Ana María

  Ayer comí con Ana María Matute.

  Yo he leído poco de lo mucho que ella ha escrito, pero es una mujer que siempre me ha atraído mucho. Cuando se habla de ella siempre se comenta la gran imaginación que tiene y la fantasía desbordada, pero “tangible” que tienen sus novelas. Hay muchas historias fantásticas que nos leemos sabiendo que son pura ciencia ficción y hay otras, como los de Matutines, como ella se refiere a sí misma, que acabas por creértelas como si de la realidad más normal se tratara.
  Este escaso conocimiento sobre su obra y esta percepción personal de lo leído eran las únicas armas que ayer tenía para defenderme, para hablar, para hacer pasar el rato a la autora entre la hora de comer y la salida del AVE a Sevilla donde había de embarcar.
  Esperé en la puerta del hotel Suecia a que volviera de grabar con Fernando Sánchez Dragó uno de sus programas. Cuando llegó el taxi mi primera sorpresa fue la enorme fragilidad de la mujer. La fragilidad física. Está mucho mayor de lo que aparece en las imágenes y fotos. Se ayuda de un bastón para andar, está encorvada y los pasitos que da son mínimos. Me acerqué, me presenté y pregunté si quería subir a la habitación antes de ir a comer. Por evitar que subiera los escalones del portal del hotel. Quería ir a comer.
  Instintivamente me cogió del brazo, se apoyó en mí y con los ojillos chispeantes que esconde tras los párpados ya bastante cerrados por el cansancio y las ojeras me pidió que volviera a decirle mi nombre, porque se le olvidan las cosas.

  -María de la Serna, Ana María. De la editorial Martínez Roca. Vengo a llevarte a comer y a acompañarte hasta la salida del AVE. Nuestro editor no puede venir porque está en una comida de prensa.
  – De la Serna. ¿De Víctor? ¿De Concha?
  – Si. Víctor era mi abuelo. Doña Concha, mi bisabuela.
  – ¿De Víctor, Alfonso o Jesús?
  – De Jesús, Ana María.
  – ¡Qué bien! Me gusta mucho tratar con los nietos de mis amigos. De mis admirados escritores de juventud. ¡Qué suerte tengo!
  – No. Ana María, ¡la suerte la tengo yo!
  – ¡Bah, tonterías! ¡¡¡Yo sólo cuento cuentos!!!

  ¡Y vaya cuentos que cuenta! Entre Marqués de Casa Riera y Zorrilla –comimos en La Ancha- contó el cuento de un gran erudito y sabio catalán –con cuyo nieto había coincidido en el avión de venida a Madrid- que era muy tacaño. Recibía a sus visitas con una copita de champagne, pero si sabía que el visitante no apreciaba las excelencias de un buen champagne francés, rellenaba la botella con cava.
  O el de la niña cursi que estaba en su clase y que no aprobó el examen de ingreso. De ella se acordó hablando de Esperanza Aguirre.

  -Era igual que ella: bruta, tonta, ñoña y cursi. ¡Siempre llamando a su papá para que la sacara de apuros y encima, a pesar de ser la única que suspendió el examen de ingreso, su papá le compró una muñeca!

  La primera historia es de la esquina de Los Madrazo con Jovellanos. La segunda de la de Jovellanos con Zorrilla. ¡Una cuentista de a cuento por esquina! ¡Y qué esquinas! ¡Y qué cuentistas!
Durante la comida –lentejas para ella, tortilla de almejas para mí y vino de la casa, que ayuda a aclarar la cabeza- hablamos de la educación en general: nos acabábamos de cruzar con los jirones de la manifestación contra la ley de calidad de la enseñanza.

  -¡Hacia atrás! Vamos hacia atrás como los cangrejos. Con esta impresentable ministra ignorante y burra vamos a conseguir tener un montón de jóvenes mal educados, desinteresados y con la capacidad de pensar atrofiada. ¡Hemos perdido tanto tiempo y tantos conocimientos en estos últimos años! Y la pena que tengo es, que no sé si voy a ver el resurgir de la cultura. ¡Tengo 77 años y no sé si voy a llegar!

