DE MISA


Hija, ¿me acompañas a misa?

Yo no soy de misas, pero me lo pide mi madre esperando el si y, al fin y al cabo, es verano, estamos de vacaciones, no es cuestión de dejar que vaya sola y además, ¡siempre habrá en la iglesia algo con lo que ocupar mi natural inclinación a la curiosidad!
-Bueno, ¿dónde vamos? No será aquí. Siempre protestas de lo pesado y regañón que es el párroco.
-No, voy a Mazcuerras. Es una misa por los muertos familiares.
-¡Uy, qué yuyu! ¡Menos mal que tu no creías en eso!
-Me voy haciendo mayor, hija y me sale la beatería de las monjas que me educaron de alguna parte del hígado.
-Será eso.

Ontoria y Mazcuerras están una frente a la otra separadas por el Saja. Hay que salir a la carretera general y cruzarlo por el puente frente al Santuario de Virgen de la Peña. Luego, dejando a la izquierda la carretera de Íbio, se coge la que une Virgen con Mazcuerras y Cos y sale a la Hoz de Santa Lucía, de nuevo en un puente que cruza el río.
Aparcamos en la misma puerta de la iglesia muy mal situada justo en una curva y sin apenas acera o terreno delante.

-¡Un poco más y entramos en coche hasta dentro!
-Aquí aparca así todo el mundo, hija. No pasa nada.
“Todo el mundo” resultan ser un puñadito de personas. Quitando a una familia con cuatro hijos pequeños y un chico joven que está en la primera fila, el resto parecen mujerucas del pueblo de mediana edad o de edad indefinida, que es la que va desde los 35 a los 70 para que cada cual pueda ponerse la que mejor le parezca.

Ya ha comenzado la misa, supongo, porque el cura está hablando. Pongo atención para ver si hemos llegado muy tarde o acaba de empezar. Juraría haber oído que Don Gabriel es muy puntual y que “despacha” la misa en veinte minutos. Sentado en el lado del evangelio, el cura emite un sonido monótono, sin apenas altos ni bajos y similar a una letanía, que contestan las mujeres de igual forma y manera, aunque a ellas consigo entenderlas mejor.
-SSantaMaríamadredeDios…
-DiostesalveMariallenaeresdegracia…
Están rezando el rosario. ¿Cuánto hace que no oía rezar un rosario? ¿Pero lo he oído alguna vez? Sé lo que es un rosario, sé como se reza, sé qué se reza, sé que lo rezan las mujeres en mi pueblo algunas tardes, sé muchas cosas sobre el rosario, incluso que en alemán se dice Rosenkranz, ¡pero es la primera vez que lo oigo rezar en mi vida! Es la primera vez que entro en
una iglesia y me quedo sentada a esperar que lo acaben.

-Madrecastísima, Madreinmaculada…- continúa don Gabriel con su voz monocorde, sin apenas abrir los labios y sin expresión alguna en la cara. Parece haberse quedado parado en el tiempo y en el espacio.
-Ruega por nosotros Santa Madre de Dios….,-contestan las feligresas, subiendo un poco el tono, pero tan paradas en otro mundo o en otro estado como don Gabriel.
¿Tendrá el rosario un efecto hipnótico? Pues, seguro que si. El sonido siempre igual, las palabras repetidas hasta la saciedad sin ser pensadas, ni vividas, ni analizadas y la paralización, como de estatuas tocadas por un rayo misterioso, hacen que el murmullo sirva de péndulo hipnótico. Caen todos en un letargo y son presas de las palabras del oficiante. Haría con todas estas mujeres lo que quisiera. Las tiene en su mano, cautivas de mente y espíritu. ¡Veinte siglos de historia de la iglesia resumidas en un rosario escuchado por primera vez en la iglesia de Mazcuerras un verano del siglo XXI! ¡Y yo quería perdérmelo!

Después del amén final empieza la misa. Todo seguido. Son las doce en punto y hay muchas parroquias con una docena de mujeres en cada una de ellas a las que atender espiritualmente. Y ya casi no hay curas. Faltan vocaciones. No me extraña un pelo. Con lo que va aprendiendo el hombre moderno no es fácil entrar en un seminario. Tampoco en una iglesia.
El tono se ha aligerado un poco y las mujerucas fuera del trance ya, contestan con voz cantarina a los requerimientos del cura. El ambiente ha dejado de ser espeso.

En la pared de detrás del altar no hay retablo. Deben de haberlo quitado por viejo o robado por rico. En su lugar alguien ha pintado todo el gran lienzo. Fondo azul celeste. Un Cristo crucificado en el centro, la Virgen y los santos alrededor y arriba, en un cielo lleno de ángeles rubitos y con alas, espera Dios Padre.
Me llama la atención lo vivo de los colores antes que la forma de las figuras y en cuanto me fijo más comprendo por qué. ¡Creo que el pintor ha hecho una recreación de la obra del Greco!
No le pongo nombre al Cristo crucificado, no recuerdo cuadro alguno del Greco con una figura central similar a la que está pintada allí, aunque la colocación de los personajes principales sea igual a la de la “Crucifixión” del Museo del Prado. Este Cristo de Mazcuerras tiene la barba mucho más larga y está mucho más escuálido. Pero sí, hay otras muchas figuras que son copia, un tanto sui generis, de otras del famoso pintor.
La Virgen a los pies de la cruz está envuelta en un manto rosa y azul y tiene la misma expresión que la “Inmaculada Concepción” con los ojos mirando hacia arriba. O el mismo color cetrino, e iluminado desde abajo, de la Virgen de la “Adoración de los pastores”, en rosa y azul. O la de la “Coronación”, que también mira al cielo y está envuelta en los dos colores de siempre. Incluso a la Virgen de la “Sagrada Familia con Santa Ana” o la de “Pentecostés”, que mira arrebolada a la paloma sobre sus cabezas. También me recuerda a la “Verónica”, pero no en azul y oro. En rosa y azul.
A la derecha de la cruz una figura de túnica amarilla y azul eléctrico es similar a uno de los apóstoles, creo que a Santiago el Menor. Ese contraste de colores, lo vivos que son, en túnicas que parecen de papel de seda o de tafetanes tiesos haciendo pliegues enormes, remarcados con el blanco estratégicamente colocado, son del Greco. Algunos santos que están alrededor de las figuras centrales podían ser San Pedro con su capa color mostaza y un pico de túnica azul asomando por el hombro derecho; o San Andrés, de verde casi fluorescente; o San Juan con su túnica color carmín.
Los ángeles que esperan en el cielo, sin cuerpo, pero con alas y la cabeza llena de tirabuzones y rizos rubios, son los niños Jesús en brazos de su madre de cualquiera de los mil cuadros en los que el Greco representó a la Virgen y al Niño y están dispuestos en cascadas y semicírculos parecidos a los de las “Anunciaciones”, los “Bautismos”, las “Inmaculadas” o el propio “Entierro del Conde de Orgaz”.
¡El entierro! La verdad es que el cuadro tiene un aire al famoso cuadro de Santo Tomé. Busco a San Francisco, al fraile. Es una figura que conozco muy bien. Mi padre posó vestido de túnica para una recreación de esta obra. Y sí, allí está. No está de lado, ni tiene los ojos bajos, pero es un típico San Francisco con su hábito, su capucha y su cintura ceñida con un cordel de nudos; abajo a la derecha.

