Ayer comí con Ana María Matute.
Yo he leído poco de lo mucho que ella ha escrito, pero es una mujer que siempre me ha atraído mucho. Cuando se habla de ella siempre se comenta la gran imaginación que tiene y la fantasía desbordada, pero “tangible” que tienen sus novelas. Hay muchas historias fantásticas que nos leemos sabiendo que son pura ciencia ficción y hay otras, como los de Matutines, como ella se refiere a sí misma, que acabas por creértelas como si de la realidad más normal se tratara.
Este escaso conocimiento sobre su obra y esta percepción personal de lo leído eran las únicas armas que ayer tenía para defenderme, para hablar, para hacer pasar el rato a la autora entre la hora de comer y la salida del AVE a Sevilla donde había de embarcar.
Esperé en la puerta del hotel Suecia a que volviera de grabar con Fernando Sánchez Dragó uno de sus programas. Cuando llegó el taxi mi primera sorpresa fue la enorme fragilidad de la mujer. La fragilidad física. Está mucho mayor de lo que aparece en las imágenes y fotos. Se ayuda de un bastón para andar, está encorvada y los pasitos que da son mínimos. Me acerqué, me presenté y pregunté si quería subir a la habitación antes de ir a comer. Por evitar que subiera los escalones del portal del hotel. Quería ir a comer.
Instintivamente me cogió del brazo, se apoyó en mí y con los ojillos chispeantes que esconde tras los párpados ya bastante cerrados por el cansancio y las ojeras me pidió que volviera a decirle mi nombre, porque se le olvidan las cosas.
-María de la Serna, Ana María. De la editorial Martínez Roca. Vengo a llevarte a comer y a acompañarte hasta la salida del AVE. Nuestro editor no puede venir porque está en una comida de prensa.
– De la Serna. ¿De Víctor? ¿De Concha?
– Si. Víctor era mi abuelo. Doña Concha, mi bisabuela.
– ¿De Víctor, Alfonso o Jesús?
– De Jesús, Ana María.
– ¡Qué bien! Me gusta mucho tratar con los nietos de mis amigos. De mis admirados escritores de juventud. ¡Qué suerte tengo!
– No. Ana María, ¡la suerte la tengo yo!
– ¡Bah, tonterías! ¡¡¡Yo sólo cuento cuentos!!!
¡Y vaya cuentos que cuenta! Entre Marqués de Casa Riera y Zorrilla –comimos en La Ancha- contó el cuento de un gran erudito y sabio catalán –con cuyo nieto había coincidido en el avión de venida a Madrid- que era muy tacaño. Recibía a sus visitas con una copita de champagne, pero si sabía que el visitante no apreciaba las excelencias de un buen champagne francés, rellenaba la botella con cava.
O el de la niña cursi que estaba en su clase y que no aprobó el examen de ingreso. De ella se acordó hablando de Esperanza Aguirre.
-Era igual que ella: bruta, tonta, ñoña y cursi. ¡Siempre llamando a su papá para que la sacara de apuros y encima, a pesar de ser la única que suspendió el examen de ingreso, su papá le compró una muñeca!
La primera historia es de la esquina de Los Madrazo con Jovellanos. La segunda de la de Jovellanos con Zorrilla. ¡Una cuentista de a cuento por esquina! ¡Y qué esquinas! ¡Y qué cuentistas!
Durante la comida –lentejas para ella, tortilla de almejas para mí y vino de la casa, que ayuda a aclarar la cabeza- hablamos de la educación en general: nos acabábamos de cruzar con los jirones de la manifestación contra la ley de calidad de la enseñanza.
-¡Hacia atrás! Vamos hacia atrás como los cangrejos. Con esta impresentable ministra ignorante y burra vamos a conseguir tener un montón de jóvenes mal educados, desinteresados y con la capacidad de pensar atrofiada. ¡Hemos perdido tanto tiempo y tantos conocimientos en estos últimos años! Y la pena que tengo es, que no sé si voy a ver el resurgir de la cultura. ¡Tengo 77 años y no sé si voy a llegar!
La emoción de la charla, sus recuerdos de la educación republicana, las anécdotas y las ganas con las que suelta un ¡coño! o un ¡puta! Le provocaron un ataque de tos que costó un paquete entero de Kleenex. Se atragantó y no había manera de que aquello saliera adelante. Los comensales de alrededor miraban asustados. Ella pedía perdón a todos, se disculpaba por “vieja y descangallada”. Claro está, que a nadie le pareció que hubiera nada que perdonar y que todos la animaron y felicitaron. ¡Algunos al salir se despidieron y ella les dio dos besos como si cualquier cosa! Luego bajito y por encima de la mesa me preguntó si había dado el espectáculo.
Para postre nos ofreció el chico –conoce a todos los camareros porque va con frecuencia a comer allí- los buñuelos que había hecho su abuelo esa mañana. No los quiso. Yo sí. Ella prefirió una compota de manzana a la que añadieron un chorrito –por ser ella un “chorrazo”- de calvados. Los buñuelos estaban de maravilla. La compota, ni idea. El calvados: “¡excelente!” Fue lo único que se tomó del cuenco.
