El club

EL CLUB

Hace unos meses me choqué en un supermercado con un carrito de la compra conducido por una antigua compañera de colegio. Los segundos posteriores a la colisión fueron de sorpresa y de las exclamaciones típicas de estos encuentros fortuitos: ¿qué haces aquí? ¡Qué casualidad! o ¡Cuánto tiempo hace! Casi no nos habíamos vuelto a ver desde que dejamos el colegio hacía más de 40 años.

Las primeras preguntas nos devolvían a la infancia. El colegio, los patios, las fiestas. ¿Has vuelto a ver a Fulano? ¿Qué pasó con Mengano? ¿Acabó casándose éste con aquélla? Al cabo de un rato charlábamos como si no hiciera más que un verano que hubiésemos dejado las clases y estuviéramos a punto de empezar curso nuevo en septiembre. Y como pasa en muchos de estos tropiezos, acabamos quedando para tomar un café. Cada una de nosotras se comprometió a tratar de convocar al mayor número posible de antiguas compañeras, tirando del hilo que te une, en la mayoría de los casos y como mucho, con uno o dos compañeros de colegio.

En efecto, una semana después, puro manojo de sentimiento y emociones encontradas, me encaminé a la cafetería donde habíamos convenido vernos. Quería llegar pronto para no perderme la “entrada” de las convocadas, pero fui poco original en mi curiosidad, porque cuando llegué ya había tres o cuatro mujeres sentadas a la mesa.

¡Lo que hacen 40 años! Y eso que, por el momento, sólo se podía catalogar lo meramente físico. ¡Están hechas unas “señoronas”! me dije yo, y, automáticamente, pensé ¡yo debo de estar igual! (aunque no me lo creyera). Todas nos habíamos esmerado en el atuendo, todas habíamos estado en la peluquería, todas nos habíamos maquillado con esmero. Yo lo había hecho, eso era seguro, y a tenor de lo visto, y aunque no quisieran –no quisiéramos reconocerlo- lo habíamos hecho todas.

Poco a poco fueron llegando las convocadas y al rato cotorreábamos sobre nosotras y nuestras circunstancias, contando chismes y disfrutando de unos años, que aunque perdidos, parecían volver a nosotras con la misma fuerza de entonces.

Yo, que no puedo parar de intentar buscarle los tres pies al gato, decidí ponerme a buscar el lazo que nos unía después de tanto tiempo, o el lugar común de tantas mujeres, o un algo que a todas nos afectara, porque me parecía increíble que tantas vidas distintas pudieran sentarse alrededor de una mesa y charlar durante horas de tantas y tantas cosas como si aquello lo hicieran todas las semanas. Así que, empecé por lo obvio: nuestro estado, nuestra profesión, nuestros hijos, nuestros maridos.

Mayoritariamente casadas. Nueve contra una. De las “parejitas” que se juntaron durante los años escolares –el nuestro era un colegio mixto y extranjero- no quedaba ni rastro, a pesar de que algunas de nosotras habíamos protagonizado sonados romances, sobre todo en los últimos cursos, con nuestros compañeros de clase o de colegio. Todas lo recordábamos con cariño y mucha ternura -¡nuestros primeros “novios”!- pero habíamos encontrado nuestras parejas actuales en otros sitios. ¡El haber visto a “los chicos” en pantalones cortos y con las rodillas sucias parece que no infundiera confianza suficiente para establecer relaciones sólidas y de futuro! Así, que muchas se habían casado con compañeros de facultad.

La gran mayoría había acabado sus estudios universitarios y ejercía su profesión. Algunas habían colgado el título -en la cocina, comentó una- y se dedicaba a “su hogar”. Las que no habían hecho carrera alguna, -cosa nada infrecuente hace 40 años- también trabajaban, porque aunque entonces aún se podía vivir de un sueldo –es decir, de un marido- hoy ya no era posible. Ninguna era exclusivamente “florero” y ninguna era ministro de nada.

Todas, salvo la soltera, teníamos hijos. Eso sí, la edad en la que los tuvimos variaba mucho: las que habían profundizado en sus profesiones, viajando y estudiando por el extranjero, eran las más tardías; las que nos habíamos conformado con lo puesto, las más tempranas.

¿Sería posible, visto lo visto, que la simple convivencia –llamarlo amistad me parece excesivo- de un montón de niños durante los años escolares fuera tan importante, uniera tanto, como para aguantar el paso de los años de forzosa separación y permitir después una reunión tan amistosa de los protagonistas? No había nada más que nos pudiera unir, salvo las rutinas normales y comunes a tantas y tantas mujeres.

Yo no estaba dispuesta a renunciar. Apliqué el oído con conciencia. ¿Se me habría pasado algo? ¿No iba a encontrar esa chispa que de repente salta e ilumina un terreno perdido, un lugar olvidado en nuestras memorias? Y no me fue mal. Un rato después caí en la cuenta de las muchas veces que había oído la expresión ¡lo que se hacía entonces! Se repetía con asiduidad y parecía ser aceptada por todas nosotras como palabra de Dios. Se utilizó para referirnos a haber fraguado nuestros matrimonios en los cinco años posteriores a la salida del colegio; para comentar la juventud con que afrontamos la maternidad; para aceptar cargar con problemas extras debidos a la familia propia o a la política; para asumir la lógica de compaginar trabajo y casa. Y fue, llegadas a este punto y como movidas por un resorte, cuando saltó ese algo que yo buscaba.