Me da la risa.
-¡Niña! ¡Calla, por Dios!…. ¡Te va a dar por reír ahora que acaban de decir que la misa es por nuestra familia!
-Es que miraba las figuras y pensaba…
-Si, algunas las han donado tus tías.
-No, mamá, me refiero…..
-¿Te sabes la historia, no? Pues no. No sé qué historia es esa de las figuras que han donado mis tías, pero no me deja explicar que no me refiero a las imágenes, que también hay repartidas por el recinto, sino a las que están pintadas en el “fresco” que sustituye al retablo. Me esperaré a  que acabe la misa para enterarme. No es momento: el cura entona el “santo, santo, santo” y las voces de las mujeres de la fila de atrás entran a coro elevando su cántico al cielo y poniendo toda la pasión necesaria en cada nota para que parezca que allí está reunido el “Orfeón Donostiarra”. Transfiguradas.
Antes de acabar, don Gabriel, como si de una oración se tratara, pide a las mujeres su colaboración para limpiar y preparar la capilla de San Roque, fiesta que se celebra dentro de una semana. Ni mueve la boca para hablar, ni cambia de tono para dirigirse a la feligresía. Está habituado a las letanías.
A la salida, protestan. Yo suponía que saldrían reconfortadas todas, pero lo hacen quejándose de lo mucho que les hace trabajar don Gabriel. Se forma un corrillo a la puerta de la iglesia. Todas comentan los “mandaos” del cura y se reparten la faena.
-¡Se pasa el día pidiendo!
-¡Le ha hecho la boca un fraile!

Mi madre se ha quedado dentro para agradecer y pagar la misa. Aprovecho y me despido con la disculpa de ir en su busca. Quiero entrar de nuevo y ver las imágenes de la iglesia. Hay una “Dolorosa” en un altar de la nave central y una “Inmaculada Concepción” en el transverso.
-¿Qué es eso de las imágenes de las tías? Yo no me sé ese cuento, -le pregunto cuando sale de la sacristía.
Me coge del brazo y me lleva ante la “Dolorosa”.
-Esta, aunque lo parece, no es una “Dolorosa” de verdad. Era una “santa algo” que tenía tu tía Carmen en casa y que donó a la parroquia porque necesitaban una “Dolorosa” y no había fondos para comprar imágenes.
-Una santa qué, porque así con la toca negra y asomando sólo la nariz….
-Una santa Procopia
-¿Procopia?
-O Proserpina
-¿Proserpina? Ese es nombre de embalse. ¿Estás segura?
-Pues será Santa Prostituta.
-¡Mamá! ¿Cómo va a ser Santa Prostituta? ¿Tú te das cuenta de lo que estás diciendo? ¡Que te cargas las bases de un plumazo: santa y prostituta! Bastante tuvieron con elevar a María Magdalena a la categoría de persona…
-¡Ay, hija! Ya sabes tú que yo con los nombres no doy una y los confundo todos. -Si, pero una cosa es una cosa y otra, santa prostituta. En fin, ya averiguaremos qué santa donó su cuerpo a la parroquia para ser investida con la gloria del hábito negro. Por una buena obra, ¡cualquier cosa! ¿Y qué más?
Nos acercamos riéndonos a la “Inmaculada Concepción”.
-¿Esta tampoco es lo que debiera ser? Mira que de Santa Prostituta a la “Inmaculada Concepción” hay algo más que una diferencia de nombres.
-No, no. Ésta fue siempre una “Inmaculada”. La donó tu tía Josefina…
-¡Ufff, menos mal! Se estaba poniendo la historia un poco rechuflona.
-Si, pues calla que esto no acaba aquí.
-¿Noooo?
-No. A esta pobre Virgen, como estaba poco lucida y algo viejuca, para que tuviera buen aspecto cuando la colocaran aquí, le pusieron un vestido de noche que tenían tus tías en casa…
-¡Y sería de Christian Dior! ¿O era Chanel?
-No sé qué sería, pero estaba muy guapa y elegante y cumplió su función.
-¡Eso, desde luego! Seguro que no hay en toda la provincia Virgen mejor vestida. A ver de cuantas se puede decir que lleven trajes de noche de alta costura. ¡Y sería mucho más bonito que el que lleva ahora!
-¡Hombre! ¡Dónde va a parar! Ni comparación. Este trapillo azul de forro de falda con ribetito de “gogrén” dorado es la mar de pobretón al lado del otro.

Mondadas de la risa salimos de la iglesia. ¡Qué cosas donaban las tías! Y qué contentas están todas las feligresas con su Santa Prostituta vestida de negro y su Inmaculada de Dior.
-Pues creo que todavía hay una más.
-¿Una Barbie vestida de San Gabriel?
-No. ¡Un “San Maximino” vestido de San Roque! En cuanto lleguemos a casa le pregunto a la tía Carmen. Y no te rías, que no es broma.
-Anda vamos a casa, que entre El Greco, Don Gabriel, el rosario y Santa Prostituta, más que venir a misa he venido a un parque temático.

Por la noche llamamos a la tía Carmen para preguntarle por San Maximino y su trabajo de suplente.
-Si, hijuca, si. Las figuras salieron de esta casa, pero de santos, nada de nada. Eran dos figuras de madera que teníamos en el desván de casa y a las que pusimos el nombre de Maximino y Melania. De niños nos daban un miedo espantoso y lo pasábamos fatal cuando nuestros padres nos castigaban y nos encerraban en el desván. ¡Había que vérselas toda la tarde con la pareja que reposaba de pie contra una pared! Tu tío Gonzalo lloraba y berreaba como un berraco cuando le mandaban escaleras arriba a hacerles compañía toda la tarde.
-¿Qué no eran figuras de santos? ¿Y entonces?
-No, no, de santos no tenían ni un pelo. Eran dos maniquíes de madera, con cuerpo y todo, que no es trapo lo que esconden la toca y la túnica. Y nos vinieron de perlas cuando se arregló la iglesia. Todos teníamos que participar con lo que pudiéramos y nosotros no podíamos negarnos.
Pero en casa no había dinero para nada y menos para santos, que costaban por aquel entonces, un riñón. Y se nos ocurrió, que Melania, que tenía un gestito de dolor podía hacer a la perfección las veces de “Dolorosa”. Maximino, hombre al fin y al cabo, valía para encarnar a cualquier santo
varón y lo que necesitábamos era un “San Roque” para la capilla. Ya sabes, hija, la veneración por él que tenemos en el Valle. Así que le vestimos del santo y allí sigue, tan bien, cumpliendo con mucha dignidad su misión apostólica.
-¡Pues tal y como sois todos en casa, me imagino las cuchufletas con este asunto!
-¡Ay, si! Cada vez que íbamos, de niños, a la iglesia y veíamos a las mujeres y al cura y a todo el que pasaba por delante santiguarse ante los monigotes de casa, nos daba un ataque de risa. Y ya ni te cuento, lo de ponerles velas y rezar… ¡con el miedo que les habíamos tenido! Era tremendo.
-¡De monigotes a santos! ¡Vaya cuento tan increíble el de Maximino y Melania! ¡Y vaya nombres para nuestro “San” Maximino y nuestra “Santa Prostituta”!
-No tanto, sobrina, no tanto: ¡cómo la de “Lo que el viento se llevó”!
Cierto, si. Nunca mejor dicho.

