La primera vez que veraneamos en Águilas fue en el verano de 1962. Mis padres buscaron un sitio en el Mediterráneo donde el sol y el mar aliviaran en lo posible el “reuma al corazón” que tenía mi hermana Victoria. Una dolencia que se curaba con descanso y buen clima. No servía la familiar brisa norteña tan conocida por ser fría y desapacible más de lo que uno quisiera en verano. Allí la niña se podía poner peor y además no era cosa de seguir dando la lata todos los veranos a mi tía que nos acogía en su casa de Laredo.
Pero el desconocimiento de la costa mediterránea hizo que hubiera que
preguntar y buscar entre los amigos y compañeros de redacción quien pudiera dar cuenta y fe de lugares de costa que cumplieran con las condiciones necesarias. Fue Bustillo, vendedor de libros -al que llamábamos “Bustillo, el de los librillos”- de aquellos de maletín en mano y cómodos plazos, quien puso a mis padres sobre la pista. Y con su ayuda alquilamos una casita, “la de la Sergia”, delante de la playa, a la que llegamos tras casi dos días de viaje, metidos en un “600”, los niños, la tata y los padres. El equipaje, incluida la ropa de casa y los enseres más necesarios, viajaban en un baúl en un tren que llegó un par de días antes que nosotros. Pasamos en aquella casa dos veranos y otros dos en otra que alquilábamos en la colonia de ferroviarios, al lado de la familia Molina, que se pasaba las noches cantando y tocando las palmas.
En esos cuatro años de alquiler, la colonia de periodistas madrileños arrastrados hasta allí creció y espoleados por el júbilo de su descubrimiento, acabaron formando un grupo de cuatro amigos que procuraban escoger el mismo mes de vacaciones para pasarlo juntos en las playas de Águilas. Como lo pasaban tan bien, se llevaban tan estupendamente con todo el mundo y atraían a tanta gente por su
profesión y lo conocido de sus labores, el alcalde de aquellos años les propuso venderles un terreno hacia el norte de la localidad en la costa -entonces no ni era playa- para que se construyeran una casa.
Y les pareció buena idea. Significaría que podrían ahorrarse un dinero
construyendo a la vez y se beneficiarían los cuatro del buen precio del suelo. Reunidos en cónclave, aceptaron y le pusieron nombre al proyecto: “Las cuatro Plumas”. En honor de la película de igual nombre, aunque referido a la pluma de escribir, que era la herramienta de trabajo de los cuatro: los periodistas Salvador Jiménez, Miguel Ors, Miguel Pérez-Calderón y Jesús de la Serna.
Un día del verano de 1965 nos acercamos en coche -estaba un poco lejos para ir andando, sobre todo por el calor- hasta la playa del Hornillo para conocer el terreno propuesto. Saliendo del pueblo por el paseo de Parra hacia el norte, dejando la playa de las Delicias a la derecha, se mete uno hacia el interior por una rambla seca y árida, cruzada por un puente de hierro para el ferrocarril. Se gira hacia la derecha y por otra rambla se baja hasta el mar. La playa era diminuta: justo el ancho de la rambla, de arena entre amarilla oscura y parda y el agua cristalina y azul. Delante se abre una bahía increíble. Hacia la izquierda, toda ella rodeada de montañas cubiertas de esparto y matas de alcaparras que acaba, al cerrarse, en otra playa de finísima arena amarilla, un estrecho brazo de mar, siempre con olas espumosas y una isla. La isla del Fraile. Hacia la derecha, un largo
embarcadero de hierro sobre una lengua de piedra, que servía para cargar mineral en los barcos, desde los trenes que llegaban hasta allí desde el interior de la provincia, cierra la bahía. Se construyó el mismo año que la torre Eiffel y en su estructura recuerda mucho a la torre de París: piezas de hierro sujetas con clavos de cabeza ancha a traviesas y vigas. Salvador decía que era “como si se hubiera tumbado la Torre Eiffel en la Bahía del Hornillo a contemplar el mar”.
