Mar

Lo mejor de veranear con calma -y no es un contrasentido, porque los hay que convierten el mes de descanso en una Maratón- es que tienes tiempo para plantearte las cosas más inverosímiles. Por ejemplo. El color del mar. Ya os he dicho, que lo mejor de Águilas son los elementos, ajenos a la mano del hombre, impredecibles e imprevisibles. Y, sin duda, casi lo mejor de todo, es el mar.

Ayer por la tarde paseábamos al perro monte arriba y para darle más carrete al animal, decidimos salirnos del caminito y subirnos a uno de los picos que rodean la bahía para ver las vistas desde allí arriba. Y la verdad, es que en vez de mirar montes y pueblo al fondo, nos sentamos mirando el mar, que da para mucho más. El sol ya caía y la luz dorada le daba a la superficie un brillo plateado que, sin embargo, aún dejaba ver los diferentes azules de las corrientes. Porque las corrientes, ya sean calientes o frías, tienen diferentes tonos de azul. A los pies del monte, el agua rompe contra unas rocas negras planas y brillantes de tanto lamerlas las olas, que nosotros decimos que son de pizarra, porque se parecen a los tejados de los chalets, pero que seguramente serán otra cosa de esas que saben los geólogos. Allí hay poca profundidad y el agua está tan limpia que desde arriba se ve la arena del fondo. Y no es azul, es amarilla como el grano fino de la arena.

Si hay olas algo más fuertes no se ve el fondo, claro, pero a cambio se ve mucha espuma blanca, que tampoco es fea, mezclada con el azul oscuro de la ola que pega. A pocos metros de la orilla se ven matojos de algas en el fondo y entonces el tono cambia de nuevo. Es verdoso. Primero entre azul y verde y luego, a mayor profundidad, casi negro. Pero si le da la luz, es azul oscuro, que es el color de toda la bahía. A veces la cruzan franjas de azul grisáceo: es una corriente de agua fría. Y otras franjas claritas, que son las de agua caliente. Y si miras al horizonte las ves superponiéndose y haciendo que la superficie parezca una sombrilla de playa.

Tampoco el horizonte es liso. Se mueve con las olas y con las nubes y si eres capaz de fijar la vista, puedes ver los barcos de pesca que se acercan ya al puerto a descargar. Al otro lado del horizonte está Orán. Que es otro lugar tan misterioso para mi, como otros varios conceptos y palabros, que aprendí de mi padre y cuyo significado real, conocido años después me era tan “pobretón” que opté por olvidarlo: Orán es un lugar misterioso al otro lado del mar donde suceden cosas fabulosas y donde se inventaron los cuentos de las mil y una noches y donde hay odaliscas, harenes, joyas, sedas y sultanes. ¡Me lo contó mi padre de niña! Y lo siento mucho, pero es infinitamente mejor y más bonito que la realidad. Así que Orán será para siempre un paraíso sobre la tierra.

Cuando ya el sol acaba por meterse, pero no es noche cerrada, el mar se apaga. Empiezan a crecerle sombras entre la isla y la playa del Cigarro, entre las calitas debajo de los montes y entre el embarcadero y la punta de la Aguilica, en el lado opuesto. Si te das prisa puedes llegar a tiempo de ver como cae la noche en la playa, como el mar acaba por apagar su luz. El agua se espesa y, salvo que te acerques y la toques, parece una sopa de chapapote líquido. Ahora ya no da miedo, con la edad se van comprendiendo ciertas cosas, pero no hay niño que se aventure en ella. Ni perro. Es momento de olvidarse del color y esperar al nuevo día. Durante la noche, el mar tiene otras bondades. Huele y suena. Huele a peces, a algas, a humedad. Las olas en la orilla, más que ir y venir, son un cintillo blanco de espuma que sube y baja sin retirarse apenas. Y suena bajito si no hay viento. Meciendo la noche. Adormilando. Si sopla el levante, el ruido es atronador. No oyes la música, si la tienes en la terraza ni a tu interlocutor, si estás de tertulia. Ruge tan cerca que da la sensación de que las olas van a entrar por la ventana y aunque no hemos llegado nunca a ello, si han entrado hasta la puerta y da algo de angustia verlo. De día es un espectáculo impresionante; de noche, da miedo.