el Saja

UNA CASA, UN UNIVERSO

La primera vez que veraneamos en Águilas fue en el verano de 1962. Mis padres buscaron un sitio en el Mediterráneo donde el sol y el mar aliviaran en lo posible el “reuma al corazón” que tenía mi hermana Victoria. Una dolencia que se curaba con descanso y buen clima. No servía la familiar brisa norteña tan conocida por ser fría y desapacible más de lo que uno quisiera en verano. Allí la niña se podía poner peor y además no era cosa de seguir dando la lata todos los veranos a mi tía que nos acogía en su casa de Laredo.
Pero el desconocimiento de la costa mediterránea hizo que hubiera que
preguntar y buscar entre los amigos y compañeros de redacción quien pudiera dar cuenta y fe de lugares de costa que cumplieran con las condiciones necesarias. Fue Bustillo, vendedor de libros -al que llamábamos “Bustillo, el de los librillos”- de aquellos de maletín en mano y cómodos plazos, quien puso a mis padres sobre la pista. Y con su ayuda alquilamos una casita, “la de la Sergia”, delante de la playa, a la que llegamos tras casi dos días de viaje, metidos en un “600”, los niños, la tata y los padres. El equipaje, incluida la ropa de casa y los enseres más necesarios, viajaban en un baúl en un tren que llegó un par de días antes que nosotros. Pasamos en aquella casa dos veranos y otros dos en otra que alquilábamos en la colonia de ferroviarios, al lado de la familia Molina, que se pasaba las noches cantando y tocando las palmas.
En esos cuatro años de alquiler, la colonia de periodistas madrileños arrastrados hasta allí creció y espoleados por el júbilo de su descubrimiento, acabaron formando un grupo de cuatro amigos que procuraban escoger el mismo mes de vacaciones para pasarlo juntos en las playas de Águilas. Como lo pasaban tan bien, se llevaban tan estupendamente con todo el mundo y atraían a tanta gente por su
profesión y lo conocido de sus labores, el alcalde de aquellos años les propuso venderles un terreno hacia el norte de la localidad en la costa -entonces no ni era playa- para que se construyeran una casa.
Y les pareció buena idea. Significaría que podrían ahorrarse un dinero
construyendo a la vez y se beneficiarían los cuatro del buen precio del suelo. Reunidos en cónclave, aceptaron y le pusieron nombre al proyecto: “Las cuatro Plumas”. En honor de la película de igual nombre, aunque referido a la pluma de escribir, que era la herramienta de trabajo de los cuatro: los periodistas Salvador Jiménez, Miguel Ors, Miguel Pérez-Calderón y Jesús de la Serna.
Un día del verano de 1965 nos acercamos en coche -estaba un poco lejos para ir andando, sobre todo por el calor- hasta la playa del Hornillo para conocer el terreno propuesto. Saliendo del pueblo por el paseo de Parra hacia el norte, dejando la playa de las Delicias a la derecha, se mete uno hacia el interior por una rambla seca y árida, cruzada por un puente de hierro para el ferrocarril. Se gira hacia la derecha y por otra rambla se baja hasta el mar. La playa era diminuta: justo el ancho de la rambla, de arena entre amarilla oscura y parda y el agua cristalina y azul. Delante se abre una bahía increíble. Hacia la izquierda, toda ella rodeada de montañas cubiertas de esparto y matas de alcaparras que acaba, al cerrarse, en otra playa de finísima arena amarilla, un estrecho brazo de mar, siempre con olas espumosas y una isla. La isla del Fraile. Hacia la derecha, un largo
embarcadero de hierro sobre una lengua de piedra, que servía para cargar mineral en los barcos, desde los trenes que llegaban hasta allí desde el interior de la provincia, cierra la bahía. Se construyó el mismo año que la torre Eiffel y en su estructura recuerda mucho a la torre de París: piezas de hierro sujetas con clavos de cabeza ancha a traviesas y vigas. Salvador decía que era “como si se hubiera tumbado la Torre Eiffel en la Bahía del Hornillo a contemplar el mar”.
A la izquierda de la rambla un otero acababa en el mar. Aquí los oteros se
llaman cabezos. Y en la cima del cabezo, un hombre de piel morena y curtida por el sol, tocado con un sombrero de paja, sin más ropa que un pantalón remangado y unas alpargatas, quitaba piedras con un pico y las echaba en un cesto de esparto. Sería lo primero que conoceríamos de la nueva casa, que tardó un año en hacerse. Una casa grande, en dos alturas, metida en la roca en dos escalones, cada una de ellos con dos viviendas independientes. Una escalera central separa las de la izquierda de las de la derecha. Y en cada una de ellas, una terraza mira al mar. Desde las de arriba, el doble de anchas que las de abajo, se ve el agua, no la arena,
que queda atrapada, ópticamente, debajo de los voladizos de las terrazas de
abajo. El tejado plano, con cornisas voladas. La puerta de acceso, directamente en la playa. Antes de empezar a subir, unas duchas a cada lado, ayudan a llegar a las casas sin la arena de la playa pegada a los pies. Alrededor, nada de nada. Delante solo el mar y en el centro de la bahía, la isla del Fraile. Sin duda, el paraíso.

