UNA CASA, UN UNIVERSO

La primera vez que veraneamos en Águilas fue en el verano de 1962. Mis padres buscaron un sitio en el Mediterráneo donde el sol y el mar aliviaran en lo posible el “reuma al corazón” que tenía mi hermana Victoria. Una dolencia que se curaba con descanso y buen clima. No servía la familiar brisa norteña tan conocida por ser fría y desapacible más de lo que uno quisiera en verano. Allí la niña se podía poner peor y además no era cosa de seguir dando la lata todos los veranos a mi tía que nos acogía en su casa de Laredo.
Pero el desconocimiento de la costa mediterránea hizo que hubiera que
preguntar y buscar entre los amigos y compañeros de redacción quien pudiera dar cuenta y fe de lugares de costa que cumplieran con las condiciones necesarias. Fue Bustillo, vendedor de libros -al que llamábamos “Bustillo, el de los librillos”- de aquellos de maletín en mano y cómodos plazos, quien puso a mis padres sobre la pista. Y con su ayuda alquilamos una casita, “la de la Sergia”, delante de la playa, a la que llegamos tras casi dos días de viaje, metidos en un “600”, los niños, la tata y los padres. El equipaje, incluida la ropa de casa y los enseres más necesarios, viajaban en un baúl en un tren que llegó un par de días antes que nosotros. Pasamos en aquella casa dos veranos y otros dos en otra que alquilábamos en la colonia de ferroviarios, al lado de la familia Molina, que se pasaba las noches cantando y tocando las palmas.
En esos cuatro años de alquiler, la colonia de periodistas madrileños arrastrados hasta allí creció y espoleados por el júbilo de su descubrimiento, acabaron formando un grupo de cuatro amigos que procuraban escoger el mismo mes de vacaciones para pasarlo juntos en las playas de Águilas. Como lo pasaban tan bien, se llevaban tan estupendamente con todo el mundo y atraían a tanta gente por su
profesión y lo conocido de sus labores, el alcalde de aquellos años les propuso venderles un terreno hacia el norte de la localidad en la costa -entonces no ni era playa- para que se construyeran una casa.
Y les pareció buena idea. Significaría que podrían ahorrarse un dinero
construyendo a la vez y se beneficiarían los cuatro del buen precio del suelo. Reunidos en cónclave, aceptaron y le pusieron nombre al proyecto: “Las cuatro Plumas”. En honor de la película de igual nombre, aunque referido a la pluma de escribir, que era la herramienta de trabajo de los cuatro: los periodistas Salvador Jiménez, Miguel Ors, Miguel Pérez-Calderón y Jesús de la Serna.
Un día del verano de 1965 nos acercamos en coche -estaba un poco lejos para ir andando, sobre todo por el calor- hasta la playa del Hornillo para conocer el terreno propuesto. Saliendo del pueblo por el paseo de Parra hacia el norte, dejando la playa de las Delicias a la derecha, se mete uno hacia el interior por una rambla seca y árida, cruzada por un puente de hierro para el ferrocarril. Se gira hacia la derecha y por otra rambla se baja hasta el mar. La playa era diminuta: justo el ancho de la rambla, de arena entre amarilla oscura y parda y el agua cristalina y azul. Delante se abre una bahía increíble. Hacia la izquierda, toda ella rodeada de montañas cubiertas de esparto y matas de alcaparras que acaba, al cerrarse, en otra playa de finísima arena amarilla, un estrecho brazo de mar, siempre con olas espumosas y una isla. La isla del Fraile. Hacia la derecha, un largo
embarcadero de hierro sobre una lengua de piedra, que servía para cargar mineral en los barcos, desde los trenes que llegaban hasta allí desde el interior de la provincia, cierra la bahía. Se construyó el mismo año que la torre Eiffel y en su estructura recuerda mucho a la torre de París: piezas de hierro sujetas con clavos de cabeza ancha a traviesas y vigas. Salvador decía que era “como si se hubiera tumbado la Torre Eiffel en la Bahía del Hornillo a contemplar el mar”.
A la izquierda de la rambla un otero acababa en el mar. Aquí los oteros se
llaman cabezos. Y en la cima del cabezo, un hombre de piel morena y curtida por el sol, tocado con un sombrero de paja, sin más ropa que un pantalón remangado y unas alpargatas, quitaba piedras con un pico y las echaba en un cesto de esparto. Sería lo primero que conoceríamos de la nueva casa, que tardó un año en hacerse. Una casa grande, en dos alturas, metida en la roca en dos escalones, cada una de ellos con dos viviendas independientes. Una escalera central separa las de la izquierda de las de la derecha. Y en cada una de ellas, una terraza mira al mar. Desde las de arriba, el doble de anchas que las de abajo, se ve el agua, no la arena,
que queda atrapada, ópticamente, debajo de los voladizos de las terrazas de
abajo. El tejado plano, con cornisas voladas. La puerta de acceso, directamente en la playa. Antes de empezar a subir, unas duchas a cada lado, ayudan a llegar a las casas sin la arena de la playa pegada a los pies. Alrededor, nada de nada. Delante solo el mar y en el centro de la bahía, la isla del Fraile. Sin duda, el paraíso.

