No son horas de andar por ahí con la luz de la pantalla del “ordenata” iluminándome la cara. Son las once y media. Estoy en la terraza de casa sentada a la mesa esperando a que salga la luna.
Cuando yo era niña y había luna llena, teníamos la costumbre de bañarnos por la noche, justo, justo en la estela que su luz deja en la superficie del agua. Entonces no sabíamos que la luna se llena cada 28 días de todas las maneras. Creíamos que era una cuestión de suerte, de casualidad y, sobre todo, de magia, porque la luna, -llena o menguante, redonda o con forma de gajo de limón-, de cualquier otro sitio conocido no se parecía en nada a la luna de la playa. Yo creo que ni nos fijábamos en ella. Sin embargo en Águilas la luna llena era una de esas cosas de las que estábamos pendientes todos los días. Un acontecimiento mágico. Hacíamos cábalas entre nosotros sobre cuándo sería la noche en que la luna aparecería detrás de la isla del Fraile, grande y redonda, naranja o dorada, espléndida y misteriosa. No nos avisaban de que fuera a suceder un día en concreto, ni creo que nadie se molestara en explicarnos algo tan obvio como son las fases de la luna. Supondrían que lo sabíamos porque alguien nos lo habría enseñado en el colegio. Pero la verdad, es que éramos excesivamente pequeños para saberlo. De todos los niños que veraneábamos cerca o juntos, yo era la segunda en edad. Y recuerdo mi primer baño de luna a los 10 años. ¡Es edad suficiente para saber lo de la luna llena cada 28 días!, me diréis. Pero no. No lo es. ¿Cuándo se aprende? En mi colegio la primera clase de ciencias naturales se daba en cuarto de primaria, el año en que se hacía el examen de ingreso al bachillerato. Y sabíamos muy poco de lunas y estrellas, entonces. Yo no sé, si porque en mi colegio estudiábamos en alemán y no había tiempo para tanta materia o porque lo poco que nos enseñaban era lo estricto y necesario para salvar la cara ante el Ministerio de Educación y la obligatoriedad del ingreso, que preparábamos con ayuda de las grandes teorías de la Enciclopedia Álvarez. Lo cierto es que yo ignoraba, que el de la luna era un ciclo que se repetía tantas veces al cabo del año. Y si no lo sabía yo, menos lo hacían los que venían detrás. Por encima sólo había una y si lo sabía, se lo calló. O lo guardó como el secreto que compartía con los mayores, que jugaban con nuestra inocencia y nuestra falta de conocimientos para hacer de esa noche una noche mágica.
Recuerdo, sobre todo, a mi madre y a la madre de nuestros vecinos, preguntándose entre ellas si sería esa la noche en que la luna anocheciera llena. Se miraban de reojo y ponían caras de complicidad. Nosotros entrábamos al trapo y nos pasábamos el día dándole vueltas a la posibilidad de que la noche nos trajera el ansiado baño. A veces esperábamos sentadas en el bordillo de la puerta, los pies en la arena ya fría de la playa, apoyadas contra la puerta de acceso a la casa, horas enteras. ¡Al relente! Como nos recriminaba Luis, el de la tienda de ultramarinos, que venía todas las noches a traer “el pedido”. El muy ladino subía enseguida a dar el parte a nuestras madres, que inmediatamente nos obligaban a quitarnos de la puerta y a meternos en casa. Nos daba igual. Si habíamos olido en el aire la redondez de la luna, salíamos a esperarla allá donde pudiéramos escudriñar el horizonte lejos de las miradas maternas. La azotea. El pasillo que rodea las habitaciones por fuera y sale a la terraza. El porche del vecino de arriba. Algunas veces nos hacían sufrir durante dos o tres días, sabiendo como sabían, el día exacto. Incluso a veces, aunque fuera la noche ansiada, la luna no aparecía debido a las nubes y entonces nos llevábamos la gran desilusión a la cama. Porque eso sí lo teníamos claro: sólo es una noche. Cuando has visto la luna llena asomar entre las dos jorobas de la isla del Fraile en la bahía del Hornillo, sabes muy bien lo que significa “llena”. No casi llena. No habiendo perdido el menor de los gajitos. Llena es una palabra que tendrá, ya para siempre, el significado más amplio que quepa, de plenitud. Llena sólo significa una cosa: una enorme bola anaranjada brillante, pero pálida, de textura similar al alabastro, traslúcida y suspendida en el aire, que transmite la sensación de dejar al alcance de tu mano toda su redondez. Los días anteriores y posteriores está casi redonda y tiene un color magnífico, pero llena… ¡llena está sólo un rato! El que tarde en remontar el horizonte. Esos minutos, porque no es más que media hora, en los que emerge entre la silueta del la isla y alcanza el punto en el horizonte en el que el naranja torna en amarillo pálido y luego en blanco, son los momentos mágicos en que hay que meterse en el agua.