Compaginar. Nos sentimos solidariamente unidas por aquella palabra. Todas habíamos apostado por un camino, aceptado comúnmente como el lógico, el habitual o el normal para participar de la vida en sociedad, pero sabiendo que existía el término que sería el que nos diera la única oportunidad existente para ganar. Para no hundirnos en modelos anteriores, para aplicar lo aprendido en los últimos años, para salir de un papel tradicionalmente aceptado para las mujeres sin renunciar, por lo menos en lo más evidente, a una vida nueva, a un panorama mucho más rico. Era la palabra mágica, que al fin había entrado en el diccionario de la mujer, que unía un mundo existente, del que se quería salir, con uno nuevo que nos esperaba fuera: el del trabajo, el de la profesión. La panacea. La que no se apuntaba a “compaginar”, lo hacía a otro verbo, igualmente unificador, y también de mucho renombre: “renunciar”. Sin embargo, ambos estilos no se excluían, sino por el contrario, se complementaban. Se compaginaba la vida familiar con la profesional, renunciando a los extremos: no se podían tener muchos hijos y no se podía aspirar a grandes puestos profesionales. (Salvo honrosas excepciones, que salen de vez en cuando en los medios de comunicación y, evidentemente, por ser aún algo exótico: no he visto todavía a ningún gran tarantantán masculino, salir en las revistas, contándole a su público como hace para bañar a los niños antes del consejo de administración, o cómo tiene la casa de limpia sin perderse ni una sola reunión de negocios en cualquier parte del mundo).

En la solidez del nexo renunciar-compaginar se apoyaban nuestra vidas de mujeres adultas. En ese binomio fantástico estaba la fuerza que mantenía nuestras familias, nuestras profesiones y trabajos, nuestros matrimonios y a nuestros hijos. Gracias al equilibrio que hacíamos con los dos términos permitíamos medrar a nuestros maridos, crecer a nuestros hijos, morirse a nuestros padres, obtener beneficios a nuestras empresas, sentirnos felices “por poder”. No por tener/obtener el Poder con mayúsculas. Sino por “poder” salir de nuestras casas a participar del mundo. Por “poder” estudiar y ser más cultas. Por “poder” desarrollar nuestras muchas capacidades. Por “poder” ganar nuestro dinero. Por “poder” no depender de nuestros hombres, de nuestras familias, de nuestros hijos. Por “poder” seguir siendo la columna que sostenía la “empresa familiar”, sin que nos remordiera la conciencia, educada durante siglos para un único fin.

Gracias a “poder compaginar” nos sentimos las descubridoras de la nueva felicidad, esa que hacía esos 40 años nos prometían en las revistas para mujeres, en los foros universitarios o en los países que nos rodeaban. Gracias a “poder compaginar” éramos libres para movernos como peces en un mundo mucho más justo para las mujeres. Seríamos admiradas por nuestros hombres por la capacidad demostrada para no perder comba.

Sin embargo, yo miraba a mis amigas, me miraba a misma y medía en nuestros rostros, en las experiencias que nos contábamos, en las vidas que poníamos sobre la mesa ese grado de felicidad ansiado y no lo veía reflejado por ningún sitio.

¡Caramba!, me dije. Algo falla aquí. Si todas hemos cumplido con esos mandamientos y hemos trabajado en firme para olvidarnos de “la casa y la pata quebrada”, ¿por qué no dábamos la impresión de grandes triunfadoras? ¿Por qué sonaban a cuentos chinos las historias que contábamos? ¿Por qué aquello no era real? ¿Por qué compaginar sonaba en nuestros relatos a verbo menor?

Como no me sé callar hice lo que me pareció más justo: preguntar. ¿Cómo compaginas tu trabajo con tu familia? ¿Qué haces para poder viajar tanto y no tener descuidada tu casa? ¿Cuánto ves a tu marido, tus hijos o tus familiares? ¿Cuánto te cuesta? ¿Cómo puedes? La catarata de soluciones aplicada en las mil versiones de vidas diferentes era de lo más variada. Algunas eran pura ingeniería, otras muy originales. Éramos “master” en sacarle horas al día, doctoradas en equilibrios, increíblemente hábiles en el uso de las dos manos a la vez, expertas medidoras de reacciones, sorteadoras de situaciones de alto riesgo, negociadoras de paz.

Desde las más sofisticadas –tengo una bielorrusa, que me cuida al niño- a las más tradicionales –me lo cuida mi madre-, la paleta de “técnicas” dependía del nivel de ingresos: si se sumaba dos sueldo altos, el asunto se solventaba a golpe de talonario, si se sumaban dos sueldo medios, entraba en escena la ingeniería y sino, cualquier modelo aplicado partía siempre de un esfuerzo descomunal. No me quería meter en comparaciones. No nos podíamos quejar, pues al fin y al cabo, no teníamos acuciantes problemas económicos ni vivíamos en situaciones límite: ninguna refería problemas de marginalidad, de violencia en casa, de hijos drogadictos…

Éramos unas privilegiadas. No podíamos quejarnos de nada. Habíamos tenido la posibilidad de compaginar por un camino elegido y asumíamos nuestra decisión de entonces. ¿Compensa?, me preguntaba y pregunté en alto. Sonó un sí. Primero con convencimiento, luego con matices. Aunque en general lo volveríamos a hacer, la queja se extendía hacia las mitades masculinas de nuestras vidas: maridos que no acaban de entrar por el aro, jefes que pagan por ser mujer, pero le exigen lo que a un hombre. Incluso se hablaba de posibilidades: apoyos estatales aquí y allá. Más educación. Ayuda. ¡Esto es muy cansado!

Si. ¡Yo no sé cómo lo aguantamos!, nos decíamos unas a otras. ¿Cómo?, se oyó en un extremo de la mesa. ¿Cómo? Yo, desde luego, con Lexatín. Y con aquella palabra, se levantó un coro de voces al unísono: ¡Y yo!

Ya ves, me dije yo, tú buscando teorías de comportamiento, lazos de unión, experiencias comunes, sensibilidades similares. ¡Qué equivocada estás! Lo que nos une, lo que une a tantas mujeres, empezando por nosotras mismas, es el Lexatín. No necesita más explicaciones.