El primer verano común, fue el del 66. Las casas casi estaban terminadas, pero aun se daban los últimos toques dentro. Unos comían con los pintores dando brochazos, otros no tenían terminada la barandilla de la terraza, pero ya, desde ese mes, colgando sobre el primer tramo de escalera entre las casas y sujeto a las terrazas de arriba, no faltó el letrero con el nombre: “Las cuatro Plumas”.
Los cuatro plumillas se habían reunido para crear toda la parafernalia que exigía una aventura como aquella: se iban a quedar sin vacaciones un par de años para poder pagarla, pero no había de faltar papel con el logotipo de la casa, original diseño de Miguel Pérez Calderón; cerillas; ceniceros, barquitos metidos en botellas, ni condecoraciones, que dieran fe de lo feliz que les hacía el proyecto. Crearon la “Orden Marítimo Informativa de las Cuatro Plumas”, con un medallón enorme que se llevaba colgando de una cadena gorda y pesada y un diploma acreditativo, que firmaban los cuatro: el Gran Portaestandarte, El Gran Pluscuamperfeto, El Gran Comendador y el Gran Tesorero -se alternaban en los cargos- y que se otorgaba anualmente en una cena a aquellas personas que hubieran acreditado grandes servicios a la comunidad: al alcalde, al médico, al dentista…
Aquellos primeros veranos no teníamos muebles y cada familia se las ingeniaba para cubrir las desnudeces caseras de la mejor manera posible. Elena, la mujer de Salvador hacía lámparas con tazones de cerámica de Lorca para gazpacho y tablitas de madera de las cajas de fruta; y mesillas de noche con ladrillos barnizados. Nosotros teníamos una caja de la televisión haciendo las veces de mesa de comedor y unas jarapas cubriendo el vano de lo que iba a ser una puerta corredera que separaría el dormitorio principal del salón. Y cientos de cojines de colores por las colchonetas sobre madera y cajas que eran los sillones. Abajo, los Ors, enseguida tuvieron el aparador castellano, la mesa de comedor con las sillas de cuero duro y el espejo con marco de metal tan elegante de la época. Los Pérez Calderón aposentaron a la abuela en lo que llamábamos el cuarto de los muertos,
porque los muebles –cama con cabecero que incluía mesillas y coqueta con
banqueta- eran de color claro, con un ribete negro, que nos recordaba a las
esquelas del ABC.
La casa siempre estaba llena de niños. En su mejor momento sumamos diez y ocho, sin contar a Itziar, mi hermana menor, que aun tardaría muchos años en nacer: siempre había alguna mujer embarazada.