El primer verano común, fue el del 66. Las casas casi estaban terminadas, pero aun se daban los últimos toques dentro. Unos comían con los pintores dando brochazos, otros no tenían terminada la barandilla de la terraza, pero ya, desde ese mes, colgando sobre el primer tramo de escalera entre las casas y sujeto a las terrazas de arriba, no faltó el letrero con el nombre: “Las cuatro Plumas”.
Los cuatro plumillas se habían reunido para crear toda la parafernalia que exigía una aventura como aquella: se iban a quedar sin vacaciones un par de años para poder pagarla, pero no había de faltar papel con el logotipo de la casa, original diseño de Miguel Pérez Calderón; cerillas; ceniceros, barquitos metidos en botellas, ni condecoraciones, que dieran fe de lo feliz que les hacía el proyecto. Crearon la “Orden Marítimo Informativa de las Cuatro Plumas”, con un medallón enorme que se llevaba colgando de una cadena gorda y pesada y un diploma acreditativo, que firmaban los cuatro: el Gran Portaestandarte, El Gran Pluscuamperfeto, El Gran Comendador y el Gran Tesorero -se alternaban en los cargos- y que se otorgaba anualmente en una cena a aquellas personas que hubieran acreditado grandes servicios a la comunidad: al alcalde, al médico, al dentista…
Aquellos primeros veranos no teníamos muebles y cada familia se las ingeniaba para cubrir las desnudeces caseras de la mejor manera posible. Elena, la mujer de Salvador hacía lámparas con tazones de cerámica de Lorca para gazpacho y tablitas de madera de las cajas de fruta; y mesillas de noche con ladrillos barnizados. Nosotros teníamos una caja de la televisión haciendo las veces de mesa de comedor y unas jarapas cubriendo el vano de lo que iba a ser una puerta corredera que separaría el dormitorio principal del salón. Y cientos de cojines de colores por las colchonetas sobre madera y cajas que eran los sillones. Abajo, los Ors, enseguida tuvieron el aparador castellano, la mesa de comedor con las sillas de cuero duro y el espejo con marco de metal tan elegante de la época. Los Pérez Calderón aposentaron a la abuela en lo que llamábamos el cuarto de los muertos,
porque los muebles –cama con cabecero que incluía mesillas y coqueta con
banqueta- eran de color claro, con un ribete negro, que nos recordaba a las
esquelas del ABC.
La casa siempre estaba llena de niños. En su mejor momento sumamos diez y ocho, sin contar a Itziar, mi hermana menor, que aun tardaría muchos años en nacer: siempre había alguna mujer embarazada.

También tuvimos perros. Primero los Jiménez –“Peter”, un spincher- luego los De la Serna –“Rhin”, mezcla de alsaciano y pastor alemán- y luego los Ors –“Gus”, un bobtail-. Además hubo canarios, conejitos de Indias, tortugas y hamsters en todas las casas.
La vida se hacía en comunidad, aunque manteniendo un pelín de cuidado sobre todo a la hora de la siesta. Pero eso era cosa de mayores. Los niños, después de comer, recibíamos la orden de cerrar la puerta -desde fuera-, y nos pasábamos la tarde en la “pimponera” –sala de máquinas de la piscina de unos vecinos, donde instalaron una mesa de ping-pong-, en los cabezos, en las ramblas y en la playa, aunque sin bañarnos porque “no eran horas”. Todos los años alguno se traía un amigo: los tuvimos de varias nacionalidades. Alemanes, suizos, franceses. También
pasó por aquí una cohorte de profesoras, tatas, au-pairs y demás ayudantías. Cuando no eran las matemáticas, era el latín, y sino el alemán, el francés o las labores. Los niños recogíamos calabazas todos los años.
Los padres se traían también a sus amigos. Hay un libro de firmas que se daba al ilustre visitante para que quedara constancia de su paso por esta comunidad: periodistas, escritores, políticos, hombre de negocios, banqueros, “misses”, actrices y actores. Era una constante juerga. Los niños solíamos preparar actos y festejos para agasajarles, pero como no siempre nos dejaban darles “esa alegría”, los acabamos organizando igual pero para las familias. Cada vez en una terraza distinta, para no dar la guerra siempre en el mismo sitio. Los favoritos eran los bailes y el teatro. Pero también hicimos una película –“Las 400 Plumas”- a las órdenes de Paco Rabal y su hijo Benito, y participamos, como equipo en todos los concursos de natación de las urbanizaciones, que fueron cercándonos atraídos, efectivamente, por nuestra casa y en las “gymkhanas” de coches. Aquí la conductora era mi madre, siempre una intrépida al volante de su “4 latas”. Se llegó incluso a organizar un concurso de novela, el Premio Águilas, que
adquirió un cierto renombre, con su gala de entrega de premios y sus escritores del momento rondando por las playas. En una de las galas, cantó Julio Iglesias, que vino a bañarse al Hornillo y se marchó muy enfadado porque las murcianas no se le tiraban encima pidiendo autógrafos.

Aquellos primeros años fueron maravillosos. Luego el tiempo nos fue
separando a todos y las cosas ya no pueden ser como antes, pero todos
guardamos en nuestros corazones esos años de compañerismo y aventuras, de primeros amores y guateques y aunque pasamos una época en que nos alejamos de allí, hoy no hay verano en que no estemos alguno o varios de “los niños de la casa” con nuestras familias, pretendiendo que nuestros hijos hagan lo que hacíamos nosotros, enseñándoles fotos y contando las mismas historias. Lo mismo les pasa a los mayores. En este proyecto quemaron algunos años de sus vidas y cuando se ven allí o se juntan en Madrid, recuerdan con cariño aquella época, aunque no puedan evitar el sabor agridulce que la aventura les dejó.
La casa ya no está sola en mitad de la rambla. Alrededor ha crecido una
urbanización gigantesca. En los cabezos que entonces nos rodeaban, hay hoy cientos de casas blancas en escalera hacia la playa y de los acantilados de la bahía cuelgan edificios como racimos de uvas. Ya no quedan sin construir más que unos metros de costa de la bahía hasta la playa del Cigarro. ¡Pero será por poco tiempo!
El embarcadero sirvió de plataforma para dar de comer a los peces de la
piscifactoría que montaron al final del espigón y que ensuciaba las aguas azules de la bahía con la grasilla inmunda del pienso. Y hoy languidece en espera de algún alma cándida que financie su muy necesaria restauración. El puente por el que cruzaban los trenes del interior hacia el barco carguero que les esperaba, parece estar a punto de caerse en cualquier momento. La rambla por la que se accedía a la playa es una carretera asfaltada con casas a derecha y a izquierda. En el descampado en el que jugábamos al fútbol han hecho un aparcamiento y han puesto un multicine con ocho salas y un gran centro comercial. La casa de la tía María,
que junto a la del coronel, eran las dos únicas construcciones anteriores a la
nuestra, desaparecieron muy poco tiempo después: eran terrenos urbanizables muy golosos. Se acabó robarle los higos a la buena mujer, que nos perseguía con una escopeta de perdigones de sal…¡si nos llega a dar!
Pero desde la terraza se sigue viendo sólo el mar, porque los voladizos de abajo nos tapan la arena. Y por las noches aun podemos sentamos a ver salir la luna, sin nada delante que nos impida ver el enorme círculo naranja cuando está llena, subiendo despacito desde detrás de la isla del Fraile. Y esa es una experiencia que ni los mayores ni los pequeños podremos olvidar en nuestras vidas.

BORIA

Estoy sin línea telefónica. La que utilizo para cosas urgentes es de la vecina de la izquierda y tiene estropeado el teléfono. Conseguir que venga un técnico en pleno mes de agosto parece misión imposible.  Mando las crónicas a través de ella.  Confiemos en Telefónica. ¿Llegará su técnico a salvar esta situación? Yo, por si acaso, seguiré produciendo lectura de verano -como los cuadernillos de agosto del País- pero en modelo casero y baratito. Menos mal que no voy a pasar aquí más que unos días, porque si estuviera más tiempo, acababa por agotar el santoral local y os iba a tener que mandar unas poesías de esas de “Margarita está linda la mar”, “Abenamar, moro de la morería” y demás exquisiteces de nuestra época colegial.