  La emoción de la charla, sus recuerdos de la educación republicana, las anécdotas y las ganas con las que suelta un ¡coño! o un ¡puta! Le provocaron un ataque de tos que costó un paquete entero de Kleenex. Se atragantó y no había manera de que aquello saliera adelante. Los comensales de alrededor miraban asustados. Ella pedía perdón a todos, se disculpaba por “vieja y descangallada”. Claro está, que a nadie le pareció que hubiera nada que perdonar y que todos la animaron y felicitaron. ¡Algunos al salir se despidieron y ella les dio dos besos como si cualquier cosa! Luego bajito y por encima de la mesa me preguntó si había dado el espectáculo.
  Para postre nos ofreció el chico –conoce a todos los camareros porque va con frecuencia a comer allí- los buñuelos que había hecho su abuelo esa mañana. No los quiso. Yo sí. Ella prefirió una compota de manzana a la que añadieron un chorrito –por ser ella un “chorrazo”- de calvados. Los buñuelos estaban de maravilla. La compota, ni idea. El calvados: “¡excelente!” Fue lo único que se tomó del cuenco.
Salimos despidiéndonos de todos: cocineros, camareros y personal vario. Y en la sala grande de la entrada, se levantó Nuria Espert a abrazarla y José Luis Gómez y Alicia Moreno y si no tiro de ella, allí seguimos. Se levantaba la gente de las otras mesas a saludarla. Y ella venga a dar besos. Yo no quería retrasar la vuelta al hotel, porque quería que durmiera un poco –le encantan las siestas y dormir como un lirón- antes de salir hacia Sevilla y ya había probado lo despacito que anda y las muchas veces que había que pararse para que descansara algo y poder continuar. El día anterior había estado con gripe y no se le había ocurrido nada mejor que meterse una couldina cada 6 horas y eso le había dejado el cuerpo baldado. Le dolía la espalda, aunque ya no moqueaba.
  Cuando alcanzamos la calle comenté lo conocida que era entre la gente. No sólo todo el restaurante se había movilizado, sino que, además, por la calle, la gente se volvía, saludaba, se sonreía al vernos pasar lentamente camino del Hotel Suecia. Su explicación tampoco tuvo desperdicio:

  – A mí me dice mucha gente que me debían dar el “Cervantes”. Pero no lo quiero. Yo ya tengo muchos premios. Muchos. Para mí, la gente y su reconocimiento son “mis Cervantes”. Eso sí me compensa. Y no tanta tontería y tanto reconocimiento oficial que siempre es falso y político. ¡Anda que no tengo yo peleas con esos carcas de la Academia! ¡Y con los de los premios! Vengo de ser jurado en el premio nacional de literatura juvenil. Todo lo presentado no se podía ni leer. Escrito por meros técnicos: pedagogos y sociólogos y esas cosas de ahora. Pero un cuento es literatura e imaginación. ¡Qué me importa a mí que el niño aprenda a identificar vaca con MUUUU! ¿Lo que tiene que aprender es a soltar la imaginación, a crear con su cabeza, a convertir lo que lee en imágenes!

  Esto estando paradas a las puertas del teatro de la Zarzuela. Sujetas del brazo y ella moviendo el bastón amenazando al público teórico al que dirigía sus quejas. Y a los transeúntes de verdad que no estaban en su imaginación, pero sí en la calle Jovellanos. Le tuve que decir que menos bríos con el arma. Se paró y se echó a reír.

  -Antes llevaba una muleta. Con la escayola me dijeron que era mejor y la verdad es que yo iba más segura. Pero luego me fijé que la gente de la rehabilitación dejaba poco a poco las muletas e iban con bastón y yo hice lo mismo. Y allí se quedó arrinconada mi amiga la muleta. Y sé que está enfadada conmigo por eso que le hice y me mira triste desde el rincón. Porque me mira y me acusa con la mirada. Creo que debería volver con ella. Además, me sujeta mucho mejor. No es tan elegante como el bastón, pero es mucho más segura. Mi vieja amiga la muleta fea.

   De nuevo en la esquina con Los Madrazo un pequeño receso. Hablamos de hijos. Me pregunta si tengo hijos. Le cuento que dos y le digo los años. No me cree. Le digo que me casé joven. Ella también.

  -Tuve un hijo, Juan Pablo. Y luego me separé. Y fue muy duro en aquella época. No estaba bien visto que las mujeres hicieran esas cosas. Y después encontré a un hombre maravilloso con quien estuve 28 años. ¿Por qué se tendría que morir? ¡Qué pena más grande que tengo por eso!

  Yo no dije nada. Me pareció que se iba a echar a llorar. Rápidamente una pregunta para derivar la conversación.

