Ana María

  Ayer comí con Ana María Matute.

  Yo he leído poco de lo mucho que ella ha escrito, pero es una mujer que siempre me ha atraído mucho. Cuando se habla de ella siempre se comenta la gran imaginación que tiene y la fantasía desbordada, pero “tangible” que tienen sus novelas. Hay muchas historias fantásticas que nos leemos sabiendo que son pura ciencia ficción y hay otras, como los de Matutines, como ella se refiere a sí misma, que acabas por creértelas como si de la realidad más normal se tratara.
  Este escaso conocimiento sobre su obra y esta percepción personal de lo leído eran las únicas armas que ayer tenía para defenderme, para hablar, para hacer pasar el rato a la autora entre la hora de comer y la salida del AVE a Sevilla donde había de embarcar.
  Esperé en la puerta del hotel Suecia a que volviera de grabar con Fernando Sánchez Dragó uno de sus programas. Cuando llegó el taxi mi primera sorpresa fue la enorme fragilidad de la mujer. La fragilidad física. Está mucho mayor de lo que aparece en las imágenes y fotos. Se ayuda de un bastón para andar, está encorvada y los pasitos que da son mínimos. Me acerqué, me presenté y pregunté si quería subir a la habitación antes de ir a comer. Por evitar que subiera los escalones del portal del hotel. Quería ir a comer.
  Instintivamente me cogió del brazo, se apoyó en mí y con los ojillos chispeantes que esconde tras los párpados ya bastante cerrados por el cansancio y las ojeras me pidió que volviera a decirle mi nombre, porque se le olvidan las cosas.

  -María de la Serna, Ana María. De la editorial Martínez Roca. Vengo a llevarte a comer y a acompañarte hasta la salida del AVE. Nuestro editor no puede venir porque está en una comida de prensa.
  – De la Serna. ¿De Víctor? ¿De Concha?
  – Si. Víctor era mi abuelo. Doña Concha, mi bisabuela.
  – ¿De Víctor, Alfonso o Jesús?
  – De Jesús, Ana María.
  – ¡Qué bien! Me gusta mucho tratar con los nietos de mis amigos. De mis admirados escritores de juventud. ¡Qué suerte tengo!
  – No. Ana María, ¡la suerte la tengo yo!
  – ¡Bah, tonterías! ¡¡¡Yo sólo cuento cuentos!!!

  ¡Y vaya cuentos que cuenta! Entre Marqués de Casa Riera y Zorrilla –comimos en La Ancha- contó el cuento de un gran erudito y sabio catalán –con cuyo nieto había coincidido en el avión de venida a Madrid- que era muy tacaño. Recibía a sus visitas con una copita de champagne, pero si sabía que el visitante no apreciaba las excelencias de un buen champagne francés, rellenaba la botella con cava.
  O el de la niña cursi que estaba en su clase y que no aprobó el examen de ingreso. De ella se acordó hablando de Esperanza Aguirre.

  -Era igual que ella: bruta, tonta, ñoña y cursi. ¡Siempre llamando a su papá para que la sacara de apuros y encima, a pesar de ser la única que suspendió el examen de ingreso, su papá le compró una muñeca!

  La primera historia es de la esquina de Los Madrazo con Jovellanos. La segunda de la de Jovellanos con Zorrilla. ¡Una cuentista de a cuento por esquina! ¡Y qué esquinas! ¡Y qué cuentistas!
Durante la comida –lentejas para ella, tortilla de almejas para mí y vino de la casa, que ayuda a aclarar la cabeza- hablamos de la educación en general: nos acabábamos de cruzar con los jirones de la manifestación contra la ley de calidad de la enseñanza.

  -¡Hacia atrás! Vamos hacia atrás como los cangrejos. Con esta impresentable ministra ignorante y burra vamos a conseguir tener un montón de jóvenes mal educados, desinteresados y con la capacidad de pensar atrofiada. ¡Hemos perdido tanto tiempo y tantos conocimientos en estos últimos años! Y la pena que tengo es, que no sé si voy a ver el resurgir de la cultura. ¡Tengo 77 años y no sé si voy a llegar!

  La emoción de la charla, sus recuerdos de la educación republicana, las anécdotas y las ganas con las que suelta un ¡coño! o un ¡puta! Le provocaron un ataque de tos que costó un paquete entero de Kleenex. Se atragantó y no había manera de que aquello saliera adelante. Los comensales de alrededor miraban asustados. Ella pedía perdón a todos, se disculpaba por “vieja y descangallada”. Claro está, que a nadie le pareció que hubiera nada que perdonar y que todos la animaron y felicitaron. ¡Algunos al salir se despidieron y ella les dio dos besos como si cualquier cosa! Luego bajito y por encima de la mesa me preguntó si había dado el espectáculo.
  Para postre nos ofreció el chico –conoce a todos los camareros porque va con frecuencia a comer allí- los buñuelos que había hecho su abuelo esa mañana. No los quiso. Yo sí. Ella prefirió una compota de manzana a la que añadieron un chorrito –por ser ella un “chorrazo”- de calvados. Los buñuelos estaban de maravilla. La compota, ni idea. El calvados: “¡excelente!” Fue lo único que se tomó del cuenco.
Salimos despidiéndonos de todos: cocineros, camareros y personal vario. Y en la sala grande de la entrada, se levantó Nuria Espert a abrazarla y José Luis Gómez y Alicia Moreno y si no tiro de ella, allí seguimos. Se levantaba la gente de las otras mesas a saludarla. Y ella venga a dar besos. Yo no quería retrasar la vuelta al hotel, porque quería que durmiera un poco –le encantan las siestas y dormir como un lirón- antes de salir hacia Sevilla y ya había probado lo despacito que anda y las muchas veces que había que pararse para que descansara algo y poder continuar. El día anterior había estado con gripe y no se le había ocurrido nada mejor que meterse una couldina cada 6 horas y eso le había dejado el cuerpo baldado. Le dolía la espalda, aunque ya no moqueaba.
  Cuando alcanzamos la calle comenté lo conocida que era entre la gente. No sólo todo el restaurante se había movilizado, sino que, además, por la calle, la gente se volvía, saludaba, se sonreía al vernos pasar lentamente camino del Hotel Suecia. Su explicación tampoco tuvo desperdicio:

  – A mí me dice mucha gente que me debían dar el “Cervantes”. Pero no lo quiero. Yo ya tengo muchos premios. Muchos. Para mí, la gente y su reconocimiento son “mis Cervantes”. Eso sí me compensa. Y no tanta tontería y tanto reconocimiento oficial que siempre es falso y político. ¡Anda que no tengo yo peleas con esos carcas de la Academia! ¡Y con los de los premios! Vengo de ser jurado en el premio nacional de literatura juvenil. Todo lo presentado no se podía ni leer. Escrito por meros técnicos: pedagogos y sociólogos y esas cosas de ahora. Pero un cuento es literatura e imaginación. ¡Qué me importa a mí que el niño aprenda a identificar vaca con MUUUU! ¿Lo que tiene que aprender es a soltar la imaginación, a crear con su cabeza, a convertir lo que lee en imágenes!

  Esto estando paradas a las puertas del teatro de la Zarzuela. Sujetas del brazo y ella moviendo el bastón amenazando al público teórico al que dirigía sus quejas. Y a los transeúntes de verdad que no estaban en su imaginación, pero sí en la calle Jovellanos. Le tuve que decir que menos bríos con el arma. Se paró y se echó a reír.

  -Antes llevaba una muleta. Con la escayola me dijeron que era mejor y la verdad es que yo iba más segura. Pero luego me fijé que la gente de la rehabilitación dejaba poco a poco las muletas e iban con bastón y yo hice lo mismo. Y allí se quedó arrinconada mi amiga la muleta. Y sé que está enfadada conmigo por eso que le hice y me mira triste desde el rincón. Porque me mira y me acusa con la mirada. Creo que debería volver con ella. Además, me sujeta mucho mejor. No es tan elegante como el bastón, pero es mucho más segura. Mi vieja amiga la muleta fea.

   De nuevo en la esquina con Los Madrazo un pequeño receso. Hablamos de hijos. Me pregunta si tengo hijos. Le cuento que dos y le digo los años. No me cree. Le digo que me casé joven. Ella también.

  -Tuve un hijo, Juan Pablo. Y luego me separé. Y fue muy duro en aquella época. No estaba bien visto que las mujeres hicieran esas cosas. Y después encontré a un hombre maravilloso con quien estuve 28 años. ¿Por qué se tendría que morir? ¡Qué pena más grande que tengo por eso!

  Yo no dije nada. Me pareció que se iba a echar a llorar. Rápidamente una pregunta para derivar la conversación.

  – ¿Tienes nietos? Tenerte de abuela tiene que ser la mar de divertido.
  – ¡Ay! Nada. Mi hijo no quiere. Pero tengo unas sobrinas maravillosas.
  – ¿Les cuentas tus cuentos?
  – ¡Claro! En cuanto vienen a verme me asedian. Y yo se los cuento, se los escenifico, hago de varios personajes, cambiando la voz, cantando, manteniendo la tensión en los momentos precisos y dosificando silencios e interrogantes para salvar al bueno o acabar con el malo.

  ¡Salvados! Durante el último tramo de 10 metros hasta la puerta del hotel va explicándome como se cuenta un cuento, cómo se ha perdido la tradición oral, el poco tiempo que los padres dedican a contar cuentos a sus hijos o a disfrutar juntos de historias. El calvados y el Rioja le han dado algo de vidilla, pero está muy cansada. En la recepción cuenta que ha perdido la llave. Me dejan una maestra y subo con ella para asegurarme que se acuesta. Tiene la maleta sin hacer.

  -Mira, Ana María, ahora te acuestas y te olvidas de la maleta y dentro de una hora estoy de nuevo aquí y yo te la hago. Luego tomamos un taxi y nos vamos tranquilamente a Atocha.

  – ¿Harías eso por mí? En casa me la hace mi nuera, que la hace muy bien, porque yo odio esto de las maletas y llevar tantas cosas dentro por si hacen falta. Eres mi Ángel de la Guardia. Jesusito de mi vida, eres niño como yo… Yo le rezo mucho al Ángel de la Guardia. Creo en él. No en la iglesia católica, apostólica y pamplinas, pero sí en la Virgen María y en Jesús.

  Mil besos me dio mientras le quité la chaqueta del traje y los zapatos, retiré la colcha y la dejé en el baño para que se acostara un rato. Mil besos y mil achuchones. Salí acongojadita de allí.

  Me fui volada a la oficina a mirar la posibilidad de que en Atocha nos pusieran una silla de ruedas para moverla, porque no veía yo que estuviera en condiciones de andar esa tarde con la paliza que llevaba encima. ¡Menos mal que RENFE funciona! Luego volví a la carrera al hotel. Llamé desde la recepción por si estuviera dormida y subí.
La maleta seguía encima de la cama y aparentemente ella se había echado un rato. Saqué faldas y trajes del armario, doblé blusas, camisón y bata. Guardé los zapatos en bolsas y dejé que ella preparara las cosas de aseo.

  -Me llevo estos jaboncitos del hotel para la asistenta. Lola. Me cuidó mucho cuando estuve con la pierna escayolada. Venía a casa y me ayudaba a vestirme y a lavarme y como sé que a ella estas cosas le gustan mucho, se las llevo.

  Metimos todo en la maleta: ropa, jaboncitos y Toblerone, porque no quería dejarlo allí, ¡era una pena! Algún niño lo querría. Pedimos un taxi y tras otros miles de besos a todo el personal, gobernantas, recepcionistas, conserjes y camareras nos montamos camino de Atocha. El taxista también la reconoció.

  -Es un honor llevarla en mi taxi, señora Matute
  -No hijo, no. El honor el mío. ¡¡Encima de que me lleva!!

  En Atocha les dejo con su charla mientras voy a por la silla. Un espectáculo verla salir del taxi, con el resto de los colegas del gremio revoloteando a su alrededor mientras se sentaba en la silla, pagaba yo la carrera y me hacía con la maleta. Entramos en procesión: Matutines, la sillita, yo y mi mochila y la maleta, de la que tiraba porque lleva ruedas, como un perrito detrás. Hasta el andén 7. Allí, en teoría, tenía que dejarla en manos de lo que en Iberia sería un “chaqueta roja”, pero yo quería asegurarme. No es que no me fiara, pero prefería verla sentadita en su coche 3, asiento 11B, antes de marcharme. Pedí permiso. Me lo dieron. Y la comitiva se volvió a poner en marcha. La maleta, ahora, en manos de un mozo. Durante el corto trayecto hasta su coche aun cayó otra historia. Nos explicó a todos porque ella se refiere a sí misma como “Matutines”.

  -Viene de cuando yo iba al colegio. Era de monjas y además de rezar el rosario, ¡figúrate!, teníamos que recitar las letanías. ¿Sabes lo que son verdad? Pues la primera empieza diciendo “Stella matutina” en latín, claro, que quiere decir, estrella de la mañana y mis compañeras empezaron con la guasa de mirarme cada vez que recitábamos aquello y con “Matutines” me quedé.

    ¡Sólo faltaron los aplausos!

  La dejé sentada en su asiento algo atemorizada por el viaje, pero serena. Me dio mil veces las gracias, me dio mil besos, y me agarró las manos con verdaderas ganas mientras me besaba.

  Con todo, lo mejor lo recordé después, ya camino de vuelta rememorando la manera en que me cogió las manos para despedirse. Bajando hacia el hotel, cuando la conversación trataba de hijos, me contó una anécdota increíblemente bonita. Ella se separó de su marido cuando su hijo sólo tenía dos años. No hablaba aun y poco entendía lo que sucedía a su alrededor.

  – ¡Pero con él mantuve la conversación más bella y profunda que he tenido nunca con un ser humano! Yo tenía que volcarme en ese niño que no tenía culpa alguna y al que no podía explicarle qué estaba pasando. Y que, sin embargo, sabía que algo había que cambiaba nuestras vidas. Uno de esos días malos, malos, que hay que pasar después, el niño me debió de ver o muy preocupada, o muy triste. Y se me acercó. Y me cogió la mano y me la apretó con sumo cuidado una vez. Yo le devolví el gesto. Y el niño me la apretó dos veces. Y yo le contesté imitando sus dos apretones seguiditos y flojitos. No hizo falta más. Nos entendimos.

  A mí me las apretó con mucha ternura y a mí se me iban las lágrimas cuando lo recordaba a la altura del Botánico en pleno Paseo del Prado.

 

(La foto es de ABC, de un artículo de Vargas Llosa a raíz del fallecimiento de Ana María)

 

 

MANTELES

Durante las vacaciones de verano la gracia de los sábados por la mañana es ir -muy temprano, por el calor- al mercadillo del pueblo.

