Hartsdale

Que el abuelito Asensio existió es algo que no dudamos ninguno. Saber, sabemos poco sobre él, y aunque ya nos hemos afanado en buscar en libros, recortes y cartas, datos de su vida, aun quedan lagunas que no hemos conseguido vadear. Sigue más vivo el mito que la persona. Y es lógico porque, al fin y al cabo, desapareció del horizonte familiar hace muchas décadas. Se fue con los primeros rayos de sol de un día del mes de julio de 1939 y salvo unas semanas, mucho tiempo después, ya en Nueva York, no le volvimos a tener entre nosotros.

Si nos preguntan donde vivió al marcharse, todos responderemos muy seguros, que en Nueva York. Si quieren saber a qué se dedicaba, ya la cosa se pone algo más tensa y apuntaremos varias profesiones, según lo que hayamos creído entender o lo que se desprenda de conjeturas varias y rumores que hemos oído aquí y allá. La verdad cierta, creo que no la sabremos nunca, pues nadie, de momento, nos puede confirmar a qué se dedicó los años en los que vivió en los Estados Unidos. En unas biografías dice que era traductor. Si, en las Naciones Unidas. Pero no lo podemos confirmar, aunque sepamos que hablaba inglés –si no lo hacía al llegar a los Estados Unidos, lo tuvo que aprender para poder subsistir-, árabe y español. Personas que le vieron allí, nos dicen que estaba en el edificio, pero ¿en condición de qué? Otros, cuentan que era profesor de español en un colegio. ¿O era en otro sitio? Tampoco lo podemos saber. Por lo menos, no lo sabemos todavía.

El llegó a Nueva York, enviado por el Gobierno de Negrín como agregado militar en la embajada española en Washington. Por raro que suene, pues el abuelo y Negrín no eran precisamente grandes amigos. Es más, una vez sobreseído el proceso contra él y una vez que salió de la cárcel, empezó a correr el rumor de que se estaba organizando un “algo” contra el gobierno y que ese “algo” lo encabezaba el abuelo y contaba con el apoyo de Largo Caballero y de Luis Araquistain, embajador de la República en Paris. Azaña, de hecho, les quería fusilar. Negrín, por tanto, encomendó al abuelo una misión fuera de España para quitárselo de en medio. Sabemos, porque Largo Caballero lo cuenta en sus memorias, que le consultó acerca de la conveniencia de aceptar este puesto. La conversación entre ambos tuvo lugar en Paris en febrero de 1939, cuando ya Largo Caballero había dejado España. El abuelo le fue a visitar cuando supo que había llegado a la capital francesa con idea de instalarse allí, aprovechando que él hacía escala para cruzar el charco camino de Nueva York. Largo Caballero, que apreciaba mucho al abuelo, le contestó que cuanto antes se marchara mejor para él. Y así fue. Unas semanas después la República perdió la guerra: ¡al menos el abuelo estaba vivo y a salvo!

También sabemos que formó parte de varios de los gobiernos en el exilio: entre febrero de 1949 y julio de 1951, durante el segundo gobierno de Álvaro de Albornoz, fue ministro con misión en América en el segundo gobierno de Félix Gordon Ordax, entre enero de 1956 y abril de 1960, fue ministro sin cartera y en el gobierno de Emilio Herrera Linares, entre mayo de 1960 y hasta su fallecimiento el 24 de febrero de 1961, fue ministro delegado.

Sabemos, por tanto, que murió en Nueva York y que allí le enterrarían. Es algo obvio. Además, tenemos los recortes de prensa que aparecieron esos días dando cuenta por un lado de su enfermedad y por otro, posterior, de su fallecimiento: hemos visto la esquela. Bien, pues esta historia que os voy a contar empieza justo con ella.

ÉRASE UNA VEZ UNA ESQUELA

Esquela

Una esquela no mayor que un cromo, insertada en un periódico neoyorquino, “La Prensa”, allá por febrero de 1961 para informar del fallecimiento del general José Asensio Torrado. Dice poco, en diez líneas tampoco se puede decir mucho, pero lo suficiente como para que los que aquí le añoraban supiesen que el general había fallecido el “24 de febrero de 1961, a la edad de 68 años, en esta ciudad” y que era “natural de La Coruña, España” y “General del Ejército Republicano y delegado del Gobierno de la República Española en los Estados Unidos”.

Nos convoca al funeral “la Iglesia Evangélica de España en Nueva York” que, además “invita a toda la colonia hispana a los servicios fúnebres” que tendrán lugar en la Funeraria Universal de la calle Lexington a las 10 de la mañana para luego acompañar el cadáver hasta el cementerio”.

No falta la coletilla de agradecimiento: su viuda nos quedará eternamente agradecidos por ello. ¿Su viuda? ¿Pero si la viuda estaba en Madrid y no sabemos si informada del estado de salud de su marido? Pues si, pero en la esquela protagonista de esta historia, doña Caridad Palacios de Asensio es la que agradece la asistencia.

Sería la lejanía en el espacio y en el tiempo. Sería la vida tan distinta que la guerra le había llevado a vivir. Sería, seguro, una cuestión de supervivencia, pero el hecho cierto es que con esta esquela y el par de recortes de periódico se cerró para su familia en Madrid un capítulo, el de una vida real, y se abrió otro, el del mito, que hoy sigue tan vivo, como muerto quedó el abuelo tras el infarto del que trataron de salvarle los médicos del hospital Saint Claire.

Recorte

Por eso, nuestra historia comienza con una esquela y un recorte, con mucha curiosidad y con un viaje a Nueva York. En la mente, algo calenturienta de un miembro de esta familia, había enraizado con fuerza la idea de buscar y visitar la tumba del general en Nueva York. Y si los datos de que disponíamos eran sólo los que ponía en la esquela y los que contaba el periódico, pues no quedaba más remedio que ser positivos y pensar que siempre serían mejor que nada. Y una mañana de noviembre, fría, pero no triste, de las que son tan habituales en Nueva York en otoño, partimos con ayuda del recorte y de la esquela en busca de la tumba del abuelo.

La esquela, chiquita como un cromo, dice sólo que agradecen que acompañen al cadáver hasta el cementerio, pero no dice a cuál y es de suponer que Nueva York tenga varios. Leemos con atención el recorte y allí, por suerte, especifica algo más: “el entierro se verificará el miércoles, a las diez y treinta de la mañana, en el cementerio Ferncliff, en Hartsdale, Nueva York”.

Lo primero, en vista de este dato, era ir a una estación de tren, porque Hartsdale, Nueva York, suena a población cercana a la ciudad y, además, porque instintivamente uno tiende a pensar que los cementerios están situados a las afueras de las ciudades y ¿por qué no lo iba a estar éste? Nos dirigimos a la Estación Central, entre las calles 42 y Lexington. Buena señal: íbamos bien: el funeral, dice nuestra esquela, fue en la Funeraria Universal de la calle Lexington, de manera que cabía suponer que se había escogido esa funeraria porque estaba cerca de la estación y eso conduce a pensar que efectivamente, Hartsdale, debía ser un barrio, población o arrabal a las afueras de Nueva York y que, por tanto, debía haber un tren o un metro para llegar desde el centro de la ciudad.