  – ¿Tienes nietos? Tenerte de abuela tiene que ser la mar de divertido.
  – ¡Ay! Nada. Mi hijo no quiere. Pero tengo unas sobrinas maravillosas.
  – ¿Les cuentas tus cuentos?
  – ¡Claro! En cuanto vienen a verme me asedian. Y yo se los cuento, se los escenifico, hago de varios personajes, cambiando la voz, cantando, manteniendo la tensión en los momentos precisos y dosificando silencios e interrogantes para salvar al bueno o acabar con el malo.

  ¡Salvados! Durante el último tramo de 10 metros hasta la puerta del hotel va explicándome como se cuenta un cuento, cómo se ha perdido la tradición oral, el poco tiempo que los padres dedican a contar cuentos a sus hijos o a disfrutar juntos de historias. El calvados y el Rioja le han dado algo de vidilla, pero está muy cansada. En la recepción cuenta que ha perdido la llave. Me dejan una maestra y subo con ella para asegurarme que se acuesta. Tiene la maleta sin hacer.

  -Mira, Ana María, ahora te acuestas y te olvidas de la maleta y dentro de una hora estoy de nuevo aquí y yo te la hago. Luego tomamos un taxi y nos vamos tranquilamente a Atocha.

  – ¿Harías eso por mí? En casa me la hace mi nuera, que la hace muy bien, porque yo odio esto de las maletas y llevar tantas cosas dentro por si hacen falta. Eres mi Ángel de la Guardia. Jesusito de mi vida, eres niño como yo… Yo le rezo mucho al Ángel de la Guardia. Creo en él. No en la iglesia católica, apostólica y pamplinas, pero sí en la Virgen María y en Jesús.

  Mil besos me dio mientras le quité la chaqueta del traje y los zapatos, retiré la colcha y la dejé en el baño para que se acostara un rato. Mil besos y mil achuchones. Salí acongojadita de allí.

  Me fui volada a la oficina a mirar la posibilidad de que en Atocha nos pusieran una silla de ruedas para moverla, porque no veía yo que estuviera en condiciones de andar esa tarde con la paliza que llevaba encima. ¡Menos mal que RENFE funciona! Luego volví a la carrera al hotel. Llamé desde la recepción por si estuviera dormida y subí.
La maleta seguía encima de la cama y aparentemente ella se había echado un rato. Saqué faldas y trajes del armario, doblé blusas, camisón y bata. Guardé los zapatos en bolsas y dejé que ella preparara las cosas de aseo.

  -Me llevo estos jaboncitos del hotel para la asistenta. Lola. Me cuidó mucho cuando estuve con la pierna escayolada. Venía a casa y me ayudaba a vestirme y a lavarme y como sé que a ella estas cosas le gustan mucho, se las llevo.

  Metimos todo en la maleta: ropa, jaboncitos y Toblerone, porque no quería dejarlo allí, ¡era una pena! Algún niño lo querría. Pedimos un taxi y tras otros miles de besos a todo el personal, gobernantas, recepcionistas, conserjes y camareras nos montamos camino de Atocha. El taxista también la reconoció.

  -Es un honor llevarla en mi taxi, señora Matute
  -No hijo, no. El honor el mío. ¡¡Encima de que me lleva!!

  En Atocha les dejo con su charla mientras voy a por la silla. Un espectáculo verla salir del taxi, con el resto de los colegas del gremio revoloteando a su alrededor mientras se sentaba en la silla, pagaba yo la carrera y me hacía con la maleta. Entramos en procesión: Matutines, la sillita, yo y mi mochila y la maleta, de la que tiraba porque lleva ruedas, como un perrito detrás. Hasta el andén 7. Allí, en teoría, tenía que dejarla en manos de lo que en Iberia sería un “chaqueta roja”, pero yo quería asegurarme. No es que no me fiara, pero prefería verla sentadita en su coche 3, asiento 11B, antes de marcharme. Pedí permiso. Me lo dieron. Y la comitiva se volvió a poner en marcha. La maleta, ahora, en manos de un mozo. Durante el corto trayecto hasta su coche aun cayó otra historia. Nos explicó a todos porque ella se refiere a sí misma como “Matutines”.

  -Viene de cuando yo iba al colegio. Era de monjas y además de rezar el rosario, ¡figúrate!, teníamos que recitar las letanías. ¿Sabes lo que son verdad? Pues la primera empieza diciendo “Stella matutina” en latín, claro, que quiere decir, estrella de la mañana y mis compañeras empezaron con la guasa de mirarme cada vez que recitábamos aquello y con “Matutines” me quedé.

