero, cuyas aceitunas se están pesando, sabe que allí van 100 kilos. (Ahora, además, se marca con decimales en un ordenador que tienen adosado a las tolvas, pero antes, se contaban las veces que se volcaba la tolva, se multiplicaba por cien ¡y a correr!).

Una vez que se sabe lo que hay que pagarle al agricultor, las aceitunas vuelven a subirse a la cinta transportadora y se pasan por diferentes cedazos para poderlas clasificar por tamaños: las mejores se guardan para salmuera o para cocerlas; las medianas pasan a las tolvas con agua donde se lavan bien antes de exprimirlas y las pequeñas se convertirán después de dejar paso a las mejores, en un aceite de menor calidad. Las aceitunas que caen al suelo antes de la recogida oficial –que ya no se hace a mano y vareando, sino con un aparatito que menea el olivo hasta que caen todas las aceitunas sobre grandes tules negros- también se recogen y se utilizan para aceites menos finos. Se llaman lampantes, pero son los más puros de todos los aceites. No se refinan.

Las aceitunas lavadas entran en la molturadora –lo que antes se llamó molino de aceite- por una boca ancha y antes de caer entre los dientes de este molino moderno, se le añade un poco de talco. De polvo de talco, aunque no del que se perfuma para el baño: sirve para romper la molécula de aceite y se ha hecho siempre así, por mal que suene. De este enorme pasapurés, y al momento, empieza a salir por una tubería que acaba en otro inmenso y finísimo cedazo, un aceite espeso y de color entre verde y amarillo. Huele muy fuerte y sabe muy bien. Durante nuestra visita, molturaron ante nuestros incrédulos ojos, la “albequina” que vimos caer en la tolva. El sabor es muy suave y el color algo más claro que el de la aceituna verde. La acidez de este aceite es 0,6 grados. En contra de lo que uno cree, cuanto más alta es la acidez, menos tiempo tarda el aceite en estropearse –en “revenirse” o “enrovirarse”- así que eso de guardar grandes cantidades de litros de aceite de un grado es una tontería. Debe consumirse –aunque no tenga fecha de caducidad porque no tiene porqué estropearse- entre seis meses y un año después de envasarse.

Este primer aceite que sale del molino es de muy buena calidad y contiene muchas moléculas aún sin romper, por lo que son aceites muy saturados. Entre los molineros de antes había la costumbre de recoger este aceite más denso que flotaba sobre el resto y retirarlo para su uso exclusivo. Decían que “castraban” el aceite. Y es una expresión que me parece muy propia: le quitan lo mejor al zumo y además, como se hacía a primera hora, casi de madrugada, tenía ese algo de alevosía que conlleva el término. Ahora es más difícil, pero los grandes molineros aun lo saben hacer.

Una de las cosas más curiosas de todo este proceso, que es simple, sencillo y tiene la casta de los siglos, es la imaginación que le ponen los aceiteros a los detalles más pequeños. Por ejemplo, ¿qué pasa con otros materiales que puedan caer junto con la aceituna al molino? Hojas no, porque ya las hemos volado al viento; tierra tampoco, porque las hemos lavado, además de que la van soltando por entre los tules negros de camino a la almazara. ¿Qué otra cosa puede haber? Cartuchos de postas. Hay mucha caza en la zona: yo vi perdices picoteando entre los terrones de un sembrado puesto en barbecho y seguro que algún conejo o alguna liebre me vio a mí, aunque yo no a ellos. Si entre las aceitunas van cartuchos ¡el aceite sabe a pólvora! El ventilador no les hace volar, porque aunque la vaina sea de plástico, el percutor pesa. Si se mojan, se lavan, pero nada más. Así que hay que agudizar el ingenio. A estos aceiteros de Santa Ana se les ocurrió poner imanes a la salida de la tolva de lavado. Allí se quedan pegados por el “culo” los cartuchos del campo. Y son muchos más de lo que una imagina. Sacan cubos llenos.