En el vestíbulo central de la estación, bajo la mirada del cielo estrellado, de las constelaciones y planetas que allí están dibujadas en color dorado sobre fondo azul, hay un kiosko de información y delante de las ventanillas, horarios de trenes a todas las poblaciones a las que se accede desde esta estación. Buscamos por orden alfabético y ¡tate! En la H estaba Hartsdale. Consultamos el horario: eran las once y cinco de la mañana y el siguiente tren salía a las once y veintitrés. ¡Nos valía!

 

Información sobre la línea a Hartsdale

Sacamos corriendo unos billetes -que por ser en “hora valle” nos costaron sólo seis dólares- y nos plantamos volando en el “track 38” para coger el tren.  Según el horario iban a ser treinta minutos de viaje. Bueno, la primera parte no había sido difícil: existe al menos una población que se llama como dice el recorte y está, además, situada en las cercanías de Nueva York, lo que indudablemente, no era mala señal. Podía ser el sitio ideal para poner un cementerio.

El metro/tren se puso en marcha a la hora en punto. No sale a la superficie mientras atraviesa la isla de Manhattan hacia el norte. Cuando asomamos a la luz ha cruzado ya el East River y estamos en el Bronx. Nos miramos algo confusos. ¿Tan pobre era el abuelo que le tuvieron que llevar a enterrar a un sitio tan cutre como el que estábamos atravesando? Porque lo que se veía por las ventanas era igual que lo que reproducen las películas. Casas de tres o cuatro pisos, de ladrillo rojo, escaleras metálicas de incendios roñosas y viejas, con la mayoría de los cristales rotos o tapados con tablones de madera, cartones o papeles. Y sucio. Todas las calles llenas de basura. Largas y rectas, de manera que al pasar con el tren y mirar hacia ellas no acabas de ver el final. Son como rectas negras que se pierden en el infinito.

El tren para en Bronxville. La estación está bastante desangelada y algo destartalada, pero la gente se sube y se baja del tren con toda normalidad. No sabemos cuantas paradas hay hasta Hartsdale, porque no nos ha dado tiempo a mirarlo en el cartel luminoso a la entrada del andén, pero como sabemos que es una media hora -hora de llegada, las 12:09- pues de momento, vamos tranquilos. El conductor las canta todas antes de parar, pero entre el acento cerrado y el no conocer los nombres, la mitad de ellas no las entendemos hasta que no tenemos el cartel delante. ¡A ver si nos vamos a pasar!

Vamos en silencio, mirándonos entre curiosos y preocupados por la aventura que acabamos de emprender con tan pocos datos en la mano y sin habérnoslo pensado mucho. Volvemos a mirar nuestra esquelita. Releemos el recorte de prensa, repetimos los nombres un par de veces. ¿A ver si no va a ser ese Hartsdale el del cementerio del abuelo? ¿Y si es, pero ya no hay cementerio? Y aun peor, ¿y si ya no hay tumba? ¿Y estará cerca o lejos de la estación? ¡Si es que está!

Las estaciones van pasando y los minutos también. Hacia las doce, el revisor, retira nuestros billetes de la pinza del asiento donde los ha dejado desde que nos los pidió al salir de la estación central. Deducimos que debemos estar cerca. Afinamos el oído y efectivamente, dos paradas después, nuestro conductor anuncia arrastrando todas las letras y mascullando como si de chicle se tratara, la palabra mágica: Hartsdale.

Estación de Hartsdale

Salimos a la estación. Las vías están atravesadas por un puente, de manera que el pueblo queda al otro lado de donde nos hemos apeado del vagón. Cruzamos y entramos en el edificio para preguntar por el cementerio. Se pasan la nota -hemos apuntado con letra clara y grande, el nombre del cementerio en un Post-it– los unos a los otros, pero ninguno lo conoce. ¡Vaya hombre! ¡Qué fallo! Nuestra suposición de que aquel es un lugar ideal para poner un cementerio no estaba bien fundada. Si lo hubiera, lo tendrían que conocer en la estación. Pero no estamos dispuestos a desanimarnos tan pronto y decidimos empezar a recorrer lo que parece la calle principal del pueblo, en cuyo extremo está la estación, en busca de alguna oficina municipal, ayuntamiento o similar. Hace un frío pelón. Empezamos por la acera de nuestra derecha, pero no vemos nada que nos pueda servir: papelería, veterinario y tienda de animales, supermercado, tienda de muebles con sus dueños sentados en sendas butacas y leyendo la prensa, peluquería, tienda de cosas de casa, de ropa, pero no hay oficina alguna. La calle se acaba. Delante ya no quedan más que casas de pisos. Y casitas bajas. Es el típico pueblo dormitorio. Un Las Rozas americano pero mucho menos poblado, con mucho bosque y muy verde, y bicicletas y aspecto de ser un sitio apacible. ¡Al menos es bonito! Respiramos tranquilos: al abuelo no le enterraron, si es que le enterraron allí, en un sitio feo.

¿Qué hacemos? De momento nos sentamos en un banco de la calle a planear la estrategia. No queda más que una cosa: entrar en las tiendas a ver si alguien puede echarnos una mano. ¿Y qué mejor que empezar por la floristería? Si hay un cementerio, sabrán donde está, porque mandarán ellos las flores. Es una deducción tan lógica que no puede fallar.

Y no falló: un empleado indio –indio de la India- y en su inglés tan especial confirmó que existía el cementerio y que estaba a una hora andando, al otro lado del bosque que se veía al final de la calle. ¡Estupendo! No estaba el día para paseos y una hora es mucho caminar con el frío, pero ¿para qué están los taxis? Bajamos a la estación, por indicación del florista indio, y lo cogimos allí. No son amarillos como en Nueva York: son colorados. ¡Buen color, sí señor, para ir a ver al “rojo masón”!

Le enseñamos el Post-it al taxista, para que no hubiera lugar a dudas, y salimos en dirección al bosque. Unos minutos después el hombre se dio la vuelta y me dijo, que le daba la impresión, que lo mejor era dejarnos en la entrada principal, porque le parecía que estábamos buscando “un algo” que no sabíamos muy bien donde estaba y que lo ideal era preguntar en la oficina. ¿Tanta cara de despiste llevábamos? No creo, pero tampoco era muy difícil llegar a la conclusión del buen hombre: dos extranjeros preguntando por un cementerio tenía pinta sólo de ser una cosa: vienen de fuera a visitar a un fallecido y no tienen muy claro donde van a encontrarle. ¡Y tenía toda la razón! No sólo no sabíamos donde, tampoco sabíamos si le íbamos a encontrar, que era mucho peor.