    ¡Sólo faltaron los aplausos!

  La dejé sentada en su asiento algo atemorizada por el viaje, pero serena. Me dio mil veces las gracias, me dio mil besos, y me agarró las manos con verdaderas ganas mientras me besaba.

  Con todo, lo mejor lo recordé después, ya camino de vuelta rememorando la manera en que me cogió las manos para despedirse. Bajando hacia el hotel, cuando la conversación trataba de hijos, me contó una anécdota increíblemente bonita. Ella se separó de su marido cuando su hijo sólo tenía dos años. No hablaba aun y poco entendía lo que sucedía a su alrededor.

  – ¡Pero con él mantuve la conversación más bella y profunda que he tenido nunca con un ser humano! Yo tenía que volcarme en ese niño que no tenía culpa alguna y al que no podía explicarle qué estaba pasando. Y que, sin embargo, sabía que algo había que cambiaba nuestras vidas. Uno de esos días malos, malos, que hay que pasar después, el niño me debió de ver o muy preocupada, o muy triste. Y se me acercó. Y me cogió la mano y me la apretó con sumo cuidado una vez. Yo le devolví el gesto. Y el niño me la apretó dos veces. Y yo le contesté imitando sus dos apretones seguiditos y flojitos. No hizo falta más. Nos entendimos.

  A mí me las apretó con mucha ternura y a mí se me iban las lágrimas cuando lo recordaba a la altura del Botánico en pleno Paseo del Prado.

 

(La foto es de ABC, de un artículo de Vargas Llosa a raíz del fallecimiento de Ana María)

 

 

MANTELES

Durante las vacaciones de verano la gracia de los sábados por la mañana es ir -muy temprano, por el calor- al mercadillo del pueblo.

Un mercadillo, como los de mil pueblos de España pero éste al que yo voy, situado en un lugar de la costa en el mismo límite de las provincias de Almería y Murcia, tiene además ese ambiente festivo de los zocos del norte de África. También está ordenado -si, aunque a primera vista pudiera parecer el gran caos- por secciones.

Las frutas y verduras, repartidas por la plaza central, vienen directamente de las fincas y las huertas de la zona y tienen aún el sabor y el olor original que, ya hace muchos años, hemos perdido en las ciudades: los tomates saben a tomate, las naranjas son naranjas y a los limones no hay quien les hinque el diente de lo ácidos que están.

Los zapatos, las telas y los hilos conforman un segundo grupo de géneros: restos de las fábricas de Elche y Elda y de las fábricas textiles de Cataluña -a donde hay una importante emigración- que se venden a precios de risa. A mí me gusta comprar piezas de muchos metros de tela de buena calidad excedentes de fábricas para grandes almacenes o cadenas de moda y que venden en un puesto -cuatro palos y una lona- un padre refunfuñón y su obediente hijo, a 3 ó 4 euros la pieza. Mi modista -que es un ángel de la aguja- me hace unos trajes de chaqueta que son la envidia de mis compañeras. Así me equipo para el invierno madrileño sin dejarme el sueldo.

La calle que ocupa el “sector textil” es la más larga de todo el recinto. Hay muchos puestos de ropa porque también esta es una región con muchos talleres de confección y mucha mano de obra barata. Allí llevan lo que se va quedando de temporadas anteriores, de manera, que para los que no son unos forofos de la moda “al día”, la posibilidad de llenar el armario a precios “tirados” es increíble. No faltan los tenderetes de cojines para tumbonas y sillas de jardín, las toallas y almohadones, la guata, las “migas” de goma-espuma y los manteles bordados en algún lugar de la China.

En el tramo anterior a la plazuela de las frutas se sitúan los puestos de encurtidos, legumbres a granel, mieles y dulces, frutos secos, hierbas olorosas, especias, huevos y animales vivos -siempre hay conejos, gallinas, caracoles- de manera que, al acercarte allí, y si no estás acostumbrado, el choque oloroso es tremendo. Entre las lonas y piezas de tela, que ponen de un lado a otro de la calle para protegerse del calor y aquellos efluvios atacando la nariz, uno se puede llegar a sentir transportado en el tiempo a algún lugar de Marruecos, Siria o Túnez.

