Un paseo por la ciudad de Segovia

Si se tiene el enorme privilegio de poder aparcar en el Hospital de la Misericordia antes de iniciar cualquier paseo por Segovia, se tiene la oportunidad de disfrutar de una de las vistas más increíbles de los campos que rodean la ciudad: el recoveco del Eresma desde las viejas murallas. En sí, eso ya es bastante y por sí sólo vale la pena. Desde esa altura privilegiada, que cae casi vertical, sobre el río, queda a nuestros pies el impresionante Monasterio del Parral del siglo XV (de estilo gótico y plateresco, fundado en 1447 por Enrique IV, el Príncipe de Asturias de su época); la iglesia de la Vera Cruz, un tanto aislada en mitad del paisaje y que levanta mucho morbo, porque es una iglesia templaria  y eso siempre da para elucubrar con sociedades secretas, ritos medievales y demás historias para no dormir.
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Es muy curiosa porque la nave central es un polígono de 12 lados, en uno de los cuales está el ábside mirando a Oriente y en otro, la torre, al mediodía. Románica tardía –comienzos del siglo XIII- es una de las muy pocas del país con esta forma. Se edificó para custodiar el “Lignum Crucis”, que poseía la Orden Templaria, reliquia traída de Tierra Santa, y que el papa Honorio III certificó como auténtica. Abolidos los Caballeros Templarios en 1312, la iglesia pasa a ser propiedad de la Orden de San Juan de Jerusalén y después, a manos de la Orden de Malta, que la perdió a finales del siglo XVIII y la recuperó en 1951 y que sigue celebrando en ella muchos ritos y celebraciones propias. Se puede visitar a determinadas horas y por dentro está decorada con toda la parafernalia maltesa que cabe imaginar. Y eso es una pena, porque el interior desnudo de la nave es, ya de por sí, una auténtica maravilla: lleno de claves y símbolos, muchos sin descifrar, entrar en él es echar a tras en el tiempo y sentirse como un novicio que inicia el camino de la fe templaria.

Tiene un “deambulatorio” circular abierto en los ábsides y dos pisos. El de abajo con cuatro puertas abiertas a los cuatro puntos cardinales tiene una impresionante bóveda de crucería, mientras que el piso alto, la tiene al estilo musulmán. Eso sin tener en cuenta decoración alguna, ni contaros la forma de árbol sagrado o palmera del edículo central, con sus doce lados y sus ramas. O su Cristo románico…

La Vera Cruz está en el lado derecho de la carretera a Zamarramala. En el lado izquierdo está el convento de los Carmelitas donde está el sepulcro de San Juan de la Cruz, que no se lleva nada bien con la sencillez que proclamaba el Santo, porque es una “tarta dorada”, que yo no sé a quien se le ocurrió. Desde las murallas, asomándose un poco, se atisba por su lado oeste, el Santuario de la Fuencisla, patrona de la ciudad.

Entre el Monasterio del Parral y la Vera Cruz, está el edificio de la Casa de la Moneda, que se ha remodelado para convertirlo en centro cultural y que durante años fue china o piedra que las administraciones local y autonómica se lanzaban a la cabeza porque servía para sacarse unos a otros los colores. El edificio, magnífico, al margen de estos asuntos políticos, es de Juan Herrera, construido en tiempo, claro, de Felipe II, y que Carlos III amplió. Se utilizó de fábrica de harinas.

El Hospital en sí, desde el que contemplamos estas vistas, está protegido porque fue convento y aun conserva algunos interiores originales, pero, en general en cuanto a su construcción antigua no queda nada. Se ha conservado hasta hace poco la balconada interior sobre el patio central -en su origen patio de comedias- pero las monjas lo han cerrado con un poquito de aluminio “anonadado” de color marrón , persianas incluidas, que da dolor mirarlo. Esta zona de Segovia es el llamado Barrio de las Canonjías, porque en él –que conserva su aspecto antiguo mejor que ninguna otra zona- hay testimonios obvios de las casas, que en la Edad Media habitaron los canónigos de la catedral. Todo el barrio estaba amurallado y tenía cuatro arcos de acceso, de los que sólo se conserva uno.

