En busca de la Arcadia familiar

EN BUSCA DE LA ARCADIA FAMILIAR

Marzo, 2004

Si hay algo que caracteriza a los miembros de mi familia política es el desconocimiento casi absoluto de lo relativo a su familia, su origen o sus raíces. Pero, para disimular estas carencias, cuyo motivo desconozco, han creado una serie de mitos, que como todos, tendrán su verdad oculta, pero que no son base científica alguna sobre la que trabajar, con las que suplantan la falta fehaciente de datos.

Como diría el viejo refrán “han oído campanas” pero no saben donde. No les importa: con el tañido que les llega han construido sus verdades y son felices transmitiéndolas como parte de la genealogía familiar.

Uno de los mitos familiares a los que me refería un poquito más arriba es el de su origen: “nosotros somos navarros”, aunque pronuncien su apellido con el acento puesto en la última sílaba, Reparáz. Los navarros lo pronuncian con el acento en la segunda de las tres sílabas del apellido: Repáraz, que es donde acepta la tilde la vocal, lo mismo que en Gómez o en Pérez. Así pues, aunque esto parece cierto porque la cuestión gramatical lo avala, no hay muchas referencias más que lo confirmen. Porque, el otro gran mito que esgrimen, “somos descendientes de Zumalacárregui” aún es casi más increíble y está por ver (*). No saben por cual de las ramas familiares habría que subir para llegar a este buen hombre, quitando la de su madre, de la que más o menos tienen clara la generación previa a la suya.

Pero tienen recursos para disimular: la prima de Perú que se llama Reparaz y es hija de un geógrafo muy importante, “el de la guía REP del Perú”, o “yo tuve un abuelo músico”, que se llamaba Reparaz, o “aun existe la casa familiar en el valle de Elizondo”.

Con los años, yo que soy muy dada a trepar por los asuntos familiares en busca de las grandes verdades que los mitos nos ocultan, he podido ir desbrozando el camino y a algunas conclusiones ciertas sí hemos llegado.

Hubo un músico en la familia. Se llamó Antonio de Repáraz Aznar y nació en 1833 en Cádiz. Era hijo de otro músico –cuyo nombre aún no sabemos-, de familia arruinada tras la invasión francesa y era el mayor de 21 hermanos. A los 16 años dirigió por primera vez una orquesta en Santander y en 1856 estrenó su primera zarzuela. Algo tendría de navarro, cuando la Diputación de Navarra le becó para estudiar en Italia. Se le conoce, básicamente, porque fue él quien puso música a cuatro obras de Bécquer: La cruz del Valle, Las bodas de Camacho, La venta encantada y La gitanilla. Estrenó su ópera La renegada en Oporto en 1874 y consiguió que se cantara después en el teatro Malibrán de Venecia. Pero, a pesar de todo esto, volvió a España arruinado y enfermo y murió en Reus el 14 de marzo de 1886. Tres años antes de que naciera su nieto Antonio, padre de Luis: mi suegro. Es decir, que el músico no les pilla tan lejos: es el bisabuelo de Luis (**).

Y hubo un famoso geógrafo del Perú: Gonzalo de Repáraz., hijo del músico y de su mujer, María del Rosario Rodríguez-Báez e Imaz, de ascendencia peruana, pues su madre, Manuela Juana Ímaz, había nacido en Lima y era de familia limeña, descendientes de conquistadores españoles, que con esos apellidos evidencian sus orígenes navarros. Gonzalo, además de geógrafo, fue periodista y a lo largo de su vida escribió más de seis mil artículos sobre política. No os gloso su obra, porque ocuparía varios folios y eso tampoco aporta nada a nuestra investigación familiar. Casado dos veces, cosa que en la familia de Luis es muy frecuente, tiene aun familia en Lima, a los que tenemos el placer de haber conocido este año pasado en casa de Ángel Castilla, pues Ina, su mujer, no deja de ser tan Repáraz como Luis: es su hermana mayor.

