TORNAS

Cuando se habla de los avances que se han hecho para conseguir la plena igualdad de hombres y de mujeres, yo siempre digo que casi todo es mentira. No es que lo sepa a ciencia cierta: no manejo estadísticas, pero me muevo todos los días por dos mundos femeninos tan distintos que, por lo menos, creo que puedo arriesgarme a decir que esta afirmación mía, está basaba en la duda de las diferencias que saltan a la vista.

Por la mañana, y de lunes a viernes, me muevo en el “plano” de las grandes empresas. El mundo laboral de los horarios infinitos, los sueldos escasos, las malas jugadas de los jefes, las carreras a pelo para llegar a casa a tiempo de ver a tu hijo un rato más largo para que no te pase después eso de encontrarte con un señor por el pasillo y descubrir que creció demasiado deprisa y no te enteraste.

Los fines de semana y los periodos de obligado “descanso”, también conocidos por “paro”, en un pueblo pequeño de la sierra donde por romanticismo vivo todo el año, con sus amas de casa de compra diaria, sus cursos para mujeres –de corte y confección, de “patchwork”, de modelado, de punto de cruz, de trabajos manuales,…- sus tardes de clase de gimnasia de mantenimiento -¡desde que voy a clase he engordado!, dice una compañera de fatigas, sin acordarse de la docenita de ricas magdalenas con la que engañan el hambre tras los ejercicios-, y sus chicas jóvenes peleando por avanzar contra viento y marea.

Todo ello a grandes rasgos. Todo ello son diferencias de calibre grueso. No nos vamos a meter en matices o detalles. Para ser justas, digamos que es un proceso en pleno desarrollo, que unos verán más avanzado que otros: según desde donde se pongan a mirarlo.

A la hora de mirar, yo tengo una ventaja. Oteo desde un punto bastante centrado entre una y otra posición. Puedo comparar mejor porque conozco mejor, veo mejor, participo más de las rutinas de estos dos bloques o tipos gruesos de mujeres. Sé, que unas y otras no son iguales.

Sin embargo, tengo que reconocer, que a pesar de ser proclive a pensar que las cosas debían ir más deprisa, que no se ha avanzado todo lo que se debiera, que faltan muchas oportunidades y mucha formación aun entre las mujeres, ya hay camino sobre el que avanzar con seguridad y con fuerza.

Hace un par de día nos tuvimos que quedar hasta bien entrada la tarde en la oficina por asuntos de trabajo. Teníamos un acto muy importante para nosotras y queríamos que no nos quedaran cabos sueltos y que todos los detalles estuvieran cuidados. Nosotras somos cuatro mujeres. Nos habíamos metido las cuatro en uno de nuestros despachos y teníamos desplegado por las mesas, los sillones e incluso el suelo, todo el material que necesitábamos: listados, sobres, invitaciones, regalos, papeles,.. ¡una barbaridad! El teléfono sonaba sin parar, del perchero colgaban trajes y chales, el correo electrónico pitaba cada dos minutos: estábamos como unas posesas cuadrando aquel evento con uñas y dientes.

En eso, oímos que sonaba el ascensor y sentimos el tintineo del carrito lleno de útiles de la mujer que limpia la oficina por las noches cuando ya nos hemos marchado.

-¡Se va a asustar cuando vea todo esto! , comentó una.
-Si, habrá que decir que no lo toque, si no acabamos esta noche, porque ahora que lo tenemos todo aquí no lo vamos a mover, apostilló otra.
-¡Nos va a odiar!, exclamó una tercera.

Me puse de pie para ir a avisar y al abrir la puerta me di de bruces con el carrito. Pero no con la mujer de la limpieza. El carrito lo empujaban dos chicos jóvenes, uno de ellos, con su pelo cortado de extraña manera a modo de escultura y su pendiente en la oreja. Dos chicos de hoy.

-Perdón. Íbamos a limpiar el despacho, -me dijo uno de ellos muy serio- pero vamos a ir aseando otros y así esperamos a que ustedes terminen. ¡Si les parece, claro!
-Si, claro, claro. Como queráis, balbucí.

Cerré la puerta y me quedé allí apoyada, pensando en aquello. ¿Han cambiado o no han cambiado las cosas? ¿No era aquello un vuelco absoluto en nuestros papeles tradicionales? Antes eran los hombres los que ocupaban las oficinas con sus largas jornadas laborales, sus teléfonos sonando y sus despachos convertidos en leoneras. Y las mujeres, sin estudios, sin preparación alguna, las que se ocupaban de limpiar, ocultas en las sombras de las noches, las papeleras rebosantes de los ejecutivos o sus despachos machacados tras arduas batallas empresariales. Sin embargo, allí estaban dos jóvenes caballeros, fregona en mano, dispuestos a dejar como los chorros de oro aquel despacho que nosotras, cuatro mujeres hechas y derechas, cultas, preparadas y profesionales, estábamos dejando como un muladar.

-¿Qué haces ahí parada? ¿En qué estás pensando con esa cara? ¡Vamos, que no acabamos!
-…Mmmm ¡perdón! Pensaba en lo que han cambiado las tornas…
-¿Tornas?
-Cambiarse las tornas: “alterarse las circunstancias en sentido contrario al que tenían”.
-¡Tu estás loca!