Desde aquella gloriosa primera reunión, el “Club del Lexatín” se reúne puntualmente el primer lunes de cada mes en el mismo sitio. La que puede, acude. La que no, no necesita disculparse.

 

PRISAS

Yo no sé, cómo se las apañarán otras mujeres por las mañanas, pero a mí, salir de casa para ir a trabajar dejando todo listo y preparado para el regreso al acabar el día, me parece una carrera de 400 metros vallas y fosos. No me puedo quejar en cuanto a horario, pues en mi oficina “gozamos” de horario flexible, lo que nos permite una variación a la hora de entrar –proporcional a la de salir- bastante llevadera. Es decir, no es aún de madrugada cuando ataca el despertador.

Pero, como no tengo ni doncella, ni ayuda de cámara, ni cocinera, ni mayordomo, me levanto con tiempo para dejar las labores cotidianas de limpieza y orden lo más avanzadas posibles. ¡Me resulta muy deprimente volver a casa después de trabajar y encontrarme la cama sin hacer y la taza con restillos de café y migas encima de la mesa de la cocina! Así que para darme ese “capricho” procuro dejar la casa, no en perfecto estado de revista, que no hay tiempo, pero sí medianamente decente.

Primero se hace la cama en condiciones. Todos. Incluidos mis hijos. Tampoco tiene mayor misterio quitar el edredón, guardarlo en el cajón y tirar una colcha encima del colchón. Antes tenían sábanas y mantas y, evidentemente, no la hacían, la estiraban, con el consiguiente montoncito que les delataba: o se habían dejado un calcetín o se les había olvidado sacar el pijama.

Luego, desayunamos y ellos, tras dejar la taza y el plato en el lavavajillas, se marchan a sus clases. Así que para mí empieza la carrera contra el reloj. Quiero darle el “toque” a la casa antes de marcharme. No se trata tampoco de pasar la aspiradora por todos los rincones, quitar el polvo hasta el último de los estantes, ni de pulir los cristales.

Pero son algunos detalles que sumados ocupan ese tiempo de manera que siempre es poco: recoger la ropa sucia que desborda el cesto y poner la lavadora, quitar los periódicos del día anterior que se han quedado encima de la mesita del cuarto de estar y vaciar los ceniceros para que no huela tanto a tabaco, guardar mantequilla y mermelada en la nevera y recoger los restos del desayuno, ponerle la comida y el agua limpia al perro. ¡Tonterías, claro! Pero que hay que hacer con cierto ritmo.

Suele pasar que este tiempo sea muy justo, de manera que cualquier imprevisto desbarate todo el proceso. Y suele ser que eso suceda el peor de los días posibles. El martes pasado tenía yo una de esas reuniones importantes a las que no queda más remedio que llegar a tiempo. Así que cuando sonó el despertador salté de la cama dispuesta a cumplir cuanto antes con mis obligaciones y ganarle al tiempo algún minuto más para mí, por tranquilidad.

Como un reloj fueron cayendo los deberes: cama, hecha; desayuno, recogido; lavadora, puesta; cuarto de estar, en orden; perro, servido. Inicio el camino a la ducha cuando, rrriiinnngggg, el teléfono. Bueno, no hay que preocuparse, será cualquier cosa. Si. Uno que se ha olvidado las llaves de casa encima de su mesa. Bien, se las dejaré al portero cuando me marche para que luego pueda entrar.

Vuelvo al baño. Abro el grifo. No sale el agua caliente. ¿Se habrá acabado el gas? Albornoz y vuelta a la cocina. Efectivamente, hay que cambiar la bombona. Quito la vieja, acarreo la nueva, engancho, pruebo. Funciona. ¡Menos mal! Me vuelvo a meter en el baño. Me ducho. Cuando me voy a vestir, unos minutos de dudas. ¿Qué me pongo? Hace calor pero no me parece propio asistir a una reunión con una camisetina de tirantes. Pruebo varias blusas. Me empiezo a poner nerviosa y así, nada sienta bien. ¡Un vestido! Es lo ideal, te lo metes por la cabeza y ya está. ¿El rojo? No, me parece que huele a tabaco. No he debido de sacarlo a la terraza a que “se ventilara”. ¿El amarillo? No, me parece excesivo. ¡Dios mío, el tiempo! Hala, el traje de chaqueta de siempre, que tiene la manga corta y es discretito. ¡Y para esto, media hora más!

¡Aún me tengo que pintar el ojo! ¡Y quitarme las ojeras! Brochazo aquí, “rimmel” allá. ¡Peinarme! No. Mejor cojo un cepillo y me peino en el coche. ¡No me puedo olvidar del móvil! Me lo dejo en casa la mitad de los días enchufado al cargador, donde pasa las noches. Y luego me quedo desconectada y en los días largos, como el que se prevé para hoy, es imprescindible para estar en casa “sin estarlo”. Me faltan el bolso y los papeles. ¡Ah, y los zapatos! Como son de tacón, no me los pongo hasta que no llego, porque para conducir prefiero un zapato plano. Me pongo unas alpargatas muy prácticas y salgo “a escape” a coger el ascensor. ¡Voy muy mal de tiempo!

Y aún tengo que parar en casa del portero a dejar las llaves. Toco el timbre y espero un buen rato. Bienve, la mujer del portero es ya algo mayor y está un poco gorda. Tarda en abrir. Se las doy intentando dar una explicación corta, pero no es posible. Nos conoce hace muchos años y no me deja marchar hasta que le doy todo tipo de detalles.