Así pues, dos de los grandes mitos asumidos en la familia, desbrozados con cuidado han resultado ser bastante menos que mitos y no más que datos ciertos, curiosos, eso si, pero que deberían conocerse algo mejor pues son de antes de ayer. ¿Quién no se sabe los nombres de sus bisabuelos? Ya no digo nosotros, que con nuestra eximia tenemos más que ganado el cielo, ¡cualquiera!

Más complicado parece, sin embargo, remontarse a Zumalacárregui. Pero todo se habrá de andar. Muchas de estas cosas las descubres por casualidades y con un poco de suerte es posible que llegues a encontrar la verdad que buscas. Por ejemplo: no hace más de un par de meses, a Luis le fue a ver una mujer mayor, viuda de un médico, para que le pinchara las varices. Y le contó, que venía desde Vitoria a verle, porque se llamaba Repáraz, como su marido. Ella es otra viuda de Repáraz, de don Rafael. Claro, se pusieron a contarse las historias familiares. Luis aportó pocos datos, porque está bastante pez en la materia y no le pudo decir a la viuda ni el nombre de su bisabuelo. Pero la buena mujer aportó un dato más que es el que ha servido de base para desmontar otro mito familiar: la casa solariega del valle de Elizondo. Esta mujer ha dormido en ella y confirma que existe.

El reto de encontrar la casa, la Arcadia feliz de una familia de dinero en el maravilloso valle navarro de Elizondo –de Baztán, para ellos- le tentaba muchísimo, pues ninguno de sus familiares vivos la conocía, la había visto o sabía de su existencia real, más que por la tradición mítico-oral que ya hemos comentado. Las sobrinas de Luis, que tienen una tienda de muebles en Madrid, han llamado al negocio “Villa Reparacea”: un nombre adecuado para un local donde se venden los elementos que hacer de una casa un hogar. Un recuerdo a los paraísos perdidos, no sabemos bien porqué, o la evocación a glorias pasadas.

Aprovechando el congreso en San Sebastián decidimos que ese era el momento de buscarla. Partíamos con muy pocas pistas, porque aunque la viuda de Repáraz había prometido llevarle un plano a Luis, la mujer vive en Vitoria y sólo viene una vez cada seis semanas a pincharse las varices. No teníamos, pues plano alguno. Sabíamos, por ella, que “pasa el río por debajo porque lo oyes desde la cama”, que no estaba en Elizondo, capital del valle, sino en una pedanía o caserío cercano en el Señorío de Bértiz, cerca de una gasolinera y que ya no pertenece a ningún Repáraz, sino a unos señores de San Sebastián.

El sábado por la mañana nos pusimos en camino con la guía CAMPSA en las manos. Según el mapa, la mejor opción era ir hasta Irún y luego bajar por la nacional 121 A, dirección Pamplona, hasta Mugaire y allí, cambiar a la 121 B, que sube a la frontera de Francia por el paso de Dantxarinea. En ese segundo tramo de la carretera está Elizondo.

Pero Luis, con el soniquete del Señorío de Bértiz en el oído, pensó que para recorrerlo a fondo, lo mejor era dejar las carreteras nacionales y meterse por las locales: desde Rentaría a Oiartzun, de allí a Lesaka, cruzar la famosa 121 A y seguir hacia Etxalar, ya en el territorio o comarca del Señorío de Bértiz, Orizki y girando hacia abajo, recorrerlo  hasta Elizondo. En el plano venían como carreteras de color amarillo: seguimos pues el famoso “Yellow brik road” para encontrar a nuestro particular “Mago de Oz”.

Nos encontramos con caminos mal asfaltados, con valles y subidas increíbles, con bosques de castaños y robles, ahora sin hojas, de pinos, machacados por los bolsones de la oruga procesionaria y con un sinfín de caseríos desperdigados aquí y allá: el país vasco más profundo. Los carteles que marcan la situación de los diferentes caseríos están en euskera, los carteles de “presoak kalera” cuelgan de todos los balcones y la sensación de estar en otro país es imposible de quitársela de encima. En Lesaka, a donde llegamos después de una hora de subir y bajar por montañas y valles y cruzar el embalse de San Antón, nos sorprendió una factoría inmensa de Aceralia. En Etxalar, cuatro kilómetros más allá tras los montes y las caídas del Bidasoa –hay una central de “Regatas del Echalar” que es una central eléctrica con casita antigua- descubrimos un pueblo igual que si lo hubieran sacado del pasado: verde de la humedad, de casitas blancas con portones de madera y contraventanas a juego, ni un edificio alto, una plaza y una iglesia con su alameda que las une: un pueblo de cuento.