Un mercadillo, como los de mil pueblos de España pero éste al que yo voy, situado en un lugar de la costa en el mismo límite de las provincias de Almería y Murcia, tiene además ese ambiente festivo de los zocos del norte de África. También está ordenado -si, aunque a primera vista pudiera parecer el gran caos- por secciones.

Las frutas y verduras, repartidas por la plaza central, vienen directamente de las fincas y las huertas de la zona y tienen aún el sabor y el olor original que, ya hace muchos años, hemos perdido en las ciudades: los tomates saben a tomate, las naranjas son naranjas y a los limones no hay quien les hinque el diente de lo ácidos que están.

Los zapatos, las telas y los hilos conforman un segundo grupo de géneros: restos de las fábricas de Elche y Elda y de las fábricas textiles de Cataluña -a donde hay una importante emigración- que se venden a precios de risa. A mí me gusta comprar piezas de muchos metros de tela de buena calidad excedentes de fábricas para grandes almacenes o cadenas de moda y que venden en un puesto -cuatro palos y una lona- un padre refunfuñón y su obediente hijo, a 3 ó 4 euros la pieza. Mi modista -que es un ángel de la aguja- me hace unos trajes de chaqueta que son la envidia de mis compañeras. Así me equipo para el invierno madrileño sin dejarme el sueldo.

La calle que ocupa el “sector textil” es la más larga de todo el recinto. Hay muchos puestos de ropa porque también esta es una región con muchos talleres de confección y mucha mano de obra barata. Allí llevan lo que se va quedando de temporadas anteriores, de manera, que para los que no son unos forofos de la moda “al día”, la posibilidad de llenar el armario a precios “tirados” es increíble. No faltan los tenderetes de cojines para tumbonas y sillas de jardín, las toallas y almohadones, la guata, las “migas” de goma-espuma y los manteles bordados en algún lugar de la China.

En el tramo anterior a la plazuela de las frutas se sitúan los puestos de encurtidos, legumbres a granel, mieles y dulces, frutos secos, hierbas olorosas, especias, huevos y animales vivos -siempre hay conejos, gallinas, caracoles- de manera que, al acercarte allí, y si no estás acostumbrado, el choque oloroso es tremendo. Entre las lonas y piezas de tela, que ponen de un lado a otro de la calle para protegerse del calor y aquellos efluvios atacando la nariz, uno se puede llegar a sentir transportado en el tiempo a algún lugar de Marruecos, Siria o Túnez.

No faltan los one men alone con su motocicleta y su caja de tomates, su cesto de lechugas o la sábana llena de melones y sandías. Un día compré una enorme sandía a uno de estos hombres que me costó a 6 pesetas el kilo y en mi vida había probado nada tan dulce y refrescante como aquella sandía que pesó 10 kilos y no duró ni diez minutos.

Bien, pues una de esas mañanas del mes de julio que paseaba entre cajas de calabacines y sacos de pimientos, oigo una vocecita de niña anunciando su mercancía con ese acento murciano tan cerrado y tan típico:

¡Mantéeele! ¡Mantéeele! ¡A cuatrosienta peséeeta, mantéeele!

Me giré y vi una niña menuda, morena, gritando a pleno pulmón las excelencias de los manteles que tenía sobre un trapo grande en el suelo delante de sus diminutos pies. Me acerqué con cierta mezcla de curiosidad, sensibilidad e irritación.

– Yo quiero uno de esos manteles. ¿Cuál te parece a ti que es el más bonito?, le pregunté.

La niña no me contestó. Me miraba, pero no acertaba a decirme nada. Calculé que tendría unos 4 ó 5 años. No más. De cerca parecía aún más diminuta.

– ¿Me llevo el de las flores azules o el de las fresas rojas? Le pregunté poniéndome en cuclillas a su lado para que le resultara más fácil mirarme.

¡Vaaamo nena, contéeetale a la señora!, oigo de repente.

Y al ponerme de pie veo un hombre grande y moreno, vestido de negro y con los mismos ojos que la chiquilla detrás de ella. Su padre, estaba claro, me dije yo.

– Me quiero llevar un mantel de los que vende la niña con tanta maña, le digo.

Si, señora, ya miiimmo, ¡famo nena, dale un mantel aquí a la señora!

La niñita se agachó, cogió el de las flores azules, me lo dio y luego me tendió la mano abierta con la palma hacia arriba. Puse una moneda de 500 pesetas en su manita. No recogí la vuelta. Le di las gracias, puse una sonrisa rara y me di la vuelta.

Según me giré, oí de nuevo la voz del padre, esta vez dirigiéndose a la mujer que había estado a escasos metros de nosotros sin dejar de quitarnos el ojo durante toda la operación.

-¿Há víitto, mujé? Y tú que no quería. La zagala ya ha aprendío a ganá dinero para su pápa. ¡Y eso que sólo tié tré año! Ya veraá, ya, cuando sea mayó.

Volví la vista hacia aquella mujer -morena, joven, enlutada y con un pañuelo negro a la cabeza- y su mirada se cruzó con la mía. No sabría decir si era de orgullo por la habilidad de su retoño; por la alegría del padre de la criatura o si tenía un halo de duda en lo profundo de sus ojos negro.

Yo tengo claro que hubiera querido que mi hija eso no lo aprendiera. Y que cuando fuera mayó no tuviera que vender manteles. Preferiría que los diseñara, gestionara una fábrica textil, asesorara en su exportación …..

DE MISA


Hija, ¿me acompañas a misa?

Yo no soy de misas, pero me lo pide mi madre esperando el si y, al fin y al cabo, es verano, estamos de vacaciones, no es cuestión de dejar que vaya sola y además, ¡siempre habrá en la iglesia algo con lo que ocupar mi natural inclinación a la curiosidad!
-Bueno, ¿dónde vamos? No será aquí. Siempre protestas de lo pesado y regañón que es el párroco.
-No, voy a Mazcuerras. Es una misa por los muertos familiares.
-¡Uy, qué yuyu! ¡Menos mal que tu no creías en eso!
-Me voy haciendo mayor, hija y me sale la beatería de las monjas que me educaron de alguna parte del hígado.
-Será eso.

Ontoria y Mazcuerras están una frente a la otra separadas por el Saja. Hay que salir a la carretera general y cruzarlo por el puente frente al Santuario de Virgen de la Peña. Luego, dejando a la izquierda la carretera de Íbio, se coge la que une Virgen con Mazcuerras y Cos y sale a la Hoz de Santa Lucía, de nuevo en un puente que cruza el río.
Aparcamos en la misma puerta de la iglesia muy mal situada justo en una curva y sin apenas acera o terreno delante.

-¡Un poco más y entramos en coche hasta dentro!
-Aquí aparca así todo el mundo, hija. No pasa nada.
“Todo el mundo” resultan ser un puñadito de personas. Quitando a una familia con cuatro hijos pequeños y un chico joven que está en la primera fila, el resto parecen mujerucas del pueblo de mediana edad o de edad indefinida, que es la que va desde los 35 a los 70 para que cada cual pueda ponerse la que mejor le parezca.

Ya ha comenzado la misa, supongo, porque el cura está hablando. Pongo atención para ver si hemos llegado muy tarde o acaba de empezar. Juraría haber oído que Don Gabriel es muy puntual y que “despacha” la misa en veinte minutos. Sentado en el lado del evangelio, el cura emite un sonido monótono, sin apenas altos ni bajos y similar a una letanía, que contestan las mujeres de igual forma y manera, aunque a ellas consigo entenderlas mejor.
-SSantaMaríamadredeDios…
-DiostesalveMariallenaeresdegracia…
Están rezando el rosario. ¿Cuánto hace que no oía rezar un rosario? ¿Pero lo he oído alguna vez? Sé lo que es un rosario, sé como se reza, sé qué se reza, sé que lo rezan las mujeres en mi pueblo algunas tardes, sé muchas cosas sobre el rosario, incluso que en alemán se dice Rosenkranz, ¡pero es la primera vez que lo oigo rezar en mi vida! Es la primera vez que entro en
una iglesia y me quedo sentada a esperar que lo acaben.

-Madrecastísima, Madreinmaculada…- continúa don Gabriel con su voz monocorde, sin apenas abrir los labios y sin expresión alguna en la cara. Parece haberse quedado parado en el tiempo y en el espacio.
-Ruega por nosotros Santa Madre de Dios….,-contestan las feligresas, subiendo un poco el tono, pero tan paradas en otro mundo o en otro estado como don Gabriel.
¿Tendrá el rosario un efecto hipnótico? Pues, seguro que si. El sonido siempre igual, las palabras repetidas hasta la saciedad sin ser pensadas, ni vividas, ni analizadas y la paralización, como de estatuas tocadas por un rayo misterioso, hacen que el murmullo sirva de péndulo hipnótico. Caen todos en un letargo y son presas de las palabras del oficiante. Haría con todas estas mujeres lo que quisiera. Las tiene en su mano, cautivas de mente y espíritu. ¡Veinte siglos de historia de la iglesia resumidas en un rosario escuchado por primera vez en la iglesia de Mazcuerras un verano del siglo XXI! ¡Y yo quería perdérmelo!

Después del amén final empieza la misa. Todo seguido. Son las doce en punto y hay muchas parroquias con una docena de mujeres en cada una de ellas a las que atender espiritualmente. Y ya casi no hay curas. Faltan vocaciones. No me extraña un pelo. Con lo que va aprendiendo el hombre moderno no es fácil entrar en un seminario. Tampoco en una iglesia.
El tono se ha aligerado un poco y las mujerucas fuera del trance ya, contestan con voz cantarina a los requerimientos del cura. El ambiente ha dejado de ser espeso.

En la pared de detrás del altar no hay retablo. Deben de haberlo quitado por viejo o robado por rico. En su lugar alguien ha pintado todo el gran lienzo. Fondo azul celeste. Un Cristo crucificado en el centro, la Virgen y los santos alrededor y arriba, en un cielo lleno de ángeles rubitos y con alas, espera Dios Padre.
Me llama la atención lo vivo de los colores antes que la forma de las figuras y en cuanto me fijo más comprendo por qué. ¡Creo que el pintor ha hecho una recreación de la obra del Greco!
No le pongo nombre al Cristo crucificado, no recuerdo cuadro alguno del Greco con una figura central similar a la que está pintada allí, aunque la colocación de los personajes principales sea igual a la de la “Crucifixión” del Museo del Prado. Este Cristo de Mazcuerras tiene la barba mucho más larga y está mucho más escuálido. Pero sí, hay otras muchas figuras que son copia, un tanto sui generis, de otras del famoso pintor.
La Virgen a los pies de la cruz está envuelta en un manto rosa y azul y tiene la misma expresión que la “Inmaculada Concepción” con los ojos mirando hacia arriba. O el mismo color cetrino, e iluminado desde abajo, de la Virgen de la “Adoración de los pastores”, en rosa y azul. O la de la “Coronación”, que también mira al cielo y está envuelta en los dos colores de siempre. Incluso a la Virgen de la “Sagrada Familia con Santa Ana” o la de “Pentecostés”, que mira arrebolada a la paloma sobre sus cabezas. También me recuerda a la “Verónica”, pero no en azul y oro. En rosa y azul.
A la derecha de la cruz una figura de túnica amarilla y azul eléctrico es similar a uno de los apóstoles, creo que a Santiago el Menor. Ese contraste de colores, lo vivos que son, en túnicas que parecen de papel de seda o de tafetanes tiesos haciendo pliegues enormes, remarcados con el blanco estratégicamente colocado, son del Greco. Algunos santos que están alrededor de las figuras centrales podían ser San Pedro con su capa color mostaza y un pico de túnica azul asomando por el hombro derecho; o San Andrés, de verde casi fluorescente; o San Juan con su túnica color carmín.
Los ángeles que esperan en el cielo, sin cuerpo, pero con alas y la cabeza llena de tirabuzones y rizos rubios, son los niños Jesús en brazos de su madre de cualquiera de los mil cuadros en los que el Greco representó a la Virgen y al Niño y están dispuestos en cascadas y semicírculos parecidos a los de las “Anunciaciones”, los “Bautismos”, las “Inmaculadas” o el propio “Entierro del Conde de Orgaz”.
¡El entierro! La verdad es que el cuadro tiene un aire al famoso cuadro de Santo Tomé. Busco a San Francisco, al fraile. Es una figura que conozco muy bien. Mi padre posó vestido de túnica para una recreación de esta obra. Y sí, allí está. No está de lado, ni tiene los ojos bajos, pero es un típico San Francisco con su hábito, su capucha y su cintura ceñida con un cordel de nudos; abajo a la derecha.

Me da la risa.
-¡Niña! ¡Calla, por Dios!…. ¡Te va a dar por reír ahora que acaban de decir que la misa es por nuestra familia!
-Es que miraba las figuras y pensaba…
-Si, algunas las han donado tus tías.
-No, mamá, me refiero…..
-¿Te sabes la historia, no? Pues no. No sé qué historia es esa de las figuras que han donado mis tías, pero no me deja explicar que no me refiero a las imágenes, que también hay repartidas por el recinto, sino a las que están pintadas en el “fresco” que sustituye al retablo. Me esperaré a  que acabe la misa para enterarme. No es momento: el cura entona el “santo, santo, santo” y las voces de las mujeres de la fila de atrás entran a coro elevando su cántico al cielo y poniendo toda la pasión necesaria en cada nota para que parezca que allí está reunido el “Orfeón Donostiarra”. Transfiguradas.
Antes de acabar, don Gabriel, como si de una oración se tratara, pide a las mujeres su colaboración para limpiar y preparar la capilla de San Roque, fiesta que se celebra dentro de una semana. Ni mueve la boca para hablar, ni cambia de tono para dirigirse a la feligresía. Está habituado a las letanías.
A la salida, protestan. Yo suponía que saldrían reconfortadas todas, pero lo hacen quejándose de lo mucho que les hace trabajar don Gabriel. Se forma un corrillo a la puerta de la iglesia. Todas comentan los “mandaos” del cura y se reparten la faena.
-¡Se pasa el día pidiendo!
-¡Le ha hecho la boca un fraile!