El bosque empezó a clarear y unos metros después y a la derecha de la carretera se abrió de repente un enorme espacio verde. ¡Estábamos en un cementerio a lo americano! Enormes extensiones de terreno verde, sin cruces, ni mausoleos, ni florituras, ni figurita alguna. Un lugar donde pueden reposar gentes de todas las religiones, todas las creencias, todas las razas. Todos iguales en el momento supremo. Un lugar para descansar en paz.

Entrada a las oficinas del cementerio

El taxista nos paró delante de un edificio enorme de mármol blanco, con unas gigantescas puertas doradas, la mar de feas, que parecían cerradas a cal y canto, pero que cedieron con suavidad al accionar la manilla. Un cartel indicaba el camino hacia las oficinas. A izquierda y derecha del pasillo había salas con cientos de nichos pequeños y grandes, con su cartel y su pequeño florero. Parecían columbarios.

Llegamos a la oficina y una amable señorita se levantó de su mesa para atendernos. Acodados en el mostrador le explicamos que creíamos que allí estaba enterrado nuestro abuelo, pero que eso había sucedido hace muchos años y no sabíamos si seguía allí o no y por supuesto, de seguir, donde encontrarle. No hizo ni un gesto, ni una mueca de sorpresa. Sólo nos pidió el nombre. ¿Sería que la gente entierra a sus abuelos y después se olvida de ellos con más frecuencia de lo que suponemos nosotros? Miró el papel y preguntó si el “Torrado” era el primer apellido o el segundo, porque, como todos sabemos, los anglosajones se conforman con uno, pero a cambio se ponen invariablemente dos nombres. A ver si José Asensio iba a resultar ahora lo mismo que José Antonio. Aclarada la duda, se encaminó a otra habitación y la oímos trastear en un fichero metálico.

No pasaron ni dos minutos cuando volvió con una ficha en la mano, y sin decirnos nada, se acercó a la fotocopiadora, sacó una copia, agarró otro papel, más grande por el camino, y se acercó a nosotros con la naturalidad de la que atiende a nietos descarriados todos los días. La fotocopia era de la ficha con los datos de la sepultura. Y la hoja grande, un croquis del cementerio donde señaló con el bolígrafo el sitio exacto del lugar que buscábamos y como llegar hasta él. Sin un aspaviento, sin una palabra más alta que la otra, sin sorpresa alguna. Nosotros estábamos boquiabiertos. No podíamos creer que aquello pudiera ser tan sencillo. Y sin embargo lo era, y lo era tanto, que los propios empleados ni se extrañaban. Uno entierra a un familiar y cuando buenamente puede se acerca a ver la tumba y si no puede en treinta años … ¡sus motivos tendrá! Ellos, mientras tanto, esperan y guardan los documentos por si hacen falta. Hoy, mañana o dentro de un siglo.

Ficha

Dimos las gracias encantados y salimos a la calle a respirar, porque la emoción, lo inesperado de la facilidad y la excitación del momento nos tenían ahogados. Extendimos nuestras dos hojas -oro en paño- para leer lo que allí ponía, para ver con nuestros propios ojos que era cierto.

Y tan cierto: ahí estaba su nombre, el día que se le había enterrado, la sección del cementerio y el número de la sepultura, la dirección de la funeraria, su dirección en Nueva York y el familiar que le había llevado. De nuevo constaba, como en nuestra esquela, el nombre de mujer que ya conocíamos. Wife: Mrs. Caridad Asensio. Nos daba igual. Si ella le había acompañado hasta este hermosísimo cementerio; si ella lo había buscado para él, mal no le quería. Con el croquis en la mano salimos a la carretera para entrar por la puerta indicada, pero los nervios podían más que nosotros y en cuando nos dimos cuenta de que andábamos paralelos a la sección del cementerio donde el croquis marcaba la tumba del abuelo, nos metimos entre los setos que forman la valla a la enorme pradera verde en cuyo suelo había miles de placas que son todo lo que se ve de cada una de las tumbas. Todas iguales, de unos treinta por cuarenta centímetros, en bronce y colocadas en filas dobles.

Plano del cementerio Ferncliff
Sector Cherrywood

En “Cherrywood section” -la sección donde decía el croquis que estaba enterrado el abuelo- hay 1210 plaquitas en el suelo, entre la hierba, algunas hojas y muchas ardillas. En diez filas paralelas y en orden desde la carretera hacia el interior del cementerio. Contamos las filas, y luego las plaquitas: desde la 955 al lado de la calle interior hasta la 901, casi en el seto de la valla.

Lápida

La 905 estaba tapada por las hojas de los castaños que hay a ambos lados de la carretera y que se acumulan sobre las placas, porque éstas están un poco hundidas en la tierra, pero se retiran con facilidad. Nos agachamos y les dimos unos cuantos manotazos hasta que ante nuestros ojos apareció claro el nombre del abuelo en letras de molde: JOSÉ ASENSIO TORRADO y debajo, General de la República Española, y aún más abajo, 1892-1961. No lo podíamos ni creer. ¡Había sido tan fácil! Y habíamos estado tantos años sin saber donde estaba, si estaba, o qué había pasado. Nos mirábamos incrédulos: lo habíamos conseguido casi sin haberlo pensado en exceso, sin haber dado muchas vueltas y sólo con la ayuda de una esquela y un recorte de periódico. No llevábamos flores. Ni se nos había pasado por la cabeza, ¡quien iba a pensar que a la primera íbamos a dar con lo único real que de él nos queda hoy! Sacamos la cámara e hicimos todas las fotos que dio de sí el carrete. Nos agachamos muchas veces a tocar la placa, a acariciar con los dedos todas y cada una de las letras de molde con su nombre. Frías y duras como el acero, pero reales y por ello, entrañables. A pesar de los muchos esfuerzos por poner cara de columna, la emoción nos iluminaba los ojos y hacía que nos temblaran un poco las rodillas. Allí estaba el abuelo. Y aunque estábamos a miles de kilómetros de nuestras casas, la sensación de cercanía era enorme: podíamos estar en cualquier cementerio español, sólo éramos unos nietos visitando la tumba de su abuelo y por tanto nos sentíamos igual que si la visita la giráramos a un cementerio nacional. Era todo lo real y verdadero que pueda ser recogerse un momento delante de la tumba donde has visto enterrar a tu abuelo.

Toparse con la realidad, sin embargo, no significa que él vaya a dejar de ser un mito: eso ya no es posible porque, además, saberle allí nos reconforta y nos ayuda a soportar la desazón de no haberlo tenido durante tantos años.  Ahora, eso sí, tenemos la absoluta certeza de que fue, también y, sobre todo, un hombre de carne y hueso. La pena es no haberle conocido.