Salimos despidiéndonos de todos: cocineros, camareros y personal vario. Y en la sala grande de la entrada, se levantó Nuria Espert a abrazarla y José Luis Gómez y Alicia Moreno y si no tiro de ella, allí seguimos. Se levantaba la gente de las otras mesas a saludarla. Y ella venga a dar besos. Yo no quería retrasar la vuelta al hotel, porque quería que durmiera un poco –le encantan las siestas y dormir como un lirón- antes de salir hacia Sevilla y ya había probado lo despacito que anda y las muchas veces que había que pararse para que descansara algo y poder continuar. El día anterior había estado con gripe y no se le había ocurrido nada mejor que meterse una couldina cada 6 horas y eso le había dejado el cuerpo baldado. Le dolía la espalda, aunque ya no moqueaba.
Cuando alcanzamos la calle comenté lo conocida que era entre la gente. No sólo todo el restaurante se había movilizado, sino que, además, por la calle, la gente se volvía, saludaba, se sonreía al vernos pasar lentamente camino del Hotel Suecia. Su explicación tampoco tuvo desperdicio:
– A mí me dice mucha gente que me debían dar el “Cervantes”. Pero no lo quiero. Yo ya tengo muchos premios. Muchos. Para mí, la gente y su reconocimiento son “mis Cervantes”. Eso sí me compensa. Y no tanta tontería y tanto reconocimiento oficial que siempre es falso y político. ¡Anda que no tengo yo peleas con esos carcas de la Academia! ¡Y con los de los premios! Vengo de ser jurado en el premio nacional de literatura juvenil. Todo lo presentado no se podía ni leer. Escrito por meros técnicos: pedagogos y sociólogos y esas cosas de ahora. Pero un cuento es literatura e imaginación. ¡Qué me importa a mí que el niño aprenda a identificar vaca con MUUUU! ¿Lo que tiene que aprender es a soltar la imaginación, a crear con su cabeza, a convertir lo que lee en imágenes!
Esto estando paradas a las puertas del teatro de la Zarzuela. Sujetas del brazo y ella moviendo el bastón amenazando al público teórico al que dirigía sus quejas. Y a los transeúntes de verdad que no estaban en su imaginación, pero sí en la calle Jovellanos. Le tuve que decir que menos bríos con el arma. Se paró y se echó a reír.
-Antes llevaba una muleta. Con la escayola me dijeron que era mejor y la verdad es que yo iba más segura. Pero luego me fijé que la gente de la rehabilitación dejaba poco a poco las muletas e iban con bastón y yo hice lo mismo. Y allí se quedó arrinconada mi amiga la muleta. Y sé que está enfadada conmigo por eso que le hice y me mira triste desde el rincón. Porque me mira y me acusa con la mirada. Creo que debería volver con ella. Además, me sujeta mucho mejor. No es tan elegante como el bastón, pero es mucho más segura. Mi vieja amiga la muleta fea.
De nuevo en la esquina con Los Madrazo un pequeño receso. Hablamos de hijos. Me pregunta si tengo hijos. Le cuento que dos y le digo los años. No me cree. Le digo que me casé joven. Ella también.
-Tuve un hijo, Juan Pablo. Y luego me separé. Y fue muy duro en aquella época. No estaba bien visto que las mujeres hicieran esas cosas. Y después encontré a un hombre maravilloso con quien estuve 28 años. ¿Por qué se tendría que morir? ¡Qué pena más grande que tengo por eso!
Yo no dije nada. Me pareció que se iba a echar a llorar. Rápidamente una pregunta para derivar la conversación.
– ¿Tienes nietos? Tenerte de abuela tiene que ser la mar de divertido.
– ¡Ay! Nada. Mi hijo no quiere. Pero tengo unas sobrinas maravillosas.
– ¿Les cuentas tus cuentos?
– ¡Claro! En cuanto vienen a verme me asedian. Y yo se los cuento, se los escenifico, hago de varios personajes, cambiando la voz, cantando, manteniendo la tensión en los momentos precisos y dosificando silencios e interrogantes para salvar al bueno o acabar con el malo.
¡Salvados! Durante el último tramo de 10 metros hasta la puerta del hotel va explicándome como se cuenta un cuento, cómo se ha perdido la tradición oral, el poco tiempo que los padres dedican a contar cuentos a sus hijos o a disfrutar juntos de historias. El calvados y el Rioja le han dado algo de vidilla, pero está muy cansada. En la recepción cuenta que ha perdido la llave. Me dejan una maestra y subo con ella para asegurarme que se acuesta. Tiene la maleta sin hacer.
-Mira, Ana María, ahora te acuestas y te olvidas de la maleta y dentro de una hora estoy de nuevo aquí y yo te la hago. Luego tomamos un taxi y nos vamos tranquilamente a Atocha.