Mi madre se ha quedado dentro para agradecer y pagar la misa. Aprovecho y me despido con la disculpa de ir en su busca. Quiero entrar de nuevo y ver las imágenes de la iglesia. Hay una “Dolorosa” en un altar de la nave central y una “Inmaculada Concepción” en el transverso.
-¿Qué es eso de las imágenes de las tías? Yo no me sé ese cuento, -le pregunto cuando sale de la sacristía.
Me coge del brazo y me lleva ante la “Dolorosa”.
-Esta, aunque lo parece, no es una “Dolorosa” de verdad. Era una “santa algo” que tenía tu tía Carmen en casa y que donó a la parroquia porque necesitaban una “Dolorosa” y no había fondos para comprar imágenes.
-Una santa qué, porque así con la toca negra y asomando sólo la nariz….
-Una santa Procopia
-¿Procopia?
-O Proserpina
-¿Proserpina? Ese es nombre de embalse. ¿Estás segura?
-Pues será Santa Prostituta.
-¡Mamá! ¿Cómo va a ser Santa Prostituta? ¿Tú te das cuenta de lo que estás diciendo? ¡Que te cargas las bases de un plumazo: santa y prostituta! Bastante tuvieron con elevar a María Magdalena a la categoría de persona…
-¡Ay, hija! Ya sabes tú que yo con los nombres no doy una y los confundo todos. -Si, pero una cosa es una cosa y otra, santa prostituta. En fin, ya averiguaremos qué santa donó su cuerpo a la parroquia para ser investida con la gloria del hábito negro. Por una buena obra, ¡cualquier cosa! ¿Y qué más?
Nos acercamos riéndonos a la “Inmaculada Concepción”.
-¿Esta tampoco es lo que debiera ser? Mira que de Santa Prostituta a la “Inmaculada Concepción” hay algo más que una diferencia de nombres.
-No, no. Ésta fue siempre una “Inmaculada”. La donó tu tía Josefina…
-¡Ufff, menos mal! Se estaba poniendo la historia un poco rechuflona.
-Si, pues calla que esto no acaba aquí.
-¿Noooo?
-No. A esta pobre Virgen, como estaba poco lucida y algo viejuca, para que tuviera buen aspecto cuando la colocaran aquí, le pusieron un vestido de noche que tenían tus tías en casa…
-¡Y sería de Christian Dior! ¿O era Chanel?
-No sé qué sería, pero estaba muy guapa y elegante y cumplió su función.
-¡Eso, desde luego! Seguro que no hay en toda la provincia Virgen mejor vestida. A ver de cuantas se puede decir que lleven trajes de noche de alta costura. ¡Y sería mucho más bonito que el que lleva ahora!
-¡Hombre! ¡Dónde va a parar! Ni comparación. Este trapillo azul de forro de falda con ribetito de “gogrén” dorado es la mar de pobretón al lado del otro.

Mondadas de la risa salimos de la iglesia. ¡Qué cosas donaban las tías! Y qué contentas están todas las feligresas con su Santa Prostituta vestida de negro y su Inmaculada de Dior.
-Pues creo que todavía hay una más.
-¿Una Barbie vestida de San Gabriel?
-No. ¡Un “San Maximino” vestido de San Roque! En cuanto lleguemos a casa le pregunto a la tía Carmen. Y no te rías, que no es broma.
-Anda vamos a casa, que entre El Greco, Don Gabriel, el rosario y Santa Prostituta, más que venir a misa he venido a un parque temático.

Por la noche llamamos a la tía Carmen para preguntarle por San Maximino y su trabajo de suplente.
-Si, hijuca, si. Las figuras salieron de esta casa, pero de santos, nada de nada. Eran dos figuras de madera que teníamos en el desván de casa y a las que pusimos el nombre de Maximino y Melania. De niños nos daban un miedo espantoso y lo pasábamos fatal cuando nuestros padres nos castigaban y nos encerraban en el desván. ¡Había que vérselas toda la tarde con la pareja que reposaba de pie contra una pared! Tu tío Gonzalo lloraba y berreaba como un berraco cuando le mandaban escaleras arriba a hacerles compañía toda la tarde.
-¿Qué no eran figuras de santos? ¿Y entonces?
-No, no, de santos no tenían ni un pelo. Eran dos maniquíes de madera, con cuerpo y todo, que no es trapo lo que esconden la toca y la túnica. Y nos vinieron de perlas cuando se arregló la iglesia. Todos teníamos que participar con lo que pudiéramos y nosotros no podíamos negarnos.
Pero en casa no había dinero para nada y menos para santos, que costaban por aquel entonces, un riñón. Y se nos ocurrió, que Melania, que tenía un gestito de dolor podía hacer a la perfección las veces de “Dolorosa”. Maximino, hombre al fin y al cabo, valía para encarnar a cualquier santo
varón y lo que necesitábamos era un “San Roque” para la capilla. Ya sabes, hija, la veneración por él que tenemos en el Valle. Así que le vestimos del santo y allí sigue, tan bien, cumpliendo con mucha dignidad su misión apostólica.
-¡Pues tal y como sois todos en casa, me imagino las cuchufletas con este asunto!
-¡Ay, si! Cada vez que íbamos, de niños, a la iglesia y veíamos a las mujeres y al cura y a todo el que pasaba por delante santiguarse ante los monigotes de casa, nos daba un ataque de risa. Y ya ni te cuento, lo de ponerles velas y rezar… ¡con el miedo que les habíamos tenido! Era tremendo.
-¡De monigotes a santos! ¡Vaya cuento tan increíble el de Maximino y Melania! ¡Y vaya nombres para nuestro “San” Maximino y nuestra “Santa Prostituta”!
-No tanto, sobrina, no tanto: ¡cómo la de “Lo que el viento se llevó”!
Cierto, si. Nunca mejor dicho.

el Saja

UNA CASA, UN UNIVERSO

La primera vez que veraneamos en Águilas fue en el verano de 1962. Mis padres buscaron un sitio en el Mediterráneo donde el sol y el mar aliviaran en lo posible el “reuma al corazón” que tenía mi hermana Victoria. Una dolencia que se curaba con descanso y buen clima. No servía la familiar brisa norteña tan conocida por ser fría y desapacible más de lo que uno quisiera en verano. Allí la niña se podía poner peor y además no era cosa de seguir dando la lata todos los veranos a mi tía que nos acogía en su casa de Laredo.
Pero el desconocimiento de la costa mediterránea hizo que hubiera que
preguntar y buscar entre los amigos y compañeros de redacción quien pudiera dar cuenta y fe de lugares de costa que cumplieran con las condiciones necesarias. Fue Bustillo, vendedor de libros -al que llamábamos “Bustillo, el de los librillos”- de aquellos de maletín en mano y cómodos plazos, quien puso a mis padres sobre la pista. Y con su ayuda alquilamos una casita, “la de la Sergia”, delante de la playa, a la que llegamos tras casi dos días de viaje, metidos en un “600”, los niños, la tata y los padres. El equipaje, incluida la ropa de casa y los enseres más necesarios, viajaban en un baúl en un tren que llegó un par de días antes que nosotros. Pasamos en aquella casa dos veranos y otros dos en otra que alquilábamos en la colonia de ferroviarios, al lado de la familia Molina, que se pasaba las noches cantando y tocando las palmas.
En esos cuatro años de alquiler, la colonia de periodistas madrileños arrastrados hasta allí creció y espoleados por el júbilo de su descubrimiento, acabaron formando un grupo de cuatro amigos que procuraban escoger el mismo mes de vacaciones para pasarlo juntos en las playas de Águilas. Como lo pasaban tan bien, se llevaban tan estupendamente con todo el mundo y atraían a tanta gente por su
profesión y lo conocido de sus labores, el alcalde de aquellos años les propuso venderles un terreno hacia el norte de la localidad en la costa -entonces no ni era playa- para que se construyeran una casa.
Y les pareció buena idea. Significaría que podrían ahorrarse un dinero
construyendo a la vez y se beneficiarían los cuatro del buen precio del suelo. Reunidos en cónclave, aceptaron y le pusieron nombre al proyecto: “Las cuatro Plumas”. En honor de la película de igual nombre, aunque referido a la pluma de escribir, que era la herramienta de trabajo de los cuatro: los periodistas Salvador Jiménez, Miguel Ors, Miguel Pérez-Calderón y Jesús de la Serna.
Un día del verano de 1965 nos acercamos en coche -estaba un poco lejos para ir andando, sobre todo por el calor- hasta la playa del Hornillo para conocer el terreno propuesto. Saliendo del pueblo por el paseo de Parra hacia el norte, dejando la playa de las Delicias a la derecha, se mete uno hacia el interior por una rambla seca y árida, cruzada por un puente de hierro para el ferrocarril. Se gira hacia la derecha y por otra rambla se baja hasta el mar. La playa era diminuta: justo el ancho de la rambla, de arena entre amarilla oscura y parda y el agua cristalina y azul. Delante se abre una bahía increíble. Hacia la izquierda, toda ella rodeada de montañas cubiertas de esparto y matas de alcaparras que acaba, al cerrarse, en otra playa de finísima arena amarilla, un estrecho brazo de mar, siempre con olas espumosas y una isla. La isla del Fraile. Hacia la derecha, un largo
embarcadero de hierro sobre una lengua de piedra, que servía para cargar mineral en los barcos, desde los trenes que llegaban hasta allí desde el interior de la provincia, cierra la bahía. Se construyó el mismo año que la torre Eiffel y en su estructura recuerda mucho a la torre de París: piezas de hierro sujetas con clavos de cabeza ancha a traviesas y vigas. Salvador decía que era “como si se hubiera tumbado la Torre Eiffel en la Bahía del Hornillo a contemplar el mar”.
A la izquierda de la rambla un otero acababa en el mar. Aquí los oteros se
llaman cabezos. Y en la cima del cabezo, un hombre de piel morena y curtida por el sol, tocado con un sombrero de paja, sin más ropa que un pantalón remangado y unas alpargatas, quitaba piedras con un pico y las echaba en un cesto de esparto. Sería lo primero que conoceríamos de la nueva casa, que tardó un año en hacerse. Una casa grande, en dos alturas, metida en la roca en dos escalones, cada una de ellos con dos viviendas independientes. Una escalera central separa las de la izquierda de las de la derecha. Y en cada una de ellas, una terraza mira al mar. Desde las de arriba, el doble de anchas que las de abajo, se ve el agua, no la arena,
que queda atrapada, ópticamente, debajo de los voladizos de las terrazas de
abajo. El tejado plano, con cornisas voladas. La puerta de acceso, directamente en la playa. Antes de empezar a subir, unas duchas a cada lado, ayudan a llegar a las casas sin la arena de la playa pegada a los pies. Alrededor, nada de nada. Delante solo el mar y en el centro de la bahía, la isla del Fraile. Sin duda, el paraíso.

El primer verano común, fue el del 66. Las casas casi estaban terminadas, pero aun se daban los últimos toques dentro. Unos comían con los pintores dando brochazos, otros no tenían terminada la barandilla de la terraza, pero ya, desde ese mes, colgando sobre el primer tramo de escalera entre las casas y sujeto a las terrazas de arriba, no faltó el letrero con el nombre: “Las cuatro Plumas”.
Los cuatro plumillas se habían reunido para crear toda la parafernalia que exigía una aventura como aquella: se iban a quedar sin vacaciones un par de años para poder pagarla, pero no había de faltar papel con el logotipo de la casa, original diseño de Miguel Pérez Calderón; cerillas; ceniceros, barquitos metidos en botellas, ni condecoraciones, que dieran fe de lo feliz que les hacía el proyecto. Crearon la “Orden Marítimo Informativa de las Cuatro Plumas”, con un medallón enorme que se llevaba colgando de una cadena gorda y pesada y un diploma acreditativo, que firmaban los cuatro: el Gran Portaestandarte, El Gran Pluscuamperfeto, El Gran Comendador y el Gran Tesorero -se alternaban en los cargos- y que se otorgaba anualmente en una cena a aquellas personas que hubieran acreditado grandes servicios a la comunidad: al alcalde, al médico, al dentista…
Aquellos primeros veranos no teníamos muebles y cada familia se las ingeniaba para cubrir las desnudeces caseras de la mejor manera posible. Elena, la mujer de Salvador hacía lámparas con tazones de cerámica de Lorca para gazpacho y tablitas de madera de las cajas de fruta; y mesillas de noche con ladrillos barnizados. Nosotros teníamos una caja de la televisión haciendo las veces de mesa de comedor y unas jarapas cubriendo el vano de lo que iba a ser una puerta corredera que separaría el dormitorio principal del salón. Y cientos de cojines de colores por las colchonetas sobre madera y cajas que eran los sillones. Abajo, los Ors, enseguida tuvieron el aparador castellano, la mesa de comedor con las sillas de cuero duro y el espejo con marco de metal tan elegante de la época. Los Pérez Calderón aposentaron a la abuela en lo que llamábamos el cuarto de los muertos,
porque los muebles –cama con cabecero que incluía mesillas y coqueta con
banqueta- eran de color claro, con un ribete negro, que nos recordaba a las
esquelas del ABC.
La casa siempre estaba llena de niños. En su mejor momento sumamos diez y ocho, sin contar a Itziar, mi hermana menor, que aun tardaría muchos años en nacer: siempre había alguna mujer embarazada.

También tuvimos perros. Primero los Jiménez –“Peter”, un spincher- luego los De la Serna –“Rhin”, mezcla de alsaciano y pastor alemán- y luego los Ors –“Gus”, un bobtail-. Además hubo canarios, conejitos de Indias, tortugas y hamsters en todas las casas.
La vida se hacía en comunidad, aunque manteniendo un pelín de cuidado sobre todo a la hora de la siesta. Pero eso era cosa de mayores. Los niños, después de comer, recibíamos la orden de cerrar la puerta -desde fuera-, y nos pasábamos la tarde en la “pimponera” –sala de máquinas de la piscina de unos vecinos, donde instalaron una mesa de ping-pong-, en los cabezos, en las ramblas y en la playa, aunque sin bañarnos porque “no eran horas”. Todos los años alguno se traía un amigo: los tuvimos de varias nacionalidades. Alemanes, suizos, franceses. También
pasó por aquí una cohorte de profesoras, tatas, au-pairs y demás ayudantías. Cuando no eran las matemáticas, era el latín, y sino el alemán, el francés o las labores. Los niños recogíamos calabazas todos los años.
Los padres se traían también a sus amigos. Hay un libro de firmas que se daba al ilustre visitante para que quedara constancia de su paso por esta comunidad: periodistas, escritores, políticos, hombre de negocios, banqueros, “misses”, actrices y actores. Era una constante juerga. Los niños solíamos preparar actos y festejos para agasajarles, pero como no siempre nos dejaban darles “esa alegría”, los acabamos organizando igual pero para las familias. Cada vez en una terraza distinta, para no dar la guerra siempre en el mismo sitio. Los favoritos eran los bailes y el teatro. Pero también hicimos una película –“Las 400 Plumas”- a las órdenes de Paco Rabal y su hijo Benito, y participamos, como equipo en todos los concursos de natación de las urbanizaciones, que fueron cercándonos atraídos, efectivamente, por nuestra casa y en las “gymkhanas” de coches. Aquí la conductora era mi madre, siempre una intrépida al volante de su “4 latas”. Se llegó incluso a organizar un concurso de novela, el Premio Águilas, que
adquirió un cierto renombre, con su gala de entrega de premios y sus escritores del momento rondando por las playas. En una de las galas, cantó Julio Iglesias, que vino a bañarse al Hornillo y se marchó muy enfadado porque las murcianas no se le tiraban encima pidiendo autógrafos.