Otro ejemplo: ¿qué se hace con los huesos de las aceitunas? El molino exprime la oliva, pero no la machaca. Así, queda un resto, parecido a una pasta, que es la mezcla de piel y hueso, a la que aun le queda una perlita de aceite. Esta mezcla se recoge aparte y es la que se lleva a la orejera, donde le sacarán esa última gota de vida que, ya con ayuda de la química universal, se llama después aceite de orujo. Antes de que la pasta caiga en las grandes cubas en que se recoge, se separa el hueso. Los huesos húmedos se secan en montoncillos en el patio de la almazara y luego se utilizan como combustible para estufas. ¡Es madera chiquita para estufas pequeñitas!

Después de ver como se recogía el aceite en grandes cubas para almacenarlo y luego envasarlo, nos ofrecieron la posibilidad de catarlo. Como los buenos vinos. No se cata en copas, sino en pequeños vasitos bastante panzudos y regordetes, de un azul parecido al del lapislázuli para no ver el color, y se escupe, porque sino te pones malísimo. Primero se busca el “frutado” de la aceituna: sabor a manzana, a otras frutas, a otras frutas más maduras, a hierbas u hojas. Luego paladeas para encontrarle el amargor, el picante o el dulce. Si eres muy bueno, incluso, puedes encontrarle otros atributos más complicados. Aun queda emitir un veredicto sobre lo agrio, avinagrado, avinado o ácido que pueda ser el líquido. Los expertos gorgojean a ver si le encuentran un punto basto, metálico, mohoso o húmedo. Miran si está turbio, aborrajado o atrojado. Y, por supuesto, si está rancio. Aunque esté recién molturado, puede estarlo. Es como una patata: se encalla y no hay quien pueda nada contra ello. De todas estas características los buenos catadores saben percibir diferentes grados: ausencia total, casi imperceptible, ligera, media, grande o extrema. Y hay que indicar una nota de estas posibilidades a todos y cada uno de los aceites catados. ¡Me pareció terriblemente más difícil que catar un vino!

Para digerir tanta prueba –la mayoría se tragó el aceite porque está muy bueno- nos ofrecieron el remedio más eficaz: naranjas. Lo último entre los inventos locales: ensalada de naranjas con chorrito de aceite de oliva virgen, cebolleta picada y queso semicurado. Para postre un “Pedro Ximénez” de cosecha propia, que estaba, incluso, muy rico.

Amodorrados, por el estómago llenito, hicimos el camino de vuelta desde Montalbán a Córdoba. Nos esperaban en el “Hamman”. Los baños son para los árabes una parte esencial de su vida. Son, además, lugar de encuentro y por ello solían estar cerca de las mezquitas o en los zocos. Mezquita, zoco y Hamman eran el eje de su vida social. Al  Hamman se entra por un patio central desde el que se accede a los vestuarios –estos nuestros eran un poco pequeños y estrechos-  y a las salas de agua fría, templada y caliente. Para empezar en estos tiempos modernos, lo primero es una ducha. Aunque el ambiente, la decoración y los olores puedan ser los de hace un montón de siglos, la costumbre de la ducha de hoy parece elemental como primera providencia.

Se recomienda primero relajarse en la sala templada. En el centro está la gran cuba –yo calculé que era cuadrada de unos cinco metros de lado y muy poca profundidad porque me llegaba el agua a la cintura- con un par de escalones para que te sientes y puedas apoyar la cabeza en el borde. La luz natural entra por unos huecos en forma de estrellas que horadan la bóveda. Allí nos sumergimos un buen rato estirando brazos y piernas, con los ojos cerrados y tratando de imaginar que estábamos en cualquier otro lugar del universo. Luego un buen masaje. Ya con los músculos relajados sienta de maravilla: los masajistas son capaces de encontrarte, incluso, el”nudo gordiano”, ese que se te ha quedado prendido en la espalda entre el omóplato izquierdo y la nuca y del que pensaste que te habías librado. A mí me apasionan los masajes en los pies. Me gustaría saber quien fue ese espíritu refinado que inventó la pedicura. Se me queda el cuerpo de seda después de un buen masaje con mucha crema y una buena pedicura. Es vida.