También tuvimos perros. Primero los Jiménez –“Peter”, un spincher- luego los De la Serna –“Rhin”, mezcla de alsaciano y pastor alemán- y luego los Ors –“Gus”, un bobtail-. Además hubo canarios, conejitos de Indias, tortugas y hamsters en todas las casas.
La vida se hacía en comunidad, aunque manteniendo un pelín de cuidado sobre todo a la hora de la siesta. Pero eso era cosa de mayores. Los niños, después de comer, recibíamos la orden de cerrar la puerta -desde fuera-, y nos pasábamos la tarde en la “pimponera” –sala de máquinas de la piscina de unos vecinos, donde instalaron una mesa de ping-pong-, en los cabezos, en las ramblas y en la playa, aunque sin bañarnos porque “no eran horas”. Todos los años alguno se traía un amigo: los tuvimos de varias nacionalidades. Alemanes, suizos, franceses. También
pasó por aquí una cohorte de profesoras, tatas, au-pairs y demás ayudantías. Cuando no eran las matemáticas, era el latín, y sino el alemán, el francés o las labores. Los niños recogíamos calabazas todos los años.
Los padres se traían también a sus amigos. Hay un libro de firmas que se daba al ilustre visitante para que quedara constancia de su paso por esta comunidad: periodistas, escritores, políticos, hombre de negocios, banqueros, “misses”, actrices y actores. Era una constante juerga. Los niños solíamos preparar actos y festejos para agasajarles, pero como no siempre nos dejaban darles “esa alegría”, los acabamos organizando igual pero para las familias. Cada vez en una terraza distinta, para no dar la guerra siempre en el mismo sitio. Los favoritos eran los bailes y el teatro. Pero también hicimos una película –“Las 400 Plumas”- a las órdenes de Paco Rabal y su hijo Benito, y participamos, como equipo en todos los concursos de natación de las urbanizaciones, que fueron cercándonos atraídos, efectivamente, por nuestra casa y en las “gymkhanas” de coches. Aquí la conductora era mi madre, siempre una intrépida al volante de su “4 latas”. Se llegó incluso a organizar un concurso de novela, el Premio Águilas, que
adquirió un cierto renombre, con su gala de entrega de premios y sus escritores del momento rondando por las playas. En una de las galas, cantó Julio Iglesias, que vino a bañarse al Hornillo y se marchó muy enfadado porque las murcianas no se le tiraban encima pidiendo autógrafos.

Aquellos primeros años fueron maravillosos. Luego el tiempo nos fue
separando a todos y las cosas ya no pueden ser como antes, pero todos
guardamos en nuestros corazones esos años de compañerismo y aventuras, de primeros amores y guateques y aunque pasamos una época en que nos alejamos de allí, hoy no hay verano en que no estemos alguno o varios de “los niños de la casa” con nuestras familias, pretendiendo que nuestros hijos hagan lo que hacíamos nosotros, enseñándoles fotos y contando las mismas historias. Lo mismo les pasa a los mayores. En este proyecto quemaron algunos años de sus vidas y cuando se ven allí o se juntan en Madrid, recuerdan con cariño aquella época, aunque no puedan evitar el sabor agridulce que la aventura les dejó.
La casa ya no está sola en mitad de la rambla. Alrededor ha crecido una
urbanización gigantesca. En los cabezos que entonces nos rodeaban, hay hoy cientos de casas blancas en escalera hacia la playa y de los acantilados de la bahía cuelgan edificios como racimos de uvas. Ya no quedan sin construir más que unos metros de costa de la bahía hasta la playa del Cigarro. ¡Pero será por poco tiempo!
El embarcadero sirvió de plataforma para dar de comer a los peces de la
piscifactoría que montaron al final del espigón y que ensuciaba las aguas azules de la bahía con la grasilla inmunda del pienso. Y hoy languidece en espera de algún alma cándida que financie su muy necesaria restauración. El puente por el que cruzaban los trenes del interior hacia el barco carguero que les esperaba, parece estar a punto de caerse en cualquier momento. La rambla por la que se accedía a la playa es una carretera asfaltada con casas a derecha y a izquierda. En el descampado en el que jugábamos al fútbol han hecho un aparcamiento y han puesto un multicine con ocho salas y un gran centro comercial. La casa de la tía María,
que junto a la del coronel, eran las dos únicas construcciones anteriores a la
nuestra, desaparecieron muy poco tiempo después: eran terrenos urbanizables muy golosos. Se acabó robarle los higos a la buena mujer, que nos perseguía con una escopeta de perdigones de sal…¡si nos llega a dar!
Pero desde la terraza se sigue viendo sólo el mar, porque los voladizos de abajo nos tapan la arena. Y por las noches aun podemos sentamos a ver salir la luna, sin nada delante que nos impida ver el enorme círculo naranja cuando está llena, subiendo despacito desde detrás de la isla del Fraile. Y esa es una experiencia que ni los mayores ni los pequeños podremos olvidar en nuestras vidas.

