Amanece una mañana como otra cualquiera. En la agenda del día hay confirmada una comida de trabajo. Me tengo que desplazar a Madrid. Estoy citada a las dos y media en un restaurante japonés. ¡Se han puesto de moda! Además, éste lo acaban de inaugurar y por lo visto está en el candelero. Mucha “gente guapa” de día. Mucha “petarda” de noche. Decido pasarme por la peluquería y tengo que hacer la compra para poder cenar a la vuelta.
El frutero se alegra mucho de verme. Nos contamos unos chistes, me pregunta que donde voy tan temprano -teniendo en cuenta que él abre el local pasadas las diez de la mañana, la pregunta parece un sinsentido-, se admira de “esa vida” que llevo de trabajo en casa pendiente de un ordenador y un teléfono, hablamos de sus hijas -ambas estudian económicas en la universidad en Madrid- y del futuro que se imagina para ellas, de los cambios, de las mujeres en general. Todo, entre medios kilos de zanahorias y un par de pimientos verdes y tres calabacines -¿son para pisto?- , y mucha confianza porque para eso nos conocemos desde que éramos niños.
Entra una nueva clienta, aunque sería más justo decir que entra Fulanita o Menganita, porque allí donde yo vivo, que es un pueblo pequeño, todas y todos tenemos nombre y filiación: no hay desconocidos. Nos preguntamos por las familias respectivas, por lo que vamos a comer, por mil cosas del día a día o de detalles que hacen vida. Y me marcho, porque aún tengo que acercarme a la carnicería y si no, no llego a peinarme.
La carnicería es algo más “dura de pelar” que la frutería. Si tienes mala suerte y te pilla delante una madre de familia numerosa puedes pasarte casi una hora esperando turno. Y en Madrid eso puede ser difícil pero no lo es aquí. Hay varias. Pero sobre todo hay una a la que temo. La del transportista, camionero y hombre de las palas mecánicas: tiene 8 hijos y todos de buen comer para poder trabajar. El trabajo físico exige una alimentación muy diferente de la que podría requerir un oficinista, por ejemplo. Si pide filetes, hay que poner por lo menos 16; si es jamón de York, se corta en lonchas medio kilo; si es carne picada… No hay nadie, porque es pronto aún. Ya me lo había dicho el frutero. Antes de media mañana es raro que salgan las mujeres a la compra. Primero hay que dar los desayunos, llevar a los pequeños, si los hubiera -y los hay- al colegio y arreglar la casa. Después ya se piensa en la comida y por tanto, en la compra. Yo acabo enseguida, no sin antes contestar a algunas inevitables preguntas y dar algunas explicaciones. ¡Aquí no se mueve nadie sin informar al resto!
Hecha la gestión, me voy a la peluquería. Ese sí que es un sitio que está siempre lleno. En los pueblos hay mucha costumbre de ir a peinarse. Y a teñirse y a hacerse las uñas y, sobre todo, a estar acompañadas y a charlar. ¡Hasta hay que pedir hora, como si de un local de lujo de Madrid se tratara! También tenemos nuestras bodas y nuestras fiestas, pero lo normal es que las mujeres se peinen por costumbre. Porque no “me apaño en casa”, que es una expresión muy rotunda.
Está claro, que aquí también me van a preguntar de todo. Así que, antes de nada, hay que dar explicaciones: si, es que hoy tengo una comida en Madrid; si, claro, de trabajo. ¿Por qué no voy a tenerlas a pesar del tipo de ocupación que es la mía? No, no se casa todavía mi sobrina, pero creo que lo hará pronto. ¿Los chicos? Si, ya están muy grandes. El pequeño tiene 18. ¡18! Y me parece estar viéndole de “chiquinín” corriendo por la “Corredera”, plaza principal de mi pueblo. ¿Y qué va a estudiar? ¿Cómo el padre? ¿Ah, no? ¡Pues, que raro!