Así que cuando dejamos el turno al siguiente, a mí me temblaban las rodillas. Estaba ya como un trapo. Directamente me hundí en el agua caliente. Las salas calientes son más recogidas que la templada. Hay menos luz, las cubas son más bien tinas o bañeras grandes, y de la pared sale un chorrito a la misma temperatura. La sensación de placidez te envuelve de arriba abajo: como un buen albornoz de felpa. No hay que olvidar nunca que al fin y al cabo, de envolver esos cuerpos calientes en los hammanes árabes, viene nuestra palabra albornoz, sinónimo de calidez, arrobo y placer.

Pero hay que cumplir con el rito completo. Unos minutos de agua caliente te dejan tan frita que no hay más remedio que intentar aguantar la fría: ¡y eso es lo más parecido a revivir que puedo imaginar! La sala fría, con dos bañeras –yo habría dicho sarcófagos- de agua helada son la guinda de esta orgía de los sentidos. No hay que pensarlo ni un minuto: hay que meterse, sentir el agua helada como un cuchillo sobre la piel y salir corriendo de allí. Vivificante, como la lluvia normanda de las mañanas de Asterix.

Puedes repetir el proceso –templada, caliente y fría- tantas veces como te apetezca. Ya sin masaje, porque con uno tienes para un buen rato. Pero tampoco conviene abusar. Acabas molido.

Lo mejor es repetir dos veces, darse una buena ducha con mucho jabón y mucho champú y subirse a tomar un reconfortante té de menta a la tetería que tienen en el piso de arriba. Con un par de pastelitos de miel y ajonjolí, de mazapán y pistachos, sales a la calle como nueva.

Esa noche la luna estaba llena y brillaba en el cielo como una enorme naranja del patio de las abluciones. El paseo embrujaba, embriagaba los sentidos e invitaba a recogerse entre brazos amados.

A las doce, delante de la puerta de la mezquita, vimos el eclipse de luna.

Si Córdoba es mezquita, almazara y hamman, también es luna y jazmín. Una delicia árabe.

 

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NOCHE

Placeres en el verano hay a cientos. Cualquier cosa que se salga de lo habitual nos produce el placer de lo especial. Las siestas son imperiales; los aperitivos, monstruosos; las copas en la terraza, un lujo. Pero no sólo son especiales las actividades que solemos hacer y que engrandecemos por la tranquilidad con las que podemos proceder. Hay otras que nunca hacemos cuando no estamos de vacaciones y que son, de verdad, las que nos llenan el alma de alegría y hacen  inolvidables los días de asueto. Una de ellas, una de mis preferidas, es esperar a que sea de noche. Es muy sencillo. Me siento en la terraza frente al mar y espero a que se vaya la luz. Elemental.

Así, de esta manera tan simple nos encontramos con un elemento muy especial de la costa murciana. La noche. No se puede generalizar, porque no hay dos noches iguales. Pero lo que sí es siempre igual es el placer de disfrutar de ella. Hacia las ocho de la tarde hay que empezar a prepararse para el evento. Ya el sol ha recorrido el camino entre el horizonte, detrás de la isla del Fraile, hasta pasar por encima de la casa. La playa está ya en sombra y en el aire se huele la oscuridad. Mirando el mar  casi no te das cuenta de que cada vez la luz es menor. Baja muy poco a poco la intensidad y cuando te quieres dar cuenta la oscuridad te envuelve. Los primeros momentos son muy oscuros. No se te han hecho los ojos aun a lo negro del horizonte. Intuyes el mar porque se siente la humedad y se escucha el ronroneo de las olas. Siempre y cuando sea uno de esos días en los que el bochorno se haya impuesto. Si sopla algo de brisa, antes que la oscuridad, notas el olor del mar. Un aroma que sólo aprecias de noche.