El club

EL CLUB

Hace unos meses me choqué en un supermercado con un carrito de la compra conducido por una antigua compañera de colegio. Los segundos posteriores a la colisión fueron de sorpresa y de las exclamaciones típicas de estos encuentros fortuitos: ¿qué haces aquí? ¡Qué casualidad! o ¡Cuánto tiempo hace! Casi no nos habíamos vuelto a ver desde que dejamos el colegio hacía más de 40 años.

Las primeras preguntas nos devolvían a la infancia. El colegio, los patios, las fiestas. ¿Has vuelto a ver a Fulano? ¿Qué pasó con Mengano? ¿Acabó casándose éste con aquélla? Al cabo de un rato charlábamos como si no hiciera más que un verano que hubiésemos dejado las clases y estuviéramos a punto de empezar curso nuevo en septiembre. Y como pasa en muchos de estos tropiezos, acabamos quedando para tomar un café. Cada una de nosotras se comprometió a tratar de convocar al mayor número posible de antiguas compañeras, tirando del hilo que te une, en la mayoría de los casos y como mucho, con uno o dos compañeros de colegio.

En efecto, una semana después, puro manojo de sentimiento y emociones encontradas, me encaminé a la cafetería donde habíamos convenido vernos. Quería llegar pronto para no perderme la “entrada” de las convocadas, pero fui poco original en mi curiosidad, porque cuando llegué ya había tres o cuatro mujeres sentadas a la mesa.

¡Lo que hacen 40 años! Y eso que, por el momento, sólo se podía catalogar lo meramente físico. ¡Están hechas unas “señoronas”! me dije yo, y, automáticamente, pensé ¡yo debo de estar igual! (aunque no me lo creyera). Todas nos habíamos esmerado en el atuendo, todas habíamos estado en la peluquería, todas nos habíamos maquillado con esmero. Yo lo había hecho, eso era seguro, y a tenor de lo visto, y aunque no quisieran –no quisiéramos reconocerlo- lo habíamos hecho todas.

Poco a poco fueron llegando las convocadas y al rato cotorreábamos sobre nosotras y nuestras circunstancias, contando chismes y disfrutando de unos años, que aunque perdidos, parecían volver a nosotras con la misma fuerza de entonces.

Yo, que no puedo parar de intentar buscarle los tres pies al gato, decidí ponerme a buscar el lazo que nos unía después de tanto tiempo, o el lugar común de tantas mujeres, o un algo que a todas nos afectara, porque me parecía increíble que tantas vidas distintas pudieran sentarse alrededor de una mesa y charlar durante horas de tantas y tantas cosas como si aquello lo hicieran todas las semanas. Así que, empecé por lo obvio: nuestro estado, nuestra profesión, nuestros hijos, nuestros maridos.

Mayoritariamente casadas. Nueve contra una. De las “parejitas” que se juntaron durante los años escolares –el nuestro era un colegio mixto y extranjero- no quedaba ni rastro, a pesar de que algunas de nosotras habíamos protagonizado sonados romances, sobre todo en los últimos cursos, con nuestros compañeros de clase o de colegio. Todas lo recordábamos con cariño y mucha ternura -¡nuestros primeros “novios”!- pero habíamos encontrado nuestras parejas actuales en otros sitios. ¡El haber visto a “los chicos” en pantalones cortos y con las rodillas sucias parece que no infundiera confianza suficiente para establecer relaciones sólidas y de futuro! Así, que muchas se habían casado con compañeros de facultad.

La gran mayoría había acabado sus estudios universitarios y ejercía su profesión. Algunas habían colgado el título -en la cocina, comentó una- y se dedicaba a “su hogar”. Las que no habían hecho carrera alguna, -cosa nada infrecuente hace 40 años- también trabajaban, porque aunque entonces aún se podía vivir de un sueldo –es decir, de un marido- hoy ya no era posible. Ninguna era exclusivamente “florero” y ninguna era ministro de nada.

Todas, salvo la soltera, teníamos hijos. Eso sí, la edad en la que los tuvimos variaba mucho: las que habían profundizado en sus profesiones, viajando y estudiando por el extranjero, eran las más tardías; las que nos habíamos conformado con lo puesto, las más tempranas.