¿Qué queda a lo que no le hayamos sacado punta estas últimas semanas? De los elementos clásicos a los “propios” del lugar hemos repasado el imaginario aguileño con insistencia y profusión. Hasta hacer, muy posiblemente, que el pueblo y sus gentes, su geografía y sus bondades, parezcan mucho más idílicos de lo que son en realidad. Uno transmite no sólo lo que ve delante, sino lo que se imagina que ve y a veces, se me han podido haber ido la mano o las ganas, que son muy traidoras. El fuego lo convertimos en calor; el agua, en mar; la tierra, en montes. ¿Y el aire? Puede ser que no lo hayamos repasado con detalle, pero yo creo que no ha faltado en ninguna de las crónicas veraniegas elementales. El aire es el que se calienta hasta llegar a ser fuego y hace el ambiente irrespirable. Y el que se llena de magia cuando te bañas de noche y el que te trae la humedad del mar y el que huele a eucalipto y romero.

¿Tiene Águilas algún elemento más que no sea fácil encontrar en otro sitio? Pues si. Águilas tiene un bochorno especial, que no es el del calor seco que todos conocemos, sino el de la humedad pegajosa y calentorra que se forma tras la lluvia o tras un día de intenso calor que haya provocado una evaporación espectacular de agua de mar. Los lugareños lo llaman ” boria”. Con boria puede amanecer el día porque la noche haya sido muy calurosa. Un par de horas antes de amanecer la temperatura baja algo, y la diferencia entre el calor acumulado de día y la pequeña bajada de temperatura hace que se forme una bruma pegajosa que al salir el sol cubre playas y montes y casi se puede mascar. Con boria, también puede acabar el día y eso si que es duro. Se va formando a ras del agua, entre el horizonte y la orilla, durante todo el día. Al principio no la ves. Sientes, sin embargo, que está naciendo allá a lo lejos, porque el aire se hace pesado y denso, pero no es hasta el mediodía cuando te das cuenta de que no hay línea en el horizonte. A partir de ese momento ya la boria ha ganado la tarde. En minutos se va comiendo el mar y avanza hacia la playa. Ya el aire es prácticamente agua: la piel se empapa. Cualquier movimiento resulta difícil de hacer y respirar es como hacerlo en un baño turco. Te entra el vapor hasta el alma. En otras playas, en otras calas y bahías, la boria se ha comido el terreno cuando  llega a la orilla y te entra por los pies. Aquí, en el Hornillo tiene una particularidad: primero se tiene que merendar la isla de Fraile en el centro de la bahía. Y ese es un espectáculo poco frecuente y muy impresionante. Ante el magnífico cuadro de la bahía, el espectador espera encontrar siempre los elementos que lo componen: embarcadero a la derecha e isla entre el centro y la izquierda. Pero estos días de boria el pintor del paisaje parece haberse cansado de la composición y con su pincel teñido de blanco sucio, ha quitado de un plumazo la isla de su sitio. La boria llega justo hasta la orilla de su playa, que como está a un kilómetro de la nuestra, no parece ser la culpable del desaguisado. Es una imagen extraña. Como si a la torre de tu pueblo le desaparece de repente el reloj, pero sin dejar el hueco. Está como siempre, incluso hace sol y no se nota especial salvo la pesadez en el ambiente. Pero no hay isla. Luego, poco a poco, deja de haber calas a la izquierda y, a la derecha, el embarcadero pierde postes de hierro. Hasta que la tienes delante. ¿Os imagináis lo que es meterse en una nube con apariencia de bola de algodón? Que la boria te atrape es meterse en una masa vaporosa que te ahoga, porque el algodón no deja que te entre el aire caliente. Pero se puede esperar a que vaya llegando y cuando llama a la puerta de la terraza, no hay más que dejarla fuera y esperar a que siga su camino por encima de la casa hasta dar con el campo abierto donde se desintegra.

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Lo oí contar de niña a los pescadores del lugar y a las mujeres del pueblo que venían a casa a limpiar o a cuidarnos. Siempre pensé que era un cuento chino que nos contaban para asustarnos. Pero hace un par de veranos sucedió ante mis ojos incrédulos. Fue un espectáculo inolvidable. Sólo lo he visto esa vez y, por supuesto, tengo fotos. Por más que las miro una y otra vez, no me lo puedo explicar. No es un elemento clásico. Es el clásico elemento, que si te olvidas de él, te dejas sin contar una historia mágica

Mar

Lo mejor de veranear con calma -y no es un contrasentido, porque los hay que convierten el mes de descanso en una Maratón- es que tienes tiempo para plantearte las cosas más inverosímiles. Por ejemplo. El color del mar. Ya os he dicho, que lo mejor de Águilas son los elementos, ajenos a la mano del hombre, impredecibles e imprevisibles. Y, sin duda, casi lo mejor de todo, es el mar.

Ayer por la tarde paseábamos al perro monte arriba y para darle más carrete al animal, decidimos salirnos del caminito y subirnos a uno de los picos que rodean la bahía para ver las vistas desde allí arriba. Y la verdad, es que en vez de mirar montes y pueblo al fondo, nos sentamos mirando el mar, que da para mucho más. El sol ya caía y la luz dorada le daba a la superficie un brillo plateado que, sin embargo, aún dejaba ver los diferentes azules de las corrientes. Porque las corrientes, ya sean calientes o frías, tienen diferentes tonos de azul. A los pies del monte, el agua rompe contra unas rocas negras planas y brillantes de tanto lamerlas las olas, que nosotros decimos que son de pizarra, porque se parecen a los tejados de los chalets, pero que seguramente serán otra cosa de esas que saben los geólogos. Allí hay poca profundidad y el agua está tan limpia que desde arriba se ve la arena del fondo. Y no es azul, es amarilla como el grano fino de la arena.

Si hay olas algo más fuertes no se ve el fondo, claro, pero a cambio se ve mucha espuma blanca, que tampoco es fea, mezclada con el azul oscuro de la ola que pega. A pocos metros de la orilla se ven matojos de algas en el fondo y entonces el tono cambia de nuevo. Es verdoso. Primero entre azul y verde y luego, a mayor profundidad, casi negro. Pero si le da la luz, es azul oscuro, que es el color de toda la bahía. A veces la cruzan franjas de azul grisáceo: es una corriente de agua fría. Y otras franjas claritas, que son las de agua caliente. Y si miras al horizonte las ves superponiéndose y haciendo que la superficie parezca una sombrilla de playa.

Tampoco el horizonte es liso. Se mueve con las olas y con las nubes y si eres capaz de fijar la vista, puedes ver los barcos de pesca que se acercan ya al puerto a descargar. Al otro lado del horizonte está Orán. Que es otro lugar tan misterioso para mi, como otros varios conceptos y palabros, que aprendí de mi padre y cuyo significado real, conocido años después me era tan “pobretón” que opté por olvidarlo: Orán es un lugar misterioso al otro lado del mar donde suceden cosas fabulosas y donde se inventaron los cuentos de las mil y una noches y donde hay odaliscas, harenes, joyas, sedas y sultanes. ¡Me lo contó mi padre de niña! Y lo siento mucho, pero es infinitamente mejor y más bonito que la realidad. Así que Orán será para siempre un paraíso sobre la tierra.