VOCACIONES

Antes había muchas más monjas que ahora. Estaban en todas partes y participaban de la vida diaria desde muchos puestos de trabajo: eran profesoras, enfermeras, atendían las sacristías, cuidaban familiares enfermos, se iban a las misiones a cuidar “negritos” o vivían sus vidas en monasterios y a todos nos parecía normal. Ser monja era una profesión muy honrosa, que además estaba teñida del manto de lo milagroso, lo santo, lo heroico y lo místico.

Hoy hay muchas menos. Dicen que se han acabado las vocaciones. Porque la inspiración divina era la manera de explicar la vida de estas mujeres. Ahora que “lo divino” no ocupa las portadas ni los grandes titulares de nuestro “diario”, y sólo es una manera de expresar lo mucho que te gusta un traje de noche o un restaurante de moda,hay que hacer filigranas para  explicar la decisión de una mujer de hacerse monja .

Porque la gran mayoría de las monjas de hoy ya no son esas beatonas que se echaban las manos a la cabeza al oír un taco; que amenazaban con maldiciones bíblicas a sus alumnas o que daban pellizcos en los antebrazos cuando tenían que regañarte por cualquier pamplina que les parecía “pecado mortal”. Aunque siempre fueron buenas negociantas y sacaban el capitalillo de los sitios más variados, ahora muchas monjas “curran” sin cobrar en los pocos hospitales que les quedan para mantener sus casas en África o en Filipinas o se van allí ellas mismas en condiciones tremendas a intentar paliar con su poco equipaje los grandes males endémicos de las poblaciones más pobres.

¡Hombre! Habrá de todo. Claro. Siempre. Pero las cosas van cambiando y se va notando. Un detalle. ¿Cómo pasaban las monjas de antes la Nochevieja? No tenemos muchos detalles pero casi con seguridad que muchos contestaremos que rezando o participando en alguna ceremonia religiosa propia de la fecha, en la capilla, reunido el claustro,…

Yo se lo pregunté a una pareja de monjas -de clausura- que habían salido de su convento para ir a una consulta médica porque, no por ser monjas, ni por ser Navidad, se libra nadie de ponerse malo.

Y con sonrisita pillina, esto fue lo que contó una de las dos.

-Nosotras el año pasado lo celebramos disfrazándonos.

-¿Cómo en carnaval, madre?

-Si, hija. Igual. Nosotras sólo somos ocho hermanas en la Comunidad, de manera que nos tenemos que entretener las unas a las otras.

-¿Y qué hicieron para entretenerse?, pregunté curiosa, teniendo en cuenta que la monja con la que hablaba tenía casi 90 años y no era la mayor, aunque sí la Superiora del Convento.

-Pues yo me disfracé del Príncipe Carlos de Inglaterra y la hermana Vintila lo hizo de Lady Di. Hicimos un teatro y representamos el divorcio y las peleas del matrimonio. Y ¡no sabes lo que nos reímos y lo bien que lo pasamos! Nos dolía todo de tantas carcajadas. Fue muy divertido. ¡Ya veremos, ya, qué hacemos este año!

No pude ni hablar. ¿Es o no es vocación?

POLÍTICAMENTE CORRECTO

Hasta ahora se podía hablar mejor o peor. Se podía ser un analfabeto y a nadie le extrañaba que confundiera una palabra con otra o que cambiara los acentos de sitio. La gente con estudios hablaba bien siempre. Ante amigos podían utilizar expresiones más o menos subidas de tono pero sabían que estaban “seguros” y no osaban decir en público nada que fuera una vulgaridad, entre otras cosas porque era una falta de educación, de tacto y de elegancia. Y ¡por supuesto! De respeto. Pero las cosas se decían por su nombre. Y el lenguaje que se utilizaba se impregnaba de las ideas propias de cada uno, de sus convicciones o de sus creencias. Es decir, que si ponías atención a lo que escuchabas podías saber cómo pensaba tu interlocutor, qué tendencias políticas tenía, que religión profesaba, qué artes cultivaba, sin miedo a equivocarte. Era un código y no secreto, sino característico de una clase social, de un estamento político, de una familia.

Hoy en día las cosas han cambiado mucho. Por un lado se ha perdido mucho vocabulario: no leer implica no saber hablar, desconocer palabras, no dominar algunos giros, ignorar la gramática. Y, por otro, ya tampoco está bien visto ir dando pistas sobre las tendencias de cada uno, sobre los gustos particulares o sobre las opiniones más recónditas. Ahora se opina en masa, se piensa como mandan las reglas, se asumen los gustos ajenos y no se discute lo que “se lleva”.

Uno, por ejemplo, puede tener incrustado en el alma un racismo heredado por siglos de educación y convicciones familiares, pero sabe que hoy en día eso está mal visto. Lo ve en la “tele”, lo oye en la radio y lo lee en los periódicos: ya no se llevan los esclavos. Aunque no tenga muy claro el término esclavitud, sabe, sin lugar a dudas, que no se puede tener en casa a un “humano” durmiendo en la cuadra, mal vestido, comiendo sobras y trabajando de sol a sol. Eso no implica, sin embargo, que comprenda que la “chacha” no le puede servir el desayuno, la comida y la cena, todo seguido en el mismo día y durante los siete días de la semana. Una cosa es lo que se piensa y otra lo que se dice.