A la izquierda de la rambla un otero acababa en el mar. Aquí los oteros se
llaman cabezos. Y en la cima del cabezo, un hombre de piel morena y curtida por el sol, tocado con un sombrero de paja, sin más ropa que un pantalón remangado y unas alpargatas, quitaba piedras con un pico y las echaba en un cesto de esparto. Sería lo primero que conoceríamos de la nueva casa, que tardó un año en hacerse. Una casa grande, en dos alturas, metida en la roca en dos escalones, cada una de ellos con dos viviendas independientes. Una escalera central separa las de la izquierda de las de la derecha. Y en cada una de ellas, una terraza mira al mar. Desde las de arriba, el doble de anchas que las de abajo, se ve el agua, no la arena,
que queda atrapada, ópticamente, debajo de los voladizos de las terrazas de
abajo. El tejado plano, con cornisas voladas. La puerta de acceso, directamente en la playa. Antes de empezar a subir, unas duchas a cada lado, ayudan a llegar a las casas sin la arena de la playa pegada a los pies. Alrededor, nada de nada. Delante solo el mar y en el centro de la bahía, la isla del Fraile. Sin duda, el paraíso.
El primer verano común, fue el del 66. Las casas casi estaban terminadas, pero aun se daban los últimos toques dentro. Unos comían con los pintores dando brochazos, otros no tenían terminada la barandilla de la terraza, pero ya, desde ese mes, colgando sobre el primer tramo de escalera entre las casas y sujeto a las terrazas de arriba, no faltó el letrero con el nombre: “Las cuatro Plumas”.
Los cuatro plumillas se habían reunido para crear toda la parafernalia que exigía una aventura como aquella: se iban a quedar sin vacaciones un par de años para poder pagarla, pero no había de faltar papel con el logotipo de la casa, original diseño de Miguel Pérez Calderón; cerillas; ceniceros, barquitos metidos en botellas, ni condecoraciones, que dieran fe de lo feliz que les hacía el proyecto. Crearon la “Orden Marítimo Informativa de las Cuatro Plumas”, con un medallón enorme que se llevaba colgando de una cadena gorda y pesada y un diploma acreditativo, que firmaban los cuatro: el Gran Portaestandarte, El Gran Pluscuamperfeto, El Gran Comendador y el Gran Tesorero -se alternaban en los cargos- y que se otorgaba anualmente en una cena a aquellas personas que hubieran acreditado grandes servicios a la comunidad: al alcalde, al médico, al dentista…
Aquellos primeros veranos no teníamos muebles y cada familia se las ingeniaba para cubrir las desnudeces caseras de la mejor manera posible. Elena, la mujer de Salvador hacía lámparas con tazones de cerámica de Lorca para gazpacho y tablitas de madera de las cajas de fruta; y mesillas de noche con ladrillos barnizados. Nosotros teníamos una caja de la televisión haciendo las veces de mesa de comedor y unas jarapas cubriendo el vano de lo que iba a ser una puerta corredera que separaría el dormitorio principal del salón. Y cientos de cojines de colores por las colchonetas sobre madera y cajas que eran los sillones. Abajo, los Ors, enseguida tuvieron el aparador castellano, la mesa de comedor con las sillas de cuero duro y el espejo con marco de metal tan elegante de la época. Los Pérez Calderón aposentaron a la abuela en lo que llamábamos el cuarto de los muertos,
porque los muebles –cama con cabecero que incluía mesillas y coqueta con
banqueta- eran de color claro, con un ribete negro, que nos recordaba a las
esquelas del ABC.
La casa siempre estaba llena de niños. En su mejor momento sumamos diez y ocho, sin contar a Itziar, mi hermana menor, que aun tardaría muchos años en nacer: siempre había alguna mujer embarazada.
También tuvimos perros. Primero los Jiménez –“Peter”, un spincher- luego los De la Serna –“Rhin”, mezcla de alsaciano y pastor alemán- y luego los Ors –“Gus”, un bobtail-. Además hubo canarios, conejitos de Indias, tortugas y hamsters en todas las casas.
La vida se hacía en comunidad, aunque manteniendo un pelín de cuidado sobre todo a la hora de la siesta. Pero eso era cosa de mayores. Los niños, después de comer, recibíamos la orden de cerrar la puerta -desde fuera-, y nos pasábamos la tarde en la “pimponera” –sala de máquinas de la piscina de unos vecinos, donde instalaron una mesa de ping-pong-, en los cabezos, en las ramblas y en la playa, aunque sin bañarnos porque “no eran horas”. Todos los años alguno se traía un amigo: los tuvimos de varias nacionalidades. Alemanes, suizos, franceses. También
pasó por aquí una cohorte de profesoras, tatas, au-pairs y demás ayudantías. Cuando no eran las matemáticas, era el latín, y sino el alemán, el francés o las labores. Los niños recogíamos calabazas todos los años.