Cuando ya el sol acaba por meterse, pero no es noche cerrada, el mar se apaga. Empiezan a crecerle sombras entre la isla y la playa del Cigarro, entre las calitas debajo de los montes y entre el embarcadero y la punta de la Aguilica, en el lado opuesto. Si te das prisa puedes llegar a tiempo de ver como cae la noche en la playa, como el mar acaba por apagar su luz. El agua se espesa y, salvo que te acerques y la toques, parece una sopa de chapapote líquido. Ahora ya no da miedo, con la edad se van comprendiendo ciertas cosas, pero no hay niño que se aventure en ella. Ni perro. Es momento de olvidarse del color y esperar al nuevo día. Durante la noche, el mar tiene otras bondades. Huele y suena. Huele a peces, a algas, a humedad. Las olas en la orilla, más que ir y venir, son un cintillo blanco de espuma que sube y baja sin retirarse apenas. Y suena bajito si no hay viento. Meciendo la noche. Adormilando. Si sopla el levante, el ruido es atronador. No oyes la música, si la tienes en la terraza ni a tu interlocutor, si estás de tertulia. Ruge tan cerca que da la sensación de que las olas van a entrar por la ventana y aunque no hemos llegado nunca a ello, si han entrado hasta la puerta y da algo de angustia verlo. De día es un espectáculo impresionante; de noche, da miedo.

Pero, después de la tempestad, viene la calma. Y por la mañana, con los primeros rayos de sol calentando su superficie, el mar es, de nuevo, un viejo amigo. Antes de que el sol brinque del horizonte al mar, la luz dorada que empieza a iluminar el día, le da al agua el color del cobre pulido entre naranja, rojo y brillante. Cuando ya empieza a subir, va cambiando a plateado y ya cuando brilla en lo más alto, es azul. Azul cobalto brillante. Un espejo perfecto. No puedes mirar de frente porque deslumbra. Hay que esperar a media tarde para que con el sol de espaldas puedas volver a buscarle las corrientes a la bahía. Y puedas volver a buscar los distintos azules que dependen de las algas, la inclinación del sol, la posición que ocupes. ¡Un juego estupendo y muy entretenido!

Supongo que les pasará a todos los mares del mundo, pero yo sólo tengo tiempo para buscarle el diferente tono de azul al mar de la bahía del Hornillo. Que es el sitio -y lo siento por los morbosos- donde quiero que me “enmaren” cuando me muera. Y si a alguno le molesta… ¡que se compre una orquesta!

NOCHE

Placeres en el verano hay a cientos. Cualquier cosa que se salga de lo habitual nos produce el placer de lo especial. Las siestas son imperiales; los aperitivos, monstruosos; las copas en la terraza, un lujo. Pero no sólo son especiales las actividades que solemos hacer y que engrandecemos por la tranquilidad con las que podemos proceder. Hay otras que nunca hacemos cuando no estamos de vacaciones y que son, de verdad, las que nos llenan el alma de alegría y hacen  inolvidables los días de asueto. Una de ellas, una de mis preferidas, es esperar a que sea de noche. Es muy sencillo. Me siento en la terraza frente al mar y espero a que se vaya la luz. Elemental.

Así, de esta manera tan simple nos encontramos con un elemento muy especial de la costa murciana. La noche. No se puede generalizar, porque no hay dos noches iguales. Pero lo que sí es siempre igual es el placer de disfrutar de ella. Hacia las ocho de la tarde hay que empezar a prepararse para el evento. Ya el sol ha recorrido el camino entre el horizonte, detrás de la isla del Fraile, hasta pasar por encima de la casa. La playa está ya en sombra y en el aire se huele la oscuridad. Mirando el mar  casi no te das cuenta de que cada vez la luz es menor. Baja muy poco a poco la intensidad y cuando te quieres dar cuenta la oscuridad te envuelve. Los primeros momentos son muy oscuros. No se te han hecho los ojos aun a lo negro del horizonte. Intuyes el mar porque se siente la humedad y se escucha el ronroneo de las olas. Siempre y cuando sea uno de esos días en los que el bochorno se haya impuesto. Si sopla algo de brisa, antes que la oscuridad, notas el olor del mar. Un aroma que sólo aprecias de noche.

Es el momento de fijar la vista en algún punto lejano, e intentar acostumbrar los ojos a la falta de luz. ¡Cuidado con las bombillas! Ni una, porque si no, no se consigue. Al cabo de unos minutos lo primero que se encienden son las estrellas. A uno se le olvida la cantidad de ellas que tiene el cielo. Nunca hay tiempo para pararse a mirarlas en Madrid. Y aunque quisieras verlas, tampoco podrías porque las luces de la ciudad no te dejarían. Aquí el cielo está sembrado. Puede haber bruma y no las ves, pero las grandes noches de verano en Águilas son las noches estrelladas, con algo de brisa y una temperatura media que te deja respirar y disfrutar un buen rato. Si hay suerte y pocos vecinos, la oscuridad te envuelve y la sensación es de redondez: de estar sentado en mitad de un cuenco negro que te arropa y en el que tardas un buen rato en ser consciente de que es infinito.

Después de ver las primeras estrellas y con ello, las primeras distancias, hay que concentrarse en diferenciar olores. No huele igual la humedad de agua, que la humedad de la arena. La del agua es salada. La de la arena, rechina. Puestos en sus sitios estos dos aromas, hay que abrirse a las plantas: el dulce algo meloso de la higuera, el frescor del eucalipto, la variedad de arbustos y matas, oréganos, romero… que te trasladan al campo. Sin el calor del sol, los vapores que se cuelan hasta el alma son más intensos y verdaderos. El sol quema el olor. Con los ojos cerrados, sabiendo el mar a tus pies, las estrellas flotando sobre tu cabeza y levitando con ayuda de aromas levantinos, si además sale la luna… ¡en un abrir de ojos te crees en el paraíso!

Y ese no está en Madrid. Y si lo está no lo sabemos, porque no lo disfrutamos.

Yo me voy a dar una vuelta, porque hoy es el día ideal para encontrarlo.

LUNA

No son horas de andar por ahí con la luz de la pantalla del “ordenata” iluminándome la cara. Son las once y media. Estoy en la terraza de casa sentada a la mesa esperando a que salga la luna.