¿Sería posible, visto lo visto, que la simple convivencia –llamarlo amistad me parece excesivo- de un montón de niños durante los años escolares fuera tan importante, uniera tanto, como para aguantar el paso de los años de forzosa separación y permitir después una reunión tan amistosa de los protagonistas? No había nada más que nos pudiera unir, salvo las rutinas normales y comunes a tantas y tantas mujeres.

Yo no estaba dispuesta a renunciar. Apliqué el oído con conciencia. ¿Se me habría pasado algo? ¿No iba a encontrar esa chispa que de repente salta e ilumina un terreno perdido, un lugar olvidado en nuestras memorias? Y no me fue mal. Un rato después caí en la cuenta de las muchas veces que había oído la expresión ¡lo que se hacía entonces! Se repetía con asiduidad y parecía ser aceptada por todas nosotras como palabra de Dios. Se utilizó para referirnos a haber fraguado nuestros matrimonios en los cinco años posteriores a la salida del colegio; para comentar la juventud con que afrontamos la maternidad; para aceptar cargar con problemas extras debidos a la familia propia o a la política; para asumir la lógica de compaginar trabajo y casa. Y fue, llegadas a este punto y como movidas por un resorte, cuando saltó ese algo que yo buscaba.

Compaginar. Nos sentimos solidariamente unidas por aquella palabra. Todas habíamos apostado por un camino, aceptado comúnmente como el lógico, el habitual o el normal para participar de la vida en sociedad, pero sabiendo que existía el término que sería el que nos diera la única oportunidad existente para ganar. Para no hundirnos en modelos anteriores, para aplicar lo aprendido en los últimos años, para salir de un papel tradicionalmente aceptado para las mujeres sin renunciar, por lo menos en lo más evidente, a una vida nueva, a un panorama mucho más rico. Era la palabra mágica, que al fin había entrado en el diccionario de la mujer, que unía un mundo existente, del que se quería salir, con uno nuevo que nos esperaba fuera: el del trabajo, el de la profesión. La panacea. La que no se apuntaba a “compaginar”, lo hacía a otro verbo, igualmente unificador, y también de mucho renombre: “renunciar”. Sin embargo, ambos estilos no se excluían, sino por el contrario, se complementaban. Se compaginaba la vida familiar con la profesional, renunciando a los extremos: no se podían tener muchos hijos y no se podía aspirar a grandes puestos profesionales. (Salvo honrosas excepciones, que salen de vez en cuando en los medios de comunicación y, evidentemente, por ser aún algo exótico: no he visto todavía a ningún gran tarantantán masculino, salir en las revistas, contándole a su público como hace para bañar a los niños antes del consejo de administración, o cómo tiene la casa de limpia sin perderse ni una sola reunión de negocios en cualquier parte del mundo).

En la solidez del nexo renunciar-compaginar se apoyaban nuestra vidas de mujeres adultas. En ese binomio fantástico estaba la fuerza que mantenía nuestras familias, nuestras profesiones y trabajos, nuestros matrimonios y a nuestros hijos. Gracias al equilibrio que hacíamos con los dos términos permitíamos medrar a nuestros maridos, crecer a nuestros hijos, morirse a nuestros padres, obtener beneficios a nuestras empresas, sentirnos felices “por poder”. No por tener/obtener el Poder con mayúsculas. Sino por “poder” salir de nuestras casas a participar del mundo. Por “poder” estudiar y ser más cultas. Por “poder” desarrollar nuestras muchas capacidades. Por “poder” ganar nuestro dinero. Por “poder” no depender de nuestros hombres, de nuestras familias, de nuestros hijos. Por “poder” seguir siendo la columna que sostenía la “empresa familiar”, sin que nos remordiera la conciencia, educada durante siglos para un único fin.

Gracias a “poder compaginar” nos sentimos las descubridoras de la nueva felicidad, esa que hacía esos 40 años nos prometían en las revistas para mujeres, en los foros universitarios o en los países que nos rodeaban. Gracias a “poder compaginar” éramos libres para movernos como peces en un mundo mucho más justo para las mujeres. Seríamos admiradas por nuestros hombres por la capacidad demostrada para no perder comba.

Sin embargo, yo miraba a mis amigas, me miraba a misma y medía en nuestros rostros, en las experiencias que nos contábamos, en las vidas que poníamos sobre la mesa ese grado de felicidad ansiado y no lo veía reflejado por ningún sitio.