Y, como le pasa al caballero de este ejemplo, pobre e ignorante alma de Dios, lo mismo sucede con otras muchas cosas que nos rodean y que hasta ahora han tenido un nombre, que, como es lo lógico, era todo lo contundente y claro que suelen ser las palabras. Ya no tiene “esclava o chacha”, tiene una “empleada del hogar”. Y a eso le hemos llamado lenguaje “políticamente correcto”.

Ya en la propia expresión cumplimos con la primera premisa de esta nueva forma de hablar: sustituir un término claro y conciso por, al menos, dos palabras imposibles o por un sustantivo y un adjetivo de curiosa calificación. Así, convertimos nuestro lenguaje “educado” de siempre en “políticamente correcto”. Y tremendamente difuso y vago, aséptico y no comprometido, estúpido y presuntuoso.

En un alarde de valentía ya no tenemos “muertos” en nuestras guerras. Tenemos “daños colaterales”. Y eso que los países tratan de ser “neutrales”, aunque ahora se diga “no beligerantes”. En los “Estados Unidos”, antes “América”, ya no tienen “negros”, sino gente “de color” o “afro americanos”, ni niños “gamberros”, sólo “objetores de la educación”, que no son los mismos de antes, cuando se decía que su mala educación se debía a la “indisciplina”. Ahora se debe a la “conducta disruptiva”.

Hasta ahora, los hombres con “poder económico”, antes “dinero”, podían tener relaciones “sentimentales”, que ya son “de vivencia”, con una “querindonga”, nombre muy feote que ahora se ha pulido y transformado en “pareja de hecho”, hasta que pasaba a ser su mujer. Si se cansaba, tenía autorizada y a pocos les extrañaba que pudiera darle una “paliza”, pero ya que nos hemos civilizado, diríamos que se trata de “violencia de género”, que te marca el cuerpo y el alma de la misma manera, pero suena distinto.

Cuando en nuestro “trabajo”, pomposamente denominado “proceso productivo”, teníamos “problemas“, o “incidentes laborales”, nos podían “despedir“. Pero como eso duele, nos convencen de las bondades de la “pre-jubilación” o nos incluyen en un “expediente de regulación de empleo“. Si teníamos la desgracia de tener un accidente y nos quedábamos “tullidos” nos aguantábamos. Hoy seremos “discapacitados físicos” aunque estaremos igual de “jorobados” o “afectados psíquicamente”, que es mucho más intelectual.

Ya no compramos electrodomésticos “avanzados”,  ahora son de “nueva generación”; ni cogemos una “borrachera”, sino una “intoxicación etílica”; ni nos vamos de “vacaciones”, sino que tenemos “periodos de descanso”; y ya no jugamos a las “cartas” o al “dominó”, sino a los “juegos de mesa”. Tampoco “compramos” prendas u objetos: los “cogemos en la tienda“, olvidando así lo más doloroso del proceso. Pagar.

La lista es infinita y no acabaríamos nunca. Tal vez no nos demos cuenta de este cambio, porque no ponemos atención a lo que oímos y luego lo repetimos sin analizarlo. Pero se ha ido haciendo hueco en nuestras conversaciones y ya no nos fijamos apenas en lo mucho que lo utilizamos, aunque gastemos el doble de palabras para decir lo mismo: de una a dos o tres, diluidas, escurridizas, interpretables…

Y no es una “casualidad” o “hecho aislado”: es parte de esa estrategia que hemos ido creando en nuestros viejos países desarrollados, para no ver nada que pueda emborronar nuestro sueño de lujo, placer y eternidad. De hecho, ya ni “morimos“. Ni siquiera “fallecemos“. Ahora “nos vamos“.

Cualquier invento es bueno para no ver la vida. Es otro paso más en lo que yo llamaría “gastar más en parecer, que en ser”. Antes “aparentar“.

RECICLADO

El trabajo, muchas veces, me obliga a viajar. Una de esas veces, me tocó Suiza y una helada tarde de enero aterricé en Zurich. Más exactamente en Kloten, que es el pueblo de Barajas pero en suizo, que siempre es mucho más elegante. Aunque, como en Barajas, ni hay museos, ni cines, ni siquiera tiendas cuyos escaparates tengan algo que mostrar. No hay más solución, que armarse con algún libro y encerrarse en el hotel, pues, por otro lado, en Kloten-Barajas tampoco la vida nocturna oferta grandes planes interesantes. Así que me metí en el hotel,-típico hotel anodino de “pasar la noche”-, dispuesta a quemar las últimas horas del día, cansada y con ganas de acostarme.

Camisón en mano, me dispuse a hacer mis abluciones diarias. El cuarto de baño, minúsculo, era un compendio de virtudes suizas. No le faltaba detalle. Sólo la gracia. No había ningún lujo para no desentonar. Funcionalidad, modernidad palpable, europeísmo. El vasito para lavarse los dientes, desinfectado. Las toallas, blancas y radiantes, como las novias. Vírgenes y mártires. Duele ensuciar la inmaculada palidez de la felpa con manchurrones y churretes al secarse las manos. Los azulejos, estaban ordenados con tanta exactitud, que yo creo que incluso habían medido hasta los milímetros de separación entre ellos y no se habían equivocado ni en medio milímetro al unir unos con otros. Ni uno fuera de la línea, ni un borde, ni un corte mal hecho. Ni una arista o esquina tiene rastro alguno de tierra. ¡Perfecto!