No faltan los one men alone con su motocicleta y su caja de tomates, su cesto de lechugas o la sábana llena de melones y sandías. Un día compré una enorme sandía a uno de estos hombres que me costó a 6 pesetas el kilo y en mi vida había probado nada tan dulce y refrescante como aquella sandía que pesó 10 kilos y no duró ni diez minutos.

Bien, pues una de esas mañanas del mes de julio que paseaba entre cajas de calabacines y sacos de pimientos, oigo una vocecita de niña anunciando su mercancía con ese acento murciano tan cerrado y tan típico:

¡Mantéeele! ¡Mantéeele! ¡A cuatrosienta peséeeta, mantéeele!

Me giré y vi una niña menuda, morena, gritando a pleno pulmón las excelencias de los manteles que tenía sobre un trapo grande en el suelo delante de sus diminutos pies. Me acerqué con cierta mezcla de curiosidad, sensibilidad e irritación.

– Yo quiero uno de esos manteles. ¿Cuál te parece a ti que es el más bonito?, le pregunté.

La niña no me contestó. Me miraba, pero no acertaba a decirme nada. Calculé que tendría unos 4 ó 5 años. No más. De cerca parecía aún más diminuta.

– ¿Me llevo el de las flores azules o el de las fresas rojas? Le pregunté poniéndome en cuclillas a su lado para que le resultara más fácil mirarme.

¡Vaaamo nena, contéeetale a la señora!, oigo de repente.

Y al ponerme de pie veo un hombre grande y moreno, vestido de negro y con los mismos ojos que la chiquilla detrás de ella. Su padre, estaba claro, me dije yo.

– Me quiero llevar un mantel de los que vende la niña con tanta maña, le digo.

Si, señora, ya miiimmo, ¡famo nena, dale un mantel aquí a la señora!

La niñita se agachó, cogió el de las flores azules, me lo dio y luego me tendió la mano abierta con la palma hacia arriba. Puse una moneda de 500 pesetas en su manita. No recogí la vuelta. Le di las gracias, puse una sonrisa rara y me di la vuelta.

Según me giré, oí de nuevo la voz del padre, esta vez dirigiéndose a la mujer que había estado a escasos metros de nosotros sin dejar de quitarnos el ojo durante toda la operación.

-¿Há víitto, mujé? Y tú que no quería. La zagala ya ha aprendío a ganá dinero para su pápa. ¡Y eso que sólo tié tré año! Ya veraá, ya, cuando sea mayó.

Volví la vista hacia aquella mujer -morena, joven, enlutada y con un pañuelo negro a la cabeza- y su mirada se cruzó con la mía. No sabría decir si era de orgullo por la habilidad de su retoño; por la alegría del padre de la criatura o si tenía un halo de duda en lo profundo de sus ojos negro.

Yo tengo claro que hubiera querido que mi hija eso no lo aprendiera. Y que cuando fuera mayó no tuviera que vender manteles. Preferiría que los diseñara, gestionara una fábrica textil, asesorara en su exportación …..

DE MISA


Hija, ¿me acompañas a misa?

Yo no soy de misas, pero me lo pide mi madre esperando el si y, al fin y al cabo, es verano, estamos de vacaciones, no es cuestión de dejar que vaya sola y además, ¡siempre habrá en la iglesia algo con lo que ocupar mi natural inclinación a la curiosidad!
-Bueno, ¿dónde vamos? No será aquí. Siempre protestas de lo pesado y regañón que es el párroco.
-No, voy a Mazcuerras. Es una misa por los muertos familiares.
-¡Uy, qué yuyu! ¡Menos mal que tu no creías en eso!
-Me voy haciendo mayor, hija y me sale la beatería de las monjas que me educaron de alguna parte del hígado.
-Será eso.

Ontoria y Mazcuerras están una frente a la otra separadas por el Saja. Hay que salir a la carretera general y cruzarlo por el puente frente al Santuario de Virgen de la Peña. Luego, dejando a la izquierda la carretera de Íbio, se coge la que une Virgen con Mazcuerras y Cos y sale a la Hoz de Santa Lucía, de nuevo en un puente que cruza el río.
Aparcamos en la misma puerta de la iglesia muy mal situada justo en una curva y sin apenas acera o terreno delante.

-¡Un poco más y entramos en coche hasta dentro!
-Aquí aparca así todo el mundo, hija. No pasa nada.
“Todo el mundo” resultan ser un puñadito de personas. Quitando a una familia con cuatro hijos pequeños y un chico joven que está en la primera fila, el resto parecen mujerucas del pueblo de mediana edad o de edad indefinida, que es la que va desde los 35 a los 70 para que cada cual pueda ponerse la que mejor le parezca.