¡Caramba!, me dije. Algo falla aquí. Si todas hemos cumplido con esos mandamientos y hemos trabajado en firme para olvidarnos de “la casa y la pata quebrada”, ¿por qué no dábamos la impresión de grandes triunfadoras? ¿Por qué sonaban a cuentos chinos las historias que contábamos? ¿Por qué aquello no era real? ¿Por qué compaginar sonaba en nuestros relatos a verbo menor?

Como no me sé callar hice lo que me pareció más justo: preguntar. ¿Cómo compaginas tu trabajo con tu familia? ¿Qué haces para poder viajar tanto y no tener descuidada tu casa? ¿Cuánto ves a tu marido, tus hijos o tus familiares? ¿Cuánto te cuesta? ¿Cómo puedes? La catarata de soluciones aplicada en las mil versiones de vidas diferentes era de lo más variada. Algunas eran pura ingeniería, otras muy originales. Éramos “master” en sacarle horas al día, doctoradas en equilibrios, increíblemente hábiles en el uso de las dos manos a la vez, expertas medidoras de reacciones, sorteadoras de situaciones de alto riesgo, negociadoras de paz.

Desde las más sofisticadas –tengo una bielorrusa, que me cuida al niño- a las más tradicionales –me lo cuida mi madre-, la paleta de “técnicas” dependía del nivel de ingresos: si se sumaba dos sueldo altos, el asunto se solventaba a golpe de talonario, si se sumaban dos sueldo medios, entraba en escena la ingeniería y sino, cualquier modelo aplicado partía siempre de un esfuerzo descomunal. No me quería meter en comparaciones. No nos podíamos quejar, pues al fin y al cabo, no teníamos acuciantes problemas económicos ni vivíamos en situaciones límite: ninguna refería problemas de marginalidad, de violencia en casa, de hijos drogadictos…

Éramos unas privilegiadas. No podíamos quejarnos de nada. Habíamos tenido la posibilidad de compaginar por un camino elegido y asumíamos nuestra decisión de entonces. ¿Compensa?, me preguntaba y pregunté en alto. Sonó un sí. Primero con convencimiento, luego con matices. Aunque en general lo volveríamos a hacer, la queja se extendía hacia las mitades masculinas de nuestras vidas: maridos que no acaban de entrar por el aro, jefes que pagan por ser mujer, pero le exigen lo que a un hombre. Incluso se hablaba de posibilidades: apoyos estatales aquí y allá. Más educación. Ayuda. ¡Esto es muy cansado!

Si. ¡Yo no sé cómo lo aguantamos!, nos decíamos unas a otras. ¿Cómo?, se oyó en un extremo de la mesa. ¿Cómo? Yo, desde luego, con Lexatín. Y con aquella palabra, se levantó un coro de voces al unísono: ¡Y yo!

Ya ves, me dije yo, tú buscando teorías de comportamiento, lazos de unión, experiencias comunes, sensibilidades similares. ¡Qué equivocada estás! Lo que nos une, lo que une a tantas mujeres, empezando por nosotras mismas, es el Lexatín. No necesita más explicaciones.

Desde aquella gloriosa primera reunión, el “Club del Lexatín” se reúne puntualmente el primer lunes de cada mes en el mismo sitio. La que puede, acude. La que no, no necesita disculparse.

 

TORNAS

Cuando se habla de los avances que se han hecho para conseguir la plena igualdad de hombres y de mujeres, yo siempre digo que casi todo es mentira. No es que lo sepa a ciencia cierta: no manejo estadísticas, pero me muevo todos los días por dos mundos femeninos tan distintos que, por lo menos, creo que puedo arriesgarme a decir que esta afirmación mía, está basaba en la duda de las diferencias que saltan a la vista.

Por la mañana, y de lunes a viernes, me muevo en el “plano” de las grandes empresas. El mundo laboral de los horarios infinitos, los sueldos escasos, las malas jugadas de los jefes, las carreras a pelo para llegar a casa a tiempo de ver a tu hijo un rato más largo para que no te pase después eso de encontrarte con un señor por el pasillo y descubrir que creció demasiado deprisa y no te enteraste.