¡Qué no llego! Salgo a la calle, corro hacia el coche. Hoy no me pararé a comprar el periódico, me digo. Pero tengo el coche aparcado más allá del quiosco y Jóse, mi proveedor de prensa, no me deja continuar sin venderme el ejemplar del día. ¡Voy echando el bofe! ¡Sólo me faltaba que la grúa se hubiera llevado mi coche! Pero no, esta vez estaba bien aparcado. Suelto el periódico y los zapatos encima del techo, porque con tantas cosas en la mano no puedo abrir la puerta.

¡Por fin arranco! No me preocupa el tráfico porque ya ha pasado la hora punta y voy en dirección contraria a la de la “masa”. Ni aparcar, porque tengo claro, que con lo “justita” que voy, no me queda más remedio que meterme en un aparcamiento.

Atravieso Madrid a toda velocidad y entro en el edificio del aparcamiento como si fuera “Fittipaldi”. Apago, me miro en el espejo para ver si el maquillaje está aceptable, me pongo un poco de perfume y saco el cepillo del bolso para darme un buen cepillado. Me bajo del coche, echo la cabeza hacia abajo, para cepillar de abajo arriba, que da mucho volumen al pelo y cuando miro hacia abajo y me fijo en mis pies….. ¡Voy en zapatillas!

 

CALCETINES

Estaba yo el otro día dedicada a la rutinaria tarea de planchar, doblar y colocar la ropa cuando, calcetín en mano, me di cuenta de repente de lo mucho que puede llegar a decir un calcetín de la persona que lo utiliza, de su dueño. En casa, en ese momento éramos muchos de familia, así que el “oráculo” era un enorme montón. Fui cogiendo los calcetines uno a uno y, observando la prenda, intenté “descubrir” en ella a la persona. Pero sin comparaciones fáciles: evidentemente los que sólo medían un par de centímetros, tenían que ser del pequeño de la casa. No hay más que uno. Y los de deportes, blancos y con las consabidas rayas, del deportista.

¿Pero y ese grande negro, despeluchado y con tomates y “claros” en la frondosidad del tobillo? Evidentemente de un habitante de esta casa, que es lo que vulgarmente se conoce por un “adán”. ¿Y ese calcetín de color chillón, imposible de catalogar, imposible de que “pegue” con pantalón alguno y ya, ni que decir tiene, que imponible con cualquier “modelo de diseño”? Estaba claro, que era de otra habitante cuyo concepto de la elegancia, la sincronía de los colores y todas esas “paparruchadas” dista mucho del académico. ¿Y esos coquetones de color medido, rombo a juego con rayita, en perfecto estado de revista y compendio de líneas de actualidad? Eran de nuestra coqueta oficial. Y los negros lisos, todos iguales, -pues podía haber entre seis y diez-, tenían que ser del padre de la casa, el de la “chaqueta y la corbata”.

Pase un rato muy agradable mirándole la cara a los calcetines. Y en el colmo de mi felicidad, se me ocurrió, traspasar dicha teoría a la gente con la que trabajo en la oficina. ¡El resultado ha sido fantástico! Todos nos hacemos una idea de cómo son nuestros compañeros y nuestros jefes, pero comprobar lo cerca o lejos, que estamos con nuestras predicciones, ayudándonos con sus calcetines es un placer casi indescriptible.

Te fijas y descubres que el inevitable compañero hortera, vulgar en su forma de trabajar, en las frases y en las formas que utiliza, resulta que lleva unos calcetines impresentables de dibujo pasado de fecha y colores anodinos entre el marrón y el negro, con motita roja o flechita naranja, tan horteras como su propietario.

Y que la secretaria joven, aunque con mentalidad de solterona, que se cree mujer independiente y moderna, ¡lleva pantys de “todo a cien” llenas de bolitas!

El jefe, ya entradito en años, que sin embargo piensa estar viviendo una segunda juventud porque, como no se molesta ni en disimular, ha entablado una “entente cordiale” con una administrativa “modelo trepa”, que quiere llegar a ejecutiva, no sólo se contenta con llevar americana y vaqueros, sino que además se ha comprado unos calcetines de diseño, cuya marca reluce en el tobillo más que el sol.

¿Y ese otro típico “animal de oficina” que lleva la intemerata de años en la empresa, que entró con puñetas y visera, y poco a poco ha ido situándose mejor y ocupa ya un cierto nivel y decide ir de importante y “selfmade man”? Ese sigue llevando los calcetines de mercería de la esquina de su calle, que le compra “su santa” y que habitualmente se dan de tortas con el resto del atuendo, muy pensado y sin embargo, poco conseguido.

Claro, que al llegar a este punto, me he mirado los míos y pensado en lo que dirían de su dueña, los que utilizaran el mismo método que yo.
Y por si las moscas, ¡me los he quitado!

MI EMPRESA

El nuestro es un mundo “globalizado”. Ya nada es local, ni vale, si no tiene proyección fuera de nuestras fronteras. Son los mandamientos de la nueva economía: todo lo que rodea a esta ciencia, sus leyes y fines son nuestra Biblia actual. Y su aplicación es absoluta. Se mete en todos y cada uno de los modelos anteriores y los reforma. Repta por las antiguas estructuras, que dejan de tener su forma acostumbrada y, aunque mantengan el nombre de siempre, parecen otras y se comportan de distinta manera.

Ya nada se mueve sin que se le apliquen criterios de empresa. Nada. Ni una tienda de coloniales, ni una peluquería de barrio, ni una tienda de cromos, tebeos o cambios de revistas. No se salva nada. Ni la familia.

En nuestras familias de ahora hemos cambiado al amo y señor, por un director general o presidente, que aunque no es mal puesto, no deja de estar sometido a consejo de administración. El padre de hoy suele decidir las grandes líneas de la empresa familiar –la macroeconomía-, pero tiene que presentar los detalles –microeconomía- a consenso y luego hay que aprobarlos.