“Visto el patio”, dejamos el hospital para subir hacia la Plaza Mayor, acortando por la calle del Dr. Velasco. Lo primero con lo que te topas, según subes a la izquierda es con las iglesia de San Esteban. También románica tardía –siglo XIII- de piedra caliza que brillaba entre naranja y ocre, o teja y caldero al sol de la tarde otoñal, tiene una torre de 53 metros de altura que es una de las más altas de este estilo en toda la península. Sobre el cubo de la base, tiene cinco pisos: los dos primeros de arcos ciegos, el segundo de arquerías apuntadas, lo que indica, dicen los expertos, que el constructor estaba al tanto de las nuevas tendencias, pero como la torre es muy alta y tiene dos pisos más, le debió de dar miedo seguir con tecnología poco entrenada y lo que restan son los típicos arcos de medio punto y un cerramiento absolutamente románico. La torre se incendió en 1896 -alcanzada por un rayo- y como amenazó ruina, se desmontó entera, se volvió a colocar piedra a piedra y se remató con chapitel de pizarra negra, que la hacía aun más alta. Eso se restauró posteriormente y ahora tiene su chapitel de cerámica roja y su remate de veleta con gallo. Dice la leyenda, que la mandó construir Carlos Falconi, hijo natural del rey de Francia, cuando volvía de peregrinar a Santiago de Compostela. Pero no sé si es cierto.

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En la misma plaza donde está la iglesia, está también el Palacio Episcopal, que choca brutalmente con San Esteban: es un enorme edificio de granito de estilo plateresco, de muro almohadillado y fachada clásica, que se construyó en el siglo XVI como residencia de la familia Salcedo. Tiene un escudo en la puerta y un patio interior, ambos ya de estilo barroco. En 1755 el obispo Murillo lo transformó en Palacio Episcopal y hoy es un hotel. Subiendo por la calle Escuderos se llega a la Plaza Mayor, pasando por debajo de un pasillo cubierto que une dos edificios de la misma, por arriba. Para no mojarse.

¡Siempre apetece quedarse ya allí a tomar un café en una de sus terrazas! Son famosas tanto “Negresco” como “La Concepción” y siempre están llenas. Si cruzamos, estaremos frente a la calle Real que baja hasta el acueducto. Primera parada en la plaza de San Martín, donde está el Torreón de Lozoya, sede de muchas y grandes exposiciones. Del primer tramo de la calle –que se llama de Isabel la Católica- y es de entrada a la Judería, conviene resaltar, que tiene todo tipo de restos mudéjares y judíos, en casi todas las casas. Algunos bajos, hoy restaurantes o tiendas, te los enseñan. Si les conoces, claro.

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Este tramo desemboca en la Plaza del Corpus Christi, con iglesia y convento del mismo nombre, que, sin embargo, es sinagoga judía: Sinagoga Mayor de Segovia. Tiene horario de visitas.  Si se sigue bajando, se deja a la izquierda la Cárcel Real, de granito de la sierra, que se utilizó hasta principios del siglo XX y hoy es biblioteca pública, y la iglesia, también románica, de San Martín. Esta iglesia es una mezcla de diferentes partes y distintas épocas: torre mudéjar, tres ábsides –uno de ellos, barroco- y galerías porticadas a la calle por la que bajamos, porque la paralela del otro lado, que es del siglo XI y por tanto la parte más antigua del conjunto, está cegada.

La iglesia está ya en la Plaza del mismo nombre, para los segovianos también, “de las sirenas”, por el hotel y el cine que se llaman así y están frente a la iglesia. También está allí la famosa estatua del comunero Juan Bravo, a cuyos pies y escalinatas, se sienta la juventud y los estudiantes de bellas artes, para dibujar la zona. Además de iglesia, monumento y escaleras, antes de empezar el siguiente tramo de calle, se conserva la llamada “Casa del Siglo XV”, edificio de granito –ya muy negro- de estilo gótico, muy bonito y que hoy, restaurado por la Fundación Mapfre, es sala de exposiciones.

El otro gran edificio de la plaza es el Torreón de Lozoya. Es de principios del siglo XIV, con un arco de medio punto como portada y acceso al mismo, sobre el que luce el escudo de los Aguilar,  aunque antes perteneciera a los Cuevas y después –en el siglo XVII- a los Contreras, marqueses de Lozoya, de quienes le llega el nombre. En el interior, además de salas de exposición hay dos patios renacentistas, auténticamente maravillosos.