Es el momento de fijar la vista en algún punto lejano, e intentar acostumbrar los ojos a la falta de luz. ¡Cuidado con las bombillas! Ni una, porque si no, no se consigue. Al cabo de unos minutos lo primero que se encienden son las estrellas. A uno se le olvida la cantidad de ellas que tiene el cielo. Nunca hay tiempo para pararse a mirarlas en Madrid. Y aunque quisieras verlas, tampoco podrías porque las luces de la ciudad no te dejarían. Aquí el cielo está sembrado. Puede haber bruma y no las ves, pero las grandes noches de verano en Águilas son las noches estrelladas, con algo de brisa y una temperatura media que te deja respirar y disfrutar un buen rato. Si hay suerte y pocos vecinos, la oscuridad te envuelve y la sensación es de redondez: de estar sentado en mitad de un cuenco negro que te arropa y en el que tardas un buen rato en ser consciente de que es infinito.

Después de ver las primeras estrellas y con ello, las primeras distancias, hay que concentrarse en diferenciar olores. No huele igual la humedad de agua, que la humedad de la arena. La del agua es salada. La de la arena, rechina. Puestos en sus sitios estos dos aromas, hay que abrirse a las plantas: el dulce algo meloso de la higuera, el frescor del eucalipto, la variedad de arbustos y matas, oréganos, romero… que te trasladan al campo. Sin el calor del sol, los vapores que se cuelan hasta el alma son más intensos y verdaderos. El sol quema el olor. Con los ojos cerrados, sabiendo el mar a tus pies, las estrellas flotando sobre tu cabeza y levitando con ayuda de aromas levantinos, si además sale la luna… ¡en un abrir de ojos te crees en el paraíso!

Y ese no está en Madrid. Y si lo está no lo sabemos, porque no lo disfrutamos.

Yo me voy a dar una vuelta, porque hoy es el día ideal para encontrarlo.

RECICLADO

El trabajo, muchas veces, me obliga a viajar. Una de esas veces, me tocó Suiza y una helada tarde de enero aterricé en Zurich. Más exactamente en Kloten, que es el pueblo de Barajas pero en suizo, que siempre es mucho más elegante. Aunque, como en Barajas, ni hay museos, ni cines, ni siquiera tiendas cuyos escaparates tengan algo que mostrar. No hay más solución, que armarse con algún libro y encerrarse en el hotel, pues, por otro lado, en Kloten-Barajas tampoco la vida nocturna oferta grandes planes interesantes. Así que me metí en el hotel,-típico hotel anodino de “pasar la noche”-, dispuesta a quemar las últimas horas del día, cansada y con ganas de acostarme.

Camisón en mano, me dispuse a hacer mis abluciones diarias. El cuarto de baño, minúsculo, era un compendio de virtudes suizas. No le faltaba detalle. Sólo la gracia. No había ningún lujo para no desentonar. Funcionalidad, modernidad palpable, europeísmo. El vasito para lavarse los dientes, desinfectado. Las toallas, blancas y radiantes, como las novias. Vírgenes y mártires. Duele ensuciar la inmaculada palidez de la felpa con manchurrones y churretes al secarse las manos. Los azulejos, estaban ordenados con tanta exactitud, que yo creo que incluso habían medido hasta los milímetros de separación entre ellos y no se habían equivocado ni en medio milímetro al unir unos con otros. Ni uno fuera de la línea, ni un borde, ni un corte mal hecho. Ni una arista o esquina tiene rastro alguno de tierra. ¡Perfecto!

De repente algo me saltó a la vista. Algo, que no podía faltar en una sociedad tan avanzada y que ya es parte de nuestra vida cotidiana, pero que, no se porqué subconsciente convicción, no esperaría nunca encontrar en un cuarto de baño. Papel reciclado. ¡El rollo, inevitable rollo de papel, que limpia nuestras miserias, era de papel reciclado! Un arbolito verde lo recordaba cada medio metro. Tiré y tiré. No me lo podía creer, pero así era. ¡Dios mío! ¿Cómo utilizar para semejantes menesteres, lo que pudo ser una letra impagada, un expediente maldito, una declaración de Hacienda,… ¡una carta de amor!…?