Aquellos primeros años fueron maravillosos. Luego el tiempo nos fue
separando a todos y las cosas ya no pueden ser como antes, pero todos
guardamos en nuestros corazones esos años de compañerismo y aventuras, de primeros amores y guateques y aunque pasamos una época en que nos alejamos de allí, hoy no hay verano en que no estemos alguno o varios de “los niños de la casa” con nuestras familias, pretendiendo que nuestros hijos hagan lo que hacíamos nosotros, enseñándoles fotos y contando las mismas historias. Lo mismo les pasa a los mayores. En este proyecto quemaron algunos años de sus vidas y cuando se ven allí o se juntan en Madrid, recuerdan con cariño aquella época, aunque no puedan evitar el sabor agridulce que la aventura les dejó.
La casa ya no está sola en mitad de la rambla. Alrededor ha crecido una
urbanización gigantesca. En los cabezos que entonces nos rodeaban, hay hoy cientos de casas blancas en escalera hacia la playa y de los acantilados de la bahía cuelgan edificios como racimos de uvas. Ya no quedan sin construir más que unos metros de costa de la bahía hasta la playa del Cigarro. ¡Pero será por poco tiempo!
El embarcadero sirvió de plataforma para dar de comer a los peces de la
piscifactoría que montaron al final del espigón y que ensuciaba las aguas azules de la bahía con la grasilla inmunda del pienso. Y hoy languidece en espera de algún alma cándida que financie su muy necesaria restauración. El puente por el que cruzaban los trenes del interior hacia el barco carguero que les esperaba, parece estar a punto de caerse en cualquier momento. La rambla por la que se accedía a la playa es una carretera asfaltada con casas a derecha y a izquierda. En el descampado en el que jugábamos al fútbol han hecho un aparcamiento y han puesto un multicine con ocho salas y un gran centro comercial. La casa de la tía María,
que junto a la del coronel, eran las dos únicas construcciones anteriores a la
nuestra, desaparecieron muy poco tiempo después: eran terrenos urbanizables muy golosos. Se acabó robarle los higos a la buena mujer, que nos perseguía con una escopeta de perdigones de sal…¡si nos llega a dar!
Pero desde la terraza se sigue viendo sólo el mar, porque los voladizos de abajo nos tapan la arena. Y por las noches aun podemos sentamos a ver salir la luna, sin nada delante que nos impida ver el enorme círculo naranja cuando está llena, subiendo despacito desde detrás de la isla del Fraile. Y esa es una experiencia que ni los mayores ni los pequeños podremos olvidar en nuestras vidas.

El club

EL CLUB

Hace unos meses me choqué en un supermercado con un carrito de la compra conducido por una antigua compañera de colegio. Los segundos posteriores a la colisión fueron de sorpresa y de las exclamaciones típicas de estos encuentros fortuitos: ¿qué haces aquí? ¡Qué casualidad! o ¡Cuánto tiempo hace! Casi no nos habíamos vuelto a ver desde que dejamos el colegio hacía más de 40 años.

Las primeras preguntas nos devolvían a la infancia. El colegio, los patios, las fiestas. ¿Has vuelto a ver a Fulano? ¿Qué pasó con Mengano? ¿Acabó casándose éste con aquélla? Al cabo de un rato charlábamos como si no hiciera más que un verano que hubiésemos dejado las clases y estuviéramos a punto de empezar curso nuevo en septiembre. Y como pasa en muchos de estos tropiezos, acabamos quedando para tomar un café. Cada una de nosotras se comprometió a tratar de convocar al mayor número posible de antiguas compañeras, tirando del hilo que te une, en la mayoría de los casos y como mucho, con uno o dos compañeros de colegio.

En efecto, una semana después, puro manojo de sentimiento y emociones encontradas, me encaminé a la cafetería donde habíamos convenido vernos. Quería llegar pronto para no perderme la “entrada” de las convocadas, pero fui poco original en mi curiosidad, porque cuando llegué ya había tres o cuatro mujeres sentadas a la mesa.

¡Lo que hacen 40 años! Y eso que, por el momento, sólo se podía catalogar lo meramente físico. ¡Están hechas unas “señoronas”! me dije yo, y, automáticamente, pensé ¡yo debo de estar igual! (aunque no me lo creyera). Todas nos habíamos esmerado en el atuendo, todas habíamos estado en la peluquería, todas nos habíamos maquillado con esmero. Yo lo había hecho, eso era seguro, y a tenor de lo visto, y aunque no quisieran –no quisiéramos reconocerlo- lo habíamos hecho todas.

Poco a poco fueron llegando las convocadas y al rato cotorreábamos sobre nosotras y nuestras circunstancias, contando chismes y disfrutando de unos años, que aunque perdidos, parecían volver a nosotras con la misma fuerza de entonces.

Yo, que no puedo parar de intentar buscarle los tres pies al gato, decidí ponerme a buscar el lazo que nos unía después de tanto tiempo, o el lugar común de tantas mujeres, o un algo que a todas nos afectara, porque me parecía increíble que tantas vidas distintas pudieran sentarse alrededor de una mesa y charlar durante horas de tantas y tantas cosas como si aquello lo hicieran todas las semanas. Así que, empecé por lo obvio: nuestro estado, nuestra profesión, nuestros hijos, nuestros maridos.

Mayoritariamente casadas. Nueve contra una. De las “parejitas” que se juntaron durante los años escolares –el nuestro era un colegio mixto y extranjero- no quedaba ni rastro, a pesar de que algunas de nosotras habíamos protagonizado sonados romances, sobre todo en los últimos cursos, con nuestros compañeros de clase o de colegio. Todas lo recordábamos con cariño y mucha ternura -¡nuestros primeros “novios”!- pero habíamos encontrado nuestras parejas actuales en otros sitios. ¡El haber visto a “los chicos” en pantalones cortos y con las rodillas sucias parece que no infundiera confianza suficiente para establecer relaciones sólidas y de futuro! Así, que muchas se habían casado con compañeros de facultad.

La gran mayoría había acabado sus estudios universitarios y ejercía su profesión. Algunas habían colgado el título -en la cocina, comentó una- y se dedicaba a “su hogar”. Las que no habían hecho carrera alguna, -cosa nada infrecuente hace 40 años- también trabajaban, porque aunque entonces aún se podía vivir de un sueldo –es decir, de un marido- hoy ya no era posible. Ninguna era exclusivamente “florero” y ninguna era ministro de nada.

Todas, salvo la soltera, teníamos hijos. Eso sí, la edad en la que los tuvimos variaba mucho: las que habían profundizado en sus profesiones, viajando y estudiando por el extranjero, eran las más tardías; las que nos habíamos conformado con lo puesto, las más tempranas.

¿Sería posible, visto lo visto, que la simple convivencia –llamarlo amistad me parece excesivo- de un montón de niños durante los años escolares fuera tan importante, uniera tanto, como para aguantar el paso de los años de forzosa separación y permitir después una reunión tan amistosa de los protagonistas? No había nada más que nos pudiera unir, salvo las rutinas normales y comunes a tantas y tantas mujeres.

Yo no estaba dispuesta a renunciar. Apliqué el oído con conciencia. ¿Se me habría pasado algo? ¿No iba a encontrar esa chispa que de repente salta e ilumina un terreno perdido, un lugar olvidado en nuestras memorias? Y no me fue mal. Un rato después caí en la cuenta de las muchas veces que había oído la expresión ¡lo que se hacía entonces! Se repetía con asiduidad y parecía ser aceptada por todas nosotras como palabra de Dios. Se utilizó para referirnos a haber fraguado nuestros matrimonios en los cinco años posteriores a la salida del colegio; para comentar la juventud con que afrontamos la maternidad; para aceptar cargar con problemas extras debidos a la familia propia o a la política; para asumir la lógica de compaginar trabajo y casa. Y fue, llegadas a este punto y como movidas por un resorte, cuando saltó ese algo que yo buscaba.

Compaginar. Nos sentimos solidariamente unidas por aquella palabra. Todas habíamos apostado por un camino, aceptado comúnmente como el lógico, el habitual o el normal para participar de la vida en sociedad, pero sabiendo que existía el término que sería el que nos diera la única oportunidad existente para ganar. Para no hundirnos en modelos anteriores, para aplicar lo aprendido en los últimos años, para salir de un papel tradicionalmente aceptado para las mujeres sin renunciar, por lo menos en lo más evidente, a una vida nueva, a un panorama mucho más rico. Era la palabra mágica, que al fin había entrado en el diccionario de la mujer, que unía un mundo existente, del que se quería salir, con uno nuevo que nos esperaba fuera: el del trabajo, el de la profesión. La panacea. La que no se apuntaba a “compaginar”, lo hacía a otro verbo, igualmente unificador, y también de mucho renombre: “renunciar”. Sin embargo, ambos estilos no se excluían, sino por el contrario, se complementaban. Se compaginaba la vida familiar con la profesional, renunciando a los extremos: no se podían tener muchos hijos y no se podía aspirar a grandes puestos profesionales. (Salvo honrosas excepciones, que salen de vez en cuando en los medios de comunicación y, evidentemente, por ser aún algo exótico: no he visto todavía a ningún gran tarantantán masculino, salir en las revistas, contándole a su público como hace para bañar a los niños antes del consejo de administración, o cómo tiene la casa de limpia sin perderse ni una sola reunión de negocios en cualquier parte del mundo).

En la solidez del nexo renunciar-compaginar se apoyaban nuestra vidas de mujeres adultas. En ese binomio fantástico estaba la fuerza que mantenía nuestras familias, nuestras profesiones y trabajos, nuestros matrimonios y a nuestros hijos. Gracias al equilibrio que hacíamos con los dos términos permitíamos medrar a nuestros maridos, crecer a nuestros hijos, morirse a nuestros padres, obtener beneficios a nuestras empresas, sentirnos felices “por poder”. No por tener/obtener el Poder con mayúsculas. Sino por “poder” salir de nuestras casas a participar del mundo. Por “poder” estudiar y ser más cultas. Por “poder” desarrollar nuestras muchas capacidades. Por “poder” ganar nuestro dinero. Por “poder” no depender de nuestros hombres, de nuestras familias, de nuestros hijos. Por “poder” seguir siendo la columna que sostenía la “empresa familiar”, sin que nos remordiera la conciencia, educada durante siglos para un único fin.

Gracias a “poder compaginar” nos sentimos las descubridoras de la nueva felicidad, esa que hacía esos 40 años nos prometían en las revistas para mujeres, en los foros universitarios o en los países que nos rodeaban. Gracias a “poder compaginar” éramos libres para movernos como peces en un mundo mucho más justo para las mujeres. Seríamos admiradas por nuestros hombres por la capacidad demostrada para no perder comba.

Sin embargo, yo miraba a mis amigas, me miraba a misma y medía en nuestros rostros, en las experiencias que nos contábamos, en las vidas que poníamos sobre la mesa ese grado de felicidad ansiado y no lo veía reflejado por ningún sitio.

¡Caramba!, me dije. Algo falla aquí. Si todas hemos cumplido con esos mandamientos y hemos trabajado en firme para olvidarnos de “la casa y la pata quebrada”, ¿por qué no dábamos la impresión de grandes triunfadoras? ¿Por qué sonaban a cuentos chinos las historias que contábamos? ¿Por qué aquello no era real? ¿Por qué compaginar sonaba en nuestros relatos a verbo menor?

Como no me sé callar hice lo que me pareció más justo: preguntar. ¿Cómo compaginas tu trabajo con tu familia? ¿Qué haces para poder viajar tanto y no tener descuidada tu casa? ¿Cuánto ves a tu marido, tus hijos o tus familiares? ¿Cuánto te cuesta? ¿Cómo puedes? La catarata de soluciones aplicada en las mil versiones de vidas diferentes era de lo más variada. Algunas eran pura ingeniería, otras muy originales. Éramos “master” en sacarle horas al día, doctoradas en equilibrios, increíblemente hábiles en el uso de las dos manos a la vez, expertas medidoras de reacciones, sorteadoras de situaciones de alto riesgo, negociadoras de paz.

Desde las más sofisticadas –tengo una bielorrusa, que me cuida al niño- a las más tradicionales –me lo cuida mi madre-, la paleta de “técnicas” dependía del nivel de ingresos: si se sumaba dos sueldo altos, el asunto se solventaba a golpe de talonario, si se sumaban dos sueldo medios, entraba en escena la ingeniería y sino, cualquier modelo aplicado partía siempre de un esfuerzo descomunal. No me quería meter en comparaciones. No nos podíamos quejar, pues al fin y al cabo, no teníamos acuciantes problemas económicos ni vivíamos en situaciones límite: ninguna refería problemas de marginalidad, de violencia en casa, de hijos drogadictos…

Éramos unas privilegiadas. No podíamos quejarnos de nada. Habíamos tenido la posibilidad de compaginar por un camino elegido y asumíamos nuestra decisión de entonces. ¿Compensa?, me preguntaba y pregunté en alto. Sonó un sí. Primero con convencimiento, luego con matices. Aunque en general lo volveríamos a hacer, la queja se extendía hacia las mitades masculinas de nuestras vidas: maridos que no acaban de entrar por el aro, jefes que pagan por ser mujer, pero le exigen lo que a un hombre. Incluso se hablaba de posibilidades: apoyos estatales aquí y allá. Más educación. Ayuda. ¡Esto es muy cansado!

Si. ¡Yo no sé cómo lo aguantamos!, nos decíamos unas a otras. ¿Cómo?, se oyó en un extremo de la mesa. ¿Cómo? Yo, desde luego, con Lexatín. Y con aquella palabra, se levantó un coro de voces al unísono: ¡Y yo!

Ya ves, me dije yo, tú buscando teorías de comportamiento, lazos de unión, experiencias comunes, sensibilidades similares. ¡Qué equivocada estás! Lo que nos une, lo que une a tantas mujeres, empezando por nosotras mismas, es el Lexatín. No necesita más explicaciones.

Desde aquella gloriosa primera reunión, el “Club del Lexatín” se reúne puntualmente el primer lunes de cada mes en el mismo sitio. La que puede, acude. La que no, no necesita disculparse.

 

TORNAS

Cuando se habla de los avances que se han hecho para conseguir la plena igualdad de hombres y de mujeres, yo siempre digo que casi todo es mentira. No es que lo sepa a ciencia cierta: no manejo estadísticas, pero me muevo todos los días por dos mundos femeninos tan distintos que, por lo menos, creo que puedo arriesgarme a decir que esta afirmación mía, está basaba en la duda de las diferencias que saltan a la vista.