Ya ha comenzado la misa, supongo, porque el cura está hablando. Pongo atención para ver si hemos llegado muy tarde o acaba de empezar. Juraría haber oído que Don Gabriel es muy puntual y que “despacha” la misa en veinte minutos. Sentado en el lado del evangelio, el cura emite un sonido monótono, sin apenas altos ni bajos y similar a una letanía, que contestan las mujeres de igual forma y manera, aunque a ellas consigo entenderlas mejor.
-SSantaMaríamadredeDios…
-DiostesalveMariallenaeresdegracia…
Están rezando el rosario. ¿Cuánto hace que no oía rezar un rosario? ¿Pero lo he oído alguna vez? Sé lo que es un rosario, sé como se reza, sé qué se reza, sé que lo rezan las mujeres en mi pueblo algunas tardes, sé muchas cosas sobre el rosario, incluso que en alemán se dice Rosenkranz, ¡pero es la primera vez que lo oigo rezar en mi vida! Es la primera vez que entro en
una iglesia y me quedo sentada a esperar que lo acaben.

-Madrecastísima, Madreinmaculada…- continúa don Gabriel con su voz monocorde, sin apenas abrir los labios y sin expresión alguna en la cara. Parece haberse quedado parado en el tiempo y en el espacio.
-Ruega por nosotros Santa Madre de Dios….,-contestan las feligresas, subiendo un poco el tono, pero tan paradas en otro mundo o en otro estado como don Gabriel.
¿Tendrá el rosario un efecto hipnótico? Pues, seguro que si. El sonido siempre igual, las palabras repetidas hasta la saciedad sin ser pensadas, ni vividas, ni analizadas y la paralización, como de estatuas tocadas por un rayo misterioso, hacen que el murmullo sirva de péndulo hipnótico. Caen todos en un letargo y son presas de las palabras del oficiante. Haría con todas estas mujeres lo que quisiera. Las tiene en su mano, cautivas de mente y espíritu. ¡Veinte siglos de historia de la iglesia resumidas en un rosario escuchado por primera vez en la iglesia de Mazcuerras un verano del siglo XXI! ¡Y yo quería perdérmelo!

Después del amén final empieza la misa. Todo seguido. Son las doce en punto y hay muchas parroquias con una docena de mujeres en cada una de ellas a las que atender espiritualmente. Y ya casi no hay curas. Faltan vocaciones. No me extraña un pelo. Con lo que va aprendiendo el hombre moderno no es fácil entrar en un seminario. Tampoco en una iglesia.
El tono se ha aligerado un poco y las mujerucas fuera del trance ya, contestan con voz cantarina a los requerimientos del cura. El ambiente ha dejado de ser espeso.

En la pared de detrás del altar no hay retablo. Deben de haberlo quitado por viejo o robado por rico. En su lugar alguien ha pintado todo el gran lienzo. Fondo azul celeste. Un Cristo crucificado en el centro, la Virgen y los santos alrededor y arriba, en un cielo lleno de ángeles rubitos y con alas, espera Dios Padre.
Me llama la atención lo vivo de los colores antes que la forma de las figuras y en cuanto me fijo más comprendo por qué. ¡Creo que el pintor ha hecho una recreación de la obra del Greco!
No le pongo nombre al Cristo crucificado, no recuerdo cuadro alguno del Greco con una figura central similar a la que está pintada allí, aunque la colocación de los personajes principales sea igual a la de la “Crucifixión” del Museo del Prado. Este Cristo de Mazcuerras tiene la barba mucho más larga y está mucho más escuálido. Pero sí, hay otras muchas figuras que son copia, un tanto sui generis, de otras del famoso pintor.
La Virgen a los pies de la cruz está envuelta en un manto rosa y azul y tiene la misma expresión que la “Inmaculada Concepción” con los ojos mirando hacia arriba. O el mismo color cetrino, e iluminado desde abajo, de la Virgen de la “Adoración de los pastores”, en rosa y azul. O la de la “Coronación”, que también mira al cielo y está envuelta en los dos colores de siempre. Incluso a la Virgen de la “Sagrada Familia con Santa Ana” o la de “Pentecostés”, que mira arrebolada a la paloma sobre sus cabezas. También me recuerda a la “Verónica”, pero no en azul y oro. En rosa y azul.
A la derecha de la cruz una figura de túnica amarilla y azul eléctrico es similar a uno de los apóstoles, creo que a Santiago el Menor. Ese contraste de colores, lo vivos que son, en túnicas que parecen de papel de seda o de tafetanes tiesos haciendo pliegues enormes, remarcados con el blanco estratégicamente colocado, son del Greco. Algunos santos que están alrededor de las figuras centrales podían ser San Pedro con su capa color mostaza y un pico de túnica azul asomando por el hombro derecho; o San Andrés, de verde casi fluorescente; o San Juan con su túnica color carmín.
Los ángeles que esperan en el cielo, sin cuerpo, pero con alas y la cabeza llena de tirabuzones y rizos rubios, son los niños Jesús en brazos de su madre de cualquiera de los mil cuadros en los que el Greco representó a la Virgen y al Niño y están dispuestos en cascadas y semicírculos parecidos a los de las “Anunciaciones”, los “Bautismos”, las “Inmaculadas” o el propio “Entierro del Conde de Orgaz”.
¡El entierro! La verdad es que el cuadro tiene un aire al famoso cuadro de Santo Tomé. Busco a San Francisco, al fraile. Es una figura que conozco muy bien. Mi padre posó vestido de túnica para una recreación de esta obra. Y sí, allí está. No está de lado, ni tiene los ojos bajos, pero es un típico San Francisco con su hábito, su capucha y su cintura ceñida con un cordel de nudos; abajo a la derecha.