Pero, después de la tempestad, viene la calma. Y por la mañana, con los primeros rayos de sol calentando su superficie, el mar es, de nuevo, un viejo amigo. Antes de que el sol brinque del horizonte al mar, la luz dorada que empieza a iluminar el día, le da al agua el color del cobre pulido entre naranja, rojo y brillante. Cuando ya empieza a subir, va cambiando a plateado y ya cuando brilla en lo más alto, es azul. Azul cobalto brillante. Un espejo perfecto. No puedes mirar de frente porque deslumbra. Hay que esperar a media tarde para que con el sol de espaldas puedas volver a buscarle las corrientes a la bahía. Y puedas volver a buscar los distintos azules que dependen de las algas, la inclinación del sol, la posición que ocupes. ¡Un juego estupendo y muy entretenido!

Supongo que les pasará a todos los mares del mundo, pero yo sólo tengo tiempo para buscarle el diferente tono de azul al mar de la bahía del Hornillo. Que es el sitio -y lo siento por los morbosos- donde quiero que me “enmaren” cuando me muera. Y si a alguno le molesta… ¡que se compre una orquesta!

NOCHE

Placeres en el verano hay a cientos. Cualquier cosa que se salga de lo habitual nos produce el placer de lo especial. Las siestas son imperiales; los aperitivos, monstruosos; las copas en la terraza, un lujo. Pero no sólo son especiales las actividades que solemos hacer y que engrandecemos por la tranquilidad con las que podemos proceder. Hay otras que nunca hacemos cuando no estamos de vacaciones y que son, de verdad, las que nos llenan el alma de alegría y hacen  inolvidables los días de asueto. Una de ellas, una de mis preferidas, es esperar a que sea de noche. Es muy sencillo. Me siento en la terraza frente al mar y espero a que se vaya la luz. Elemental.

Así, de esta manera tan simple nos encontramos con un elemento muy especial de la costa murciana. La noche. No se puede generalizar, porque no hay dos noches iguales. Pero lo que sí es siempre igual es el placer de disfrutar de ella. Hacia las ocho de la tarde hay que empezar a prepararse para el evento. Ya el sol ha recorrido el camino entre el horizonte, detrás de la isla del Fraile, hasta pasar por encima de la casa. La playa está ya en sombra y en el aire se huele la oscuridad. Mirando el mar  casi no te das cuenta de que cada vez la luz es menor. Baja muy poco a poco la intensidad y cuando te quieres dar cuenta la oscuridad te envuelve. Los primeros momentos son muy oscuros. No se te han hecho los ojos aun a lo negro del horizonte. Intuyes el mar porque se siente la humedad y se escucha el ronroneo de las olas. Siempre y cuando sea uno de esos días en los que el bochorno se haya impuesto. Si sopla algo de brisa, antes que la oscuridad, notas el olor del mar. Un aroma que sólo aprecias de noche.

Es el momento de fijar la vista en algún punto lejano, e intentar acostumbrar los ojos a la falta de luz. ¡Cuidado con las bombillas! Ni una, porque si no, no se consigue. Al cabo de unos minutos lo primero que se encienden son las estrellas. A uno se le olvida la cantidad de ellas que tiene el cielo. Nunca hay tiempo para pararse a mirarlas en Madrid. Y aunque quisieras verlas, tampoco podrías porque las luces de la ciudad no te dejarían. Aquí el cielo está sembrado. Puede haber bruma y no las ves, pero las grandes noches de verano en Águilas son las noches estrelladas, con algo de brisa y una temperatura media que te deja respirar y disfrutar un buen rato. Si hay suerte y pocos vecinos, la oscuridad te envuelve y la sensación es de redondez: de estar sentado en mitad de un cuenco negro que te arropa y en el que tardas un buen rato en ser consciente de que es infinito.

Después de ver las primeras estrellas y con ello, las primeras distancias, hay que concentrarse en diferenciar olores. No huele igual la humedad de agua, que la humedad de la arena. La del agua es salada. La de la arena, rechina. Puestos en sus sitios estos dos aromas, hay que abrirse a las plantas: el dulce algo meloso de la higuera, el frescor del eucalipto, la variedad de arbustos y matas, oréganos, romero… que te trasladan al campo. Sin el calor del sol, los vapores que se cuelan hasta el alma son más intensos y verdaderos. El sol quema el olor. Con los ojos cerrados, sabiendo el mar a tus pies, las estrellas flotando sobre tu cabeza y levitando con ayuda de aromas levantinos, si además sale la luna… ¡en un abrir de ojos te crees en el paraíso!

Y ese no está en Madrid. Y si lo está no lo sabemos, porque no lo disfrutamos.

Yo me voy a dar una vuelta, porque hoy es el día ideal para encontrarlo.