Que el abuelito Asensio existió es algo que no dudamos ninguno. Saber, sabemos poco sobre él, y aunque ya nos hemos afanado en buscar en libros, recortes y cartas, datos de su vida, aun quedan lagunas que no hemos conseguido vadear. Sigue más vivo el mito que la persona. Y es lógico porque, al fin y al cabo, desapareció del horizonte familiar hace muchas décadas. Se fue con los primeros rayos de sol de un día del mes de julio de 1939 y salvo unas semanas, mucho tiempo después, ya en Nueva York, no le volvimos a tener entre nosotros.
Si nos preguntan donde vivió al marcharse, todos responderemos muy seguros, que en Nueva York. Si quieren saber a qué se dedicaba, ya la cosa se pone algo más tensa y apuntaremos varias profesiones, según lo que hayamos creído entender o lo que se desprenda de conjeturas varias y rumores que hemos oído aquí y allá. La verdad cierta, creo que no la sabremos nunca, pues nadie, de momento, nos puede confirmar a qué se dedicó los años en los que vivió en los Estados Unidos. En unas biografías dice que era traductor. Si, en las Naciones Unidas. Pero no lo podemos confirmar, aunque sepamos que hablaba inglés –si no lo hacía al llegar a los Estados Unidos, lo tuvo que aprender para poder subsistir-, árabe y español. Personas que le vieron allí, nos dicen que estaba en el edificio, pero ¿en condición de qué? Otros, cuentan que era profesor de español en un colegio. ¿O era en otro sitio? Tampoco lo podemos saber. Por lo menos, no lo sabemos todavía.
El llegó a Nueva York, enviado por el Gobierno de Negrín como agregado militar en la embajada española en Washington. Por raro que suene, pues el abuelo y Negrín no eran precisamente grandes amigos. Es más, una vez sobreseído el proceso contra él y una vez que salió de la cárcel, empezó a correr el rumor de que se estaba organizando un “algo” contra el gobierno y que ese “algo” lo encabezaba el abuelo y contaba con el apoyo de Largo Caballero y de Luis Araquistain, embajador de la República en Paris. Azaña, de hecho, les quería fusilar. Negrín, por tanto, encomendó al abuelo una misión fuera de España para quitárselo de en medio. Sabemos, porque Largo Caballero lo cuenta en sus memorias, que le consultó acerca de la conveniencia de aceptar este puesto. La conversación entre ambos tuvo lugar en Paris en febrero de 1939, cuando ya Largo Caballero había dejado España. El abuelo le fue a visitar cuando supo que había llegado a la capital francesa con idea de instalarse allí, aprovechando que él hacía escala para cruzar el charco camino de Nueva York. Largo Caballero, que apreciaba mucho al abuelo, le contestó que cuanto antes se marchara mejor para él. Y así fue. Unas semanas después la República perdió la guerra: ¡al menos el abuelo estaba vivo y a salvo!
También sabemos que formó parte de varios de los gobiernos en el exilio: entre febrero de 1949 y julio de 1951, durante el segundo gobierno de Álvaro de Albornoz, fue ministro con misión en América en el segundo gobierno de Félix Gordon Ordax, entre enero de 1956 y abril de 1960, fue ministro sin cartera y en el gobierno de Emilio Herrera Linares, entre mayo de 1960 y hasta su fallecimiento el 24 de febrero de 1961, fue ministro delegado.
Sabemos, por tanto, que murió en Nueva York y que allí le enterrarían. Es algo obvio. Además, tenemos los recortes de prensa que aparecieron esos días dando cuenta por un lado de su enfermedad y por otro, posterior, de su fallecimiento: hemos visto la esquela. Bien, pues esta historia que os voy a contar empieza justo con ella.
ÉRASE UNA VEZ UNA ESQUELA
Una esquela no mayor que un cromo, insertada en un periódico neoyorquino, “La Prensa”, allá por febrero de 1961 para informar del fallecimiento del general José Asensio Torrado. Dice poco, en diez líneas tampoco se puede decir mucho, pero lo suficiente como para que los que aquí le añoraban supiesen que el general había fallecido el “24 de febrero de 1961, a la edad de 68 años, en esta ciudad” y que era “natural de La Coruña, España” y “General del Ejército Republicano y delegado del Gobierno de la República Española en los Estados Unidos”.