Me da la risa.
-¡Niña! ¡Calla, por Dios!…. ¡Te va a dar por reír ahora que acaban de decir que la misa es por nuestra familia!
-Es que miraba las figuras y pensaba…
-Si, algunas las han donado tus tías.
-No, mamá, me refiero…..
-¿Te sabes la historia, no? Pues no. No sé qué historia es esa de las figuras que han donado mis tías, pero no me deja explicar que no me refiero a las imágenes, que también hay repartidas por el recinto, sino a las que están pintadas en el “fresco” que sustituye al retablo. Me esperaré a  que acabe la misa para enterarme. No es momento: el cura entona el “santo, santo, santo” y las voces de las mujeres de la fila de atrás entran a coro elevando su cántico al cielo y poniendo toda la pasión necesaria en cada nota para que parezca que allí está reunido el “Orfeón Donostiarra”. Transfiguradas.
Antes de acabar, don Gabriel, como si de una oración se tratara, pide a las mujeres su colaboración para limpiar y preparar la capilla de San Roque, fiesta que se celebra dentro de una semana. Ni mueve la boca para hablar, ni cambia de tono para dirigirse a la feligresía. Está habituado a las letanías.
A la salida, protestan. Yo suponía que saldrían reconfortadas todas, pero lo hacen quejándose de lo mucho que les hace trabajar don Gabriel. Se forma un corrillo a la puerta de la iglesia. Todas comentan los “mandaos” del cura y se reparten la faena.
-¡Se pasa el día pidiendo!
-¡Le ha hecho la boca un fraile!

Mi madre se ha quedado dentro para agradecer y pagar la misa. Aprovecho y me despido con la disculpa de ir en su busca. Quiero entrar de nuevo y ver las imágenes de la iglesia. Hay una “Dolorosa” en un altar de la nave central y una “Inmaculada Concepción” en el transverso.
-¿Qué es eso de las imágenes de las tías? Yo no me sé ese cuento, -le pregunto cuando sale de la sacristía.
Me coge del brazo y me lleva ante la “Dolorosa”.
-Esta, aunque lo parece, no es una “Dolorosa” de verdad. Era una “santa algo” que tenía tu tía Carmen en casa y que donó a la parroquia porque necesitaban una “Dolorosa” y no había fondos para comprar imágenes.
-Una santa qué, porque así con la toca negra y asomando sólo la nariz….
-Una santa Procopia
-¿Procopia?
-O Proserpina
-¿Proserpina? Ese es nombre de embalse. ¿Estás segura?
-Pues será Santa Prostituta.
-¡Mamá! ¿Cómo va a ser Santa Prostituta? ¿Tú te das cuenta de lo que estás diciendo? ¡Que te cargas las bases de un plumazo: santa y prostituta! Bastante tuvieron con elevar a María Magdalena a la categoría de persona…
-¡Ay, hija! Ya sabes tú que yo con los nombres no doy una y los confundo todos. -Si, pero una cosa es una cosa y otra, santa prostituta. En fin, ya averiguaremos qué santa donó su cuerpo a la parroquia para ser investida con la gloria del hábito negro. Por una buena obra, ¡cualquier cosa! ¿Y qué más?
Nos acercamos riéndonos a la “Inmaculada Concepción”.
-¿Esta tampoco es lo que debiera ser? Mira que de Santa Prostituta a la “Inmaculada Concepción” hay algo más que una diferencia de nombres.
-No, no. Ésta fue siempre una “Inmaculada”. La donó tu tía Josefina…
-¡Ufff, menos mal! Se estaba poniendo la historia un poco rechuflona.
-Si, pues calla que esto no acaba aquí.
-¿Noooo?
-No. A esta pobre Virgen, como estaba poco lucida y algo viejuca, para que tuviera buen aspecto cuando la colocaran aquí, le pusieron un vestido de noche que tenían tus tías en casa…
-¡Y sería de Christian Dior! ¿O era Chanel?
-No sé qué sería, pero estaba muy guapa y elegante y cumplió su función.
-¡Eso, desde luego! Seguro que no hay en toda la provincia Virgen mejor vestida. A ver de cuantas se puede decir que lleven trajes de noche de alta costura. ¡Y sería mucho más bonito que el que lleva ahora!
-¡Hombre! ¡Dónde va a parar! Ni comparación. Este trapillo azul de forro de falda con ribetito de “gogrén” dorado es la mar de pobretón al lado del otro.