Por la mañana, y de lunes a viernes, me muevo en el “plano” de las grandes empresas. El mundo laboral de los horarios infinitos, los sueldos escasos, las malas jugadas de los jefes, las carreras a pelo para llegar a casa a tiempo de ver a tu hijo un rato más largo para que no te pase después eso de encontrarte con un señor por el pasillo y descubrir que creció demasiado deprisa y no te enteraste.

Los fines de semana y los periodos de obligado “descanso”, también conocidos por “paro”, en un pueblo pequeño de la sierra donde por romanticismo vivo todo el año, con sus amas de casa de compra diaria, sus cursos para mujeres –de corte y confección, de “patchwork”, de modelado, de punto de cruz, de trabajos manuales,…- sus tardes de clase de gimnasia de mantenimiento -¡desde que voy a clase he engordado!, dice una compañera de fatigas, sin acordarse de la docenita de ricas magdalenas con la que engañan el hambre tras los ejercicios-, y sus chicas jóvenes peleando por avanzar contra viento y marea.

Todo ello a grandes rasgos. Todo ello son diferencias de calibre grueso. No nos vamos a meter en matices o detalles. Para ser justas, digamos que es un proceso en pleno desarrollo, que unos verán más avanzado que otros: según desde donde se pongan a mirarlo.

A la hora de mirar, yo tengo una ventaja. Oteo desde un punto bastante centrado entre una y otra posición. Puedo comparar mejor porque conozco mejor, veo mejor, participo más de las rutinas de estos dos bloques o tipos gruesos de mujeres. Sé, que unas y otras no son iguales.

Sin embargo, tengo que reconocer, que a pesar de ser proclive a pensar que las cosas debían ir más deprisa, que no se ha avanzado todo lo que se debiera, que faltan muchas oportunidades y mucha formación aun entre las mujeres, ya hay camino sobre el que avanzar con seguridad y con fuerza.

Hace un par de día nos tuvimos que quedar hasta bien entrada la tarde en la oficina por asuntos de trabajo. Teníamos un acto muy importante para nosotras y queríamos que no nos quedaran cabos sueltos y que todos los detalles estuvieran cuidados. Nosotras somos cuatro mujeres. Nos habíamos metido las cuatro en uno de nuestros despachos y teníamos desplegado por las mesas, los sillones e incluso el suelo, todo el material que necesitábamos: listados, sobres, invitaciones, regalos, papeles,.. ¡una barbaridad! El teléfono sonaba sin parar, del perchero colgaban trajes y chales, el correo electrónico pitaba cada dos minutos: estábamos como unas posesas cuadrando aquel evento con uñas y dientes.

En eso, oímos que sonaba el ascensor y sentimos el tintineo del carrito lleno de útiles de la mujer que limpia la oficina por las noches cuando ya nos hemos marchado.

-¡Se va a asustar cuando vea todo esto! , comentó una.
-Si, habrá que decir que no lo toque, si no acabamos esta noche, porque ahora que lo tenemos todo aquí no lo vamos a mover, apostilló otra.
-¡Nos va a odiar!, exclamó una tercera.

Me puse de pie para ir a avisar y al abrir la puerta me di de bruces con el carrito. Pero no con la mujer de la limpieza. El carrito lo empujaban dos chicos jóvenes, uno de ellos, con su pelo cortado de extraña manera a modo de escultura y su pendiente en la oreja. Dos chicos de hoy.

-Perdón. Íbamos a limpiar el despacho, -me dijo uno de ellos muy serio- pero vamos a ir aseando otros y así esperamos a que ustedes terminen. ¡Si les parece, claro!
-Si, claro, claro. Como queráis, balbucí.

Cerré la puerta y me quedé allí apoyada, pensando en aquello. ¿Han cambiado o no han cambiado las cosas? ¿No era aquello un vuelco absoluto en nuestros papeles tradicionales? Antes eran los hombres los que ocupaban las oficinas con sus largas jornadas laborales, sus teléfonos sonando y sus despachos convertidos en leoneras. Y las mujeres, sin estudios, sin preparación alguna, las que se ocupaban de limpiar, ocultas en las sombras de las noches, las papeleras rebosantes de los ejecutivos o sus despachos machacados tras arduas batallas empresariales. Sin embargo, allí estaban dos jóvenes caballeros, fregona en mano, dispuestos a dejar como los chorros de oro aquel despacho que nosotras, cuatro mujeres hechas y derechas, cultas, preparadas y profesionales, estábamos dejando como un muladar.

-¿Qué haces ahí parada? ¿En qué estás pensando con esa cara? ¡Vamos, que no acabamos!
-…Mmmm ¡perdón! Pensaba en lo que han cambiado las tornas…
-¿Tornas?
-Cambiarse las tornas: “alterarse las circunstancias en sentido contrario al que tenían”.
-¡Tu estás loca!

Hartsdale

Que el abuelito Asensio existió es algo que no dudamos ninguno. Saber, sabemos poco sobre él, y aunque ya nos hemos afanado en buscar en libros, recortes y cartas, datos de su vida, aun quedan lagunas que no hemos conseguido vadear. Sigue más vivo el mito que la persona. Y es lógico porque, al fin y al cabo, desapareció del horizonte familiar hace muchas décadas. Se fue con los primeros rayos de sol de un día del mes de julio de 1939 y salvo unas semanas, mucho tiempo después, ya en Nueva York, no le volvimos a tener entre nosotros.

Si nos preguntan donde vivió al marcharse, todos responderemos muy seguros, que en Nueva York. Si quieren saber a qué se dedicaba, ya la cosa se pone algo más tensa y apuntaremos varias profesiones, según lo que hayamos creído entender o lo que se desprenda de conjeturas varias y rumores que hemos oído aquí y allá. La verdad cierta, creo que no la sabremos nunca, pues nadie, de momento, nos puede confirmar a qué se dedicó los años en los que vivió en los Estados Unidos. En unas biografías dice que era traductor. Si, en las Naciones Unidas. Pero no lo podemos confirmar, aunque sepamos que hablaba inglés –si no lo hacía al llegar a los Estados Unidos, lo tuvo que aprender para poder subsistir-, árabe y español. Personas que le vieron allí, nos dicen que estaba en el edificio, pero ¿en condición de qué? Otros, cuentan que era profesor de español en un colegio. ¿O era en otro sitio? Tampoco lo podemos saber. Por lo menos, no lo sabemos todavía.

El llegó a Nueva York, enviado por el Gobierno de Negrín como agregado militar en la embajada española en Washington. Por raro que suene, pues el abuelo y Negrín no eran precisamente grandes amigos. Es más, una vez sobreseído el proceso contra él y una vez que salió de la cárcel, empezó a correr el rumor de que se estaba organizando un “algo” contra el gobierno y que ese “algo” lo encabezaba el abuelo y contaba con el apoyo de Largo Caballero y de Luis Araquistain, embajador de la República en Paris. Azaña, de hecho, les quería fusilar. Negrín, por tanto, encomendó al abuelo una misión fuera de España para quitárselo de en medio. Sabemos, porque Largo Caballero lo cuenta en sus memorias, que le consultó acerca de la conveniencia de aceptar este puesto. La conversación entre ambos tuvo lugar en Paris en febrero de 1939, cuando ya Largo Caballero había dejado España. El abuelo le fue a visitar cuando supo que había llegado a la capital francesa con idea de instalarse allí, aprovechando que él hacía escala para cruzar el charco camino de Nueva York. Largo Caballero, que apreciaba mucho al abuelo, le contestó que cuanto antes se marchara mejor para él. Y así fue. Unas semanas después la República perdió la guerra: ¡al menos el abuelo estaba vivo y a salvo!

También sabemos que formó parte de varios de los gobiernos en el exilio: entre febrero de 1949 y julio de 1951, durante el segundo gobierno de Álvaro de Albornoz, fue ministro con misión en América en el segundo gobierno de Félix Gordon Ordax, entre enero de 1956 y abril de 1960, fue ministro sin cartera y en el gobierno de Emilio Herrera Linares, entre mayo de 1960 y hasta su fallecimiento el 24 de febrero de 1961, fue ministro delegado.

Sabemos, por tanto, que murió en Nueva York y que allí le enterrarían. Es algo obvio. Además, tenemos los recortes de prensa que aparecieron esos días dando cuenta por un lado de su enfermedad y por otro, posterior, de su fallecimiento: hemos visto la esquela. Bien, pues esta historia que os voy a contar empieza justo con ella.

ÉRASE UNA VEZ UNA ESQUELA

Esquela

Una esquela no mayor que un cromo, insertada en un periódico neoyorquino, “La Prensa”, allá por febrero de 1961 para informar del fallecimiento del general José Asensio Torrado. Dice poco, en diez líneas tampoco se puede decir mucho, pero lo suficiente como para que los que aquí le añoraban supiesen que el general había fallecido el “24 de febrero de 1961, a la edad de 68 años, en esta ciudad” y que era “natural de La Coruña, España” y “General del Ejército Republicano y delegado del Gobierno de la República Española en los Estados Unidos”.

Nos convoca al funeral “la Iglesia Evangélica de España en Nueva York” que, además “invita a toda la colonia hispana a los servicios fúnebres” que tendrán lugar en la Funeraria Universal de la calle Lexington a las 10 de la mañana para luego acompañar el cadáver hasta el cementerio”.

No falta la coletilla de agradecimiento: su viuda nos quedará eternamente agradecidos por ello. ¿Su viuda? ¿Pero si la viuda estaba en Madrid y no sabemos si informada del estado de salud de su marido? Pues si, pero en la esquela protagonista de esta historia, doña Caridad Palacios de Asensio es la que agradece la asistencia.

Sería la lejanía en el espacio y en el tiempo. Sería la vida tan distinta que la guerra le había llevado a vivir. Sería, seguro, una cuestión de supervivencia, pero el hecho cierto es que con esta esquela y el par de recortes de periódico se cerró para su familia en Madrid un capítulo, el de una vida real, y se abrió otro, el del mito, que hoy sigue tan vivo, como muerto quedó el abuelo tras el infarto del que trataron de salvarle los médicos del hospital Saint Claire.

Recorte

Por eso, nuestra historia comienza con una esquela y un recorte, con mucha curiosidad y con un viaje a Nueva York. En la mente, algo calenturienta de un miembro de esta familia, había enraizado con fuerza la idea de buscar y visitar la tumba del general en Nueva York. Y si los datos de que disponíamos eran sólo los que ponía en la esquela y los que contaba el periódico, pues no quedaba más remedio que ser positivos y pensar que siempre serían mejor que nada. Y una mañana de noviembre, fría, pero no triste, de las que son tan habituales en Nueva York en otoño, partimos con ayuda del recorte y de la esquela en busca de la tumba del abuelo.

La esquela, chiquita como un cromo, dice sólo que agradecen que acompañen al cadáver hasta el cementerio, pero no dice a cuál y es de suponer que Nueva York tenga varios. Leemos con atención el recorte y allí, por suerte, especifica algo más: “el entierro se verificará el miércoles, a las diez y treinta de la mañana, en el cementerio Ferncliff, en Hartsdale, Nueva York”.

Lo primero, en vista de este dato, era ir a una estación de tren, porque Hartsdale, Nueva York, suena a población cercana a la ciudad y, además, porque instintivamente uno tiende a pensar que los cementerios están situados a las afueras de las ciudades y ¿por qué no lo iba a estar éste? Nos dirigimos a la Estación Central, entre las calles 42 y Lexington. Buena señal: íbamos bien: el funeral, dice nuestra esquela, fue en la Funeraria Universal de la calle Lexington, de manera que cabía suponer que se había escogido esa funeraria porque estaba cerca de la estación y eso conduce a pensar que efectivamente, Hartsdale, debía ser un barrio, población o arrabal a las afueras de Nueva York y que, por tanto, debía haber un tren o un metro para llegar desde el centro de la ciudad.

En el vestíbulo central de la estación, bajo la mirada del cielo estrellado, de las constelaciones y planetas que allí están dibujadas en color dorado sobre fondo azul, hay un kiosko de información y delante de las ventanillas, horarios de trenes a todas las poblaciones a las que se accede desde esta estación. Buscamos por orden alfabético y ¡tate! En la H estaba Hartsdale. Consultamos el horario: eran las once y cinco de la mañana y el siguiente tren salía a las once y veintitrés. ¡Nos valía!

 

Información sobre la línea a Hartsdale

Sacamos corriendo unos billetes -que por ser en “hora valle” nos costaron sólo seis dólares- y nos plantamos volando en el “track 38” para coger el tren.  Según el horario iban a ser treinta minutos de viaje. Bueno, la primera parte no había sido difícil: existe al menos una población que se llama como dice el recorte y está, además, situada en las cercanías de Nueva York, lo que indudablemente, no era mala señal. Podía ser el sitio ideal para poner un cementerio.

El metro/tren se puso en marcha a la hora en punto. No sale a la superficie mientras atraviesa la isla de Manhattan hacia el norte. Cuando asomamos a la luz ha cruzado ya el East River y estamos en el Bronx. Nos miramos algo confusos. ¿Tan pobre era el abuelo que le tuvieron que llevar a enterrar a un sitio tan cutre como el que estábamos atravesando? Porque lo que se veía por las ventanas era igual que lo que reproducen las películas. Casas de tres o cuatro pisos, de ladrillo rojo, escaleras metálicas de incendios roñosas y viejas, con la mayoría de los cristales rotos o tapados con tablones de madera, cartones o papeles. Y sucio. Todas las calles llenas de basura. Largas y rectas, de manera que al pasar con el tren y mirar hacia ellas no acabas de ver el final. Son como rectas negras que se pierden en el infinito.

El tren para en Bronxville. La estación está bastante desangelada y algo destartalada, pero la gente se sube y se baja del tren con toda normalidad. No sabemos cuantas paradas hay hasta Hartsdale, porque no nos ha dado tiempo a mirarlo en el cartel luminoso a la entrada del andén, pero como sabemos que es una media hora -hora de llegada, las 12:09- pues de momento, vamos tranquilos. El conductor las canta todas antes de parar, pero entre el acento cerrado y el no conocer los nombres, la mitad de ellas no las entendemos hasta que no tenemos el cartel delante. ¡A ver si nos vamos a pasar!

Vamos en silencio, mirándonos entre curiosos y preocupados por la aventura que acabamos de emprender con tan pocos datos en la mano y sin habérnoslo pensado mucho. Volvemos a mirar nuestra esquelita. Releemos el recorte de prensa, repetimos los nombres un par de veces. ¿A ver si no va a ser ese Hartsdale el del cementerio del abuelo? ¿Y si es, pero ya no hay cementerio? Y aun peor, ¿y si ya no hay tumba? ¿Y estará cerca o lejos de la estación? ¡Si es que está!