– ¿Harías eso por mí? En casa me la hace mi nuera, que la hace muy bien, porque yo odio esto de las maletas y llevar tantas cosas dentro por si hacen falta. Eres mi Ángel de la Guardia. Jesusito de mi vida, eres niño como yo… Yo le rezo mucho al Ángel de la Guardia. Creo en él. No en la iglesia católica, apostólica y pamplinas, pero sí en la Virgen María y en Jesús.
Mil besos me dio mientras le quité la chaqueta del traje y los zapatos, retiré la colcha y la dejé en el baño para que se acostara un rato. Mil besos y mil achuchones. Salí acongojadita de allí.
Me fui volada a la oficina a mirar la posibilidad de que en Atocha nos pusieran una silla de ruedas para moverla, porque no veía yo que estuviera en condiciones de andar esa tarde con la paliza que llevaba encima. ¡Menos mal que RENFE funciona! Luego volví a la carrera al hotel. Llamé desde la recepción por si estuviera dormida y subí.
La maleta seguía encima de la cama y aparentemente ella se había echado un rato. Saqué faldas y trajes del armario, doblé blusas, camisón y bata. Guardé los zapatos en bolsas y dejé que ella preparara las cosas de aseo.
-Me llevo estos jaboncitos del hotel para la asistenta. Lola. Me cuidó mucho cuando estuve con la pierna escayolada. Venía a casa y me ayudaba a vestirme y a lavarme y como sé que a ella estas cosas le gustan mucho, se las llevo.
Metimos todo en la maleta: ropa, jaboncitos y Toblerone, porque no quería dejarlo allí, ¡era una pena! Algún niño lo querría. Pedimos un taxi y tras otros miles de besos a todo el personal, gobernantas, recepcionistas, conserjes y camareras nos montamos camino de Atocha. El taxista también la reconoció.
-Es un honor llevarla en mi taxi, señora Matute
-No hijo, no. El honor el mío. ¡¡Encima de que me lleva!!
En Atocha les dejo con su charla mientras voy a por la silla. Un espectáculo verla salir del taxi, con el resto de los colegas del gremio revoloteando a su alrededor mientras se sentaba en la silla, pagaba yo la carrera y me hacía con la maleta. Entramos en procesión: Matutines, la sillita, yo y mi mochila y la maleta, de la que tiraba porque lleva ruedas, como un perrito detrás. Hasta el andén 7. Allí, en teoría, tenía que dejarla en manos de lo que en Iberia sería un “chaqueta roja”, pero yo quería asegurarme. No es que no me fiara, pero prefería verla sentadita en su coche 3, asiento 11B, antes de marcharme. Pedí permiso. Me lo dieron. Y la comitiva se volvió a poner en marcha. La maleta, ahora, en manos de un mozo. Durante el corto trayecto hasta su coche aun cayó otra historia. Nos explicó a todos porque ella se refiere a sí misma como “Matutines”.
-Viene de cuando yo iba al colegio. Era de monjas y además de rezar el rosario, ¡figúrate!, teníamos que recitar las letanías. ¿Sabes lo que son verdad? Pues la primera empieza diciendo “Stella matutina” en latín, claro, que quiere decir, estrella de la mañana y mis compañeras empezaron con la guasa de mirarme cada vez que recitábamos aquello y con “Matutines” me quedé.
¡Sólo faltaron los aplausos!
La dejé sentada en su asiento algo atemorizada por el viaje, pero serena. Me dio mil veces las gracias, me dio mil besos, y me agarró las manos con verdaderas ganas mientras me besaba.
Con todo, lo mejor lo recordé después, ya camino de vuelta rememorando la manera en que me cogió las manos para despedirse. Bajando hacia el hotel, cuando la conversación trataba de hijos, me contó una anécdota increíblemente bonita. Ella se separó de su marido cuando su hijo sólo tenía dos años. No hablaba aun y poco entendía lo que sucedía a su alrededor.
– ¡Pero con él mantuve la conversación más bella y profunda que he tenido nunca con un ser humano! Yo tenía que volcarme en ese niño que no tenía culpa alguna y al que no podía explicarle qué estaba pasando. Y que, sin embargo, sabía que algo había que cambiaba nuestras vidas. Uno de esos días malos, malos, que hay que pasar después, el niño me debió de ver o muy preocupada, o muy triste. Y se me acercó. Y me cogió la mano y me la apretó con sumo cuidado una vez. Yo le devolví el gesto. Y el niño me la apretó dos veces. Y yo le contesté imitando sus dos apretones seguiditos y flojitos. No hizo falta más. Nos entendimos.
A mí me las apretó con mucha ternura y a mí se me iban las lágrimas cuando lo recordaba a la altura del Botánico en pleno Paseo del Prado.
(La foto es de ABC, de un artículo de Vargas Llosa a raíz del fallecimiento de Ana María)