De familia

DE FAMILIA

 

Ontoria, agosto 2003

 

El capítulo más importante de la estancia norteña es estar con la familia. Tiene gracia, porque ninguno vive todo el año allí y nos vemos con mucha frecuencia en Madrid, pero no hay veraneo en Cantabria sin estar pendiente de todos y cada uno de los que allí estamos. ¡Y de los que allí estuvieron! Casi me atrevería a decir, que mucho más importante que alternar con los vivos, es hacerlo con el recuerdo de los que ya no están. Según llegan al valle se esponjan, reviven y se sienten igual que si el tiempo no pasara por ellos y rodeados de las mismas personas que cuando lo dejaron. Afloran las sensaciones y sentimientos de nostalgia con una fuerza inusitada y no pasan ni 24 horas y ya parece que ninguno se ha movido de allí en su vida. Integrados en el paisaje, traspasados por la luz brillante del cielo y el verde de los prados. No hay año en el que no surja una anécdota olvidada. Siempre hay algún familiar que recupera de repente la memoria y recuerda montones de cosas que hacía años que se le habían borrado de la cabeza. Si, la memoria es selectiva y con la edad mucho más: vuelven a la vida personajes de los que apenas has oído hablar con una frescura y lozanía increíble y cientos de cuentos e historias que bien valdrían un buen libro.

No hay aperitivo, merienda, comida o café en el que no se mencione a algún pariente por lejano que sea y se hagan cábalas de la conexión que le une con los vivos o con alguno más de los que tengamos despistados dentro del árbol genealógico familiar. Algunas ramas las tenemos trilladas y ya no ofrecen posibilidad alguna de duda: ¿quién discute hoy en día que el abuelo de don Ramón de la Serna, marido de “la eximia” (*), se llamaba Juan Antonio de la Serna y Fernández de la Cotera. Por esas ramas tan altas ha escalado el tío Alfonso hasta toparse, arriba del todo, con el tan traído y tan llevado, don Benito de la Serna, segundo apellido desconocido, que nació en Santibañez y Carrejo en el primer cuarto de siglo de 1600. ¡Qué pena que de ahí para arriba ya no haya más hojarascas que desbrozar: el archivo está destruido!

Podemos, en todo caso, preguntarnos quienes serían los muchos Sernas que aparecen en los libros parroquiales de Santibáñez, incompletos y poco datados según nos vamos sumiendo en el pozo de los años del siglo XVI, que es cuando se inicia el registro. ¿Quién sería Ana de la Serna, casada con Domingo Fernández de Amor en 1582? ¿Y el Juan de la Serna que casara con Antonia Martínez en 1586? ¡Faltan documentos y se han perdido libros pero cuatro siglos después conservamos una Ana y un Juan del mismo apellido entre nosotros!

¿Tan poco hemos cambiado? Repasando listas de nombre descubro muchos iguales. Yo existí también antes: María de la Serna era la hermana del bisabuelo don Ramón. De la Serna y Cueto, pero María, como yo. Entre los hermanos de don Ramón descubro un Manuel de la Serna -entrañable tío Manolín- y una Concha de la Serna, predecesora de la actual de la Serna Escasany. Si sólo nos fijamos en el nombre y no en el apellido los más frecuentes son Ramón, Fernando y Juan entre los hombres y Ana, María y Concepción entre las mujeres. Y tenemos Ramones y Conchas entre los que aquí estamos.  

Otra manera de matar el rato con el árbol genealógico es la de tender un puente entre un antepasado intangible y una rutina diaria: meter un muerto familiar en el día a día. Este verano, por ejemplo, hemos especulado mucho con la aseveración de Alfredo de que en la casa que hoy es suya en Mazcuerras vivió don Víctor Espina, padre de doña Concha, es decir, nuestro tatarabuelo, ¿no? Don Víctor murió en Mazcuerras en enero de 1920, así que, ¿por qué no? Con esta rama del tronco familiar podemos jugar a más adivinanzas, pues don Víctor no se llamaba sólo Espina. Llevaba un Rodríguez delante. Era apellido compuesto. Pero, ¿cuándo con exactitud se quitó el “Rodríguez”? ¿Fue siempre un apellido compuesto? ¿O los unió algún antepasado? Tanto el abuelo como el bisabuelo de doña Concha lo utilizaban ya con el guion: Hermenegildo Rodríguez-Espina y Rozas, el abuelo, y Francisco Rodríguez-Espina, el bisabuelo. Y no ha habido manera, dice el tío Alfonso, de investigar pariente alguno anterior a este Paco de Cangas de Tineo en Asturias. ¡Qué rabia!

Entre café, copa y puro podemos entretenernos también discutiendo porqué se quitaría, perdería, dejaría de utilizarse el “de” que antecede a Cueto. Porque el abuelo de don Ramón -“el eximio”- consta como Fernando de Cueto y Quijano en el acta de nacimiento de la Casa de los Tiros de Molledo allá por 1798, pero no aparece ya en el apellido de su hija Baldomera -¡nombres había!- de cuyo matrimonio con don José de la Serna y Haces nació en 1870 nuestro bisabuelo don Ramón.

-Este Fernando de Cueto y Quijano fue el abuelo del famoso capitán Cueto del que tanto nos has oído hablar-, me dice mi padre viendo la cara de curiosidad que tengo.
-¿El de la casa de la esquina con la carretera en Cabezón?
-El de la casa de Cabezón, el de Cuba…
-¿El de Jovita?
-Si, ese mismo. Don Fernando, su abuelo, el de la Casa de los Tiros, estaba casado con Maria Josefa Sánchez y de la Campa Cos, natural de Comillas. Tuvieron cinco hijos, si mal no recuerdo: Baldomera, que como ya hemos dicho, era la madre de don Ramón de la Serna, el eximio; Dolores, Fernando, María Matea y Concepción. Esta última, casada con Cástor Gutierrez de la Torre, fue la madre del capitán Cueto.
-…¡Que por lo tanto se llamaba en realidad Gutiérrez de Cueto de la Torre y Sánchez, si hablamos con propiedad!
-Si, pero eso debía ser muy largo y él se quedó sólo con el Cueto: y bastante aire le dio. Fueron nueve hermanos. Sixto y él, marinos mercantes ambos. Sixto, capitán de barcos de vela y de vapor, se estableció en Perú, en Islay donde había una factoría. Se le conocía como el “Chapetón Cueto”.
-¿Chapetón?
-Chapetón era el nombre que les daban en Perú a los españoles. Tenía fama de mal genio. De hecho se sabe, que al menos, había tirado al mar a un piloto marsellés, se había pegado con un presumido ingeniero yanki y, desde luego, había lanzado por el balcón a un representante del gobierno. Fue cuando la construcción del ferrocarril de Islay a Puno. Parece ser que este hombre quiso hacer alguna pifia y el “Chapetón”, que se dio cuenta, no se anduvo por las ramas. Con los años se hizo imprescindible y cualquier trato que había de llevarse a cabo en lo que había sido la factoría, contaba con su participación. La ciudad fue creciendo. El era un hombre que, aunque no era muy rico, tenía mucha influencia, pero también muchos enemigos. Se peleó, además, con el obispo y en cuanto hubo revueltas en la ciudad, acabó en la cárcel. Eso le salvó de morir porque la masa enfurecida prendió fuego la ciudad y no quedó nada en pie, salvo ese edificio. Salió triunfador de la contienda, arengó a las masas, metió al gobernador en prisión y los indios, agradecidos, le construyeron una casa de tablones de madera al otro lado del puerto, en la otra orilla de la bahía y allí fue donde colgó el famoso letrero, del que también nos habrás oído hablar a tu tío Gonzalo y a mí:

GUTIERREZ CUETO AND SONS
MOLLEDO
Perú

Y así, de paso, fundó en Perú una nueva ciudad que se llamó como el pueblo en el que él había nacido. Durante muchos años siguió siendo el puerto de Islay, pero los cartógrafos acabaron agregando Mollendo al puerto -le añadieron esa N un poco por jorobar – que hoy sigue siendo el puerto de Mollendo Islay y una próspera ciudad del Pacífico peruano.