Las estaciones van pasando y los minutos también. Hacia las doce, el revisor, retira nuestros billetes de la pinza del asiento donde los ha dejado desde que nos los pidió al salir de la estación central. Deducimos que debemos estar cerca. Afinamos el oído y efectivamente, dos paradas después, nuestro conductor anuncia arrastrando todas las letras y mascullando como si de chicle se tratara, la palabra mágica: Hartsdale.

Estación de Hartsdale

Salimos a la estación. Las vías están atravesadas por un puente, de manera que el pueblo queda al otro lado de donde nos hemos apeado del vagón. Cruzamos y entramos en el edificio para preguntar por el cementerio. Se pasan la nota -hemos apuntado con letra clara y grande, el nombre del cementerio en un Post-it– los unos a los otros, pero ninguno lo conoce. ¡Vaya hombre! ¡Qué fallo! Nuestra suposición de que aquel es un lugar ideal para poner un cementerio no estaba bien fundada. Si lo hubiera, lo tendrían que conocer en la estación. Pero no estamos dispuestos a desanimarnos tan pronto y decidimos empezar a recorrer lo que parece la calle principal del pueblo, en cuyo extremo está la estación, en busca de alguna oficina municipal, ayuntamiento o similar. Hace un frío pelón. Empezamos por la acera de nuestra derecha, pero no vemos nada que nos pueda servir: papelería, veterinario y tienda de animales, supermercado, tienda de muebles con sus dueños sentados en sendas butacas y leyendo la prensa, peluquería, tienda de cosas de casa, de ropa, pero no hay oficina alguna. La calle se acaba. Delante ya no quedan más que casas de pisos. Y casitas bajas. Es el típico pueblo dormitorio. Un Las Rozas americano pero mucho menos poblado, con mucho bosque y muy verde, y bicicletas y aspecto de ser un sitio apacible. ¡Al menos es bonito! Respiramos tranquilos: al abuelo no le enterraron, si es que le enterraron allí, en un sitio feo.

¿Qué hacemos? De momento nos sentamos en un banco de la calle a planear la estrategia. No queda más que una cosa: entrar en las tiendas a ver si alguien puede echarnos una mano. ¿Y qué mejor que empezar por la floristería? Si hay un cementerio, sabrán donde está, porque mandarán ellos las flores. Es una deducción tan lógica que no puede fallar.

Y no falló: un empleado indio –indio de la India- y en su inglés tan especial confirmó que existía el cementerio y que estaba a una hora andando, al otro lado del bosque que se veía al final de la calle. ¡Estupendo! No estaba el día para paseos y una hora es mucho caminar con el frío, pero ¿para qué están los taxis? Bajamos a la estación, por indicación del florista indio, y lo cogimos allí. No son amarillos como en Nueva York: son colorados. ¡Buen color, sí señor, para ir a ver al “rojo masón”!

Le enseñamos el Post-it al taxista, para que no hubiera lugar a dudas, y salimos en dirección al bosque. Unos minutos después el hombre se dio la vuelta y me dijo, que le daba la impresión, que lo mejor era dejarnos en la entrada principal, porque le parecía que estábamos buscando “un algo” que no sabíamos muy bien donde estaba y que lo ideal era preguntar en la oficina. ¿Tanta cara de despiste llevábamos? No creo, pero tampoco era muy difícil llegar a la conclusión del buen hombre: dos extranjeros preguntando por un cementerio tenía pinta sólo de ser una cosa: vienen de fuera a visitar a un fallecido y no tienen muy claro donde van a encontrarle. ¡Y tenía toda la razón! No sólo no sabíamos donde, tampoco sabíamos si le íbamos a encontrar, que era mucho peor.

El bosque empezó a clarear y unos metros después y a la derecha de la carretera se abrió de repente un enorme espacio verde. ¡Estábamos en un cementerio a lo americano! Enormes extensiones de terreno verde, sin cruces, ni mausoleos, ni florituras, ni figurita alguna. Un lugar donde pueden reposar gentes de todas las religiones, todas las creencias, todas las razas. Todos iguales en el momento supremo. Un lugar para descansar en paz.

Entrada a las oficinas del cementerio

El taxista nos paró delante de un edificio enorme de mármol blanco, con unas gigantescas puertas doradas, la mar de feas, que parecían cerradas a cal y canto, pero que cedieron con suavidad al accionar la manilla. Un cartel indicaba el camino hacia las oficinas. A izquierda y derecha del pasillo había salas con cientos de nichos pequeños y grandes, con su cartel y su pequeño florero. Parecían columbarios.

Llegamos a la oficina y una amable señorita se levantó de su mesa para atendernos. Acodados en el mostrador le explicamos que creíamos que allí estaba enterrado nuestro abuelo, pero que eso había sucedido hace muchos años y no sabíamos si seguía allí o no y por supuesto, de seguir, donde encontrarle. No hizo ni un gesto, ni una mueca de sorpresa. Sólo nos pidió el nombre. ¿Sería que la gente entierra a sus abuelos y después se olvida de ellos con más frecuencia de lo que suponemos nosotros? Miró el papel y preguntó si el “Torrado” era el primer apellido o el segundo, porque, como todos sabemos, los anglosajones se conforman con uno, pero a cambio se ponen invariablemente dos nombres. A ver si José Asensio iba a resultar ahora lo mismo que José Antonio. Aclarada la duda, se encaminó a otra habitación y la oímos trastear en un fichero metálico.

No pasaron ni dos minutos cuando volvió con una ficha en la mano, y sin decirnos nada, se acercó a la fotocopiadora, sacó una copia, agarró otro papel, más grande por el camino, y se acercó a nosotros con la naturalidad de la que atiende a nietos descarriados todos los días. La fotocopia era de la ficha con los datos de la sepultura. Y la hoja grande, un croquis del cementerio donde señaló con el bolígrafo el sitio exacto del lugar que buscábamos y como llegar hasta él. Sin un aspaviento, sin una palabra más alta que la otra, sin sorpresa alguna. Nosotros estábamos boquiabiertos. No podíamos creer que aquello pudiera ser tan sencillo. Y sin embargo lo era, y lo era tanto, que los propios empleados ni se extrañaban. Uno entierra a un familiar y cuando buenamente puede se acerca a ver la tumba y si no puede en treinta años … ¡sus motivos tendrá! Ellos, mientras tanto, esperan y guardan los documentos por si hacen falta. Hoy, mañana o dentro de un siglo.

Ficha

Dimos las gracias encantados y salimos a la calle a respirar, porque la emoción, lo inesperado de la facilidad y la excitación del momento nos tenían ahogados. Extendimos nuestras dos hojas -oro en paño- para leer lo que allí ponía, para ver con nuestros propios ojos que era cierto.

Y tan cierto: ahí estaba su nombre, el día que se le había enterrado, la sección del cementerio y el número de la sepultura, la dirección de la funeraria, su dirección en Nueva York y el familiar que le había llevado. De nuevo constaba, como en nuestra esquela, el nombre de mujer que ya conocíamos. Wife: Mrs. Caridad Asensio. Nos daba igual. Si ella le había acompañado hasta este hermosísimo cementerio; si ella lo había buscado para él, mal no le quería. Con el croquis en la mano salimos a la carretera para entrar por la puerta indicada, pero los nervios podían más que nosotros y en cuando nos dimos cuenta de que andábamos paralelos a la sección del cementerio donde el croquis marcaba la tumba del abuelo, nos metimos entre los setos que forman la valla a la enorme pradera verde en cuyo suelo había miles de placas que son todo lo que se ve de cada una de las tumbas. Todas iguales, de unos treinta por cuarenta centímetros, en bronce y colocadas en filas dobles.

Plano del cementerio Ferncliff
Sector Cherrywood

En “Cherrywood section” -la sección donde decía el croquis que estaba enterrado el abuelo- hay 1210 plaquitas en el suelo, entre la hierba, algunas hojas y muchas ardillas. En diez filas paralelas y en orden desde la carretera hacia el interior del cementerio. Contamos las filas, y luego las plaquitas: desde la 955 al lado de la calle interior hasta la 901, casi en el seto de la valla.

Lápida

La 905 estaba tapada por las hojas de los castaños que hay a ambos lados de la carretera y que se acumulan sobre las placas, porque éstas están un poco hundidas en la tierra, pero se retiran con facilidad. Nos agachamos y les dimos unos cuantos manotazos hasta que ante nuestros ojos apareció claro el nombre del abuelo en letras de molde: JOSÉ ASENSIO TORRADO y debajo, General de la República Española, y aún más abajo, 1892-1961. No lo podíamos ni creer. ¡Había sido tan fácil! Y habíamos estado tantos años sin saber donde estaba, si estaba, o qué había pasado. Nos mirábamos incrédulos: lo habíamos conseguido casi sin haberlo pensado en exceso, sin haber dado muchas vueltas y sólo con la ayuda de una esquela y un recorte de periódico. No llevábamos flores. Ni se nos había pasado por la cabeza, ¡quien iba a pensar que a la primera íbamos a dar con lo único real que de él nos queda hoy! Sacamos la cámara e hicimos todas las fotos que dio de sí el carrete. Nos agachamos muchas veces a tocar la placa, a acariciar con los dedos todas y cada una de las letras de molde con su nombre. Frías y duras como el acero, pero reales y por ello, entrañables. A pesar de los muchos esfuerzos por poner cara de columna, la emoción nos iluminaba los ojos y hacía que nos temblaran un poco las rodillas. Allí estaba el abuelo. Y aunque estábamos a miles de kilómetros de nuestras casas, la sensación de cercanía era enorme: podíamos estar en cualquier cementerio español, sólo éramos unos nietos visitando la tumba de su abuelo y por tanto nos sentíamos igual que si la visita la giráramos a un cementerio nacional. Era todo lo real y verdadero que pueda ser recogerse un momento delante de la tumba donde has visto enterrar a tu abuelo.

Toparse con la realidad, sin embargo, no significa que él vaya a dejar de ser un mito: eso ya no es posible porque, además, saberle allí nos reconforta y nos ayuda a soportar la desazón de no haberlo tenido durante tantos años.  Ahora, eso sí, tenemos la absoluta certeza de que fue, también y, sobre todo, un hombre de carne y hueso. La pena es no haberle conocido.

De familia

DE FAMILIA

 

Ontoria, agosto 2003

 

El capítulo más importante de la estancia norteña es estar con la familia. Tiene gracia, porque ninguno vive todo el año allí y nos vemos con mucha frecuencia en Madrid, pero no hay veraneo en Cantabria sin estar pendiente de todos y cada uno de los que allí estamos. ¡Y de los que allí estuvieron! Casi me atrevería a decir, que mucho más importante que alternar con los vivos, es hacerlo con el recuerdo de los que ya no están. Según llegan al valle se esponjan, reviven y se sienten igual que si el tiempo no pasara por ellos y rodeados de las mismas personas que cuando lo dejaron. Afloran las sensaciones y sentimientos de nostalgia con una fuerza inusitada y no pasan ni 24 horas y ya parece que ninguno se ha movido de allí en su vida. Integrados en el paisaje, traspasados por la luz brillante del cielo y el verde de los prados. No hay año en el que no surja una anécdota olvidada. Siempre hay algún familiar que recupera de repente la memoria y recuerda montones de cosas que hacía años que se le habían borrado de la cabeza. Si, la memoria es selectiva y con la edad mucho más: vuelven a la vida personajes de los que apenas has oído hablar con una frescura y lozanía increíble y cientos de cuentos e historias que bien valdrían un buen libro.

No hay aperitivo, merienda, comida o café en el que no se mencione a algún pariente por lejano que sea y se hagan cábalas de la conexión que le une con los vivos o con alguno más de los que tengamos despistados dentro del árbol genealógico familiar. Algunas ramas las tenemos trilladas y ya no ofrecen posibilidad alguna de duda: ¿quién discute hoy en día que el abuelo de don Ramón de la Serna, marido de “la eximia” (*), se llamaba Juan Antonio de la Serna y Fernández de la Cotera. Por esas ramas tan altas ha escalado el tío Alfonso hasta toparse, arriba del todo, con el tan traído y tan llevado, don Benito de la Serna, segundo apellido desconocido, que nació en Santibañez y Carrejo en el primer cuarto de siglo de 1600. ¡Qué pena que de ahí para arriba ya no haya más hojarascas que desbrozar: el archivo está destruido!

Podemos, en todo caso, preguntarnos quienes serían los muchos Sernas que aparecen en los libros parroquiales de Santibáñez, incompletos y poco datados según nos vamos sumiendo en el pozo de los años del siglo XVI, que es cuando se inicia el registro. ¿Quién sería Ana de la Serna, casada con Domingo Fernández de Amor en 1582? ¿Y el Juan de la Serna que casara con Antonia Martínez en 1586? ¡Faltan documentos y se han perdido libros pero cuatro siglos después conservamos una Ana y un Juan del mismo apellido entre nosotros!

¿Tan poco hemos cambiado? Repasando listas de nombre descubro muchos iguales. Yo existí también antes: María de la Serna era la hermana del bisabuelo don Ramón. De la Serna y Cueto, pero María, como yo. Entre los hermanos de don Ramón descubro un Manuel de la Serna -entrañable tío Manolín- y una Concha de la Serna, predecesora de la actual de la Serna Escasany. Si sólo nos fijamos en el nombre y no en el apellido los más frecuentes son Ramón, Fernando y Juan entre los hombres y Ana, María y Concepción entre las mujeres. Y tenemos Ramones y Conchas entre los que aquí estamos.  

Otra manera de matar el rato con el árbol genealógico es la de tender un puente entre un antepasado intangible y una rutina diaria: meter un muerto familiar en el día a día. Este verano, por ejemplo, hemos especulado mucho con la aseveración de Alfredo de que en la casa que hoy es suya en Mazcuerras vivió don Víctor Espina, padre de doña Concha, es decir, nuestro tatarabuelo, ¿no? Don Víctor murió en Mazcuerras en enero de 1920, así que, ¿por qué no? Con esta rama del tronco familiar podemos jugar a más adivinanzas, pues don Víctor no se llamaba sólo Espina. Llevaba un Rodríguez delante. Era apellido compuesto. Pero, ¿cuándo con exactitud se quitó el “Rodríguez”? ¿Fue siempre un apellido compuesto? ¿O los unió algún antepasado? Tanto el abuelo como el bisabuelo de doña Concha lo utilizaban ya con el guion: Hermenegildo Rodríguez-Espina y Rozas, el abuelo, y Francisco Rodríguez-Espina, el bisabuelo. Y no ha habido manera, dice el tío Alfonso, de investigar pariente alguno anterior a este Paco de Cangas de Tineo en Asturias. ¡Qué rabia!