Aquí nos perdimos de nuevo –ya nos habíamos perdido en Rentería intentando encontrar la carreterita amarilla, en los nudos de carreteras entre Rentería y Oiartzun, donde se cruzan autovías, autopistas de peaje y carreteras nacionales en muy pocos metros cuadrados de terreno- y sin buscarlo nos plantamos en Francia, tras escalar con grave peligro para nuestras vidas pues se nos echó un loco encima en una curva cerrada, por el puerto de Zizaleta. Nos dimos cuenta por el cartel de la cima. Hasta ese momento no lo teníamos claro. Habíamos subido y bajado ya tantos puertos, collados y montañas que no nos hacíamos una idea clara de hacia donde íbamos. Volvimos sobre nuestros pasos de nuevo a Etxalar y tuvimos que buscar a un aborigen para que nos indicara el camino. Una mujer, que sin dudarlo era de allí por su aspecto rollizo y sanote, amén de dos chapetones colorados en las mejillas y el típico flequillo “cortado a azada”, nos indicó la dirección. Según el plano de carreteras aun avanzábamos por nuestro “Yellow brik road”, pero aquello era un camino de carros. Tanto, que mosqueados tras la subida francesa, decidimos volver a preguntar, no fuera a ser que la vasca hubiera decidido vengarse en nosotros de esos “siglos de opresión” que también son un mito que entra dentro de las habilidades de los habitantes del lugar para tapar su ignorancia histórica, lo mismo que si fueran un Reparaz cualquiera. El buen hombre, un abuelo con su nieto, se rascó la frente un poco, dudó unos segundos pero nos dio las explicaciones más exactas de cuántas os podáis imaginar para estar, como estábamos, en mitad de la nada, en unos caminos de vacas sin señales algunas y a varios kilómetros de un cartel en castellano. “Siga este camino hasta un cruce. Allí a la derecha. No sé si habrá cartel, porque ya se sabe que la gente es muy mal educada, pero no hay otro cruce antes. Siguen por ese camino hasta el siguiente cruce. Allí seguro que no hay cartel, ahí sí que no, y vuelven a coger el camino de la derecha. No se equivoquen, el de la derecha y ya todo recto hasta cruzarse con una más grande donde ya habrá carteles que le indiquen.” Así fue. Tras coronar Orizki, que según el plano es un pueblo, pero que sólo es un cartel y unos metros más abajo, un caserío, el camino continúa bajando por entre bosques y prados hasta el famoso primer cruce. Había cartel, pero en euskera. Giramos a la derecha por otro camino aun mucho peor, donde a tramos, no había ni asfalto. Hasta el segundo cruce. Sin cartel pero con una indicación hacia el siguiente caserío: Eskisaroi. Coronamos otro montículo, el Izkolegi de 816 metros de altura: no hay nada más que prados, rocas e “invernales” con cerdos, vacas y ovejas.

Si la subida es mala, la bajada es peor. Y son 18 kilómetros, pero acabamos llegando a esa “carretera más grande con carteles” donde ponía claramente que Elizondo hacia la izquierda estaba a sólo 14 kilómetros. Habíamos recorrido todo el Señorío de Bértiz, palmo a palmo, para llegar a la misma carretera nacional que podíamos haber cogido sin problema alguno en Irún -que según el cartel estaba a 40 kilómetros- pero, claro, no habríamos podido comprobar fehacientemente, que allí no hay más que caseríos, vacas y ovejas y que de nuestra villa en el valle, ni una piedra. Con pena, pues, abandonamos nuestro “Yellow brik road”: ¿encontraríamos sin él al Mago de Oz?

La hora de comer se nos había pasado hacía ya mucho tiempo pero pensamos que algo podríamos comer en la capital del Valle. Craso error. Estaba todo cerrado y sólo encontramos abierta una taberna en la que no había ni una sola mujer y en la que nos pusieron tal cara de espanto al entrar, que giramos y nos marchamos. ¡Problemas, los justos!