Nos convoca al funeral “la Iglesia Evangélica de España en Nueva York” que, además “invita a toda la colonia hispana a los servicios fúnebres” que tendrán lugar en la Funeraria Universal de la calle Lexington a las 10 de la mañana para luego acompañar el cadáver hasta el cementerio”.
No falta la coletilla de agradecimiento: su viuda nos quedará eternamente agradecidos por ello. ¿Su viuda? ¿Pero si la viuda estaba en Madrid y no sabemos si informada del estado de salud de su marido? Pues si, pero en la esquela protagonista de esta historia, doña Caridad Palacios de Asensio es la que agradece la asistencia.
Sería la lejanía en el espacio y en el tiempo. Sería la vida tan distinta que la guerra le había llevado a vivir. Sería, seguro, una cuestión de supervivencia, pero el hecho cierto es que con esta esquela y el par de recortes de periódico se cerró para su familia en Madrid un capítulo, el de una vida real, y se abrió otro, el del mito, que hoy sigue tan vivo, como muerto quedó el abuelo tras el infarto del que trataron de salvarle los médicos del hospital Saint Claire.
Por eso, nuestra historia comienza con una esquela y un recorte, con mucha curiosidad y con un viaje a Nueva York. En la mente, algo calenturienta de un miembro de esta familia, había enraizado con fuerza la idea de buscar y visitar la tumba del general en Nueva York. Y si los datos de que disponíamos eran sólo los que ponía en la esquela y los que contaba el periódico, pues no quedaba más remedio que ser positivos y pensar que siempre serían mejor que nada. Y una mañana de noviembre, fría, pero no triste, de las que son tan habituales en Nueva York en otoño, partimos con ayuda del recorte y de la esquela en busca de la tumba del abuelo.
La esquela, chiquita como un cromo, dice sólo que agradecen que acompañen al cadáver hasta el cementerio, pero no dice a cuál y es de suponer que Nueva York tenga varios. Leemos con atención el recorte y allí, por suerte, especifica algo más: “el entierro se verificará el miércoles, a las diez y treinta de la mañana, en el cementerio Ferncliff, en Hartsdale, Nueva York”.
Lo primero, en vista de este dato, era ir a una estación de tren, porque Hartsdale, Nueva York, suena a población cercana a la ciudad y, además, porque instintivamente uno tiende a pensar que los cementerios están situados a las afueras de las ciudades y ¿por qué no lo iba a estar éste? Nos dirigimos a la Estación Central, entre las calles 42 y Lexington. Buena señal: íbamos bien: el funeral, dice nuestra esquela, fue en la Funeraria Universal de la calle Lexington, de manera que cabía suponer que se había escogido esa funeraria porque estaba cerca de la estación y eso conduce a pensar que efectivamente, Hartsdale, debía ser un barrio, población o arrabal a las afueras de Nueva York y que, por tanto, debía haber un tren o un metro para llegar desde el centro de la ciudad.
En el vestíbulo central de la estación, bajo la mirada del cielo estrellado, de las constelaciones y planetas que allí están dibujadas en color dorado sobre fondo azul, hay un kiosko de información y delante de las ventanillas, horarios de trenes a todas las poblaciones a las que se accede desde esta estación. Buscamos por orden alfabético y ¡tate! En la H estaba Hartsdale. Consultamos el horario: eran las once y cinco de la mañana y el siguiente tren salía a las once y veintitrés. ¡Nos valía!
Sacamos corriendo unos billetes -que por ser en “hora valle” nos costaron sólo seis dólares- y nos plantamos volando en el “track 38” para coger el tren. Según el horario iban a ser treinta minutos de viaje. Bueno, la primera parte no había sido difícil: existe al menos una población que se llama como dice el recorte y está, además, situada en las cercanías de Nueva York, lo que indudablemente, no era mala señal. Podía ser el sitio ideal para poner un cementerio.