De repente algo me saltó a la vista. Algo, que no podía faltar en una sociedad tan avanzada y que ya es parte de nuestra vida cotidiana, pero que, no se porqué subconsciente convicción, no esperaría nunca encontrar en un cuarto de baño. Papel reciclado. ¡El rollo, inevitable rollo de papel, que limpia nuestras miserias, era de papel reciclado! Un arbolito verde lo recordaba cada medio metro. Tiré y tiré. No me lo podía creer, pero así era. ¡Dios mío! ¿Cómo utilizar para semejantes menesteres, lo que pudo ser una letra impagada, un expediente maldito, una declaración de Hacienda,… ¡una carta de amor!…?

Incapaz de utilizarlo, me metí en la cama. ¡Tenía la angustia del progreso instalada en la garganta! Me asaltaban sentimientos contradictorios. Por un lado la lógica. Si era una cuestión de ecología lo más normal era, que también ese papel fuera reciclado. Es más, era lo ideal, ¡pues para el uso que se le iba a dar no se iba uno a gastar los cuartos en papel “cuché”! Pero por otro lado, yo tenía un problema. El eterno dilema del ¿de dónde venimos? y ¿a dónde vamos? Resolverlo, no lo resolví, pero algo si aprendí aquella noche.

Entendí, en su amplio sentido, el término EFIMERO.

EJECUTAS

Amanece una mañana como otra cualquiera. En la agenda del día hay confirmada una comida de trabajo. Me tengo que desplazar a Madrid. Estoy citada a las dos y media en un restaurante japonés. ¡Se han puesto de moda! Además, éste lo acaban de inaugurar y por lo visto está en el candelero. Mucha “gente guapa” de día. Mucha “petarda” de noche. Decido pasarme por la peluquería y tengo que hacer la compra para poder cenar a la vuelta.

El frutero se alegra mucho de verme. Nos contamos unos chistes, me pregunta que donde voy tan temprano -teniendo en cuenta que él abre el local pasadas las diez de la mañana, la pregunta parece un sinsentido-, se admira de “esa vida” que llevo de trabajo en casa pendiente de un ordenador y un teléfono, hablamos de sus hijas -ambas estudian económicas en la universidad en Madrid- y del futuro que se imagina para ellas, de los cambios, de las mujeres en general. Todo, entre medios kilos de zanahorias y un par de pimientos verdes y tres calabacines -¿son para pisto?- , y mucha confianza porque para eso nos conocemos desde que éramos niños.

Entra una nueva clienta, aunque sería más justo decir que entra Fulanita o Menganita, porque allí donde yo vivo, que es un pueblo pequeño, todas y todos tenemos nombre y filiación: no hay desconocidos. Nos preguntamos por las familias respectivas, por lo que vamos a comer, por mil cosas del día a día o de detalles que hacen vida. Y me marcho, porque aún tengo que acercarme a la carnicería y si no, no llego a peinarme.

La carnicería es algo más “dura de pelar” que la frutería. Si tienes mala suerte y te pilla delante una madre de familia numerosa puedes pasarte casi una hora esperando turno. Y en Madrid eso puede ser difícil pero no lo es aquí. Hay varias. Pero sobre todo hay una a la que temo. La del transportista, camionero y hombre de las palas mecánicas: tiene 8 hijos y todos de buen comer para poder trabajar. El trabajo físico exige una alimentación muy diferente de la que podría requerir un oficinista, por ejemplo. Si pide filetes, hay que poner por lo menos 16; si es jamón de York, se corta en lonchas medio kilo; si es carne picada… No hay nadie, porque es pronto aún. Ya me lo había dicho el frutero. Antes de media mañana es raro que salgan las mujeres a la compra. Primero hay que dar los desayunos, llevar a los pequeños, si los hubiera -y los hay- al colegio y arreglar la casa. Después ya se piensa en la comida y por tanto, en la compra. Yo acabo enseguida, no sin antes contestar a algunas inevitables preguntas y dar algunas explicaciones. ¡Aquí no se mueve nadie sin informar al resto!

Hecha la gestión, me voy a la peluquería. Ese sí que es un sitio que está siempre lleno. En los pueblos hay mucha costumbre de ir a peinarse. Y a teñirse y a hacerse las uñas y, sobre todo, a estar acompañadas y a charlar. ¡Hasta hay que pedir hora, como si de un local de lujo de Madrid se tratara! También tenemos nuestras bodas y nuestras fiestas, pero lo normal es que las mujeres se peinen por costumbre. Porque no “me apaño en casa”, que es una expresión muy rotunda.

Está claro, que aquí también me van a preguntar de todo. Así que, antes de nada, hay que dar explicaciones: si, es que hoy tengo una comida en Madrid; si, claro, de trabajo. ¿Por qué no voy a tenerlas a pesar del tipo de ocupación que es la mía? No, no se casa todavía mi sobrina, pero creo que lo hará pronto. ¿Los chicos? Si, ya están muy grandes. El pequeño tiene 18. ¡18! Y me parece estar viéndole de “chiquinín” corriendo por la “Corredera”, plaza principal de mi pueblo. ¿Y qué va a estudiar? ¿Cómo el padre? ¿Ah, no? ¡Pues, que raro!