-¡Vaya hermano! ¿Y eran todos iguales?
-Hubo de todo. Sobre todo,  hombres de letras: Enrique, escritor y pintor, fundó en 1866 el diario “El Atlántico” de Santander. Es el padre de María Blanchard, la pintora.
-Es decir de María Gutiérrez Blanchard.
-Así es. También está Domingo, abogado, político y escritor -de seudónimo “Mingo Revulgo”-; Antonio, otro escritor; Cástor, que murió muy joven; Ángel, que emigró a Méjico y las mujeres: Julia, casada con un Quirós y padres del pintor Antonio Quirós y Ana, casada con Eduardo de la Torre y por tanto, padres de Matilde de la Torre. ¿Te sitúas?
-¡Vaya lujo de familión! Parece imposible que de tan poco territorio salga tanta gente de valía. ¿Y el capitán Cueto? Le hemos perdido con tanto hermano interesante.
-El capitán Cueto también era marino mercante. Viajó por los siete mares, comerció con maderas y condujo con mano firme tripulaciones orientales muy dadas al pirateo y las sublevaciones. Estuvo en Argentina y se estableció en Cuba. Y de aquí es el famoso episodio del bloqueo de La Habana.
-Si, me suena algo así como que sorteaba los barcos americanos.
-Exacto. Los americanos habían bloqueado la isla de Cuba y no dejaban que entrara barco alguno en la bahía de La Habana a abastecer a sus habitantes. Cueto, que capitaneaba entonces el “Purísima Concepción”, conocía la bahía como la palma de la mano y aunque tiene poca profundidad en algunos puntos, sabía como manejar su barco, de vapor, en silencio y con las luces apagadas, por los canales con el suficiente calado. Durante semanas burló la vigilancia americana y llevó víveres a los cubanos. Hasta que le pillaron y le hundieron el barco. Salvó a sus hombres, pero perdió sus dineros.
-Así que se tuvo que volver a España y casar bien, porque Jovita tenía buen bolsillo, ¿no?
-Pico más o menos, Jovita del Rivero o Gil del Rivero, que no lo sé bien, era mujer de armas tomar. Del Capitán Cueto es aquello de “cuando yo tenga la suerte de tener la desgracia de perder a mi Jovita…”
-¡Desde luego! Se le ve el plumero. A pesar de sus ojitos claros y su melena rubita, entre el genio que tenía y la pluma que gastaba,…¡debían de temerle los vecinos de su Cabezón de la Sal natal!
-Si, era muy aficionado a hacerle ripios maliciosos, cuchufletas o epigramas a los personajes del pueblo. Tenía enfilado al alcalde, Vicente Arines, que tenía una chepa que fue blanco de sus bromas. Pero no se salvaba nadie.
-Yo tengo uno de esos versitos, que me parece que a nosotros, a los de la Serna de hoy o a los de entonces, nos va al pelo, pues a ellos está dedicado:

SI SERNA TUVIERA SARNA
Y LO TUVIERA EN UNA PIERNA
QUE ES DONDE LA SARNA ENCARNA
CURARÍA SERNA Y SARNA
DE LA SARNA Y DE LA PIERNA

-¡Caramba! Sí que es bueno. ¿De dónde lo has sacado?
-Ya ves, curiosa que es una. Y también sé que alguna vez capitaneó otro barquito velero menos famoso y más pequeño, que se llamó “Niña Marita”…
-¡Eres una bruja!

 

 

(*) La eximia es el apelativo cariñoso con el que, en esta familia, nos referimos a la escritora Concha Espina. Mi bisabuela.

 

En busca de la Arcadia familiar

EN BUSCA DE LA ARCADIA FAMILIAR

Marzo, 2004

Si hay algo que caracteriza a los miembros de mi familia política es el desconocimiento casi absoluto de lo relativo a su familia, su origen o sus raíces. Pero, para disimular estas carencias, cuyo motivo desconozco, han creado una serie de mitos, que como todos, tendrán su verdad oculta, pero que no son base científica alguna sobre la que trabajar, con las que suplantan la falta fehaciente de datos.

Como diría el viejo refrán “han oído campanas” pero no saben donde. No les importa: con el tañido que les llega han construido sus verdades y son felices transmitiéndolas como parte de la genealogía familiar.

Uno de los mitos familiares a los que me refería un poquito más arriba es el de su origen: “nosotros somos navarros”, aunque pronuncien su apellido con el acento puesto en la última sílaba, Reparáz. Los navarros lo pronuncian con el acento en la segunda de las tres sílabas del apellido: Repáraz, que es donde acepta la tilde la vocal, lo mismo que en Gómez o en Pérez. Así pues, aunque esto parece cierto porque la cuestión gramatical lo avala, no hay muchas referencias más que lo confirmen. Porque, el otro gran mito que esgrimen, “somos descendientes de Zumalacárregui” aún es casi más increíble y está por ver (*). No saben por cual de las ramas familiares habría que subir para llegar a este buen hombre, quitando la de su madre, de la que más o menos tienen clara la generación previa a la suya.

Pero tienen recursos para disimular: la prima de Perú que se llama Reparaz y es hija de un geógrafo muy importante, “el de la guía REP del Perú”, o “yo tuve un abuelo músico”, que se llamaba Reparaz, o “aun existe la casa familiar en el valle de Elizondo”.

Con los años, yo que soy muy dada a trepar por los asuntos familiares en busca de las grandes verdades que los mitos nos ocultan, he podido ir desbrozando el camino y a algunas conclusiones ciertas sí hemos llegado.