¡¡Y había que vivirlos!! Las madres jaleando; los “zagales” nerviosos por la novedad del baño a deshora y por el clima de excitación que flotaba en el ambiente; los padres con las toallas, porque las noches con la brisa del mar que corre en la orilla son frescas. ¿Nos picarán las medusas de noche? ¡No hijo, las medusas duermen! ¿Se puede pedir un deseo? Sí, pero un deseo que tenga que ver con la luna. ¿Se pone uno moreno a la luz de la luna? No, se pone uno plateado. ¿Se baña también Neptuno en el rayo de luna? ¡Sí, sí! Cuidado no os pinche con el tridente en el culo. ¡¡Preguntas extrañas!! Yo creo que nuestros padres las formulaban a propósito para que todo aquel acto nocturno no acabáramos de comprenderlo y nos lo guardáramos en nuestras mentes de niños como algo mágico.
El baño era forzosamente corto. No nadábamos, sólo chapoteábamos con cuidado y con el agua a la cintura. No se veía bien el fondo y sólo los más valientes se mojaban la cabeza. Si querías saber por dónde andabas no podías salirte de la estela que el rayo de luna dejaba en el mar. Siempre había algún gracioso que te pellizcaba los pies o te metía un susto, pero la algarabía general, las risas de grandes y pequeños, no dejaban que nadie se pusiera de mal humor o que protestara.
Salir costaba un poco. No porque el agua estuviera muy buena y apeteciera seguir nadando. No. Salir significaba que se acababa y eso no era bueno. Los mayores, que eran los que entraban primero, empezaban a salir empujando al rebaño de niños como pastores ejerciendo su oficio. Pero en vez de ovejas nosotros éramos borreguillos de plata. Remolones, juguetones y desobedientes. Luego, en la orilla, carreras para llegar los primeros a las duchas. ¡Y a las toallas! Unas buenas friegas y ¡a la cama!
Desde mi cama de niña, en la habitación del fondo donde empieza el pasillo que lleva a la terraza, tenía el privilegio de poder seguir viendo como la luna subía y subía por su camino abovedado hasta perderse por encima del tejado. Yo aguantaba despierta hasta que ya su luz dejaba de iluminar la cama y me sentía la más “suertuda” de todas las chicas de la playa. ¡Sólo yo podía verlo!
Al menos eso creía, hasta que un día descubrí los ciclos de la luna y hasta que me di cuenta de que, desde la ventana del mismo cuarto que el mío, pero de las otras casas, también se veía a la luna trepar hasta lo más alto del cielo. Pero para entonces ya había cumplido algunos años más y lo que entonces estaba descubriendo era ver salir el sol. Por el mismo sitio que lo hacía la luna. Y si podía, me gustaba esperar a que saliera, abrazada al chico que me gustaba.
Son casi las doce. Esperar a que saliera la luna me ha proporcionado la ocasión de recordar otras lunas de otros veranos. Otras noches de espera. Otras noches de nubes. Si hoy no hay luna lunera -que no será llena- al menos he recuperado el recuerdo de grandes noches de luz de luna y grandes amaneceres de luz de sol.
¡Eh! Quietas todas… ¡ahí llega! Por entre las dos jorobas de la isla del Fraile, algo más recostada de lo habitual en la joroba grande -será porque ya es agosto- está saliendo la luna. Le falta un gajo: mengua hacia la luna nueva. Parece la cabeza de un muchacho con la boina ladeada sobre el ojo derecho. Naranja pálido. Suspendida en el aire como una pompa de jabón. ¡So canalla! Me ha tenido casi dos horas rogándola. Porque salir, no sale todas las noches. O lo impiden las brumas marinas o justo está tan menguada que no hace el mismo efecto… ¡ni siquiera se ve aun la estela que formará su luz en el agua!
Son las doce y media. Y poco a poco se empieza a ver el pedacito de mar que la luz de la luna ilumina en la negrura de esta noche. Voy a apagar el ordenador para que la luz de su pantalla me deje ver la oscuridad encendida por la bolita amarilla que ya se ve en el centro del cuenco negro que es la noche de Águilas.
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