La madre es, evidentemente, el consejero delegado, que lleva el día a día o la agenda, que es como se llama ahora, y ejerce las funciones, además, de tesorero. Cada uno de los hijos de esta empresa tiene un puesto en la mesa del consejo. Todos con voz, voto y veto.

Las decisiones que afectan a la “empresa” se toman por consenso, tras pasar cada proyecto por un análisis pormenorizado. Se estudia su viabilidad económica, sus posibles beneficios; se calibra si merece la pena, y, en caso de pérdida estimada, aceptarlo por otros motivos, como pudieran ser por prestigio, por relaciones públicas o como gasto de representación.

Salvo en las reuniones del consejo, que pueden ser de una vez al mes, o de una cada siete meses, los distintos consejeros no se ven habitualmente. Cada uno de ellos llevará el horario que rija en su sucursal y entrarán y saldrán de su “oficina” según la previsiones de trabajo: durante el invierno sujetos a las variaciones escolásticas o universitarias; durante los fines de semana según si tienen misión discoteca o misión diplomática frente a su santo contrario; en época de vacaciones, cumplidos algunos trámites de dirección, según donde haya más “negocio”: en la playa de Mallorca, en el cortijo sevillano o en las sierras y montañas.

Ya no cobran “la paga” el fin de semana: ahora se llama sueldo y es mensual. Y tiene “bufandas”: por aprobar el curso, cae la moto. Tras la recolección de calabazas en junio, salvar la situación en septiembre, se llama regalar un móvil. El cate en inglés conlleva un mes in Irlanda. Todo sin IVA. Además está sujeto a convenio colectivo: subida anual en función del INN (índice de nuevas necesidades), aumento de los días de vacaciones lejos de la presencia de la presidencia, disminución periódica de las obligaciones caseras, etc., etc.

La empresa no cierra nunca. Y está siempre “al loro” de posibles “nichos de mercado” por explorar: si un miembro del consejo de administración coge una hepatitis, pondrá a su disposición sus expertos en enfermería y le apoyará en la prospección de “formas de entretenerse” durante los meses de convalecencia. Si un miembro, trasladado a otra empresa debido a una “joint venture”, ha dado a luz y necesita del consejero delegado, se dispondrán las medidas necesarias para el asesoramiento en las cuestiones pertinentes a fin de salir también airosos en el nuevo camino emprendido.

El presidente, como todos los presidentes de empresas, estará para mantener el nivel económico adecuado y necesario que mantenga a flote su “negocio” y procurará que sus consejeros se sitúen lo más estratégicamente posible dentro del mundo laboral y empresarial que nos rodea, para intentar alianzas beneficiosas para ambas partes.

El consejero delegado controlará en lo posible los gastos y será el responsable de la cuenta de balance de pérdidas y ganancias. Tirando del departamento de “comestibles”, dejando la renovación del de “textiles” para la época de rebajas e invirtiendo en “loterías del estado”, irá ajustando el asunto monetario de manera que el “cash flow” permita algunas alegrías al final de cada ejercicio.

No es difícil hacerse una idea de lo anteriormente expuesto. Pero nada mejor que un ejemplo sencillo que nos permita ver con claridad la práctica diaria del ejercicio empresarial. Al efecto, escogeremos una “empresa” media, con un presidente, un consejero delegado y dos consejeros “de a pie”. Está ubicada en Madrid, cuenta con local propio que permite agrupar bajo un mismo techo todas las “sucursales”. Además, gracias a su política de austeridad, y en vistas a posible o futuras expansiones, posee un pequeño local en una localidad de playa. No tienen más personal que el contratado a tiempo parcial –fijo, discontinuo- para mantener las oficinas limpias a efectos visitas. El local no tiene portero, pero cuenta con perro fiel que hace las funciones de guardia de seguridad, sin cobrar extras, aunque trabaje las 24 horas del día y los 7 días de la semana.

-¡Las vacaciones serán los 30 días de agosto!, dice nuestro director general.

– Bueno, matiza el consejero “hija mayor”, pero de ellos, 15 los pasaré con el consejero “hijo” de la empresa González López, que es mi novio, en el local de la playa de Gandia, que para eso pertenece a nuestra sociedad gestora de patrimonio.

– ¡Un momento!, exclama el consejero “hijo segundo”, tengo previsto celebrar reuniones de trabajo en dicho local con mis “asesores colegiales”, de manera que habrá que ajustar fechas.

– Bien, pues saquemos las agendas. ¿Tiene algo en contra el consejero delegado?

– No, aunque el señor presidente querría también darse una vuelta por el local, porque no lo visita desde agosto del pasado año contable y hay algunas cosas que arreglar.

– Bueno, aceptan los “consejeros hijos”, si es por el bien de la empresa, podemos buscar una “transaccional” y partir el mes en tres.

– Bien. Se acepta la propuesta. Al acabar la reunión se ajustarán las agendas, para que todo transcurra sin rozaduras, ni problemas. Pasemos al siguiente punto de la orden del día: para cenar filetes empanados.

– No. Rotundamente, no. No lo acepto y lo veto. Esta consejera tiene que cuidarse el tipo dada la cercanía del biquini y está a lechuga y agua.

– ¡¡Me niego!! Es inadmisible, se queja el “consejero hijo”, llevamos quince días con sopitas frías, gazpachos y filetes a la plancha y yo creo, que los resultados económico-intelectuales de mi sucursal merecen algo más sólido.

– ¡Haya paz, señores consejeros! Cada sucursal será responsable de sus comidas. La señora consejera tome nota de que la nevera deberá estar surtida con lo necesario para cubrir las necesidades de todas ellas y cada cual actuará en consecuencia

Y, ¡vámonos Maruja, que hoy cenamos fuera! ¡Se levanta la sesión!