Hubo un músico en la familia. Se llamó Antonio de Repáraz Aznar y nació en 1833 en Cádiz. Era hijo de otro músico –cuyo nombre aún no sabemos-, de familia arruinada tras la invasión francesa y era el mayor de 21 hermanos. A los 16 años dirigió por primera vez una orquesta en Santander y en 1856 estrenó su primera zarzuela. Algo tendría de navarro, cuando la Diputación de Navarra le becó para estudiar en Italia. Se le conoce, básicamente, porque fue él quien puso música a cuatro obras de Bécquer: La cruz del Valle, Las bodas de Camacho, La venta encantada y La gitanilla. Estrenó su ópera La renegada en Oporto en 1874 y consiguió que se cantara después en el teatro Malibrán de Venecia. Pero, a pesar de todo esto, volvió a España arruinado y enfermo y murió en Reus el 14 de marzo de 1886. Tres años antes de que naciera su nieto Antonio, padre de Luis: mi suegro. Es decir, que el músico no les pilla tan lejos: es el bisabuelo de Luis (**).

Y hubo un famoso geógrafo del Perú: Gonzalo de Repáraz., hijo del músico y de su mujer, María del Rosario Rodríguez-Báez e Imaz, de ascendencia peruana, pues su madre, Manuela Juana Ímaz, había nacido en Lima y era de familia limeña, descendientes de conquistadores españoles, que con esos apellidos evidencian sus orígenes navarros. Gonzalo, además de geógrafo, fue periodista y a lo largo de su vida escribió más de seis mil artículos sobre política. No os gloso su obra, porque ocuparía varios folios y eso tampoco aporta nada a nuestra investigación familiar. Casado dos veces, cosa que en la familia de Luis es muy frecuente, tiene aun familia en Lima, a los que tenemos el placer de haber conocido este año pasado en casa de Ángel Castilla, pues Ina, su mujer, no deja de ser tan Repáraz como Luis: es su hermana mayor.

Así pues, dos de los grandes mitos asumidos en la familia, desbrozados con cuidado han resultado ser bastante menos que mitos y no más que datos ciertos, curiosos, eso si, pero que deberían conocerse algo mejor pues son de antes de ayer. ¿Quién no se sabe los nombres de sus bisabuelos? Ya no digo nosotros, que con nuestra eximia tenemos más que ganado el cielo, ¡cualquiera!

Más complicado parece, sin embargo, remontarse a Zumalacárregui. Pero todo se habrá de andar. Muchas de estas cosas las descubres por casualidades y con un poco de suerte es posible que llegues a encontrar la verdad que buscas. Por ejemplo: no hace más de un par de meses, a Luis le fue a ver una mujer mayor, viuda de un médico, para que le pinchara las varices. Y le contó, que venía desde Vitoria a verle, porque se llamaba Repáraz, como su marido. Ella es otra viuda de Repáraz, de don Rafael. Claro, se pusieron a contarse las historias familiares. Luis aportó pocos datos, porque está bastante pez en la materia y no le pudo decir a la viuda ni el nombre de su bisabuelo. Pero la buena mujer aportó un dato más que es el que ha servido de base para desmontar otro mito familiar: la casa solariega del valle de Elizondo. Esta mujer ha dormido en ella y confirma que existe.

El reto de encontrar la casa, la Arcadia feliz de una familia de dinero en el maravilloso valle navarro de Elizondo –de Baztán, para ellos- le tentaba muchísimo, pues ninguno de sus familiares vivos la conocía, la había visto o sabía de su existencia real, más que por la tradición mítico-oral que ya hemos comentado. Las sobrinas de Luis, que tienen una tienda de muebles en Madrid, han llamado al negocio “Villa Reparacea”: un nombre adecuado para un local donde se venden los elementos que hacer de una casa un hogar. Un recuerdo a los paraísos perdidos, no sabemos bien porqué, o la evocación a glorias pasadas.

Aprovechando el congreso en San Sebastián decidimos que ese era el momento de buscarla. Partíamos con muy pocas pistas, porque aunque la viuda de Repáraz había prometido llevarle un plano a Luis, la mujer vive en Vitoria y sólo viene una vez cada seis semanas a pincharse las varices. No teníamos, pues plano alguno. Sabíamos, por ella, que “pasa el río por debajo porque lo oyes desde la cama”, que no estaba en Elizondo, capital del valle, sino en una pedanía o caserío cercano en el Señorío de Bértiz, cerca de una gasolinera y que ya no pertenece a ningún Repáraz, sino a unos señores de San Sebastián.

El sábado por la mañana nos pusimos en camino con la guía CAMPSA en las manos. Según el mapa, la mejor opción era ir hasta Irún y luego bajar por la nacional 121 A, dirección Pamplona, hasta Mugaire y allí, cambiar a la 121 B, que sube a la frontera de Francia por el paso de Dantxarinea. En ese segundo tramo de la carretera está Elizondo.

Pero Luis, con el soniquete del Señorío de Bértiz en el oído, pensó que para recorrerlo a fondo, lo mejor era dejar las carreteras nacionales y meterse por las locales: desde Rentaría a Oiartzun, de allí a Lesaka, cruzar la famosa 121 A y seguir hacia Etxalar, ya en el territorio o comarca del Señorío de Bértiz, Orizki y girando hacia abajo, recorrerlo  hasta Elizondo. En el plano venían como carreteras de color amarillo: seguimos pues el famoso “Yellow brik road” para encontrar a nuestro particular “Mago de Oz”.

Nos encontramos con caminos mal asfaltados, con valles y subidas increíbles, con bosques de castaños y robles, ahora sin hojas, de pinos, machacados por los bolsones de la oruga procesionaria y con un sinfín de caseríos desperdigados aquí y allá: el país vasco más profundo. Los carteles que marcan la situación de los diferentes caseríos están en euskera, los carteles de “presoak kalera” cuelgan de todos los balcones y la sensación de estar en otro país es imposible de quitársela de encima. En Lesaka, a donde llegamos después de una hora de subir y bajar por montañas y valles y cruzar el embalse de San Antón, nos sorprendió una factoría inmensa de Aceralia. En Etxalar, cuatro kilómetros más allá tras los montes y las caídas del Bidasoa –hay una central de “Regatas del Echalar” que es una central eléctrica con casita antigua- descubrimos un pueblo igual que si lo hubieran sacado del pasado: verde de la humedad, de casitas blancas con portones de madera y contraventanas a juego, ni un edificio alto, una plaza y una iglesia con su alameda que las une: un pueblo de cuento.