Luego atacamos el asunto de las vecinas, después el de los maridos de las vecinas, para ponernos en seguida con los hijos de las vecinas, sus estudios, sus novios y sus asuntos particulares. De allí se salta a las revistas del corazón y al cotilleo en general. Para entonces ya he conseguido que me laven y estoy a punto de “poder desaparecer” bajo el ruido infernal de los secadores. ¡Me he librado! Porque lo normal es que yo quede mal cuando inician ese arduo sendero: ni leo las revistas de rigor, ni veo los programas de televisión en que se tratan estos asuntos a fondo. No tengo tema de conversación. Además, nunca me ha gustado leer cuando me están peinando. Me parece una falta de educación frente al peluquero. Yo no digo que tengas que darle conversación por obligación. Es más, lo normal es que no quiera, pero se puede uno estar callado sin problemas.

La peluquera acaba enseguida. No hay mucho que peinar. Pago, saludo a los medios y me voy. Me tengo que vestir con arreglo a la importancia del evento: no es lo mismo salir a la compra en mi pueblo, que a una comida de trabajo en Madrid. Traje de chaqueta, zapato de tacón, bolso y no bolsa, abrigo, chal, pendientes y perfume. Lista. Las llaves del coche y … ¡a otro mundo!

Si, porque yo tengo que cruzar el túnel de Guadarrama para llegar a la capital y ese pedacito de carretera marca la frontera entre dos mundos radicalmente distintos. Opuestos. Diferentes. Dos universos. Dos galaxias. Voy pensando en ello mientras me acerco al centro, al bullicio y al tráfico. No me lo pienso mucho: mejor un aparcamiento, porque en estas callejuelas donde está situado el restaurante no hay nunca sitio.

Aparco, salgo del coche, entro en el restaurante y al hacerlo, cambio el “chip”. Ahora jugamos en otro tablero. Y el juego es distinto. Estoy citada con un caballero y tres mujeres: un empresario, una diseñadora, una experta en marketing y otra en publicidad. De edades entre los 35 y los 45 años. Dos tenemos hijos, una está casada pero no los tiene. Dos son solteros. ¿Qué es innecesario este dato? No. Es importantísimo. El estado civil es fundamental para entender a cada una de nosotras, -de ellos- y a nuestra circunstancia.

Nos saludamos en la barra. Nos conocemos hace tiempo y es bastante casual que coincidamos para una cosa de trabajo, pero tampoco lo es tanto si se tienen en cuenta que son profesiones liberales, más o menos todas en la misma dirección y que pueden complementarse unas con otras. Nos hemos ido conociendo a lo largo de nuestras vidas profesionales y esta puede ser la primera vez que el propio trabajo nos una en un proyecto que exige financiación, publicidad y diseño.

Lo primero son las preguntas habituales: ¿dónde estás ahora?; ¿qué pasó con aquello que estabas intentando la última vez que nos vimos?, ¿qué fue de aquél fulano que nos propuso aquél proyecto tan malo?, ¿has visto la exposición que he montado?, ¿cómo van los negocios? Después algún tímido intento de preguntar por personas no presentes, pero con la debida cautela, no vaya a ser que topemos con alguna sorpresa imprevista: ¿Sigues con Zutana?, ¿qué tal Mengano? Y ya. No conviene seguir. ¿Nos sentamos?

Si, pero falta un comensal. La diseñadora no ha llegado aún. Viene de Milán y aunque ya ha aterrizado en Barajas, hay mucho tráfico. Vamos pidiendo. Ni lentejas, ni entrecote: menudencias japonesas en elegantísimos cuencos y platillos, con sus palillos y su característico colorido y textura.

Llega la diseñadora. Tiene poco tiempo, porque después de comer sale su avión para Lisboa. Venía en un jet privado y se habían ofrecido a llevarla a destino, pero de ninguna manera quería perderse nuestra comida y los primeros pasos de este posible negocio común. Risas. Empezamos a picar como locos en aquellos platos preciosísimos de nombres exóticos. Mientras vamos comentando las líneas del proyecto. ¿Financiación? Para eso está el caballero. Ya tiene cierta experiencia en este tipo de cosas y se maneja bien. ¿Formas? “Milán” saca unos bocetos de la carpeta enorme que trae bajo el brazo. ¿Estrategias? “Marketing” ha hecho un estudio de mercado, ha buscado nichos, posibilidades, oportunidades. Suena un móvil. “Milán” contesta en italiano. ¿Publicidad? Sin problemas: entre las habilidades de la una y las de la otra, campaña en regla. Vuelve a sonar otro móvil: contesto en alemán. El camarero se acerca a preguntar si los rollitos que hemos pedido son japoneses o vietnamitas. Vietnamitas. Suena de nuevo el móvil: una amistad que se ha enterado que estamos allí -de aquelarre, dice- y que viene. Al café.

La charla discurre amena, electrizante, movida, alterada, interrumpida, divertida, escandalosa, acompañada. Pero sin perder de vista, ni un segundo, el proyecto que hemos venido a discutir. Entre crédito y euros, exposiciones o libros. Entre colores y formas, viajes y moda. Entre campaña de radio y campaña digitales, internet, apps, blogs webs, nuevas amistades y grandes conocimientos.