EL FONDO DE LA NEVERA

De niños, en el colegio, aprendemos muchas materias interesantes que luego nos han de servir a lo largo de nuestra vida de utilidad. Lo normal es que algunas asignaturas nos gusten más que otras y que por ello, pongamos más atención a algunas explicaciones que a otras. Se suele decir que, las niñas ponen más atención en las asignaturas de “sociales”, como se llama ahora a la literatura, la historia o el arte, y que los niños, prefieren las “naturales”, es decir, las ciencias, la física, la química o las matemáticas.

Dejando de lado el asunto de la “diferencia intelectual” de los sexos, que me parece una estupidez sobrevenida para justificar lo injustificable, yo creo que no es cierto que se ponga una atención distinta. Directamente, los niños no ponen atención alguna. En todo caso, siguen alguna lección perdida porque les guste más el tema del día o porque tengan más o menos curiosidad en una materia determinada: ponen mil veces más oídos a cualquier asunto relacionado con la sexualidad –humana o animal- que al candente tema del giroscopio o la aleación de los metales.

Entre las materias que menos atraen a los niños y a las niñas, indudablemente, están las matemáticas. Entre lo poco salerosas que son, la poca “paja” que admiten a la hora de desarrollar un problema en un examen y la aridez de las líneas rectas y los ángulos, gozan de muy pocas simpatías entre el respetable. Además, pocos profesores consiguen “envolverlas” de manera, que al menos, no asusten antes de tener que enfrentarse a ellas.

Y esa poca atención que ponemos de niños hace que cuando se consiguen aprobar, sea por los pelos y sin haber ahondado en sus muchas posibilidades y misterios. Y eso lo arrastraremos toda la vida. Esa poca “profundidad” será para siempre una tara en nuestro desarrollo intelectual.

No lo digo a la ligera. Las matemáticas son la base para entender el mundo en que nos movemos: la naturaleza y sus formas son matemáticas, el pensamiento es matemático, la lógica es matemática. Y como la gran mayoría se ha quedado anclada en la simple suma y, como mucho, sabe hallar un área o calcular malamente un porcentaje, no está capacitada para entender las estructuras y las formas que nos rodean.

Esta atrofia matemática es la base que me ayuda a explicar algunos comportamientos que me chocan y no puedo entender. Por ejemplo: ¿qué sabemos acerca de volúmenes y planos? ¿Sabemos lo que es cada cosa con claridad? En concreto, ¿sabemos diferenciar a simple vista un objeto plano de uno voluminoso –que no grueso-?

Todos dirían que sí, claro, eso es muy simple. Bueno, pues yo no tengo tan claro que así sea. Y para demostrarlo, vamos a cambiar el enunciado de la pregunta que nos acabamos de hacer poniendo en el lugar de “objeto” un sustantivo que nos acerque a la realidad de cada día: una nevera.

¿Sabemos diferenciar a simple vista si la nevera es plana o tiene volumen, -no, si es grande o pequeña-?

¡Está “chupao”! Contestaría mi hijo y cualquier otro hijo al que se le hiciera la misma pregunta. ¿Estás tonta o te falta un tornillo?, preguntaría tu marido si le incluyes en la prueba. Y el niño te dirá que no es plana y tu marido te mirará de reojillo, temiéndose lo peor. Bueno, pues aunque sea cierto que la nevera tiene volumen y que ellos lo sepan con tanta contundencia, la verdad, por encima de todo es que creen que es plana.

Si. Para ellos es tan plana como una bandeja. Y para demostrarlo, no hay más que hacer una sencilla comprobación: si les pides, con cierta distancia entre petición y petición, que guarden en la nevera, sucesivamente, la leche, la mantequilla, un bote de mermelada, una docena de huevos, una lechuga, una caja de plástico con arroz blanco o una fiambrera y luego te asomas a ver cómo lo han hecho, te darás cuenta, de que lo han colocado allí adentro como si la nevera no tuviera volumen suficiente para guardarlo: estará todo apiladito, apretadito y mal sujeto en la parte más externa de los estantes.

“Sus” neveras no tienen fondo. Son absolutamente incapaces de utilizar esa parte de atrás, ese volumen del aparato, para colocar las cosas en orden. En “sus” neveras no hay espacio, sólo una estrecha franja en donde malamente se pueden guardar tantas cosas sin peligro de que se caigan.

Es decir, si las matemáticas hubieran calado en sus cerebros, sabrían que tienen a su disposición un espacio alto y ancho, además de largo, donde almacenar con facilidad lo que llevan en las manos. Pero su ignorancia es tal, que cuando abren la puerta del electrodoméstico, se piensan que están ante una bandeja, donde realmente, sí que es difícil guardar tanta cosa.

Porque lo que yo no podría creerme, sin esta explicación, es que mis hijos, mi marido, los hijos de los demás o los maridos ajenos son tontos del bote o lo hacen a mala idea, para que sea siempre a mí a la que se le estalle la botella de leche al abrir la puerta de la nevera.

¡Ni está chupao, ni estoy tonta, ni me falta un tornillo!

PEQUEÑOS MISTERIOS CASEROS

La naturaleza está llena de grandes y pequeños misterios, que los científicos de unas y otras especialidades se esfuerzan por descubrir y analizar para que el resto de los mortales podamos comprenderlos.

Se habla del misterio de la vida y un sesudo sabio nos explica minuciosamente como aquello, que empezó siendo una culebrilla móvil chocando contra una cosa redonda y latente, acaba convertido en bebé sonrosado y llorón. Dicen que en Marte pudo haber vida y los hombres de ciencia estadounidenses ponen un artefacto sobre su superficie y, además de explicarnos cómo lo han hecho, nos enteramos, de paso, que no hay misteriosos seres marcianos que nos espían, sino rocas.

Claro que estos son grandes misterios de la naturaleza en los que merece la pena pensar, invertir y trabajar para desentrañarlos. En ello nos va la vida. Es muy necesario que sepamos cómo es que la raza humana consiguió evolucionar de la sopa vital primera al avanzado modelo actual.