Luego atacamos el asunto de las vecinas, después el de los maridos de las vecinas, para ponernos en seguida con los hijos de las vecinas, sus estudios, sus novios y sus asuntos particulares. De allí se salta a las revistas del corazón y al cotilleo en general. Para entonces ya he conseguido que me laven y estoy a punto de “poder desaparecer” bajo el ruido infernal de los secadores. ¡Me he librado! Porque lo normal es que yo quede mal cuando inician ese arduo sendero: ni leo las revistas de rigor, ni veo los programas de televisión en que se tratan estos asuntos a fondo. No tengo tema de conversación. Además, nunca me ha gustado leer cuando me están peinando. Me parece una falta de educación frente al peluquero. Yo no digo que tengas que darle conversación por obligación. Es más, lo normal es que no quiera, pero se puede uno estar callado sin problemas.
La peluquera acaba enseguida. No hay mucho que peinar. Pago, saludo a los medios y me voy. Me tengo que vestir con arreglo a la importancia del evento: no es lo mismo salir a la compra en mi pueblo, que a una comida de trabajo en Madrid. Traje de chaqueta, zapato de tacón, bolso y no bolsa, abrigo, chal, pendientes y perfume. Lista. Las llaves del coche y … ¡a otro mundo!
Si, porque yo tengo que cruzar el túnel de Guadarrama para llegar a la capital y ese pedacito de carretera marca la frontera entre dos mundos radicalmente distintos. Opuestos. Diferentes. Dos universos. Dos galaxias. Voy pensando en ello mientras me acerco al centro, al bullicio y al tráfico. No me lo pienso mucho: mejor un aparcamiento, porque en estas callejuelas donde está situado el restaurante no hay nunca sitio.
Aparco, salgo del coche, entro en el restaurante y al hacerlo, cambio el “chip”. Ahora jugamos en otro tablero. Y el juego es distinto. Estoy citada con un caballero y tres mujeres: un empresario, una diseñadora, una experta en marketing y otra en publicidad. De edades entre los 35 y los 45 años. Dos tenemos hijos, una está casada pero no los tiene. Dos son solteros. ¿Qué es innecesario este dato? No. Es importantísimo. El estado civil es fundamental para entender a cada una de nosotras, -de ellos- y a nuestra circunstancia.
Nos saludamos en la barra. Nos conocemos hace tiempo y es bastante casual que coincidamos para una cosa de trabajo, pero tampoco lo es tanto si se tienen en cuenta que son profesiones liberales, más o menos todas en la misma dirección y que pueden complementarse unas con otras. Nos hemos ido conociendo a lo largo de nuestras vidas profesionales y esta puede ser la primera vez que el propio trabajo nos una en un proyecto que exige financiación, publicidad y diseño.
Lo primero son las preguntas habituales: ¿dónde estás ahora?; ¿qué pasó con aquello que estabas intentando la última vez que nos vimos?, ¿qué fue de aquél fulano que nos propuso aquél proyecto tan malo?, ¿has visto la exposición que he montado?, ¿cómo van los negocios? Después algún tímido intento de preguntar por personas no presentes, pero con la debida cautela, no vaya a ser que topemos con alguna sorpresa imprevista: ¿Sigues con Zutana?, ¿qué tal Mengano? Y ya. No conviene seguir. ¿Nos sentamos?
Si, pero falta un comensal. La diseñadora no ha llegado aún. Viene de Milán y aunque ya ha aterrizado en Barajas, hay mucho tráfico. Vamos pidiendo. Ni lentejas, ni entrecote: menudencias japonesas en elegantísimos cuencos y platillos, con sus palillos y su característico colorido y textura.