Los fines de semana y los periodos de obligado “descanso”, también conocidos por “paro”, en un pueblo pequeño de la sierra donde por romanticismo vivo todo el año, con sus amas de casa de compra diaria, sus cursos para mujeres –de corte y confección, de “patchwork”, de modelado, de punto de cruz, de trabajos manuales,…- sus tardes de clase de gimnasia de mantenimiento -¡desde que voy a clase he engordado!, dice una compañera de fatigas, sin acordarse de la docenita de ricas magdalenas con la que engañan el hambre tras los ejercicios-, y sus chicas jóvenes peleando por avanzar contra viento y marea.

Todo ello a grandes rasgos. Todo ello son diferencias de calibre grueso. No nos vamos a meter en matices o detalles. Para ser justas, digamos que es un proceso en pleno desarrollo, que unos verán más avanzado que otros: según desde donde se pongan a mirarlo.

A la hora de mirar, yo tengo una ventaja. Oteo desde un punto bastante centrado entre una y otra posición. Puedo comparar mejor porque conozco mejor, veo mejor, participo más de las rutinas de estos dos bloques o tipos gruesos de mujeres. Sé, que unas y otras no son iguales.

Sin embargo, tengo que reconocer, que a pesar de ser proclive a pensar que las cosas debían ir más deprisa, que no se ha avanzado todo lo que se debiera, que faltan muchas oportunidades y mucha formación aun entre las mujeres, ya hay camino sobre el que avanzar con seguridad y con fuerza.

Hace un par de día nos tuvimos que quedar hasta bien entrada la tarde en la oficina por asuntos de trabajo. Teníamos un acto muy importante para nosotras y queríamos que no nos quedaran cabos sueltos y que todos los detalles estuvieran cuidados. Nosotras somos cuatro mujeres. Nos habíamos metido las cuatro en uno de nuestros despachos y teníamos desplegado por las mesas, los sillones e incluso el suelo, todo el material que necesitábamos: listados, sobres, invitaciones, regalos, papeles,.. ¡una barbaridad! El teléfono sonaba sin parar, del perchero colgaban trajes y chales, el correo electrónico pitaba cada dos minutos: estábamos como unas posesas cuadrando aquel evento con uñas y dientes.

En eso, oímos que sonaba el ascensor y sentimos el tintineo del carrito lleno de útiles de la mujer que limpia la oficina por las noches cuando ya nos hemos marchado.

-¡Se va a asustar cuando vea todo esto! , comentó una.
-Si, habrá que decir que no lo toque, si no acabamos esta noche, porque ahora que lo tenemos todo aquí no lo vamos a mover, apostilló otra.
-¡Nos va a odiar!, exclamó una tercera.

Me puse de pie para ir a avisar y al abrir la puerta me di de bruces con el carrito. Pero no con la mujer de la limpieza. El carrito lo empujaban dos chicos jóvenes, uno de ellos, con su pelo cortado de extraña manera a modo de escultura y su pendiente en la oreja. Dos chicos de hoy.

-Perdón. Íbamos a limpiar el despacho, -me dijo uno de ellos muy serio- pero vamos a ir aseando otros y así esperamos a que ustedes terminen. ¡Si les parece, claro!
-Si, claro, claro. Como queráis, balbucí.

Cerré la puerta y me quedé allí apoyada, pensando en aquello. ¿Han cambiado o no han cambiado las cosas? ¿No era aquello un vuelco absoluto en nuestros papeles tradicionales? Antes eran los hombres los que ocupaban las oficinas con sus largas jornadas laborales, sus teléfonos sonando y sus despachos convertidos en leoneras. Y las mujeres, sin estudios, sin preparación alguna, las que se ocupaban de limpiar, ocultas en las sombras de las noches, las papeleras rebosantes de los ejecutivos o sus despachos machacados tras arduas batallas empresariales. Sin embargo, allí estaban dos jóvenes caballeros, fregona en mano, dispuestos a dejar como los chorros de oro aquel despacho que nosotras, cuatro mujeres hechas y derechas, cultas, preparadas y profesionales, estábamos dejando como un muladar.

-¿Qué haces ahí parada? ¿En qué estás pensando con esa cara? ¡Vamos, que no acabamos!
-…Mmmm ¡perdón! Pensaba en lo que han cambiado las tornas…
-¿Tornas?
-Cambiarse las tornas: “alterarse las circunstancias en sentido contrario al que tenían”.
-¡Tu estás loca!