Cuando yo era niña y había luna llena, teníamos la costumbre de bañarnos por la noche, justo, justo en la estela que su luz deja en la superficie del agua. Entonces no sabíamos que la luna se llena cada 28 días de todas las maneras. Creíamos que era una cuestión de suerte, de casualidad y, sobre todo, de magia, porque la luna, -llena o menguante, redonda o con forma de gajo de limón-, de cualquier otro sitio conocido no se parecía en nada a la luna de la playa. Yo creo que ni nos fijábamos en ella. Sin embargo en Águilas la luna llena era una de esas cosas de las que estábamos pendientes todos los días. Un acontecimiento mágico. Hacíamos cábalas entre nosotros sobre cuándo sería la noche en que la luna aparecería detrás de la isla del Fraile, grande y redonda, naranja o dorada, espléndida y misteriosa. No nos avisaban de que fuera a suceder un día en concreto, ni creo que nadie se molestara en explicarnos algo tan obvio como son las fases de la luna. Supondrían que lo sabíamos porque alguien nos lo habría enseñado en el colegio. Pero la verdad, es que éramos excesivamente pequeños para saberlo. De todos los niños que veraneábamos cerca o juntos, yo era la segunda en edad. Y recuerdo mi primer baño de luna a los 10 años. ¡Es edad suficiente para saber lo de la luna llena cada 28 días!, me diréis. Pero no. No lo es. ¿Cuándo se aprende? En mi colegio la primera clase de ciencias naturales se daba en cuarto de primaria, el año en que se hacía el examen de ingreso al bachillerato. Y sabíamos muy poco de lunas y estrellas, entonces. Yo no sé, si porque en mi colegio estudiábamos en alemán y no había tiempo para tanta materia o porque lo poco que nos enseñaban era lo estricto y necesario para salvar la cara ante el Ministerio de Educación y la obligatoriedad del ingreso, que preparábamos con ayuda de las grandes teorías de la Enciclopedia Álvarez. Lo cierto es que yo ignoraba, que el de la luna era un ciclo que se repetía tantas veces al cabo del año. Y si no lo sabía yo, menos lo hacían los que venían detrás. Por encima sólo había una y si lo sabía, se lo calló. O lo guardó como el secreto que compartía con los mayores, que jugaban con nuestra inocencia y nuestra falta de conocimientos para hacer de esa noche una noche mágica.

Recuerdo, sobre todo, a mi madre y a la madre de nuestros vecinos, preguntándose entre ellas si sería esa la noche en que la luna anocheciera llena. Se miraban de reojo y ponían caras de complicidad. Nosotros entrábamos al trapo y nos pasábamos el día dándole vueltas a la posibilidad de que la noche nos trajera el ansiado baño. A veces esperábamos sentadas en el bordillo de la puerta, los pies en la arena ya fría de la playa, apoyadas contra la puerta de acceso a la casa, horas enteras. ¡Al relente! Como nos recriminaba Luis, el de la tienda de ultramarinos, que venía todas las noches a traer “el pedido”. El muy ladino subía enseguida a dar el parte a nuestras madres, que inmediatamente nos obligaban a quitarnos de la puerta y a meternos en casa. Nos daba igual. Si habíamos olido en el aire la redondez de la luna, salíamos a esperarla allá donde pudiéramos escudriñar el horizonte lejos de las miradas maternas. La azotea. El pasillo que rodea las habitaciones por fuera y sale a la terraza. El porche del vecino de arriba. Algunas veces nos hacían sufrir durante dos o tres días, sabiendo como sabían, el día exacto. Incluso a veces, aunque fuera la noche ansiada, la luna no aparecía debido a las nubes y entonces nos llevábamos la gran desilusión a la cama. Porque eso sí lo teníamos claro: sólo es una noche. Cuando has visto la luna llena asomar entre las dos jorobas de la isla del Fraile en la bahía del Hornillo, sabes muy bien lo que significa “llena”. No casi llena. No habiendo perdido el menor de los gajitos. Llena es una palabra que tendrá, ya para siempre, el significado más amplio que quepa, de plenitud. Llena sólo significa una cosa: una enorme bola anaranjada brillante, pero pálida, de textura similar al alabastro, traslúcida y suspendida en el aire, que transmite la sensación de dejar al alcance de tu mano toda su redondez. Los días anteriores y posteriores está casi redonda y tiene un color magnífico, pero llena… ¡llena está sólo un rato! El que tarde en remontar el horizonte. Esos minutos, porque no es más que media hora, en los que emerge entre la silueta del la isla y alcanza el punto en el horizonte en el que el naranja torna en amarillo pálido y luego en blanco, son los momentos mágicos en que hay que meterse en el agua.

¡¡Y había que vivirlos!! Las madres jaleando; los “zagales” nerviosos por la novedad del baño a deshora y por el clima de excitación que flotaba en el ambiente; los padres con las toallas, porque las noches con la brisa del mar que corre en la orilla son frescas. ¿Nos picarán las medusas de noche? ¡No hijo, las medusas duermen! ¿Se puede pedir un deseo?  Sí, pero un deseo que tenga que ver con la luna. ¿Se pone uno moreno a la luz de la luna? No, se pone uno plateado. ¿Se baña también Neptuno en el rayo de luna? ¡Sí, sí! Cuidado no os pinche con el tridente en el culo. ¡¡Preguntas extrañas!! Yo creo que nuestros padres las formulaban a propósito para que todo aquel acto nocturno no acabáramos de comprenderlo y nos lo guardáramos en nuestras mentes de niños como algo mágico.

El baño era forzosamente corto. No nadábamos, sólo chapoteábamos con cuidado y con el agua a la cintura. No se veía bien el fondo y sólo los más valientes se mojaban la cabeza. Si querías saber por dónde andabas no podías salirte de la estela que el rayo de luna dejaba en el mar. Siempre había algún gracioso que te pellizcaba los pies o te metía un susto, pero la algarabía general, las risas de grandes y pequeños, no dejaban que nadie se pusiera de mal humor o que protestara.

Salir costaba un poco. No porque el agua estuviera muy buena y apeteciera seguir nadando. No. Salir significaba que se acababa y eso no era bueno. Los mayores, que eran los que entraban primero, empezaban a salir empujando al rebaño de niños como pastores ejerciendo su oficio. Pero en vez de ovejas nosotros éramos borreguillos de plata. Remolones, juguetones y desobedientes. Luego, en la orilla, carreras para llegar los primeros a las duchas.  ¡Y a las toallas! Unas buenas friegas y ¡a la cama!

Desde mi cama de niña, en la habitación del fondo donde empieza el pasillo que lleva a la terraza, tenía el privilegio de poder seguir viendo como la luna subía y subía por su camino abovedado hasta perderse por encima del tejado. Yo aguantaba despierta hasta que ya su luz dejaba de iluminar la cama y me sentía la más “suertuda” de todas las chicas de la playa. ¡Sólo yo podía verlo!

Al menos eso creía, hasta que un día descubrí los ciclos de la luna y hasta que me di cuenta de que, desde la ventana del mismo cuarto que el mío, pero de las otras casas, también se veía a la luna trepar hasta lo más alto del cielo. Pero para entonces ya había cumplido algunos años más y lo que entonces estaba descubriendo era ver salir el sol. Por el mismo sitio que lo hacía la luna. Y si podía, me gustaba esperar a que saliera, abrazada al chico que me gustaba.