Si se ha hecho tarde durante el paseo y ya oscurece, es muy recomendable volver a subir a la Plaza Mayor para ver la catedral iluminada. Se ha restaurado y limpiado y ahora  “brilla como la nácar”. Al Alcázar se baja por las calles Marqués del Arco y Daoiz, pasando por delante del Palacio del Marqués, a la derecha, y  frente a la puerta de San Frutos de la catedral; del callejón de los Desamparados, al fondo del que está la casa museo de Antonio Machado; del Convento de las Descalzas -de los de Santa Teresa- y de la iglesia de San Andrés en la plaza de la Merced, desde donde también se accede a la judería.

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Se puede entrar a los jardines del Alcázar, que se cierran más tarde, a contemplar las mismas vistas, aunque algo más hacia la izquierda que tiene el hospital de La Misericordia. Al ser ya  de noche parecen otras: la figura del Alcázar iluminada sobre la hoz de los ríos Eresma y Clamores, las Carmelitas, la Vera Cruz y las estrellas de un cielo, algo más lustroso que en Madrid. La Osa Mayor y la Estrella Polar, desde luego, se ven de maravilla. El resto, no tanto para los no expertos, pero en cualquier caso, mucho mejor que en Madrid.

Hasta el Hospital de la Misericordia, punto de partida del paseo, se llega por la calle del Pozo de la nieve, hasta su cruce con la calle de la Puerta de Santiago, a final de la que ya está el hospital. ¡Es un paseo que siempre merece la pena!

 

 

(Fotos propias)

Mar

Lo mejor de veranear con calma -y no es un contrasentido, porque los hay que convierten el mes de descanso en una Maratón- es que tienes tiempo para plantearte las cosas más inverosímiles. Por ejemplo. El color del mar. Ya os he dicho, que lo mejor de Águilas son los elementos, ajenos a la mano del hombre, impredecibles e imprevisibles. Y, sin duda, casi lo mejor de todo, es el mar.

Ayer por la tarde paseábamos al perro monte arriba y para darle más carrete al animal, decidimos salirnos del caminito y subirnos a uno de los picos que rodean la bahía para ver las vistas desde allí arriba. Y la verdad, es que en vez de mirar montes y pueblo al fondo, nos sentamos mirando el mar, que da para mucho más. El sol ya caía y la luz dorada le daba a la superficie un brillo plateado que, sin embargo, aún dejaba ver los diferentes azules de las corrientes. Porque las corrientes, ya sean calientes o frías, tienen diferentes tonos de azul. A los pies del monte, el agua rompe contra unas rocas negras planas y brillantes de tanto lamerlas las olas, que nosotros decimos que son de pizarra, porque se parecen a los tejados de los chalets, pero que seguramente serán otra cosa de esas que saben los geólogos. Allí hay poca profundidad y el agua está tan limpia que desde arriba se ve la arena del fondo. Y no es azul, es amarilla como el grano fino de la arena.

Si hay olas algo más fuertes no se ve el fondo, claro, pero a cambio se ve mucha espuma blanca, que tampoco es fea, mezclada con el azul oscuro de la ola que pega. A pocos metros de la orilla se ven matojos de algas en el fondo y entonces el tono cambia de nuevo. Es verdoso. Primero entre azul y verde y luego, a mayor profundidad, casi negro. Pero si le da la luz, es azul oscuro, que es el color de toda la bahía. A veces la cruzan franjas de azul grisáceo: es una corriente de agua fría. Y otras franjas claritas, que son las de agua caliente. Y si miras al horizonte las ves superponiéndose y haciendo que la superficie parezca una sombrilla de playa.

Tampoco el horizonte es liso. Se mueve con las olas y con las nubes y si eres capaz de fijar la vista, puedes ver los barcos de pesca que se acercan ya al puerto a descargar. Al otro lado del horizonte está Orán. Que es otro lugar tan misterioso para mi, como otros varios conceptos y palabros, que aprendí de mi padre y cuyo significado real, conocido años después me era tan “pobretón” que opté por olvidarlo: Orán es un lugar misterioso al otro lado del mar donde suceden cosas fabulosas y donde se inventaron los cuentos de las mil y una noches y donde hay odaliscas, harenes, joyas, sedas y sultanes. ¡Me lo contó mi padre de niña! Y lo siento mucho, pero es infinitamente mejor y más bonito que la realidad. Así que Orán será para siempre un paraíso sobre la tierra.