Incapaz de utilizarlo, me metí en la cama. ¡Tenía la angustia del progreso instalada en la garganta! Me asaltaban sentimientos contradictorios. Por un lado la lógica. Si era una cuestión de ecología lo más normal era, que también ese papel fuera reciclado. Es más, era lo ideal, ¡pues para el uso que se le iba a dar no se iba uno a gastar los cuartos en papel “cuché”! Pero por otro lado, yo tenía un problema. El eterno dilema del ¿de dónde venimos? y ¿a dónde vamos? Resolverlo, no lo resolví, pero algo si aprendí aquella noche.

Entendí, en su amplio sentido, el término EFIMERO.

MI EMPRESA

El nuestro es un mundo “globalizado”. Ya nada es local, ni vale, si no tiene proyección fuera de nuestras fronteras. Son los mandamientos de la nueva economía: todo lo que rodea a esta ciencia, sus leyes y fines son nuestra Biblia actual. Y su aplicación es absoluta. Se mete en todos y cada uno de los modelos anteriores y los reforma. Repta por las antiguas estructuras, que dejan de tener su forma acostumbrada y, aunque mantengan el nombre de siempre, parecen otras y se comportan de distinta manera.

Ya nada se mueve sin que se le apliquen criterios de empresa. Nada. Ni una tienda de coloniales, ni una peluquería de barrio, ni una tienda de cromos, tebeos o cambios de revistas. No se salva nada. Ni la familia.

En nuestras familias de ahora hemos cambiado al amo y señor, por un director general o presidente, que aunque no es mal puesto, no deja de estar sometido a consejo de administración. El padre de hoy suele decidir las grandes líneas de la empresa familiar –la macroeconomía-, pero tiene que presentar los detalles –microeconomía- a consenso y luego hay que aprobarlos.

La madre es, evidentemente, el consejero delegado, que lleva el día a día o la agenda, que es como se llama ahora, y ejerce las funciones, además, de tesorero. Cada uno de los hijos de esta empresa tiene un puesto en la mesa del consejo. Todos con voz, voto y veto.

Las decisiones que afectan a la “empresa” se toman por consenso, tras pasar cada proyecto por un análisis pormenorizado. Se estudia su viabilidad económica, sus posibles beneficios; se calibra si merece la pena, y, en caso de pérdida estimada, aceptarlo por otros motivos, como pudieran ser por prestigio, por relaciones públicas o como gasto de representación.

Salvo en las reuniones del consejo, que pueden ser de una vez al mes, o de una cada siete meses, los distintos consejeros no se ven habitualmente. Cada uno de ellos llevará el horario que rija en su sucursal y entrarán y saldrán de su “oficina” según la previsiones de trabajo: durante el invierno sujetos a las variaciones escolásticas o universitarias; durante los fines de semana según si tienen misión discoteca o misión diplomática frente a su santo contrario; en época de vacaciones, cumplidos algunos trámites de dirección, según donde haya más “negocio”: en la playa de Mallorca, en el cortijo sevillano o en las sierras y montañas.

Ya no cobran “la paga” el fin de semana: ahora se llama sueldo y es mensual. Y tiene “bufandas”: por aprobar el curso, cae la moto. Tras la recolección de calabazas en junio, salvar la situación en septiembre, se llama regalar un móvil. El cate en inglés conlleva un mes in Irlanda. Todo sin IVA. Además está sujeto a convenio colectivo: subida anual en función del INN (índice de nuevas necesidades), aumento de los días de vacaciones lejos de la presencia de la presidencia, disminución periódica de las obligaciones caseras, etc., etc.