El metro/tren se puso en marcha a la hora en punto. No sale a la superficie mientras atraviesa la isla de Manhattan hacia el norte. Cuando asomamos a la luz ha cruzado ya el East River y estamos en el Bronx. Nos miramos algo confusos. ¿Tan pobre era el abuelo que le tuvieron que llevar a enterrar a un sitio tan cutre como el que estábamos atravesando? Porque lo que se veía por las ventanas era igual que lo que reproducen las películas. Casas de tres o cuatro pisos, de ladrillo rojo, escaleras metálicas de incendios roñosas y viejas, con la mayoría de los cristales rotos o tapados con tablones de madera, cartones o papeles. Y sucio. Todas las calles llenas de basura. Largas y rectas, de manera que al pasar con el tren y mirar hacia ellas no acabas de ver el final. Son como rectas negras que se pierden en el infinito.
El tren para en Bronxville. La estación está bastante desangelada y algo destartalada, pero la gente se sube y se baja del tren con toda normalidad. No sabemos cuantas paradas hay hasta Hartsdale, porque no nos ha dado tiempo a mirarlo en el cartel luminoso a la entrada del andén, pero como sabemos que es una media hora -hora de llegada, las 12:09- pues de momento, vamos tranquilos. El conductor las canta todas antes de parar, pero entre el acento cerrado y el no conocer los nombres, la mitad de ellas no las entendemos hasta que no tenemos el cartel delante. ¡A ver si nos vamos a pasar!
Vamos en silencio, mirándonos entre curiosos y preocupados por la aventura que acabamos de emprender con tan pocos datos en la mano y sin habérnoslo pensado mucho. Volvemos a mirar nuestra esquelita. Releemos el recorte de prensa, repetimos los nombres un par de veces. ¿A ver si no va a ser ese Hartsdale el del cementerio del abuelo? ¿Y si es, pero ya no hay cementerio? Y aun peor, ¿y si ya no hay tumba? ¿Y estará cerca o lejos de la estación? ¡Si es que está!
Las estaciones van pasando y los minutos también. Hacia las doce, el revisor, retira nuestros billetes de la pinza del asiento donde los ha dejado desde que nos los pidió al salir de la estación central. Deducimos que debemos estar cerca. Afinamos el oído y efectivamente, dos paradas después, nuestro conductor anuncia arrastrando todas las letras y mascullando como si de chicle se tratara, la palabra mágica: Hartsdale.
Salimos a la estación. Las vías están atravesadas por un puente, de manera que el pueblo queda al otro lado de donde nos hemos apeado del vagón. Cruzamos y entramos en el edificio para preguntar por el cementerio. Se pasan la nota -hemos apuntado con letra clara y grande, el nombre del cementerio en un Post-it– los unos a los otros, pero ninguno lo conoce. ¡Vaya hombre! ¡Qué fallo! Nuestra suposición de que aquel es un lugar ideal para poner un cementerio no estaba bien fundada. Si lo hubiera, lo tendrían que conocer en la estación. Pero no estamos dispuestos a desanimarnos tan pronto y decidimos empezar a recorrer lo que parece la calle principal del pueblo, en cuyo extremo está la estación, en busca de alguna oficina municipal, ayuntamiento o similar. Hace un frío pelón. Empezamos por la acera de nuestra derecha, pero no vemos nada que nos pueda servir: papelería, veterinario y tienda de animales, supermercado, tienda de muebles con sus dueños sentados en sendas butacas y leyendo la prensa, peluquería, tienda de cosas de casa, de ropa, pero no hay oficina alguna. La calle se acaba. Delante ya no quedan más que casas de pisos. Y casitas bajas. Es el típico pueblo dormitorio. Un Las Rozas americano pero mucho menos poblado, con mucho bosque y muy verde, y bicicletas y aspecto de ser un sitio apacible. ¡Al menos es bonito! Respiramos tranquilos: al abuelo no le enterraron, si es que le enterraron allí, en un sitio feo.