Aquí nos perdimos de nuevo –ya nos habíamos perdido en Rentería intentando encontrar la carreterita amarilla, en los nudos de carreteras entre Rentería y Oiartzun, donde se cruzan autovías, autopistas de peaje y carreteras nacionales en muy pocos metros cuadrados de terreno- y sin buscarlo nos plantamos en Francia, tras escalar con grave peligro para nuestras vidas pues se nos echó un loco encima en una curva cerrada, por el puerto de Zizaleta. Nos dimos cuenta por el cartel de la cima. Hasta ese momento no lo teníamos claro. Habíamos subido y bajado ya tantos puertos, collados y montañas que no nos hacíamos una idea clara de hacia donde íbamos. Volvimos sobre nuestros pasos de nuevo a Etxalar y tuvimos que buscar a un aborigen para que nos indicara el camino. Una mujer, que sin dudarlo era de allí por su aspecto rollizo y sanote, amén de dos chapetones colorados en las mejillas y el típico flequillo “cortado a azada”, nos indicó la dirección. Según el plano de carreteras aun avanzábamos por nuestro “Yellow brik road”, pero aquello era un camino de carros. Tanto, que mosqueados tras la subida francesa, decidimos volver a preguntar, no fuera a ser que la vasca hubiera decidido vengarse en nosotros de esos “siglos de opresión” que también son un mito que entra dentro de las habilidades de los habitantes del lugar para tapar su ignorancia histórica, lo mismo que si fueran un Reparaz cualquiera. El buen hombre, un abuelo con su nieto, se rascó la frente un poco, dudó unos segundos pero nos dio las explicaciones más exactas de cuántas os podáis imaginar para estar, como estábamos, en mitad de la nada, en unos caminos de vacas sin señales algunas y a varios kilómetros de un cartel en castellano. “Siga este camino hasta un cruce. Allí a la derecha. No sé si habrá cartel, porque ya se sabe que la gente es muy mal educada, pero no hay otro cruce antes. Siguen por ese camino hasta el siguiente cruce. Allí seguro que no hay cartel, ahí sí que no, y vuelven a coger el camino de la derecha. No se equivoquen, el de la derecha y ya todo recto hasta cruzarse con una más grande donde ya habrá carteles que le indiquen.” Así fue. Tras coronar Orizki, que según el plano es un pueblo, pero que sólo es un cartel y unos metros más abajo, un caserío, el camino continúa bajando por entre bosques y prados hasta el famoso primer cruce. Había cartel, pero en euskera. Giramos a la derecha por otro camino aun mucho peor, donde a tramos, no había ni asfalto. Hasta el segundo cruce. Sin cartel pero con una indicación hacia el siguiente caserío: Eskisaroi. Coronamos otro montículo, el Izkolegi de 816 metros de altura: no hay nada más que prados, rocas e “invernales” con cerdos, vacas y ovejas.

Si la subida es mala, la bajada es peor. Y son 18 kilómetros, pero acabamos llegando a esa “carretera más grande con carteles” donde ponía claramente que Elizondo hacia la izquierda estaba a sólo 14 kilómetros. Habíamos recorrido todo el Señorío de Bértiz, palmo a palmo, para llegar a la misma carretera nacional que podíamos haber cogido sin problema alguno en Irún -que según el cartel estaba a 40 kilómetros- pero, claro, no habríamos podido comprobar fehacientemente, que allí no hay más que caseríos, vacas y ovejas y que de nuestra villa en el valle, ni una piedra. Con pena, pues, abandonamos nuestro “Yellow brik road”: ¿encontraríamos sin él al Mago de Oz?

La hora de comer se nos había pasado hacía ya mucho tiempo pero pensamos que algo podríamos comer en la capital del Valle. Craso error. Estaba todo cerrado y sólo encontramos abierta una taberna en la que no había ni una sola mujer y en la que nos pusieron tal cara de espanto al entrar, que giramos y nos marchamos. ¡Problemas, los justos!

Habíamos desayunado fuerte, así que podíamos alargarlo hasta la merienda, nos dijimos. Vamos a ponernos a buscar la casa. Una de las pistas, ya sabéis, era que no estaba en el pueblo mismo, que estaba al lado de una gasolinera. Después de darnos un paseo por el pueblo a mirar casas sobre todo las que estaban pegadas al río, por si las moscas, volvimos al coche para seguir por la carretera a ver si a la salida había una gasolinera, porque a la entrada no la habíamos visto. Y, efectivamente, ahí estaba la de Repsol. ¡Menuda alegría le dio a Luis! Tampoco estábamos en Elizondo, pues para ser exactos, tiene pegado por esa salida otro pueblo más pequeño: Elvetea. ¡Bueno, no íbamos tan mal! Nos habríamos chupado las mil y una revueltas del señorío, y estábamos sin comer, pero lo teníamos tan cerca que compensaba. Buscamos casas grandes cerca del río y nada más empezar, nos topamos con un hermoso caserón de piedra cárdena con su escudo en la puerta y aspecto de palacio. No tenía nombre. Luis se tiró del coche a ver si se inspiraba. Nada, pero vio venir a una mujer y se fue directo a preguntar. Yo me bajé y me acerqué a la casa. En una esquina, un cartel indicaba que era el Palacio Jaurola. ¡Qué chasco! La mujer tampoco sabía nada.

Volvimos al coche y lo intentamos con otra calle, y con otra más y con todas las del pueblo. Vimos algunas casas estupendas, muchas cerca o pegadas al río, todas con su escudo y algunas con nombre, pero ninguna era “nuestra” casa matriz.

Descubrimos unas casas más viejas, pero también de buen aspecto, un poco más arriba, al otro lado del río y decidimos subir. El camino se nos acabó a la puerta de una gran casa con un labriego, boina y “palu” en la mano, al que nos acercamos a preguntar.

“¿Reparacea? Pues me suena, si. Pero no sé donde puede estar. ¡Me cago en las lechugas! ¡De aquí de toda la vida y no le puedo decir! ¡¡Y mire que me suena…!! ´Pere, que le voy a preguntar a la mujer.” Y en vez de llamarla por su nombre, le pegó un silbido, como si fuera una vaca y lo mejor es, que ella acudió. Se asomó al portal de la casona y estuvieron ahí hablando sin que pudiéramos verla. ¡A lo mejor es que era una vaca de verdad! Nuestro hombre volvió con la contestación: “dice la mujer, que aquí no. En Elizondo, no. Que le suena en Irurita. Por la carretera general hacia Pamplona”. Es decir, por la que habíamos venido desde que dejáramos nuestro “Yellow brik road” del señorío de Bértiz.

Bueno, algo es algo: si a esta señora le suena, será que existe. Animados a pesar del fracaso, nos marchamos hacia Irurita. Está a sólo 7 kilómetros y ya nos habíamos fijado en las hermosas casas al lado de la carretera pegadas al río. Entramos en el pueblo, recorrimos calles y bajamos a ver casas, pero las que tenían aspecto de serlo tenían nombre y las que no tenían cartel, no parecían ser lo que queríamos encontrar. Como la distancia entre los dos pueblos es tan pequeña al poco rato estábamos casi de nuevo en Elizondo. Volvimos a parar a un hombrón con pinta de ser de allí y nos confirmó, como el labriego, que allí no. Que a él le sonaba que fuera incluso más allá de Irurita. ¡En Berroeta! Luego se quedó pensativo y cambió de opinión. “No, pasado Mugaire. Tienen que coger el desvío a Oronoz y Mugaire, al lado de una cantera. Luego hacia Narbarte y allí hay una gasolinera y por allí está.”