La empresa no cierra nunca. Y está siempre “al loro” de posibles “nichos de mercado” por explorar: si un miembro del consejo de administración coge una hepatitis, pondrá a su disposición sus expertos en enfermería y le apoyará en la prospección de “formas de entretenerse” durante los meses de convalecencia. Si un miembro, trasladado a otra empresa debido a una “joint venture”, ha dado a luz y necesita del consejero delegado, se dispondrán las medidas necesarias para el asesoramiento en las cuestiones pertinentes a fin de salir también airosos en el nuevo camino emprendido.

El presidente, como todos los presidentes de empresas, estará para mantener el nivel económico adecuado y necesario que mantenga a flote su “negocio” y procurará que sus consejeros se sitúen lo más estratégicamente posible dentro del mundo laboral y empresarial que nos rodea, para intentar alianzas beneficiosas para ambas partes.

El consejero delegado controlará en lo posible los gastos y será el responsable de la cuenta de balance de pérdidas y ganancias. Tirando del departamento de “comestibles”, dejando la renovación del de “textiles” para la época de rebajas e invirtiendo en “loterías del estado”, irá ajustando el asunto monetario de manera que el “cash flow” permita algunas alegrías al final de cada ejercicio.

No es difícil hacerse una idea de lo anteriormente expuesto. Pero nada mejor que un ejemplo sencillo que nos permita ver con claridad la práctica diaria del ejercicio empresarial. Al efecto, escogeremos una “empresa” media, con un presidente, un consejero delegado y dos consejeros “de a pie”. Está ubicada en Madrid, cuenta con local propio que permite agrupar bajo un mismo techo todas las “sucursales”. Además, gracias a su política de austeridad, y en vistas a posible o futuras expansiones, posee un pequeño local en una localidad de playa. No tienen más personal que el contratado a tiempo parcial –fijo, discontinuo- para mantener las oficinas limpias a efectos visitas. El local no tiene portero, pero cuenta con perro fiel que hace las funciones de guardia de seguridad, sin cobrar extras, aunque trabaje las 24 horas del día y los 7 días de la semana.

-¡Las vacaciones serán los 30 días de agosto!, dice nuestro director general.

– Bueno, matiza el consejero “hija mayor”, pero de ellos, 15 los pasaré con el consejero “hijo” de la empresa González López, que es mi novio, en el local de la playa de Gandia, que para eso pertenece a nuestra sociedad gestora de patrimonio.

– ¡Un momento!, exclama el consejero “hijo segundo”, tengo previsto celebrar reuniones de trabajo en dicho local con mis “asesores colegiales”, de manera que habrá que ajustar fechas.

– Bien, pues saquemos las agendas. ¿Tiene algo en contra el consejero delegado?

– No, aunque el señor presidente querría también darse una vuelta por el local, porque no lo visita desde agosto del pasado año contable y hay algunas cosas que arreglar.

– Bueno, aceptan los “consejeros hijos”, si es por el bien de la empresa, podemos buscar una “transaccional” y partir el mes en tres.

– Bien. Se acepta la propuesta. Al acabar la reunión se ajustarán las agendas, para que todo transcurra sin rozaduras, ni problemas. Pasemos al siguiente punto de la orden del día: para cenar filetes empanados.

– No. Rotundamente, no. No lo acepto y lo veto. Esta consejera tiene que cuidarse el tipo dada la cercanía del biquini y está a lechuga y agua.

– ¡¡Me niego!! Es inadmisible, se queja el “consejero hijo”, llevamos quince días con sopitas frías, gazpachos y filetes a la plancha y yo creo, que los resultados económico-intelectuales de mi sucursal merecen algo más sólido.

– ¡Haya paz, señores consejeros! Cada sucursal será responsable de sus comidas. La señora consejera tome nota de que la nevera deberá estar surtida con lo necesario para cubrir las necesidades de todas ellas y cada cual actuará en consecuencia

Y, ¡vámonos Maruja, que hoy cenamos fuera! ¡Se levanta la sesión!