Habíamos desayunado fuerte, así que podíamos alargarlo hasta la merienda, nos dijimos. Vamos a ponernos a buscar la casa. Una de las pistas, ya sabéis, era que no estaba en el pueblo mismo, que estaba al lado de una gasolinera. Después de darnos un paseo por el pueblo a mirar casas sobre todo las que estaban pegadas al río, por si las moscas, volvimos al coche para seguir por la carretera a ver si a la salida había una gasolinera, porque a la entrada no la habíamos visto. Y, efectivamente, ahí estaba la de Repsol. ¡Menuda alegría le dio a Luis! Tampoco estábamos en Elizondo, pues para ser exactos, tiene pegado por esa salida otro pueblo más pequeño: Elvetea. ¡Bueno, no íbamos tan mal! Nos habríamos chupado las mil y una revueltas del señorío, y estábamos sin comer, pero lo teníamos tan cerca que compensaba. Buscamos casas grandes cerca del río y nada más empezar, nos topamos con un hermoso caserón de piedra cárdena con su escudo en la puerta y aspecto de palacio. No tenía nombre. Luis se tiró del coche a ver si se inspiraba. Nada, pero vio venir a una mujer y se fue directo a preguntar. Yo me bajé y me acerqué a la casa. En una esquina, un cartel indicaba que era el Palacio Jaurola. ¡Qué chasco! La mujer tampoco sabía nada.

Volvimos al coche y lo intentamos con otra calle, y con otra más y con todas las del pueblo. Vimos algunas casas estupendas, muchas cerca o pegadas al río, todas con su escudo y algunas con nombre, pero ninguna era “nuestra” casa matriz.

Descubrimos unas casas más viejas, pero también de buen aspecto, un poco más arriba, al otro lado del río y decidimos subir. El camino se nos acabó a la puerta de una gran casa con un labriego, boina y “palu” en la mano, al que nos acercamos a preguntar.

“¿Reparacea? Pues me suena, si. Pero no sé donde puede estar. ¡Me cago en las lechugas! ¡De aquí de toda la vida y no le puedo decir! ¡¡Y mire que me suena…!! ´Pere, que le voy a preguntar a la mujer.” Y en vez de llamarla por su nombre, le pegó un silbido, como si fuera una vaca y lo mejor es, que ella acudió. Se asomó al portal de la casona y estuvieron ahí hablando sin que pudiéramos verla. ¡A lo mejor es que era una vaca de verdad! Nuestro hombre volvió con la contestación: “dice la mujer, que aquí no. En Elizondo, no. Que le suena en Irurita. Por la carretera general hacia Pamplona”. Es decir, por la que habíamos venido desde que dejáramos nuestro “Yellow brik road” del señorío de Bértiz.

Bueno, algo es algo: si a esta señora le suena, será que existe. Animados a pesar del fracaso, nos marchamos hacia Irurita. Está a sólo 7 kilómetros y ya nos habíamos fijado en las hermosas casas al lado de la carretera pegadas al río. Entramos en el pueblo, recorrimos calles y bajamos a ver casas, pero las que tenían aspecto de serlo tenían nombre y las que no tenían cartel, no parecían ser lo que queríamos encontrar. Como la distancia entre los dos pueblos es tan pequeña al poco rato estábamos casi de nuevo en Elizondo. Volvimos a parar a un hombrón con pinta de ser de allí y nos confirmó, como el labriego, que allí no. Que a él le sonaba que fuera incluso más allá de Irurita. ¡En Berroeta! Luego se quedó pensativo y cambió de opinión. “No, pasado Mugaire. Tienen que coger el desvío a Oronoz y Mugaire, al lado de una cantera. Luego hacia Narbarte y allí hay una gasolinera y por allí está.”