Cuando ya el sol acaba por meterse, pero no es noche cerrada, el mar se apaga. Empiezan a crecerle sombras entre la isla y la playa del Cigarro, entre las calitas debajo de los montes y entre el embarcadero y la punta de la Aguilica, en el lado opuesto. Si te das prisa puedes llegar a tiempo de ver como cae la noche en la playa, como el mar acaba por apagar su luz. El agua se espesa y, salvo que te acerques y la toques, parece una sopa de chapapote líquido. Ahora ya no da miedo, con la edad se van comprendiendo ciertas cosas, pero no hay niño que se aventure en ella. Ni perro. Es momento de olvidarse del color y esperar al nuevo día. Durante la noche, el mar tiene otras bondades. Huele y suena. Huele a peces, a algas, a humedad. Las olas en la orilla, más que ir y venir, son un cintillo blanco de espuma que sube y baja sin retirarse apenas. Y suena bajito si no hay viento. Meciendo la noche. Adormilando. Si sopla el levante, el ruido es atronador. No oyes la música, si la tienes en la terraza ni a tu interlocutor, si estás de tertulia. Ruge tan cerca que da la sensación de que las olas van a entrar por la ventana y aunque no hemos llegado nunca a ello, si han entrado hasta la puerta y da algo de angustia verlo. De día es un espectáculo impresionante; de noche, da miedo.

Pero, después de la tempestad, viene la calma. Y por la mañana, con los primeros rayos de sol calentando su superficie, el mar es, de nuevo, un viejo amigo. Antes de que el sol brinque del horizonte al mar, la luz dorada que empieza a iluminar el día, le da al agua el color del cobre pulido entre naranja, rojo y brillante. Cuando ya empieza a subir, va cambiando a plateado y ya cuando brilla en lo más alto, es azul. Azul cobalto brillante. Un espejo perfecto. No puedes mirar de frente porque deslumbra. Hay que esperar a media tarde para que con el sol de espaldas puedas volver a buscarle las corrientes a la bahía. Y puedas volver a buscar los distintos azules que dependen de las algas, la inclinación del sol, la posición que ocupes. ¡Un juego estupendo y muy entretenido!

Supongo que les pasará a todos los mares del mundo, pero yo sólo tengo tiempo para buscarle el diferente tono de azul al mar de la bahía del Hornillo. Que es el sitio -y lo siento por los morbosos- donde quiero que me “enmaren” cuando me muera. Y si a alguno le molesta… ¡que se compre una orquesta!

POLÍTICAMENTE CORRECTO

Hasta ahora se podía hablar mejor o peor. Se podía ser un analfabeto y a nadie le extrañaba que confundiera una palabra con otra o que cambiara los acentos de sitio. La gente con estudios hablaba bien siempre. Ante amigos podían utilizar expresiones más o menos subidas de tono pero sabían que estaban “seguros” y no osaban decir en público nada que fuera una vulgaridad, entre otras cosas porque era una falta de educación, de tacto y de elegancia. Y ¡por supuesto! De respeto. Pero las cosas se decían por su nombre. Y el lenguaje que se utilizaba se impregnaba de las ideas propias de cada uno, de sus convicciones o de sus creencias. Es decir, que si ponías atención a lo que escuchabas podías saber cómo pensaba tu interlocutor, qué tendencias políticas tenía, que religión profesaba, qué artes cultivaba, sin miedo a equivocarte. Era un código y no secreto, sino característico de una clase social, de un estamento político, de una familia.

Hoy en día las cosas han cambiado mucho. Por un lado se ha perdido mucho vocabulario: no leer implica no saber hablar, desconocer palabras, no dominar algunos giros, ignorar la gramática. Y, por otro, ya tampoco está bien visto ir dando pistas sobre las tendencias de cada uno, sobre los gustos particulares o sobre las opiniones más recónditas. Ahora se opina en masa, se piensa como mandan las reglas, se asumen los gustos ajenos y no se discute lo que “se lleva”.