Mondadas de la risa salimos de la iglesia. ¡Qué cosas donaban las tías! Y qué contentas están todas las feligresas con su Santa Prostituta vestida de negro y su Inmaculada de Dior.
-Pues creo que todavía hay una más.
-¿Una Barbie vestida de San Gabriel?
-No. ¡Un “San Maximino” vestido de San Roque! En cuanto lleguemos a casa le pregunto a la tía Carmen. Y no te rías, que no es broma.
-Anda vamos a casa, que entre El Greco, Don Gabriel, el rosario y Santa Prostituta, más que venir a misa he venido a un parque temático.

Por la noche llamamos a la tía Carmen para preguntarle por San Maximino y su trabajo de suplente.
-Si, hijuca, si. Las figuras salieron de esta casa, pero de santos, nada de nada. Eran dos figuras de madera que teníamos en el desván de casa y a las que pusimos el nombre de Maximino y Melania. De niños nos daban un miedo espantoso y lo pasábamos fatal cuando nuestros padres nos castigaban y nos encerraban en el desván. ¡Había que vérselas toda la tarde con la pareja que reposaba de pie contra una pared! Tu tío Gonzalo lloraba y berreaba como un berraco cuando le mandaban escaleras arriba a hacerles compañía toda la tarde.
-¿Qué no eran figuras de santos? ¿Y entonces?
-No, no, de santos no tenían ni un pelo. Eran dos maniquíes de madera, con cuerpo y todo, que no es trapo lo que esconden la toca y la túnica. Y nos vinieron de perlas cuando se arregló la iglesia. Todos teníamos que participar con lo que pudiéramos y nosotros no podíamos negarnos.
Pero en casa no había dinero para nada y menos para santos, que costaban por aquel entonces, un riñón. Y se nos ocurrió, que Melania, que tenía un gestito de dolor podía hacer a la perfección las veces de “Dolorosa”. Maximino, hombre al fin y al cabo, valía para encarnar a cualquier santo
varón y lo que necesitábamos era un “San Roque” para la capilla. Ya sabes, hija, la veneración por él que tenemos en el Valle. Así que le vestimos del santo y allí sigue, tan bien, cumpliendo con mucha dignidad su misión apostólica.
-¡Pues tal y como sois todos en casa, me imagino las cuchufletas con este asunto!
-¡Ay, si! Cada vez que íbamos, de niños, a la iglesia y veíamos a las mujeres y al cura y a todo el que pasaba por delante santiguarse ante los monigotes de casa, nos daba un ataque de risa. Y ya ni te cuento, lo de ponerles velas y rezar… ¡con el miedo que les habíamos tenido! Era tremendo.
-¡De monigotes a santos! ¡Vaya cuento tan increíble el de Maximino y Melania! ¡Y vaya nombres para nuestro “San” Maximino y nuestra “Santa Prostituta”!
-No tanto, sobrina, no tanto: ¡cómo la de “Lo que el viento se llevó”!
Cierto, si. Nunca mejor dicho.

el Saja