Entre café, copa y puro podemos entretenernos también discutiendo porqué se quitaría, perdería, dejaría de utilizarse el “de” que antecede a Cueto. Porque el abuelo de don Ramón -“el eximio”- consta como Fernando de Cueto y Quijano en el acta de nacimiento de la Casa de los Tiros de Molledo allá por 1798, pero no aparece ya en el apellido de su hija Baldomera -¡nombres había!- de cuyo matrimonio con don José de la Serna y Haces nació en 1870 nuestro bisabuelo don Ramón.

-Este Fernando de Cueto y Quijano fue el abuelo del famoso capitán Cueto del que tanto nos has oído hablar-, me dice mi padre viendo la cara de curiosidad que tengo.
-¿El de la casa de la esquina con la carretera en Cabezón?
-El de la casa de Cabezón, el de Cuba…
-¿El de Jovita?
-Si, ese mismo. Don Fernando, su abuelo, el de la Casa de los Tiros, estaba casado con Maria Josefa Sánchez y de la Campa Cos, natural de Comillas. Tuvieron cinco hijos, si mal no recuerdo: Baldomera, que como ya hemos dicho, era la madre de don Ramón de la Serna, el eximio; Dolores, Fernando, María Matea y Concepción. Esta última, casada con Cástor Gutierrez de la Torre, fue la madre del capitán Cueto.
-…¡Que por lo tanto se llamaba en realidad Gutiérrez de Cueto de la Torre y Sánchez, si hablamos con propiedad!
-Si, pero eso debía ser muy largo y él se quedó sólo con el Cueto: y bastante aire le dio. Fueron nueve hermanos. Sixto y él, marinos mercantes ambos. Sixto, capitán de barcos de vela y de vapor, se estableció en Perú, en Islay donde había una factoría. Se le conocía como el “Chapetón Cueto”.
-¿Chapetón?
-Chapetón era el nombre que les daban en Perú a los españoles. Tenía fama de mal genio. De hecho se sabe, que al menos, había tirado al mar a un piloto marsellés, se había pegado con un presumido ingeniero yanki y, desde luego, había lanzado por el balcón a un representante del gobierno. Fue cuando la construcción del ferrocarril de Islay a Puno. Parece ser que este hombre quiso hacer alguna pifia y el “Chapetón”, que se dio cuenta, no se anduvo por las ramas. Con los años se hizo imprescindible y cualquier trato que había de llevarse a cabo en lo que había sido la factoría, contaba con su participación. La ciudad fue creciendo. El era un hombre que, aunque no era muy rico, tenía mucha influencia, pero también muchos enemigos. Se peleó, además, con el obispo y en cuanto hubo revueltas en la ciudad, acabó en la cárcel. Eso le salvó de morir porque la masa enfurecida prendió fuego la ciudad y no quedó nada en pie, salvo ese edificio. Salió triunfador de la contienda, arengó a las masas, metió al gobernador en prisión y los indios, agradecidos, le construyeron una casa de tablones de madera al otro lado del puerto, en la otra orilla de la bahía y allí fue donde colgó el famoso letrero, del que también nos habrás oído hablar a tu tío Gonzalo y a mí:

GUTIERREZ CUETO AND SONS
MOLLEDO
Perú

Y así, de paso, fundó en Perú una nueva ciudad que se llamó como el pueblo en el que él había nacido. Durante muchos años siguió siendo el puerto de Islay, pero los cartógrafos acabaron agregando Mollendo al puerto -le añadieron esa N un poco por jorobar – que hoy sigue siendo el puerto de Mollendo Islay y una próspera ciudad del Pacífico peruano.

-¡Vaya hermano! ¿Y eran todos iguales?
-Hubo de todo. Sobre todo,  hombres de letras: Enrique, escritor y pintor, fundó en 1866 el diario “El Atlántico” de Santander. Es el padre de María Blanchard, la pintora.
-Es decir de María Gutiérrez Blanchard.
-Así es. También está Domingo, abogado, político y escritor -de seudónimo “Mingo Revulgo”-; Antonio, otro escritor; Cástor, que murió muy joven; Ángel, que emigró a Méjico y las mujeres: Julia, casada con un Quirós y padres del pintor Antonio Quirós y Ana, casada con Eduardo de la Torre y por tanto, padres de Matilde de la Torre. ¿Te sitúas?
-¡Vaya lujo de familión! Parece imposible que de tan poco territorio salga tanta gente de valía. ¿Y el capitán Cueto? Le hemos perdido con tanto hermano interesante.
-El capitán Cueto también era marino mercante. Viajó por los siete mares, comerció con maderas y condujo con mano firme tripulaciones orientales muy dadas al pirateo y las sublevaciones. Estuvo en Argentina y se estableció en Cuba. Y de aquí es el famoso episodio del bloqueo de La Habana.
-Si, me suena algo así como que sorteaba los barcos americanos.
-Exacto. Los americanos habían bloqueado la isla de Cuba y no dejaban que entrara barco alguno en la bahía de La Habana a abastecer a sus habitantes. Cueto, que capitaneaba entonces el “Purísima Concepción”, conocía la bahía como la palma de la mano y aunque tiene poca profundidad en algunos puntos, sabía como manejar su barco, de vapor, en silencio y con las luces apagadas, por los canales con el suficiente calado. Durante semanas burló la vigilancia americana y llevó víveres a los cubanos. Hasta que le pillaron y le hundieron el barco. Salvó a sus hombres, pero perdió sus dineros.
-Así que se tuvo que volver a España y casar bien, porque Jovita tenía buen bolsillo, ¿no?
-Pico más o menos, Jovita del Rivero o Gil del Rivero, que no lo sé bien, era mujer de armas tomar. Del Capitán Cueto es aquello de “cuando yo tenga la suerte de tener la desgracia de perder a mi Jovita…”
-¡Desde luego! Se le ve el plumero. A pesar de sus ojitos claros y su melena rubita, entre el genio que tenía y la pluma que gastaba,…¡debían de temerle los vecinos de su Cabezón de la Sal natal!
-Si, era muy aficionado a hacerle ripios maliciosos, cuchufletas o epigramas a los personajes del pueblo. Tenía enfilado al alcalde, Vicente Arines, que tenía una chepa que fue blanco de sus bromas. Pero no se salvaba nadie.
-Yo tengo uno de esos versitos, que me parece que a nosotros, a los de la Serna de hoy o a los de entonces, nos va al pelo, pues a ellos está dedicado:

SI SERNA TUVIERA SARNA
Y LO TUVIERA EN UNA PIERNA
QUE ES DONDE LA SARNA ENCARNA
CURARÍA SERNA Y SARNA
DE LA SARNA Y DE LA PIERNA

-¡Caramba! Sí que es bueno. ¿De dónde lo has sacado?
-Ya ves, curiosa que es una. Y también sé que alguna vez capitaneó otro barquito velero menos famoso y más pequeño, que se llamó “Niña Marita”…
-¡Eres una bruja!

 

 

(*) La eximia es el apelativo cariñoso con el que, en esta familia, nos referimos a la escritora Concha Espina. Mi bisabuela.

 

En busca de la Arcadia familiar

EN BUSCA DE LA ARCADIA FAMILIAR

Marzo, 2004

Si hay algo que caracteriza a los miembros de mi familia política es el desconocimiento casi absoluto de lo relativo a su familia, su origen o sus raíces. Pero, para disimular estas carencias, cuyo motivo desconozco, han creado una serie de mitos, que como todos, tendrán su verdad oculta, pero que no son base científica alguna sobre la que trabajar, con las que suplantan la falta fehaciente de datos.

Como diría el viejo refrán “han oído campanas” pero no saben donde. No les importa: con el tañido que les llega han construido sus verdades y son felices transmitiéndolas como parte de la genealogía familiar.

Uno de los mitos familiares a los que me refería un poquito más arriba es el de su origen: “nosotros somos navarros”, aunque pronuncien su apellido con el acento puesto en la última sílaba, Reparáz. Los navarros lo pronuncian con el acento en la segunda de las tres sílabas del apellido: Repáraz, que es donde acepta la tilde la vocal, lo mismo que en Gómez o en Pérez. Así pues, aunque esto parece cierto porque la cuestión gramatical lo avala, no hay muchas referencias más que lo confirmen. Porque, el otro gran mito que esgrimen, “somos descendientes de Zumalacárregui” aún es casi más increíble y está por ver (*). No saben por cual de las ramas familiares habría que subir para llegar a este buen hombre, quitando la de su madre, de la que más o menos tienen clara la generación previa a la suya.

Pero tienen recursos para disimular: la prima de Perú que se llama Reparaz y es hija de un geógrafo muy importante, “el de la guía REP del Perú”, o “yo tuve un abuelo músico”, que se llamaba Reparaz, o “aun existe la casa familiar en el valle de Elizondo”.

Con los años, yo que soy muy dada a trepar por los asuntos familiares en busca de las grandes verdades que los mitos nos ocultan, he podido ir desbrozando el camino y a algunas conclusiones ciertas sí hemos llegado.

Hubo un músico en la familia. Se llamó Antonio de Repáraz Aznar y nació en 1833 en Cádiz. Era hijo de otro músico –cuyo nombre aún no sabemos-, de familia arruinada tras la invasión francesa y era el mayor de 21 hermanos. A los 16 años dirigió por primera vez una orquesta en Santander y en 1856 estrenó su primera zarzuela. Algo tendría de navarro, cuando la Diputación de Navarra le becó para estudiar en Italia. Se le conoce, básicamente, porque fue él quien puso música a cuatro obras de Bécquer: La cruz del Valle, Las bodas de Camacho, La venta encantada y La gitanilla. Estrenó su ópera La renegada en Oporto en 1874 y consiguió que se cantara después en el teatro Malibrán de Venecia. Pero, a pesar de todo esto, volvió a España arruinado y enfermo y murió en Reus el 14 de marzo de 1886. Tres años antes de que naciera su nieto Antonio, padre de Luis: mi suegro. Es decir, que el músico no les pilla tan lejos: es el bisabuelo de Luis (**).

Y hubo un famoso geógrafo del Perú: Gonzalo de Repáraz., hijo del músico y de su mujer, María del Rosario Rodríguez-Báez e Imaz, de ascendencia peruana, pues su madre, Manuela Juana Ímaz, había nacido en Lima y era de familia limeña, descendientes de conquistadores españoles, que con esos apellidos evidencian sus orígenes navarros. Gonzalo, además de geógrafo, fue periodista y a lo largo de su vida escribió más de seis mil artículos sobre política. No os gloso su obra, porque ocuparía varios folios y eso tampoco aporta nada a nuestra investigación familiar. Casado dos veces, cosa que en la familia de Luis es muy frecuente, tiene aun familia en Lima, a los que tenemos el placer de haber conocido este año pasado en casa de Ángel Castilla, pues Ina, su mujer, no deja de ser tan Repáraz como Luis: es su hermana mayor.

Así pues, dos de los grandes mitos asumidos en la familia, desbrozados con cuidado han resultado ser bastante menos que mitos y no más que datos ciertos, curiosos, eso si, pero que deberían conocerse algo mejor pues son de antes de ayer. ¿Quién no se sabe los nombres de sus bisabuelos? Ya no digo nosotros, que con nuestra eximia tenemos más que ganado el cielo, ¡cualquiera!

Más complicado parece, sin embargo, remontarse a Zumalacárregui. Pero todo se habrá de andar. Muchas de estas cosas las descubres por casualidades y con un poco de suerte es posible que llegues a encontrar la verdad que buscas. Por ejemplo: no hace más de un par de meses, a Luis le fue a ver una mujer mayor, viuda de un médico, para que le pinchara las varices. Y le contó, que venía desde Vitoria a verle, porque se llamaba Repáraz, como su marido. Ella es otra viuda de Repáraz, de don Rafael. Claro, se pusieron a contarse las historias familiares. Luis aportó pocos datos, porque está bastante pez en la materia y no le pudo decir a la viuda ni el nombre de su bisabuelo. Pero la buena mujer aportó un dato más que es el que ha servido de base para desmontar otro mito familiar: la casa solariega del valle de Elizondo. Esta mujer ha dormido en ella y confirma que existe.

El reto de encontrar la casa, la Arcadia feliz de una familia de dinero en el maravilloso valle navarro de Elizondo –de Baztán, para ellos- le tentaba muchísimo, pues ninguno de sus familiares vivos la conocía, la había visto o sabía de su existencia real, más que por la tradición mítico-oral que ya hemos comentado. Las sobrinas de Luis, que tienen una tienda de muebles en Madrid, han llamado al negocio “Villa Reparacea”: un nombre adecuado para un local donde se venden los elementos que hacer de una casa un hogar. Un recuerdo a los paraísos perdidos, no sabemos bien porqué, o la evocación a glorias pasadas.

Aprovechando el congreso en San Sebastián decidimos que ese era el momento de buscarla. Partíamos con muy pocas pistas, porque aunque la viuda de Repáraz había prometido llevarle un plano a Luis, la mujer vive en Vitoria y sólo viene una vez cada seis semanas a pincharse las varices. No teníamos, pues plano alguno. Sabíamos, por ella, que “pasa el río por debajo porque lo oyes desde la cama”, que no estaba en Elizondo, capital del valle, sino en una pedanía o caserío cercano en el Señorío de Bértiz, cerca de una gasolinera y que ya no pertenece a ningún Repáraz, sino a unos señores de San Sebastián.

El sábado por la mañana nos pusimos en camino con la guía CAMPSA en las manos. Según el mapa, la mejor opción era ir hasta Irún y luego bajar por la nacional 121 A, dirección Pamplona, hasta Mugaire y allí, cambiar a la 121 B, que sube a la frontera de Francia por el paso de Dantxarinea. En ese segundo tramo de la carretera está Elizondo.

Pero Luis, con el soniquete del Señorío de Bértiz en el oído, pensó que para recorrerlo a fondo, lo mejor era dejar las carreteras nacionales y meterse por las locales: desde Rentaría a Oiartzun, de allí a Lesaka, cruzar la famosa 121 A y seguir hacia Etxalar, ya en el territorio o comarca del Señorío de Bértiz, Orizki y girando hacia abajo, recorrerlo  hasta Elizondo. En el plano venían como carreteras de color amarillo: seguimos pues el famoso “Yellow brik road” para encontrar a nuestro particular “Mago de Oz”.

Nos encontramos con caminos mal asfaltados, con valles y subidas increíbles, con bosques de castaños y robles, ahora sin hojas, de pinos, machacados por los bolsones de la oruga procesionaria y con un sinfín de caseríos desperdigados aquí y allá: el país vasco más profundo. Los carteles que marcan la situación de los diferentes caseríos están en euskera, los carteles de “presoak kalera” cuelgan de todos los balcones y la sensación de estar en otro país es imposible de quitársela de encima. En Lesaka, a donde llegamos después de una hora de subir y bajar por montañas y valles y cruzar el embalse de San Antón, nos sorprendió una factoría inmensa de Aceralia. En Etxalar, cuatro kilómetros más allá tras los montes y las caídas del Bidasoa –hay una central de “Regatas del Echalar” que es una central eléctrica con casita antigua- descubrimos un pueblo igual que si lo hubieran sacado del pasado: verde de la humedad, de casitas blancas con portones de madera y contraventanas a juego, ni un edificio alto, una plaza y una iglesia con su alameda que las une: un pueblo de cuento.