Llega la diseñadora. Tiene poco tiempo, porque después de comer sale su avión para Lisboa. Venía en un jet privado y se habían ofrecido a llevarla a destino, pero de ninguna manera quería perderse nuestra comida y los primeros pasos de este posible negocio común. Risas. Empezamos a picar como locos en aquellos platos preciosísimos de nombres exóticos. Mientras vamos comentando las líneas del proyecto. ¿Financiación? Para eso está el caballero. Ya tiene cierta experiencia en este tipo de cosas y se maneja bien. ¿Formas? “Milán” saca unos bocetos de la carpeta enorme que trae bajo el brazo. ¿Estrategias? “Marketing” ha hecho un estudio de mercado, ha buscado nichos, posibilidades, oportunidades. Suena un móvil. “Milán” contesta en italiano. ¿Publicidad? Sin problemas: entre las habilidades de la una y las de la otra, campaña en regla. Vuelve a sonar otro móvil: contesto en alemán. El camarero se acerca a preguntar si los rollitos que hemos pedido son japoneses o vietnamitas. Vietnamitas. Suena de nuevo el móvil: una amistad que se ha enterado que estamos allí -de aquelarre, dice- y que viene. Al café.
La charla discurre amena, electrizante, movida, alterada, interrumpida, divertida, escandalosa, acompañada. Pero sin perder de vista, ni un segundo, el proyecto que hemos venido a discutir. Entre crédito y euros, exposiciones o libros. Entre colores y formas, viajes y moda. Entre campaña de radio y campaña digitales, internet, apps, blogs webs, nuevas amistades y grandes conocimientos.
Lo que no hay entre cálculos y presupuestos, es ni una zanahoria ni un puerro; ni un hijo de vecino, ni un hijo propio. Ni una nota personal, salvo honrosa excepción, y debido a los muchos años de amistad entre alguna de las cinco personas presentes. “Marketing” ha hecho un intento de loar las maravillas de la maternidad a edad madura, sin éxito. A los solteros y a la sin hijos, sólo les gustan los niños entre pan y pan. “Milán” acepta llevar al cine a algún sobrino, aunque sólo de vez en cuando y por ser Navidad, por poner un ejemplo. Yo me abstengo de opinar, porque los míos ya no son tan niños y además, el dar fe de la edad está mal visto. Si reconoces tener hijos mayores, reconoces tener una cierta pila de años, y los años no son valores en alza en estas reuniones. A pesar de ser todos más o menos de la misma quinta se trata de parecer de generaciones posteriores. Es más, se hace alarde de tallaje, de conocimiento del mundo juvenil, de su moda, su cultura, su música o sus aficiones.
Suena de nuevo un móvil: “Publicidad” no se puede quedar más tiempo porque hace mucha falta en su oficina. Da unas cuantas órdenes por teléfono, suelta un par de venablos y otro de gritos y cuelga el móvil, protestando. ¡Ni un momento de paz, tiene! Aprovechamos todos para empezar a marcharnos. Apuramos los cafés, intercambiamos algunos números “fetenes” para encontrarnos a cualquier hora del día, la noche o el fin de semana, nos damos miles de besos, de abrazos y de achuchones, nos llamamos “reinas”, “bonitas” y “cariño” y “quedamos”. Tal cual. También, “nos llamamos”, o “nos vemos”. Ya se verá el resto de detalles.
Vuelvo al aparcamiento y a mi coche. Me quito el abrigo, suelto el bolso, el chal, incluso los tacones para conducir con comodidad. Y enfilo la carretera de la sierra. Pongo música y dejo que todo lo vivido me vuele por la cabeza, salte dentro de la mente y me provoque el análisis. No hace falta un esfuerzo excesivo. Cuando pase el túnel, cambiaré el “chip” de nuevo y me meteré en ese otro mundo que está detrás de la montaña y que no tiene nada que ver con éste.
¿Qué planeta será mayor? ¿Cuánto tiempo convivirán? ¿Nos damos cuenta de que convivimos bajo un mismo cielo estrellado dos posturas tan diferentes ante la misma vida? ¿Qué sabemos los unos de los otros? ¿Acaso, sabemos que existimos?
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