Bueno, estábamos a pocos kilómetros, y decidimos hacer ese último intento. Eran casi las seis de la tarde y llevábamos más de cinco horas tras la casa, entre pitos y flautas, pero no fuera a ser ésta la posibilidad que pierdes por una tontería. La carretera nos era muy familiar. Dejamos Elizondo, Irurita y llegamos a la desviación a Mugaire, donde la cantera que había dicho el hombre y que resultó ser la salida por la que habíamos dejado nuestro “Yellow brik road”. ¡Otra vez aquí! ¡Estamos buenos!

Pero, no nos desanimamos. Hicimos el giro que creímos oportuno -es otro nudo con varias conexiones- y nos equivocamos. ¡Para variar! Vimos un caserío un poco más arriba, nos acercamos y un mocetón, primo hermano de Yndurain por lo que se le parecía, no supo indicarnos, pero él también tenía una mujer para sacarle del apuro. Tenían un telefonillo para comunicarse con la casa, pero arriba nadie lo cogía, así que optó por el sistema del silbido que es mucho más efectivo. Se asomó a la ventana una mocetona, tan grande como él y con la misma nariz a lo Rossi de Palma. Parlamentaron y luego él se acercó a darnos la solución. Estaba en Oieregui, había que volver atrás y coger la rotonda de frente y no a la izquierda como habíamos hecho. Con tantas indicaciones de que aquello existía, no nos pudimos resistir. Vuelta atrás.

¿Sería esa la última vez? El sol se nos escapaba, había que llegar antes de que oscureciese, ¡haber llegado hasta casi la puerta y volverse con las manos vacías! De ninguna manera.

En la rotonda hicimos el giro como nos lo habían indicado la mocetona y seguimos de frente. A un par de kilómetros, ¡una gasolinera! Caramba. ¿Sería la gasolinera de la viuda de Reparaz? ¿La misma que la del hombretón de Elizondo? Seguimos, algo nerviosos. La carretera iba paralela al río. ¿Sería el río que pasaba por debajo de la casa? Había buenas casonas a su vera. Pero no de frente, sino de lado y no podíamos ver si tenían nombre o escudo. ¡Hay que llegar a Oieregui! Esto tiene muy buen aspecto. “¿Cúal te mola? Una de estas puede ser la vuestra. ¡Elige!”, le dije a Luis.

Oieregui estaba a unos metros y Narbarte también. ¡Oh, no! Nos habíamos vuelto a equivocar. No veíamos nada que pudiera ser lo que buscábamos. “Pues yo no me rindo, lo tenemos al alcance de los dedos, las pistas están aquí y las indicaciones parecen ser ciertas”, le dije a Luis. “Vamos a preguntar en la primera tienda que veamos”. Esta vez entramos en una tienda de chuches, txutxes que decía en la puerta. Y la dependienta, como si fuera una pregunta habitual se nos descolgó, tan tranquila con un: “¿Reparacea? Si, por la carretera hacia Mugaire, en la curva grande a la izquierda. ¡Y es un palacio!”

Pasmados. Salimos pasmados de allí: habíamos pasado delante. Toda la tarde buscándola y no lo habíamos visto. No podía ser. “Vamos hacia las casas grandes. Tiene que ser una de esas”, dije.

Y echamos a andar carretera adelante. Cuando nos acercábamos a las casas grandes nos dimos cuenta que ante una de ellas, una gran curva a la izquierda daba entrada a un camino lateral.

“¡Esa, Luis! ¡¡Tiene que ser esa!!”. Giramos a la izquierda en la gran curva, entramos en un camino que bordeaba el lateral de una gran casona y al acabar el camino, en una pequeña placita, con un puente de piedra que cruza el río nos dimos de bruces con “nuestra casa”.

Si, allí estaba la mítica casona familiar, grande, hermosa y aunque no tenía el nombre en la puerta, sí lucía el escudo de “florero con claveles marchitos” que tenemos en los papeles y vajillas de la familia debajo de uno de los balcones de su fachada. Balcones corridos llenos de ventanas. Dos torres una a cada lado y ante la puerta de entrada para carros, una sequoia de no menos de 20 metros de altura. Impresionante.

El río a su lado, no es que pase por debajo, pero está tan pegado a la tapia que parece que la casona emergiera de las aguas. ¡El río! El río que nunca tuvo nombre es el Bidasoa que allí, justo antes de girar y de unirse al Ezkurra, tiene una fuerza increíble y ruge como manada de leones. ¡Cómo no se va a oír desde la cama!