Aquí nos perdimos de nuevo –ya nos habíamos perdido en Rentería intentando encontrar la carreterita amarilla, en los nudos de carreteras entre Rentería y Oiartzun, donde se cruzan autovías, autopistas de peaje y carreteras nacionales en muy pocos metros cuadrados de terreno- y sin buscarlo nos plantamos en Francia, tras escalar con grave peligro para nuestras vidas pues se nos echó un loco encima en una curva cerrada, por el puerto de Zizaleta. Nos dimos cuenta por el cartel de la cima. Hasta ese momento no lo teníamos claro. Habíamos subido y bajado ya tantos puertos, collados y montañas que no nos hacíamos una idea clara de hacia donde íbamos. Volvimos sobre nuestros pasos de nuevo a Etxalar y tuvimos que buscar a un aborigen para que nos indicara el camino. Una mujer, que sin dudarlo era de allí por su aspecto rollizo y sanote, amén de dos chapetones colorados en las mejillas y el típico flequillo “cortado a azada”, nos indicó la dirección. Según el plano de carreteras aun avanzábamos por nuestro “Yellow brik road”, pero aquello era un camino de carros. Tanto, que mosqueados tras la subida francesa, decidimos volver a preguntar, no fuera a ser que la vasca hubiera decidido vengarse en nosotros de esos “siglos de opresión” que también son un mito que entra dentro de las habilidades de los habitantes del lugar para tapar su ignorancia histórica, lo mismo que si fueran un Reparaz cualquiera. El buen hombre, un abuelo con su nieto, se rascó la frente un poco, dudó unos segundos pero nos dio las explicaciones más exactas de cuántas os podáis imaginar para estar, como estábamos, en mitad de la nada, en unos caminos de vacas sin señales algunas y a varios kilómetros de un cartel en castellano. “Siga este camino hasta un cruce. Allí a la derecha. No sé si habrá cartel, porque ya se sabe que la gente es muy mal educada, pero no hay otro cruce antes. Siguen por ese camino hasta el siguiente cruce. Allí seguro que no hay cartel, ahí sí que no, y vuelven a coger el camino de la derecha. No se equivoquen, el de la derecha y ya todo recto hasta cruzarse con una más grande donde ya habrá carteles que le indiquen.” Así fue. Tras coronar Orizki, que según el plano es un pueblo, pero que sólo es un cartel y unos metros más abajo, un caserío, el camino continúa bajando por entre bosques y prados hasta el famoso primer cruce. Había cartel, pero en euskera. Giramos a la derecha por otro camino aun mucho peor, donde a tramos, no había ni asfalto. Hasta el segundo cruce. Sin cartel pero con una indicación hacia el siguiente caserío: Eskisaroi. Coronamos otro montículo, el Izkolegi de 816 metros de altura: no hay nada más que prados, rocas e “invernales” con cerdos, vacas y ovejas.

Si la subida es mala, la bajada es peor. Y son 18 kilómetros, pero acabamos llegando a esa “carretera más grande con carteles” donde ponía claramente que Elizondo hacia la izquierda estaba a sólo 14 kilómetros. Habíamos recorrido todo el Señorío de Bértiz, palmo a palmo, para llegar a la misma carretera nacional que podíamos haber cogido sin problema alguno en Irún -que según el cartel estaba a 40 kilómetros- pero, claro, no habríamos podido comprobar fehacientemente, que allí no hay más que caseríos, vacas y ovejas y que de nuestra villa en el valle, ni una piedra. Con pena, pues, abandonamos nuestro “Yellow brik road”: ¿encontraríamos sin él al Mago de Oz?

La hora de comer se nos había pasado hacía ya mucho tiempo pero pensamos que algo podríamos comer en la capital del Valle. Craso error. Estaba todo cerrado y sólo encontramos abierta una taberna en la que no había ni una sola mujer y en la que nos pusieron tal cara de espanto al entrar, que giramos y nos marchamos. ¡Problemas, los justos!

Habíamos desayunado fuerte, así que podíamos alargarlo hasta la merienda, nos dijimos. Vamos a ponernos a buscar la casa. Una de las pistas, ya sabéis, era que no estaba en el pueblo mismo, que estaba al lado de una gasolinera. Después de darnos un paseo por el pueblo a mirar casas sobre todo las que estaban pegadas al río, por si las moscas, volvimos al coche para seguir por la carretera a ver si a la salida había una gasolinera, porque a la entrada no la habíamos visto. Y, efectivamente, ahí estaba la de Repsol. ¡Menuda alegría le dio a Luis! Tampoco estábamos en Elizondo, pues para ser exactos, tiene pegado por esa salida otro pueblo más pequeño: Elvetea. ¡Bueno, no íbamos tan mal! Nos habríamos chupado las mil y una revueltas del señorío, y estábamos sin comer, pero lo teníamos tan cerca que compensaba. Buscamos casas grandes cerca del río y nada más empezar, nos topamos con un hermoso caserón de piedra cárdena con su escudo en la puerta y aspecto de palacio. No tenía nombre. Luis se tiró del coche a ver si se inspiraba. Nada, pero vio venir a una mujer y se fue directo a preguntar. Yo me bajé y me acerqué a la casa. En una esquina, un cartel indicaba que era el Palacio Jaurola. ¡Qué chasco! La mujer tampoco sabía nada.

Volvimos al coche y lo intentamos con otra calle, y con otra más y con todas las del pueblo. Vimos algunas casas estupendas, muchas cerca o pegadas al río, todas con su escudo y algunas con nombre, pero ninguna era “nuestra” casa matriz.

Descubrimos unas casas más viejas, pero también de buen aspecto, un poco más arriba, al otro lado del río y decidimos subir. El camino se nos acabó a la puerta de una gran casa con un labriego, boina y “palu” en la mano, al que nos acercamos a preguntar.

“¿Reparacea? Pues me suena, si. Pero no sé donde puede estar. ¡Me cago en las lechugas! ¡De aquí de toda la vida y no le puedo decir! ¡¡Y mire que me suena…!! ´Pere, que le voy a preguntar a la mujer.” Y en vez de llamarla por su nombre, le pegó un silbido, como si fuera una vaca y lo mejor es, que ella acudió. Se asomó al portal de la casona y estuvieron ahí hablando sin que pudiéramos verla. ¡A lo mejor es que era una vaca de verdad! Nuestro hombre volvió con la contestación: “dice la mujer, que aquí no. En Elizondo, no. Que le suena en Irurita. Por la carretera general hacia Pamplona”. Es decir, por la que habíamos venido desde que dejáramos nuestro “Yellow brik road” del señorío de Bértiz.

Bueno, algo es algo: si a esta señora le suena, será que existe. Animados a pesar del fracaso, nos marchamos hacia Irurita. Está a sólo 7 kilómetros y ya nos habíamos fijado en las hermosas casas al lado de la carretera pegadas al río. Entramos en el pueblo, recorrimos calles y bajamos a ver casas, pero las que tenían aspecto de serlo tenían nombre y las que no tenían cartel, no parecían ser lo que queríamos encontrar. Como la distancia entre los dos pueblos es tan pequeña al poco rato estábamos casi de nuevo en Elizondo. Volvimos a parar a un hombrón con pinta de ser de allí y nos confirmó, como el labriego, que allí no. Que a él le sonaba que fuera incluso más allá de Irurita. ¡En Berroeta! Luego se quedó pensativo y cambió de opinión. “No, pasado Mugaire. Tienen que coger el desvío a Oronoz y Mugaire, al lado de una cantera. Luego hacia Narbarte y allí hay una gasolinera y por allí está.”

Bueno, estábamos a pocos kilómetros, y decidimos hacer ese último intento. Eran casi las seis de la tarde y llevábamos más de cinco horas tras la casa, entre pitos y flautas, pero no fuera a ser ésta la posibilidad que pierdes por una tontería. La carretera nos era muy familiar. Dejamos Elizondo, Irurita y llegamos a la desviación a Mugaire, donde la cantera que había dicho el hombre y que resultó ser la salida por la que habíamos dejado nuestro “Yellow brik road”. ¡Otra vez aquí! ¡Estamos buenos!

Pero, no nos desanimamos. Hicimos el giro que creímos oportuno -es otro nudo con varias conexiones- y nos equivocamos. ¡Para variar! Vimos un caserío un poco más arriba, nos acercamos y un mocetón, primo hermano de Yndurain por lo que se le parecía, no supo indicarnos, pero él también tenía una mujer para sacarle del apuro. Tenían un telefonillo para comunicarse con la casa, pero arriba nadie lo cogía, así que optó por el sistema del silbido que es mucho más efectivo. Se asomó a la ventana una mocetona, tan grande como él y con la misma nariz a lo Rossi de Palma. Parlamentaron y luego él se acercó a darnos la solución. Estaba en Oieregui, había que volver atrás y coger la rotonda de frente y no a la izquierda como habíamos hecho. Con tantas indicaciones de que aquello existía, no nos pudimos resistir. Vuelta atrás.

¿Sería esa la última vez? El sol se nos escapaba, había que llegar antes de que oscureciese, ¡haber llegado hasta casi la puerta y volverse con las manos vacías! De ninguna manera.

En la rotonda hicimos el giro como nos lo habían indicado la mocetona y seguimos de frente. A un par de kilómetros, ¡una gasolinera! Caramba. ¿Sería la gasolinera de la viuda de Reparaz? ¿La misma que la del hombretón de Elizondo? Seguimos, algo nerviosos. La carretera iba paralela al río. ¿Sería el río que pasaba por debajo de la casa? Había buenas casonas a su vera. Pero no de frente, sino de lado y no podíamos ver si tenían nombre o escudo. ¡Hay que llegar a Oieregui! Esto tiene muy buen aspecto. “¿Cúal te mola? Una de estas puede ser la vuestra. ¡Elige!”, le dije a Luis.

Oieregui estaba a unos metros y Narbarte también. ¡Oh, no! Nos habíamos vuelto a equivocar. No veíamos nada que pudiera ser lo que buscábamos. “Pues yo no me rindo, lo tenemos al alcance de los dedos, las pistas están aquí y las indicaciones parecen ser ciertas”, le dije a Luis. “Vamos a preguntar en la primera tienda que veamos”. Esta vez entramos en una tienda de chuches, txutxes que decía en la puerta. Y la dependienta, como si fuera una pregunta habitual se nos descolgó, tan tranquila con un: “¿Reparacea? Si, por la carretera hacia Mugaire, en la curva grande a la izquierda. ¡Y es un palacio!”

Pasmados. Salimos pasmados de allí: habíamos pasado delante. Toda la tarde buscándola y no lo habíamos visto. No podía ser. “Vamos hacia las casas grandes. Tiene que ser una de esas”, dije.

Y echamos a andar carretera adelante. Cuando nos acercábamos a las casas grandes nos dimos cuenta que ante una de ellas, una gran curva a la izquierda daba entrada a un camino lateral.

“¡Esa, Luis! ¡¡Tiene que ser esa!!”. Giramos a la izquierda en la gran curva, entramos en un camino que bordeaba el lateral de una gran casona y al acabar el camino, en una pequeña placita, con un puente de piedra que cruza el río nos dimos de bruces con “nuestra casa”.

Si, allí estaba la mítica casona familiar, grande, hermosa y aunque no tenía el nombre en la puerta, sí lucía el escudo de “florero con claveles marchitos” que tenemos en los papeles y vajillas de la familia debajo de uno de los balcones de su fachada. Balcones corridos llenos de ventanas. Dos torres una a cada lado y ante la puerta de entrada para carros, una sequoia de no menos de 20 metros de altura. Impresionante.

El río a su lado, no es que pase por debajo, pero está tan pegado a la tapia que parece que la casona emergiera de las aguas. ¡El río! El río que nunca tuvo nombre es el Bidasoa que allí, justo antes de girar y de unirse al Ezkurra, tiene una fuerza increíble y ruge como manada de leones. ¡Cómo no se va a oír desde la cama!

Saltamos del coche, como expulsados por un resorte. Una foto tras la otra. De frente, debajo del escudo, al lado de la puerta, con la sequoia detrás. Corrimos al puente de piedra. Había que hacer fotos del lateral y del jardín. ¡Y de la otra sequoia gigante que se veía desde allí! El jardín parecía grande y con árboles muy bonitos. La casa estaba vacía. Estábamos seguros de que era la que buscábamos, pero vimos aparecer una mujer con su paraguas, porque empezaba a llover y Luis se acercó a preguntar, pero ya con la seguridad del que sabe que no se ha equivocado: ¿es la Reparacea? ¿Verdad?

Lo era. Y está en Oieregui, al pie del Bidasoa. Y tiene el escudo familiar en la puerta y las sequoias más bonitas que yo he visto. ¡Caía otro mito familiar! Y esta vez, era más increíble la realidad, que el mito. Habíamos recorrido el “Yellow brik road” y el Mago de Oz nos había recompensado dándonos lo que buscábamos.

Sólo quedaba poner una cosa en su sitio. El nombre. No es una villa, ni una finca, ni un palacio o una casona. Es el solar donde echaban las raíces, las suyas y las de la piedra la familia que la habitaba, y eso en euskera siempre ha tenido un nombre: Etxea. Si aquel era el solar de los Repáraz, aquella era la Reparetxea. ¡Las cursilerías sólo para los de Madrid!

(*) Como esta crónica familiar es de 2004 tiempo ha habido desde entonces  para investigar. Y cierta razón tenían. Para ser exactos y ponerle “cargo al dato” hay que trepar por la rama Ímaz: el padre del tatarabuelo de Luis tuvo una hermana que se casó con con Antonio de Zumalacárregui y Múgica , que son los padres de general Tomás Antonio de Zumalacárregui e Imaz. El tatarabuelo, que se llamaba Juan Bautista, era el padre de Manuela Juana Imaz, que casó en 1834 con Ignacio Rodríguez-Baéz Derendinger, y tuvieron una hija Rosario Rodríguez Baez e Imaz, casada con Antonio de Reparaz: el músico. 

(**) Con el tiempo, el muy buen hacer de Carmen de Reparaz -hija de Gonzalo y nieta de Gonzalo- pudimos asistir en octubre de 2019 y en el Gran Teatro Falla de Cádiz a una representación de La gitanilla: obra de Bécquer musicada por Antonio de Reparaz. 

 

 

 

Fachada principal

Escudo

camino de acceso desde la carretera

El Bidasoa

El Bidasoa a su paso por Oieregui