Uno, por ejemplo, puede tener incrustado en el alma un racismo heredado por siglos de educación y convicciones familiares, pero sabe que hoy en día eso está mal visto. Lo ve en la “tele”, lo oye en la radio y lo lee en los periódicos: ya no se llevan los esclavos. Aunque no tenga muy claro el término esclavitud, sabe, sin lugar a dudas, que no se puede tener en casa a un “humano” durmiendo en la cuadra, mal vestido, comiendo sobras y trabajando de sol a sol. Eso no implica, sin embargo, que comprenda que la “chacha” no le puede servir el desayuno, la comida y la cena, todo seguido en el mismo día y durante los siete días de la semana. Una cosa es lo que se piensa y otra lo que se dice.

Y, como le pasa al caballero de este ejemplo, pobre e ignorante alma de Dios, lo mismo sucede con otras muchas cosas que nos rodean y que hasta ahora han tenido un nombre, que, como es lo lógico, era todo lo contundente y claro que suelen ser las palabras. Ya no tiene “esclava o chacha”, tiene una “empleada del hogar”. Y a eso le hemos llamado lenguaje “políticamente correcto”.

Ya en la propia expresión cumplimos con la primera premisa de esta nueva forma de hablar: sustituir un término claro y conciso por, al menos, dos palabras imposibles o por un sustantivo y un adjetivo de curiosa calificación. Así, convertimos nuestro lenguaje “educado” de siempre en “políticamente correcto”. Y tremendamente difuso y vago, aséptico y no comprometido, estúpido y presuntuoso.

En un alarde de valentía ya no tenemos “muertos” en nuestras guerras. Tenemos “daños colaterales”. Y eso que los países tratan de ser “neutrales”, aunque ahora se diga “no beligerantes”. En los “Estados Unidos”, antes “América”, ya no tienen “negros”, sino gente “de color” o “afro americanos”, ni niños “gamberros”, sólo “objetores de la educación”, que no son los mismos de antes, cuando se decía que su mala educación se debía a la “indisciplina”. Ahora se debe a la “conducta disruptiva”.

Hasta ahora, los hombres con “poder económico”, antes “dinero”, podían tener relaciones “sentimentales”, que ya son “de vivencia”, con una “querindonga”, nombre muy feote que ahora se ha pulido y transformado en “pareja de hecho”, hasta que pasaba a ser su mujer. Si se cansaba, tenía autorizada y a pocos les extrañaba que pudiera darle una “paliza”, pero ya que nos hemos civilizado, diríamos que se trata de “violencia de género”, que te marca el cuerpo y el alma de la misma manera, pero suena distinto.

Cuando en nuestro “trabajo”, pomposamente denominado “proceso productivo”, teníamos “problemas“, o “incidentes laborales”, nos podían “despedir“. Pero como eso duele, nos convencen de las bondades de la “pre-jubilación” o nos incluyen en un “expediente de regulación de empleo“. Si teníamos la desgracia de tener un accidente y nos quedábamos “tullidos” nos aguantábamos. Hoy seremos “discapacitados físicos” aunque estaremos igual de “jorobados” o “afectados psíquicamente”, que es mucho más intelectual.

Ya no compramos electrodomésticos “avanzados”,  ahora son de “nueva generación”; ni cogemos una “borrachera”, sino una “intoxicación etílica”; ni nos vamos de “vacaciones”, sino que tenemos “periodos de descanso”; y ya no jugamos a las “cartas” o al “dominó”, sino a los “juegos de mesa”. Tampoco “compramos” prendas u objetos: los “cogemos en la tienda“, olvidando así lo más doloroso del proceso. Pagar.

La lista es infinita y no acabaríamos nunca. Tal vez no nos demos cuenta de este cambio, porque no ponemos atención a lo que oímos y luego lo repetimos sin analizarlo. Pero se ha ido haciendo hueco en nuestras conversaciones y ya no nos fijamos apenas en lo mucho que lo utilizamos, aunque gastemos el doble de palabras para decir lo mismo: de una a dos o tres, diluidas, escurridizas, interpretables…

Y no es una “casualidad” o “hecho aislado”: es parte de esa estrategia que hemos ido creando en nuestros viejos países desarrollados, para no ver nada que pueda emborronar nuestro sueño de lujo, placer y eternidad. De hecho, ya ni “morimos“. Ni siquiera “fallecemos“. Ahora “nos vamos“.

Cualquier invento es bueno para no ver la vida. Es otro paso más en lo que yo llamaría “gastar más en parecer, que en ser”. Antes “aparentar“.