Saltamos del coche, como expulsados por un resorte. Una foto tras la otra. De frente, debajo del escudo, al lado de la puerta, con la sequoia detrás. Corrimos al puente de piedra. Había que hacer fotos del lateral y del jardín. ¡Y de la otra sequoia gigante que se veía desde allí! El jardín parecía grande y con árboles muy bonitos. La casa estaba vacía. Estábamos seguros de que era la que buscábamos, pero vimos aparecer una mujer con su paraguas, porque empezaba a llover y Luis se acercó a preguntar, pero ya con la seguridad del que sabe que no se ha equivocado: ¿es la Reparacea? ¿Verdad?

Lo era. Y está en Oieregui, al pie del Bidasoa. Y tiene el escudo familiar en la puerta y las sequoias más bonitas que yo he visto. ¡Caía otro mito familiar! Y esta vez, era más increíble la realidad, que el mito. Habíamos recorrido el “Yellow brik road” y el Mago de Oz nos había recompensado dándonos lo que buscábamos.

Sólo quedaba poner una cosa en su sitio. El nombre. No es una villa, ni una finca, ni un palacio o una casona. Es el solar donde echaban las raíces, las suyas y las de la piedra la familia que la habitaba, y eso en euskera siempre ha tenido un nombre: Etxea. Si aquel era el solar de los Repáraz, aquella era la Reparetxea. ¡Las cursilerías sólo para los de Madrid!

(*) Como esta crónica familiar es de 2004 tiempo ha habido desde entonces  para investigar. Y cierta razón tenían. Para ser exactos y ponerle “cargo al dato” hay que trepar por la rama Ímaz: el padre del tatarabuelo de Luis tuvo una hermana que se casó con con Antonio de Zumalacárregui y Múgica , que son los padres de general Tomás Antonio de Zumalacárregui e Imaz. El tatarabuelo, que se llamaba Juan Bautista, era el padre de Manuela Juana Imaz, que casó en 1834 con Ignacio Rodríguez-Baéz Derendinger, y tuvieron una hija Rosario Rodríguez Baez e Imaz, casada con Antonio de Reparaz: el músico. 

(**) Con el tiempo, el muy buen hacer de Carmen de Reparaz -hija de Gonzalo y nieta de Gonzalo- pudimos asistir en octubre de 2019 y en el Gran Teatro Falla de Cádiz a una representación de La gitanilla: obra de Bécquer musicada por Antonio de Reparaz. 

 

 

 

Fachada principal

Escudo

camino de acceso desde la carretera

El Bidasoa

El Bidasoa a su paso por Oieregui

3 pensamientos en “En busca de la Arcadia familiar

  1. Hola, me ha encantado leerte! Tenemos que ponernos en contacto para seguir desanudando la madeja familiar! Un abrazo.

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  2. Curioso que os hubiera costado tanto tiempo y esfuerzo encontrar el Palacio ya que se trata de una casa famosa. Fue hotel desde finales del XIX a 1956 frecuentado por Eduardo VII Rey de Inglaterra, Hemingway cuando se desplazaba desde el hotel Le Palais de Biarritz a Las corridas de Pamplona, Valle Inclán escribió en Reparacea La Marquesa Rosalinda, Perez Pla se alojó aquí un otoño cuando viajaba hacia Portugal y tanta otra gente famosa que no tuvieron mayores problemas localizando el lugar.
    Quizá aquellos huéspedes tuvieron mas suerte y encontraron a lugareños algo mas pulidos que los descritos por Marita.
    Si bien es posiblemente cierto que los Reparaz descienden de Reparacea lo que es documentalmente demostrable es que no hay ningún dueño de Reparacea con el apellido Reparaz desde la Edad Media.
    Los Reparaz que conozco son de la casa Cortalea de Legasa y de allí uno de ellos pasó por matrimonio al Palacio de Cabo de Armería de Oteyza. De ese descienden todos los Reparaz que conozco y desgraciadamente incluso con estos el vínculo con Reparacea se pierde en el tiempo y la leyenda.

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