Son casi las doce. Esperar a que saliera la luna me ha proporcionado la ocasión de recordar otras lunas de otros veranos. Otras noches de espera. Otras noches de nubes. Si hoy no hay luna lunera -que no será llena- al menos he recuperado el recuerdo de grandes noches de luz de luna y grandes amaneceres de luz de sol.

¡Eh! Quietas todas… ¡ahí llega! Por entre las dos jorobas de la isla del Fraile, algo más recostada de lo habitual en la joroba grande -será porque ya es agosto- está saliendo la luna. Le falta un gajo: mengua hacia la luna nueva. Parece la cabeza de un muchacho con la boina ladeada sobre el ojo derecho. Naranja pálido. Suspendida en el aire como una pompa de jabón. ¡So canalla! Me ha tenido casi dos horas rogándola. Porque salir, no sale todas las noches. O lo impiden las brumas marinas o justo está tan menguada que no hace el mismo efecto… ¡ni siquiera se ve aun la estela que formará su luz en el agua!

Son las doce y media. Y poco a poco se empieza a ver el pedacito de mar que la luz de la luna ilumina en la negrura de esta noche. Voy a apagar el ordenador para que la luz de su pantalla me deje ver la oscuridad encendida por la bolita amarilla que ya se ve en el centro del cuenco negro que es la noche de Águilas.

FIESTAS

No hay veraneo sin las fiestas de uno u otro de los pueblos que nos acogen durante esos días de descanso. Ya sean de playa o de campo. Ninguno renuncia a organizar el ocio del veraneante con una lista increíble y siempre original de eventos festivos.

A los dos o tres días de llegar, aparece en el buzón o de la mano de algún vecino el “Programa de Fiestas”. Cada año más completo, más acabado: con todo lujo de fotos, colaboraciones de personas relevantes de la localidad o de aquellos que, habiendo nacido en sus calles, han sabido hacerse famosos, conocidos, populares o importantes fuera de sus paisajes natales.

Hoy ha llegado el nuestro. A todo color. Con gran profusión de fotografías aéreas y a todo color donde se puede apreciar lo muchísimo que ha crecido el pueblo. Lo mucho que se ha modernizado, lo que ha ganado. Grandes torres, avenidas y paseos marítimos con mucha farola. Playas cuidadas y regeneradas, islas de verde que son las plazas y jardines, fábricas a la salida del lugar y campos de deportes en condiciones. Para mí, que lo he conocido pequeño, pobre, alejado de todo y nada urbanizado, la primera impresión es de pena. Es un pensamiento egoísta e intento quitármelo de la cabeza con teorías de esas de “mejor para ellos”. Siempre queda pensar que para lo que han crecido otras costas y otros pueblos, éste ha conservado mucho mejor que la media su aspecto de pueblo de pescadores y sus playas, salvando las que están en el propio pueblo, aún se consideran las últimas vírgenes del Mediterráneo nacional.

Luego, vistazo a los “conciertos” que nos han preparado. Para todos los gustos, dice mi vecina mientras pasamos el dedo por la lista. ¿Para todos los gustos?, me digo yo. Lo veo difícil. Ni me tienta la elección de Lady conducida por Bertín Osborne; ni la proclamación de la Reina de las Fiestas con la inefable Norma Duval, estrellas de la programación. No me veo tampoco en el concierto de “Revolver”, pensado para los más jóvenes, pero sin pasarse. Lo de la Banda de Música puede tener gracia, si no hay nada que hacer y cuentas con un grupo de amigos que sean capaces de acompañarte. Ante una velada en casa con una copa de blanco frío, mirando salir la luna por entre las dos jorobas que tiene la isla que cierra ligeramente la bahía ante mi casa, pocas cosas.

¡También hay teatro!, me dice la vecina, vista la poca gracia que me hacen las propuestas. El grupo de teatro local, una compañía de nombre desconocido y uno de aficionados forman el Corpus Teatri. Las representaciones son una mezcla “kafkiana” de Shakespeare, Lope de Vega y Lorca. ¡Lorca!, exclama emocionada mi vecina. ¡Tenemos que ir! Yo no creo que pueda. Y le cuento, que a mí esta tierra, este paisaje y estas gentes, ya me parecen lo bastante lorquianas como para admitir sucedáneos. Recuerdo el huerto de unos amigos al caer la tarde, sentados en sillas bajas pelando habas para hacer “michirones”. El olor, el calor, el ambiente, el silencio, los colores. El aire huele a drama de Lorca. Mirando hacia la verja espero ver entrar por ella a Yerma. ¡No se puede representar mejor! Esta es tierra lorquiana.

Mi vecina me mira como a bicho raro.

-Bueno, -insiste-. Algo habrá que te apetezca, hija.

-¿Recital de poesía? ¿Tampoco?

Me viene a la cabeza el Pepe Hierro de los veranos en Santander y su “Nueva York” en voz ronca y rota.

-¿Baile y cotillón?

-¿Cotiqué?

-Baile y cotillón: pues como en Nochevieja. Aunque aquí será al aire libre.

-¿Con gorritos de cartón, antifaz, matasuegras, serpentinas y confeti?

-Supongo, claro.

-¿Y no tenemos suficiente con pasar esa vergüenza una vez al año?

-Anda, guapa, que no hay quien te aguante. Toma el programa y mira tú a ver si encuentras algo, porque hay que verte bien.

Cojo el programa, rollizo y brillante, paso las páginas con las fotos de misses y reinas. Las del “antes y el después” de una u otra obra, las de los anunciantes que nos desean felices fiestas, las de anuncios del comercio -floreciente- y las de las aportaciones de los hijos ilustres.

-¡Ya está! ¡Ya sé a lo que no voy a faltar!

-¿Si? No me lo puedo creer. ¿Qué es eso tan interesante que le gusta a señora tan especial?

Y leo:

-Desfile de sombreros. Organiza: Amas de casa.

Mi amiga no me ha vuelto a dirigir la palabra en todo el día.

El Embarcadero

No sé qué es más importante: la isla o el embarcadero. Sentada en la terraza mirando a izquierda y a derecha medito en la crónica de hoy. Ya he decidido hace horas que “toca” Águilas. Poco a poco iremos conociendo a algunos de los personajes que dan vida a esta comedia de verano. Ya nos hemos situado en el plano y aunque hemos visto el escenario, nos falta el decorado. Y él será el protagonista de hoy. Dijo el escritor Asensio Sáez en sus papelillos literarios, que “el riesgo del Hornillo es que una mañana, al despertar, te encuentres con que la Isla del Fraile y el Embarcadero, se lo han llevado los tramoyistas:”

Después de darle un par de vueltas a las dos posibilidades, creo que el elegido es el embarcadero. Las maravillas de la naturaleza siempre son más ….

2. EL EMBARCADERO

Fiesta de disfraces en la Playa del Hornillo, julio 1969

Fiesta de disfraces en la playa del Hornillo, verano de 1969

Despidiendo un barco en la Bahía del Hornillo, Aguilas, verano 67

Despidiéndonos de un barco que partía rumbo al norte