Lo que no hay entre cálculos y presupuestos, es ni una zanahoria ni un puerro; ni un hijo de vecino, ni un hijo propio. Ni una nota personal, salvo honrosa excepción, y debido a los muchos años de amistad entre alguna de las cinco personas presentes. “Marketing” ha hecho un intento de loar las maravillas de la maternidad a edad madura, sin éxito. A los solteros y a la sin hijos, sólo les gustan los niños entre pan y pan. “Milán” acepta llevar al cine a algún sobrino, aunque sólo de vez en cuando y por ser Navidad, por poner un ejemplo. Yo me abstengo de opinar, porque los míos ya no son tan niños y además, el dar fe de la edad está mal visto. Si reconoces tener hijos mayores, reconoces tener una cierta pila de años, y los años no son valores en alza en estas reuniones. A pesar de ser todos más o menos de la misma quinta se trata de parecer de generaciones posteriores. Es más, se hace alarde de tallaje, de conocimiento del mundo juvenil, de su moda, su cultura, su música o sus aficiones.

Suena de nuevo un móvil: “Publicidad” no se puede quedar más tiempo porque hace mucha falta en su oficina. Da unas cuantas órdenes por teléfono, suelta un par de venablos y otro de gritos y cuelga el móvil, protestando. ¡Ni un momento de paz, tiene! Aprovechamos todos para empezar a marcharnos. Apuramos los cafés, intercambiamos algunos números “fetenes” para encontrarnos a cualquier hora del día, la noche o el fin de semana, nos damos miles de besos, de abrazos y de achuchones, nos llamamos “reinas”, “bonitas” y “cariño” y “quedamos”. Tal cual. También, “nos llamamos”, o “nos vemos”. Ya se verá el resto de detalles.

Vuelvo al aparcamiento y a mi coche. Me quito el abrigo, suelto el bolso, el chal, incluso los tacones para conducir con comodidad. Y enfilo la carretera de la sierra. Pongo música y dejo que todo lo vivido me vuele por la cabeza, salte dentro de la mente y me provoque el análisis. No hace falta un esfuerzo excesivo. Cuando pase el túnel, cambiaré el “chip” de nuevo y me meteré en ese otro mundo que está detrás de la montaña y que no tiene nada que ver con éste.

¿Qué planeta será mayor? ¿Cuánto tiempo convivirán? ¿Nos damos cuenta de que convivimos bajo un mismo cielo estrellado dos posturas tan diferentes ante la misma vida? ¿Qué sabemos los unos de los otros? ¿Acaso, sabemos que existimos?

ANUNCIOS

Por las mañanas, camino del trabajo, voy oyendo la radio todos los días. Por las noticias y por ir escuchando algo que me entretenga y me impida quedarme dormida al volante.

Yo me he aficionado a un programa de noticias,  en el que  para hacerlo más ameno, van saltando de la cruda realidad de una guerra a los consejos de cocina, la limpieza de las manchas rebeldes o los goles de la jornada. Y evidentemente también, de anuncio en anuncio. Desde hace un tiempo, a base de oír los mismos anuncios una y otra vez, he decidido poner algo de atención y fijarme en lo que ofrecen, en la cadencia con la que aparecen, en las formas. En esos detalles que tanto estudian los publicitarios para llegar antes al público oyente y convencernos de la bondad de su producto. En esta cadena el anunciante es bastante fiel, aunque va variando “el papel” en el que envuelve su mensaje. Así, poniendo más atención de la habitual todos los días he aprendido algunas cosas en estos últimos meses.

Lo primero, que la cultura es una mercancía como otra cualquiera a la hora de vender, y no precisamente mal, pues la mayoría de los anuncios ofertan libros, cursos o vídeos. La misma garantía de calidad y el mismo teléfono de contacto, pero… unas veces Ramírez salva a su jefe porque gracias al maravilloso curso que promocionan, sabe todo sobre el IVA y los diferentes tipos impositivos canarios; otras es uno, que gracias al facilísimo método para aprender inglés en menos que canta un gallo, entiende las explicaciones en enrevesado inglés comercial de un representante extranjero ante el asombro de un colega, que dada su edad, dice no estar en condiciones de aprender el idioma, a pesar de insinuarse por el horizonte una amenazante reestructuración de su empresa.

La industria farmacéutica tiene un digno representante en “el marido de Alicia”, desgraciado ser que, sintiéndose enfermo en plena comida familiar de estupendo asado y riquísima tarta, jaleada por comensales y por mellizos que la loan al unísono, llama desesperadamente a su mujer. Por el tono dramático de su quejido pareciera que está al borde del infarto. Pero no. Reclama ser consolado en el amargo trance previo al estornudo que a esas alturas le cosquillea en la nariz. Por supuesto, más que estornudar, parece que truena. ¡Se anuncia el resfriado! Sin problemas. Para eso está el milagroso medicamento que se oferta y que hará desaparecer el malestar como por arte de magia. ¡Patético caballero éste que reclama a su mujer para que le proteja ante un vulgar “atchís” que más parece un ataque de bilis! ¿No habrá otra forma de loar las bondades de un anticatarral? Con este anuncio quedan los hombres de idiotas y las mujeres de lo de siempre aunque con la variante farmacéutica: “de pañuelo”, en vez de “paño de lágrimas”. ¡Deleznable!