Sin embargo, hay otros muchos procesos más misteriosos que suceden todos los días y que deben ser imposibles de descifrar, cuando una gran mayoría de la humanidad los desconoce.

Son los misterios caseros.

Un misterio casero de capital dificultad para todos los miembros de la unidad, salvo, generalmente, uno y el mismo, es la reproducción por generación espontánea del rollo de papel higiénico en su soporte. ¿Alguno sabe como sucede? ¿Cómo es posible, que aún cuando somos conscientes de que se ha acabado unos mil millones de veces -la última no fue a mí- siempre ha reaparecido nuevecito y rollizo en su sitio, sin que nadie se hubiera tomado la molestia o el trabajo de quitar del soporte el ya escuálido tubo de cartón?

¿Y el misterioso camino que sigue una camisa sucia desde el suelo del cuarto de baño a la percha del armario? Si preguntas, la última vez que la vieron era un trapo mojado y pringoso al lado del bidet cuando sirvió para recoger alguna inundación imprevista. Sin embargo, si vas al armario ahora, allí está. Reaparece espléndida, limpia, planchada y colgada en su percha como por arte de magia.

Pues no es nada comparado con esos procesos osmóticos que sigue la pastilla de kilo de mantequilla para pasar del paquete a la mantequera de loza, en la que no caben más allá de 150 gramos. Dentro de la nevera, en la oscuridad y con el dulce ronroneo de su motor, el paquete disminuye periódicamente, adelgazando poco a poco mientras la mantequera luce siempre su pedacito preparado para alegrar la tostada del desayuno. ¿Será una relación amorosa cuyas constantes vitales están más allá del conocimiento humano?

El misterio rodea también al emparejamiento de los calcetines. Se sabe muy poco sobre las costumbres del apareamiento de la especie calcetín en cualquiera de sus versiones: negra de caballero, de rombos joven o de colores de niño. En cualquier caso se estudia con ahínco en la Universidad de Peryland, pues a pesar del desconocimiento absoluto del proceso, lo que sí se sabe es que está ligado al asco que produce el desagradable olor que emanan los calcetines unas horas antes del apareamiento, cuando pasan del estado “pedil” al de “invasores” del cesto de la ropa sucia, en su camino hacia la lavadora.

Al acabar este proceso higienizador, comenzaría la búsqueda de pareja, pero al haber perdido su hedor natural, dejan de interesarse los unos por los otros y se hace necesaria la intervención de algún factor, extraño y desconocido, por lo visto, para la gran masa. Actuaría de aglutinador y sería el responsable de encontrar pareja, finalmente, para cada especie, que así podría volver en pareja a su sitio en el correspondiente cajón.

Es muy interesante, también, estudiar a fondo los procesos fagocitadores del cubo de la basura. Hay un primer estadío, aún por aclarar del todo, pero ya en avanzado desarrollo, que es el recubrimiento espontáneo de las paredes de dicho cubo con una fina lámina de plástico poco flexible – se investigan posibles soluciones- llamada “bolsa de la basura”. En principio, este recubrimiento era de papel de periódico pero parece que ha evolucionado en los últimos años, lenta, pero inexorablemente, hacia el plástico. Aunque existen algunos lugares donde aún es posible observar este fenómeno antiguo. El recubrimiento espontáneo arriba mencionado parece ser que no es natural, ni generado fisiológicamente por el cubo y ese es el punto primero que aún está por aclarar. Posteriormente, una vez se ha llenado dicha bolsa o saco con la basura suficiente, -normalmente más de la que cabe y por tanto con serio riesgo de desbordamiento- tiene lugar el proceso de fagocitación, absolutamente desconocido hoy, que suele suceder por la noche y que provoca, no sin cierto malestar, la renovación de la bolsa o saco, que a la mañana siguiente aparece vacía y como nueva. Dispuesta para ser llenada de nuevo.

Otro asunto muy digno de ser analizado a fondo es el del betún y los zapatos. ¿Cómo es posible que un zapato hasta arriba de churretes de barro por la tarde, aparezca brillante e impoluto a la mañana siguiente? Algunos prohombres de la ciencia hablan de una estrecha relación entre un trapo, una bayeta y una misteriosa fuerza limpiadora manual que a altas horas de la noche llevara a cabo un ataque a tres bandas: una primera contra el barro, una segunda untadora de betún y una tercera abrillantadora con bayetas. Pero son sólo teorías y no se ha podido demostrar nada con exactitud. Se insiste pero los prohombres no pueden hacer más de lo que hacen.

Evidentemente, son sólo pequeños ejemplos de misterios caseros sin aclarar por la ciencia. Pero estoy segura que con una pequeña inversión diaria de ironía y elevadas dosis de paciencia, poco a poco los distintos miembros de cada unidad familiar, encabezados por el padre, acabarán conociendo los misterios de esos procesos aún ocultos a sus mentes, pues de todos es sabido que son inteligentes, limpios, serios y estudiosos.

 

Mis Muertitos

El de la muerte es un asunto muy serio que no se debería tratar con ligereza. Eso para empezar. Bien, pero yo estoy segura de que para poderlo sobrellevar, para hacer más soportable algunas muertes cercanas “una mano misteriosa”, cada uno la llame como le dé la gana, nos “sazona” lo inevitable con algún tipo de alivio. Es una teoría, claro, y he tardado algunos años en desarrollarla, evidentemente a base de constatar los hechos. Pero, si tras este relato alguno aún lo duda, que me demuestre lo contrario.

La primera vez que me enfrenté con la muerte …

2. MIS MUERTITOS

 

Pequeños misterios caseros

La naturaleza está llena de grandes y pequeños  misterios, que los científicos de unas y otras especialidades se esfuerzan por descubrir y analizar para que el resto de los mortales podamos comprenderlos.