¿Qué hacemos? De momento nos sentamos en un banco de la calle a planear la estrategia. No queda más que una cosa: entrar en las tiendas a ver si alguien puede echarnos una mano. ¿Y qué mejor que empezar por la floristería? Si hay un cementerio, sabrán donde está, porque mandarán ellos las flores. Es una deducción tan lógica que no puede fallar.
Y no falló: un empleado indio –indio de la India- y en su inglés tan especial confirmó que existía el cementerio y que estaba a una hora andando, al otro lado del bosque que se veía al final de la calle. ¡Estupendo! No estaba el día para paseos y una hora es mucho caminar con el frío, pero ¿para qué están los taxis? Bajamos a la estación, por indicación del florista indio, y lo cogimos allí. No son amarillos como en Nueva York: son colorados. ¡Buen color, sí señor, para ir a ver al “rojo masón”!
Le enseñamos el Post-it al taxista, para que no hubiera lugar a dudas, y salimos en dirección al bosque. Unos minutos después el hombre se dio la vuelta y me dijo, que le daba la impresión, que lo mejor era dejarnos en la entrada principal, porque le parecía que estábamos buscando “un algo” que no sabíamos muy bien donde estaba y que lo ideal era preguntar en la oficina. ¿Tanta cara de despiste llevábamos? No creo, pero tampoco era muy difícil llegar a la conclusión del buen hombre: dos extranjeros preguntando por un cementerio tenía pinta sólo de ser una cosa: vienen de fuera a visitar a un fallecido y no tienen muy claro donde van a encontrarle. ¡Y tenía toda la razón! No sólo no sabíamos donde, tampoco sabíamos si le íbamos a encontrar, que era mucho peor.
El bosque empezó a clarear y unos metros después y a la derecha de la carretera se abrió de repente un enorme espacio verde. ¡Estábamos en un cementerio a lo americano! Enormes extensiones de terreno verde, sin cruces, ni mausoleos, ni florituras, ni figurita alguna. Un lugar donde pueden reposar gentes de todas las religiones, todas las creencias, todas las razas. Todos iguales en el momento supremo. Un lugar para descansar en paz.
El taxista nos paró delante de un edificio enorme de mármol blanco, con unas gigantescas puertas doradas, la mar de feas, que parecían cerradas a cal y canto, pero que cedieron con suavidad al accionar la manilla. Un cartel indicaba el camino hacia las oficinas. A izquierda y derecha del pasillo había salas con cientos de nichos pequeños y grandes, con su cartel y su pequeño florero. Parecían columbarios.
Llegamos a la oficina y una amable señorita se levantó de su mesa para atendernos. Acodados en el mostrador le explicamos que creíamos que allí estaba enterrado nuestro abuelo, pero que eso había sucedido hace muchos años y no sabíamos si seguía allí o no y por supuesto, de seguir, donde encontrarle. No hizo ni un gesto, ni una mueca de sorpresa. Sólo nos pidió el nombre. ¿Sería que la gente entierra a sus abuelos y después se olvida de ellos con más frecuencia de lo que suponemos nosotros? Miró el papel y preguntó si el “Torrado” era el primer apellido o el segundo, porque, como todos sabemos, los anglosajones se conforman con uno, pero a cambio se ponen invariablemente dos nombres. A ver si José Asensio iba a resultar ahora lo mismo que José Antonio. Aclarada la duda, se encaminó a otra habitación y la oímos trastear en un fichero metálico.
No pasaron ni dos minutos cuando volvió con una ficha en la mano, y sin decirnos nada, se acercó a la fotocopiadora, sacó una copia, agarró otro papel, más grande por el camino, y se acercó a nosotros con la naturalidad de la que atiende a nietos descarriados todos los días. La fotocopia era de la ficha con los datos de la sepultura. Y la hoja grande, un croquis del cementerio donde señaló con el bolígrafo el sitio exacto del lugar que buscábamos y como llegar hasta él. Sin un aspaviento, sin una palabra más alta que la otra, sin sorpresa alguna. Nosotros estábamos boquiabiertos. No podíamos creer que aquello pudiera ser tan sencillo. Y sin embargo lo era, y lo era tanto, que los propios empleados ni se extrañaban. Uno entierra a un familiar y cuando buenamente puede se acerca a ver la tumba y si no puede en treinta años … ¡sus motivos tendrá! Ellos, mientras tanto, esperan y guardan los documentos por si hacen falta. Hoy, mañana o dentro de un siglo.