¡Si leyéramos más! Se nos curarían algunos de estos males heredados de modelos educativos y estereotipos que nos rodean. Pero aquí no leemos lo que debiéramos: algunos ni un libro al año. Así que comprendo que haya que romperse la cabeza para buscar la mejor manera de endosarnos un par de títulos a cada uno. Claro, que no sé si lo que proponen sirve. Escucho con atención la conversación entre un mayordomo -¡figura obsoleta donde las haya!- y su señor acerca de la biblioteca del primero. El escenario y los personajes son ya el preludio de una mala comedia de casposa desigualdad social, no sé si para que “los señores” se bajen de su pedestal y se compren un libro en el quiosco o si, por el contrario, es para que “los mayordomos” se culturicen y con ello se pongan al nivel de sus “señores”. ¿Qué me quieren decir estos anunciantes? Supongo que el mensaje debería ser: lee y estudia para llegar más lejos, pero la forma escogida me lleva a otras conclusiones. Por ejemplo, que el libro es tan barato que hasta lo puede comprar un vulgar empleado. ¡Terrorífico!

Es muy frecuente que utilizan el gancho sexual, para ver si picamos. Una perla. Un caballero acude al médico, psiquiatra o psicólogo, a quejarse de lo vacía que es su vida, aunque no sabe bien porqué pues tiene todo lo necesario para ser feliz: se enamoró de su “santa” por su delantera, se casó de penalti y es aficionado al fútbol. ¿Qué más puede desear? Yo, por más vueltas que le doy, no consigo llegar a entender qué se esconde detrás de este planteamiento. ¿Qué te quejas de vicio, qué tienes todo aquello a lo que se puede aspirar? Porque la solución para salir de la depresión es: ¡cómprese un libro! ¿Están seguros? ¿No será que lo que quieren es no vender ni uno y que el público prefiera la delantera y el penalti? ¡Aberrante!

En otro mensaje, nos cuentan la historia de una dama que se va a Suiza “ligera de equipaje”. Va de compras -¿Suiza? ¿Compras?- y para eso lo mejor es no llevar nada. Ella incluso, vuela ¡en cueros! Si. Al creativo de turno se le ha ocurrido tentarnos de forma tan zafia para que sigamos escuchando y nos enteremos de las ventajas que ofrece la compañía. El precio es de saldillo, te dicen, hay que llevar dinerito fresco para las compras, pero…. No por ello vamos a renunciar a la categoría que nos corresponde. ¡Nos llevan en asientos de cuero que da mucha prestancia! ¿Gaste con moderación? ¿Aparente que tiene poderío económico? ¿Créase un exclusivo ejecutivo? Será. A pesar de lo vulgarcito y poco elegante que resulta su publicidad.

Y, ahora que ya nos hemos concienciado que el alcohol es una droga dura de efectos contundentes, un anunciante de licor nos conmina a beber su producto “cada día” porque nos lo merecemos. Dice que es para alegrarnos justo “eso”:“lo de todos los días” que ser, por lo que se ve, bastante crudo si del asunto necesita. ¿Se referirá a la vida rutinaria o a la familia o al trabajo? ¿Será el matrimonio a lo que alude? ¿Será a su mujer, a su marido, a sus hijos? ¿Será lo normal en toda persona que viva de su salario, su trabajo o su lo que sea? ¿Será para colocarse? ¿Para evadirse? Fomentemos, pues, el alcoholismo. Eso sí, con disculpa, que parece que así es menos grave.

Yo me pregunto: si los anuncios reflejan el nivel de inteligencia del oyente, ¿somos todos imbéciles? Si reflejan el de los anunciantes, ¿son perversos mentales? Si se trata del de los señores creativos…se me hace muy duro creer que dan ese nivel de incapacidad. ¡Y encima cobrar por ello!

Cosas que pasan

¡La vida! Lo más normal es que hablemos de la Vida, con mayúsculas, como una sucesión de hechos trascendentales, de grandes decisiones, de etapas de vital importancia. Y, sin embargo, yo siempre he creído que la vida se escribe con minúsculas y está hecha de muchos detalles pequeños. De minutos de alegría, de segundos de pena, de “a poquitos”. Para mí, está cosida con retalitos diminutos con carga retardada. Está hecha de “cosas que pasan”.

Desde que sacamos los pies de la cama cada mañana nos vamos enfrentando a ellas. Porque, además, no avisan. Esperan agazapadas para tantearte, para medirte, para provocarte. Y en la reacción llevaremos la penitencia. ¿Qué puede ser una de esas cosas que pasan?