Los padres se traían también a sus amigos. Hay un libro de firmas que se daba al ilustre visitante para que quedara constancia de su paso por esta comunidad: periodistas, escritores, políticos, hombre de negocios, banqueros, “misses”, actrices y actores. Era una constante juerga. Los niños solíamos preparar actos y festejos para agasajarles, pero como no siempre nos dejaban darles “esa alegría”, los acabamos organizando igual pero para las familias. Cada vez en una terraza distinta, para no dar la guerra siempre en el mismo sitio. Los favoritos eran los bailes y el teatro. Pero también hicimos una película –“Las 400 Plumas”- a las órdenes de Paco Rabal y su hijo Benito, y participamos, como equipo en todos los concursos de natación de las urbanizaciones, que fueron cercándonos atraídos, efectivamente, por nuestra casa y en las “gymkhanas” de coches. Aquí la conductora era mi madre, siempre una intrépida al volante de su “4 latas”. Se llegó incluso a organizar un concurso de novela, el Premio Águilas, que
adquirió un cierto renombre, con su gala de entrega de premios y sus escritores del momento rondando por las playas. En una de las galas, cantó Julio Iglesias, que vino a bañarse al Hornillo y se marchó muy enfadado porque las murcianas no se le tiraban encima pidiendo autógrafos.
Aquellos primeros años fueron maravillosos. Luego el tiempo nos fue
separando a todos y las cosas ya no pueden ser como antes, pero todos
guardamos en nuestros corazones esos años de compañerismo y aventuras, de primeros amores y guateques y aunque pasamos una época en que nos alejamos de allí, hoy no hay verano en que no estemos alguno o varios de “los niños de la casa” con nuestras familias, pretendiendo que nuestros hijos hagan lo que hacíamos nosotros, enseñándoles fotos y contando las mismas historias. Lo mismo les pasa a los mayores. En este proyecto quemaron algunos años de sus vidas y cuando se ven allí o se juntan en Madrid, recuerdan con cariño aquella época, aunque no puedan evitar el sabor agridulce que la aventura les dejó.
La casa ya no está sola en mitad de la rambla. Alrededor ha crecido una
urbanización gigantesca. En los cabezos que entonces nos rodeaban, hay hoy cientos de casas blancas en escalera hacia la playa y de los acantilados de la bahía cuelgan edificios como racimos de uvas. Ya no quedan sin construir más que unos metros de costa de la bahía hasta la playa del Cigarro. ¡Pero será por poco tiempo!
El embarcadero sirvió de plataforma para dar de comer a los peces de la
piscifactoría que montaron al final del espigón y que ensuciaba las aguas azules de la bahía con la grasilla inmunda del pienso. Y hoy languidece en espera de algún alma cándida que financie su muy necesaria restauración. El puente por el que cruzaban los trenes del interior hacia el barco carguero que les esperaba, parece estar a punto de caerse en cualquier momento. La rambla por la que se accedía a la playa es una carretera asfaltada con casas a derecha y a izquierda. En el descampado en el que jugábamos al fútbol han hecho un aparcamiento y han puesto un multicine con ocho salas y un gran centro comercial. La casa de la tía María,
que junto a la del coronel, eran las dos únicas construcciones anteriores a la
nuestra, desaparecieron muy poco tiempo después: eran terrenos urbanizables muy golosos. Se acabó robarle los higos a la buena mujer, que nos perseguía con una escopeta de perdigones de sal…¡si nos llega a dar!
Pero desde la terraza se sigue viendo sólo el mar, porque los voladizos de abajo nos tapan la arena. Y por las noches aun podemos sentamos a ver salir la luna, sin nada delante que nos impida ver el enorme círculo naranja cuando está llena, subiendo despacito desde detrás de la isla del Fraile. Y esa es una experiencia que ni los mayores ni los pequeños podremos olvidar en nuestras vidas.