Dimos las gracias encantados y salimos a la calle a respirar, porque la emoción, lo inesperado de la facilidad y la excitación del momento nos tenían ahogados. Extendimos nuestras dos hojas -oro en paño- para leer lo que allí ponía, para ver con nuestros propios ojos que era cierto.
Y tan cierto: ahí estaba su nombre, el día que se le había enterrado, la sección del cementerio y el número de la sepultura, la dirección de la funeraria, su dirección en Nueva York y el familiar que le había llevado. De nuevo constaba, como en nuestra esquela, el nombre de mujer que ya conocíamos. Wife: Mrs. Caridad Asensio. Nos daba igual. Si ella le había acompañado hasta este hermosísimo cementerio; si ella lo había buscado para él, mal no le quería. Con el croquis en la mano salimos a la carretera para entrar por la puerta indicada, pero los nervios podían más que nosotros y en cuando nos dimos cuenta de que andábamos paralelos a la sección del cementerio donde el croquis marcaba la tumba del abuelo, nos metimos entre los setos que forman la valla a la enorme pradera verde en cuyo suelo había miles de placas que son todo lo que se ve de cada una de las tumbas. Todas iguales, de unos treinta por cuarenta centímetros, en bronce y colocadas en filas dobles.
En “Cherrywood section” -la sección donde decía el croquis que estaba enterrado el abuelo- hay 1210 plaquitas en el suelo, entre la hierba, algunas hojas y muchas ardillas. En diez filas paralelas y en orden desde la carretera hacia el interior del cementerio. Contamos las filas, y luego las plaquitas: desde la 955 al lado de la calle interior hasta la 901, casi en el seto de la valla.
La 905 estaba tapada por las hojas de los castaños que hay a ambos lados de la carretera y que se acumulan sobre las placas, porque éstas están un poco hundidas en la tierra, pero se retiran con facilidad. Nos agachamos y les dimos unos cuantos manotazos hasta que ante nuestros ojos apareció claro el nombre del abuelo en letras de molde: JOSÉ ASENSIO TORRADO y debajo, General de la República Española, y aún más abajo, 1892-1961. No lo podíamos ni creer. ¡Había sido tan fácil! Y habíamos estado tantos años sin saber donde estaba, si estaba, o qué había pasado. Nos mirábamos incrédulos: lo habíamos conseguido casi sin haberlo pensado en exceso, sin haber dado muchas vueltas y sólo con la ayuda de una esquela y un recorte de periódico. No llevábamos flores. Ni se nos había pasado por la cabeza, ¡quien iba a pensar que a la primera íbamos a dar con lo único real que de él nos queda hoy! Sacamos la cámara e hicimos todas las fotos que dio de sí el carrete. Nos agachamos muchas veces a tocar la placa, a acariciar con los dedos todas y cada una de las letras de molde con su nombre. Frías y duras como el acero, pero reales y por ello, entrañables. A pesar de los muchos esfuerzos por poner cara de columna, la emoción nos iluminaba los ojos y hacía que nos temblaran un poco las rodillas. Allí estaba el abuelo. Y aunque estábamos a miles de kilómetros de nuestras casas, la sensación de cercanía era enorme: podíamos estar en cualquier cementerio español, sólo éramos unos nietos visitando la tumba de su abuelo y por tanto nos sentíamos igual que si la visita la giráramos a un cementerio nacional. Era todo lo real y verdadero que pueda ser recogerse un momento delante de la tumba donde has visto enterrar a tu abuelo.
Toparse con la realidad, sin embargo, no significa que él vaya a dejar de ser un mito: eso ya no es posible porque, además, saberle allí nos reconforta y nos ayuda a soportar la desazón de no haberlo tenido durante tantos años. Ahora, eso sí, tenemos la absoluta certeza de que fue, también y, sobre todo, un hombre de carne y hueso. La pena es no haberle conocido.