Vamos a suponer, que una se levanta un día cualquiera. De mal humor, porque es lunes y las sábanas se nos han pegado y ya vamos a la carrera. Levantamos a los hijos, azuzamos al marido para que se meta en la ducha. Mientras, preparamos el desayuno, recogemos con una mano la ropa para la lavadora, y con la otra nos cepillamos los dientes. Vamos a imaginar que felizmente salimos de casa con el tiempo más o menos justo, pero en hora. Llevamos al abrigo, el bolso, la cartera para el trabajo. En el último minuto agarramos al vuelo un pañuelo para el inminente constipado, que aunque es del marido y es azul, más vale eso que nada. Y vamos a suponer también, que somos periodistas y nuestra misión esa mañana es entrevistar al Ministro de Economía, por una cuestión de subvenciones y ayudas a la mujer trabajadora, que existe sobre el papel y no en la práctica. Allí iremos, bloc en mano, a tratar de sonsacarle “la exclusiva” para que nuestro director nos dé una palmadita en el hombro. Y vamos a suponer también que, cuando está el asunto candente y parece que el ministro va cayendo en la red que estamos tejiendo a base de preguntas y suposiciones, sentimos que el constipado nos va a jugar una mala pasada, porque una gotilla de líquido nasal empieza a hacernos cosquillas en su camino hacia el orificio nasal. ¡Y sin pañuelo! Suele ser el primer pensamiento porque por experiencia sabemos que lo habitual es olvidarnos de coger un paquete de Kleenex para el bolso. Pero no. Esta vez nos hemos acordado y, en plan triunfador, sacamos el pañuelo azul del marido que cazamos al vuelo al salir por la puerta de casa y lo aplicamos a la nariz. Y ¡oh, cosas que pasan! Resulta ser un calcetín.

Y eso, que hemos salido de casa sin problemas. Porque, ¿y si ahora suponemos que no ha sido así? Vamos a imaginar, que hemos salido despendoladas y que no encontramos las llaves de la casa para cerrar. Vuelta para adentro. Nos ponemos a buscar en todas partes, incluidos el horno de toda la vida, el microondas y la nevera. Nos pegamos con el sofá del salón, tiramos los almohadones al suelo por si se hubieran colado en “la rajita tragadetodo”. Buscamos en el dormitorio desesperadamente, deshaciendo la cama estirada al fin y al cabo, pero aparente. Hasta miramos en el baño, donde con las prisas, al correr la cortina de la ducha, se nos cae la barra en la cabeza. Agotadas, exhaustas y doloridas decidimos llamar a algún familiar que tenga copia. Como cabe imaginar, no encontramos a nadie en su casa y …. ¡los móviles sin cobertura! Dada la hora, y ya convencidas de que no vamos a llegar a la oficina a tiempo de entrar con dignidad en la reunión prevista, decidimos ir a hablar con el portero para pedirle que avise al cerrajero para que venga a última hora de la tarde y cambie la cerradura. Resignadas salimos de casa, agarramos el pomo de la puerta y ¡oh, por esas cosas que pasan! Las puñeteras llaves están metidas en la cerradurita.

Y nada como llegar al portal y ver en lontananza el autobús ese que tarda siempre una eternidad en volver a pasar. Raro será que no salgamos corriendo a intentar pillarlo, porque ya se sabe cómo se las gastan los conductores: ¡les encanta darte con la puerta en las narices! Y cuando ya alcanzamos jadeando la parada sentimos una especie de “click” a la altura del ombligo y notamos que ¡oh, cosas que pasan!, se ha roto la goma del “viso” o combinación y de repente la tenemos a nuestros pies ante la atónita mirada de la piadosa vecina del 5º o la retahíla de hijos del portero.

Eso, si vamos en autobús, Aunque las hay más señoritas: tienen el coche a la puerta. Calentitas a trabajar. Se siente una de otra manera cuando aparcas el flamante vehículo delante de las narices de la odiosa novatilla sabihonda que acaba de llegar a la empresa dispuesta a comerse al jefe. Lo malo llega cuando, al tirar del freno de mano mirando al frente, en plan “Carlos Sainz” para que suene y ella rabie al verte, tiras sin querer, ¡oh, cosas que pasan!, de la palanca que echa el asiento hacia atrás y te pierdes en las profundidades del coche totalmente desmelenada.

Pues supongamos ahora, que ese mismo día, por poner uno cualquiera, estás en la oficina hasta las narices de aguantar tonterías de novatas aceleradas, jefes con ínfulas o compañeros paternalistas y decides salir al pasillo a estirar las piernas, contar hasta mil y tratar de descargar adrenalina antes de cometer un “oficinicidio”. Y se te ocurre que para ello, lo mejor es ensayar unos pasos de baile, dar unos brinquitos y canturrear al supuesto ritmo. Y que en ello estás cuando, ¡oh, cosas que pasan! te encuentras de frente con el “director-presidente-general-mandaporencima” de todos, que se queda “pasmado” ante tu figura descuajeringada del todo.

Bueno, pues lo peor de todo es huir al baño, porque con el atolondramiento que uno lleva encima tras el mal trago y las estúpidas explicaciones que se acaban dando, es muy probable que uno se equivoque y se meta en el lavabo de caballeros y ¡oh, cosas que pasan! se dé de narices con un mando subalterno, que, espantadito, trate de abrocharse la bragueta a toda velocidad, se pille los dedos en el intento y encima le cuente al resto de la plantilla, que eres una marrana “atacalavabos”.

Estas son “las cosas que pasan” y de la que están hechas nuestras vidas. ¿Cuántas más hay? Infinitas. Vivir es ir salvándolas con el mejor humor posible. Cuando llegan las grandes decisiones, la mayoría de las veces ni nos enteramos y cuando nos queremos dar cuenta, las hemos tomado sin pena ni gloria, y muchas veces ni las recordamos. Sin embargo, nunca olvidamos aquella situación más que embarazosa en la que nos puso una de estas “cositas”. ¡Seguro!