Bueno, estábamos a pocos kilómetros, y decidimos hacer ese último intento. Eran casi las seis de la tarde y llevábamos más de cinco horas tras la casa, entre pitos y flautas, pero no fuera a ser ésta la posibilidad que pierdes por una tontería. La carretera nos era muy familiar. Dejamos Elizondo, Irurita y llegamos a la desviación a Mugaire, donde la cantera que había dicho el hombre y que resultó ser la salida por la que habíamos dejado nuestro “Yellow brik road”. ¡Otra vez aquí! ¡Estamos buenos!

Pero, no nos desanimamos. Hicimos el giro que creímos oportuno -es otro nudo con varias conexiones- y nos equivocamos. ¡Para variar! Vimos un caserío un poco más arriba, nos acercamos y un mocetón, primo hermano de Yndurain por lo que se le parecía, no supo indicarnos, pero él también tenía una mujer para sacarle del apuro. Tenían un telefonillo para comunicarse con la casa, pero arriba nadie lo cogía, así que optó por el sistema del silbido que es mucho más efectivo. Se asomó a la ventana una mocetona, tan grande como él y con la misma nariz a lo Rossi de Palma. Parlamentaron y luego él se acercó a darnos la solución. Estaba en Oieregui, había que volver atrás y coger la rotonda de frente y no a la izquierda como habíamos hecho. Con tantas indicaciones de que aquello existía, no nos pudimos resistir. Vuelta atrás.

¿Sería esa la última vez? El sol se nos escapaba, había que llegar antes de que oscureciese, ¡haber llegado hasta casi la puerta y volverse con las manos vacías! De ninguna manera.

En la rotonda hicimos el giro como nos lo habían indicado la mocetona y seguimos de frente. A un par de kilómetros, ¡una gasolinera! Caramba. ¿Sería la gasolinera de la viuda de Reparaz? ¿La misma que la del hombretón de Elizondo? Seguimos, algo nerviosos. La carretera iba paralela al río. ¿Sería el río que pasaba por debajo de la casa? Había buenas casonas a su vera. Pero no de frente, sino de lado y no podíamos ver si tenían nombre o escudo. ¡Hay que llegar a Oieregui! Esto tiene muy buen aspecto. “¿Cúal te mola? Una de estas puede ser la vuestra. ¡Elige!”, le dije a Luis.

Oieregui estaba a unos metros y Narbarte también. ¡Oh, no! Nos habíamos vuelto a equivocar. No veíamos nada que pudiera ser lo que buscábamos. “Pues yo no me rindo, lo tenemos al alcance de los dedos, las pistas están aquí y las indicaciones parecen ser ciertas”, le dije a Luis. “Vamos a preguntar en la primera tienda que veamos”. Esta vez entramos en una tienda de chuches, txutxes que decía en la puerta. Y la dependienta, como si fuera una pregunta habitual se nos descolgó, tan tranquila con un: “¿Reparacea? Si, por la carretera hacia Mugaire, en la curva grande a la izquierda. ¡Y es un palacio!”

Pasmados. Salimos pasmados de allí: habíamos pasado delante. Toda la tarde buscándola y no lo habíamos visto. No podía ser. “Vamos hacia las casas grandes. Tiene que ser una de esas”, dije.

Y echamos a andar carretera adelante. Cuando nos acercábamos a las casas grandes nos dimos cuenta que ante una de ellas, una gran curva a la izquierda daba entrada a un camino lateral.

“¡Esa, Luis! ¡¡Tiene que ser esa!!”. Giramos a la izquierda en la gran curva, entramos en un camino que bordeaba el lateral de una gran casona y al acabar el camino, en una pequeña placita, con un puente de piedra que cruza el río nos dimos de bruces con “nuestra casa”.

Si, allí estaba la mítica casona familiar, grande, hermosa y aunque no tenía el nombre en la puerta, sí lucía el escudo de “florero con claveles marchitos” que tenemos en los papeles y vajillas de la familia debajo de uno de los balcones de su fachada. Balcones corridos llenos de ventanas. Dos torres una a cada lado y ante la puerta de entrada para carros, una sequoia de no menos de 20 metros de altura. Impresionante.

El río a su lado, no es que pase por debajo, pero está tan pegado a la tapia que parece que la casona emergiera de las aguas. ¡El río! El río que nunca tuvo nombre es el Bidasoa que allí, justo antes de girar y de unirse al Ezkurra, tiene una fuerza increíble y ruge como manada de leones. ¡Cómo no se va a oír desde la cama!

Saltamos del coche, como expulsados por un resorte. Una foto tras la otra. De frente, debajo del escudo, al lado de la puerta, con la sequoia detrás. Corrimos al puente de piedra. Había que hacer fotos del lateral y del jardín. ¡Y de la otra sequoia gigante que se veía desde allí! El jardín parecía grande y con árboles muy bonitos. La casa estaba vacía. Estábamos seguros de que era la que buscábamos, pero vimos aparecer una mujer con su paraguas, porque empezaba a llover y Luis se acercó a preguntar, pero ya con la seguridad del que sabe que no se ha equivocado: ¿es la Reparacea? ¿Verdad?

Lo era. Y está en Oieregui, al pie del Bidasoa. Y tiene el escudo familiar en la puerta y las sequoias más bonitas que yo he visto. ¡Caía otro mito familiar! Y esta vez, era más increíble la realidad, que el mito. Habíamos recorrido el “Yellow brik road” y el Mago de Oz nos había recompensado dándonos lo que buscábamos.

Sólo quedaba poner una cosa en su sitio. El nombre. No es una villa, ni una finca, ni un palacio o una casona. Es el solar donde echaban las raíces, las suyas y las de la piedra la familia que la habitaba, y eso en euskera siempre ha tenido un nombre: Etxea. Si aquel era el solar de los Repáraz, aquella era la Reparetxea. ¡Las cursilerías sólo para los de Madrid!

(*) Como esta crónica familiar es de 2004 tiempo ha habido desde entonces  para investigar. Y cierta razón tenían. Para ser exactos y ponerle “cargo al dato” hay que trepar por la rama Ímaz: el padre del tatarabuelo de Luis tuvo una hermana que se casó con con Antonio de Zumalacárregui y Múgica , que son los padres de general Tomás Antonio de Zumalacárregui e Imaz. El tatarabuelo, que se llamaba Juan Bautista, era el padre de Manuela Juana Imaz, que casó en 1834 con Ignacio Rodríguez-Baéz Derendinger, y tuvieron una hija Rosario Rodríguez Baez e Imaz, casada con Antonio de Reparaz: el músico. 

(**) Con el tiempo, el muy buen hacer de Carmen de Reparaz -hija de Gonzalo y nieta de Gonzalo- pudimos asistir en octubre de 2019 y en el Gran Teatro Falla de Cádiz a una representación de La gitanilla: obra de Bécquer musicada por Antonio de Reparaz. 

 

 

 

Fachada principal

Escudo

camino de acceso desde la carretera

El Bidasoa

El Bidasoa a su paso por Oieregui