Se habla del misterio de la vida y un sesudo sabio nos explica minuciosamente como aquello, que empezó siendo una culebrilla móvil chocando contra una cosa redonda y latente, acaba convertido en bebé sonrosado y llorón. Dicen que en Marte pudo haber vida y los hombres de ciencia americanos ponen un artefacto sobre su superficie y, además de intentar explicarnos cómo lo han hecho, nos enteramos, de paso, que no hay misteriosos seres marcianos que nos espían, sino rocas.

Claro que estos son grandes misterios de la naturaleza en los que merece la pena pensar, invertir y trabajar para desentrañarlos. En ello nos va la vida. Es muy necesario que sepamos como es que la raza humana consiguió de la sopa vital primera evolucionar al avanzado modelo actual.

Sin embargo, hay otros muchos procesos más misteriosos que suceden todos los días y que deben ser imposibles de descifrar, cuando una gran mayoría de la humanidad los desconoce.

Son los misterios caseros.

Un misterio casero de capital dificultad para todos los miembros de la unidad, salvo, generalmente, uno y el mismo, es la reproducción por generación espontánea del rollo de papel higiénico en su soporte. ¿Alguno sabe como sucede? ¿Cómo es posible, que aún cuando somos conscientes de que se ha acabado unos mil millones de veces -la última no fue a mí- siempre ha reaparecido nuevecito y rollizo en su sitio, sin que nadie se hubiera tomado la molestia o el trabajo de quitar del soporte el ya escuálido tubo de cartón?

¿Y el misterioso camino que sigue una camisa sucia desde el suelo del cuarto de baño a la percha del armario? Si preguntas, la última vez que la vieron era un trapo mojado y pringoso al lado del bidet cuando sirvió para recoger alguna inundación imprevista. Sin embargo, si vas al armario ahora, allí está. Reaparece espléndida, limpia, planchada y colgada en su percha como por arte de magia.

Pues no es nada comparado con esos procesos osmóticos que sigue la pastilla de kilo de mantequilla para pasar del paquete a la mantequera de loza, en la que no caben más allá de 150 gramos. Dentro de la nevera, en la oscuridad y con el dulce ronroneo de su motor, el paquete disminuye periódicamente, adelgazando poco a poco mientras la mantequera luce siempre su pedacito preparado para alegrar la tostada del desayuno. ¿Será una relación amorosa cuyas constantes vitales están más allá del conocimiento humano?

El misterio rodea también al emparejamiento de los calcetines. Se sabe muy poco sobre las costumbres del apareamiento de la especie calcetín en cualquiera de sus versiones: negra de caballero, de rombos joven o de colores de niño. En cualquier caso se estudia con ahínco en la Universidad de Peryland, pues a pesar del desconocimiento absoluto del proceso, lo que sí se sabe es que está ligado al asco que produce el desagradable olor que emanan los calcetines unas horas antes del apareamiento, cuando pasan del estado “pedil” al de “invasores” del cesto de la ropa sucia, en su camino hacia la lavadora.

Al acabar este proceso “higienizador”, comenzaría la búsqueda de pareja, pero al haber perdido su hedor natural, dejan de interesarse los unos por los otros y se hace necesaria la intervención de algún factor, extraño y desconocido, por lo visto, para la gran masa. Actuaría de aglutinador y sería el responsable de encontrar pareja, finalmente, para cada especie, que así podría volver en pareja a su sitio en el correspondiente cajón.

Es muy interesante, también, estudiar a fondo los procesos fagocitadores del cubo de la basura. Hay un primer estadío, aún por aclarar del todo, pero ya en avanzado desarrollo, que es el recubrimiento espontáneo de las paredes de dicho cubo con una fina lámina de plástico poco flexible – se investigan posibles soluciones- llamada “bolsa de la basura”. En principio, este recubrimiento era de papel de periódico pero parece que ha evolucionado en los últimos años, lenta, pero inexorablemente, hacia el plástico. Aunque existen algunos lugares donde aún es posible observar este fenómeno antiguo. El recubrimiento espontáneo arriba mencionado parece ser que no es natural, ni generado fisiológicamente por el cubo y ese es el punto primero que aún está por aclarar. Posteriormente, una vez se ha llenado dicha bolsa o saco con la basura suficiente, -normalmente más de la que cabe y por tanto con serio riesgo de desbordamiento- tiene lugar el proceso de fagocitación, absolutamente desconocido hoy, que suele suceder por la noche y que provoca, no sin cierto malestar, la renovación de la bolsa o saco, que a la mañana siguiente aparece vacía y como nueva. Dispuesta para ser llenada de nuevo.

Otro asunto muy digno de ser analizado a fondo es el del betún y los zapatos. ¿Cómo es posible que un zapato hasta arriba de churretes de barro por la tarde, aparezca brillante e impoluto a la mañana siguiente? Algunos prohombres de la ciencia hablan de una estrecha relación entre un trapo, una bayeta y una misteriosa fuerza limpiadora manual que a altas horas de la noche llevara a cabo un ataque a tres bandas: una primera contra el barro, una segunda untadora de betún y una tercera abrillantadora con bayetas. Pero son sólo teorías y no se ha podido demostrar nada con exactitud. Se insiste pero los prohombres no pueden hacer más de lo que hacen.

Evidentemente, son sólo pequeños ejemplos de misterios caseros sin aclarar por la ciencia. Pero estoy segura que con una pequeña inversión diaria de ironía y elevadas dosis de paciencia, poco a poco los distintos miembros de cada unidad familiar, encabezados por el padre, acabarán conociendo los misterios de esos procesos aún ocultos a sus mentes, pues de todos es sabido que son inteligentes, limpios, serios y estudiosos.