Córdoba es una palabra que suena rotunda y áspera y sin embargo es una ciudad sensual y escurridiza. No tiene de fuerte más que el nombre. Por debajo de la coraza que forman las letras redondas y las sílabas contundentes se esconde una belleza tranquila y dulce, resultado de la sofisticación y la cultura de sus grandes moradores romanos y árabes. Es una ciudad de callejuelas que invitan a recogerse en los patios frescos y discretos donde huele a azahar y jazmín. A sentarse debajo de algún gran ficus a soñar arrullados por el susurro del agua de las fuentes. Provoca la indolencia, desata la imaginación, acelera el pulso y es escenario perfecto de desmayos femeninos, abanicos y refrescos. Con muy poco esfuerzo, la magia de los nombres de origen árabe, los muros altos de palacios y casas, las verjas de puertas y ventanas te pueden jugar la mala pasada de trastocar la realidad. Si te dejas llevar te creerás Hurí del Paraíso. Es imposible no sentirse tentado por las fantasías de los cuentos de las mil y una noches que te salen al encuentro en cualquier plaza, callejuela o esquina. ¡Es tan fácil!
A mí, tres palabras mágicas me bastaron para creer que entraba en otro siglo: mezquita, almazara y hamman. ¿Podría acaso ser de otra manera?
No se puede visitar Córdoba y no entrar en la mezquita. A primera hora de la mañana el patio de los naranjos de la mezquita aun huele al jazmín de la noche y como todavía hay pocos visitantes, no cuesta creer que eres una de esas mujeres oscuras que se acercaba a rezarle a Alá escondida tras la celosía. ¡Claro que entonces, cuando Abd-al-Rahman I edificó su mezquita sobre la antigua iglesia de San Vicente, no plantó aquí ni un naranjo! ¡Añoraba su tierra y sólo dejó que crecieran las palmeras y que sonara el agua de las fuentes para las abluciones!
Antes se entraba a las naves de oración –¡horrible expresión que suena a garaje, cuando decir “musaya” es mucho más sencillo y mil veces más sonoro y evocador!- por la puerta que da a la última ampliación de la mezquita, la de Almanzor, pero ese era un error, que tarde o temprano acabarían por subsanar, y ahora se hace por la puerta de las palmeras justo por donde Abd-el Rahman I ideó la entrada principal allá por el año 785.
Las once primeras naves las forman 130 columnas, cada una de ellas con el capitel de formas diferentes; de mármol liso, unas; estriadas, otras; alternando las negras con las blancas. Son de doble arcada: el de abajo, un arco de herradura con dovelas de piedra y ladrillo y descansando sobre él, uno de medio punto, también con las dovelas rojas del ladrillo y blancas de la piedra, lo que ayuda a darle la altura que tiene. Iluminadas por la luz de la mañana, te transportan, quieras o no, a otra dimensión. Te embarga un sentimiento de recogimiento y casi la necesidad de sentarte a meditar. Pero, para hacerse una idea real de lo que debía ser ese espacio de meditación con el suelo cubierto de alfombras y miles de hombres arrodillados encima, hay que mirar siempre hacia la puerta y dejar que la vista se nos pierda entre las filas de columnas y arcadas.
Hay que evitar esa “iglesia catedral” incrustada en el corazón de la mezquita: en el mismo centro de las cuatro ampliaciones que a lo largo de los siglos acabaron por convertirla en la mayor del mundo con casi 24.000 metros cuadrados de espacio dedicado al encuentro, al conocimiento y a la oración.
No es que sea fea, la catedral. Es solo un enorme grano en mitad de la serena belleza de la “musaya” árabe. A Carlos I no le hizo mucha gracia la idea cuando se la presentaron y se resistió mucho antes de autorizar al obispo de Córdoba, don Alonso Manrique, el comienzo de las obras. Después, tardaron tanto en completarse, que es una mezcla de todos los estilos que se llevaron durante los siglos XVI y XVII: arquerías y bóvedas hisponoflamencas, una cúpula renacentista, una bóveda y un coro casi barrocos. Si no estuviera allí metida, empujada a la fuerza hasta donde más le podía doler a un creyente del islam, sería una joya maravillosa. Pero es para tenerle manía por impertinente. ¡Hubo que tirar casi toda la ampliación de Abd-al Rahman II para poderla ajustar donde más molestaba! Este califa, allá por el año 833, al ver que la población cordobesa crecía y crecía y vivía un periodo de paz y prosperidad como nunca más lo viviría después, decidió tirar el muro quibla, al sur, y ampliar otros 25 metros en dirección al río, lo que supuso incrementar el espacio con siete naves más. También se le debe a él la idea de cubrir las murallas del patio con una columnata.
Entre los años 945 y 961, Al Hakam II mandó ampliar de nuevo la mezquita. Nada más y nada menos que con otros doce tramos también hacia el Guadalquivir y hasta darse con las murallas de la Medina y ya sin dejar espacio alguno hasta el río. De hecho se construyó un pasadizo en alto que unía el palacio del califa con la mezquita a través del que accedía al recinto reservado para él y su séquito en la mezquita y que es el que rodea al Mihrab, “capilla” orientada hacia la Meca, que guarda el libro santo y que está decorada con mosaicos bizantinos de millones de teselas doradas y azules traídas de Constantinopla para gloria de Alá. Rodeado de frases del Corán en riquísima escritura kufí florida, quita el hipo y atrae como un imán a todo el que se va acercando por las naves desde la puerta de entrada. Sobre una de ellas, en el tramo que antes de la ampliación fuera el muro quibla y hoy es capilla de Villaviciosa, está la primera bóveda que los arquitectos árabes construyeron para que llegara luz natural hasta allí.
Hasta ese momento el techo de la mezquita había sido de artesonado plano en madera labrada, que le daban un aspecto serio y recogido y con el que se conseguía la penumbra que invitaba a meditar y orar en paz. Con las sucesivas ampliaciones la mezquita había llegado a medir casi 150 metros de largo y las zonas más profundas se quedaban, por tanto, a oscuras. La bóveda tiene ocho ventanas cubiertas de celosía por las que entra una estupenda luz tamizada. Esta ampliación de Al-Hakam II es la más rica de todas. Todas las columnas son de mármol y se alternan en perfecto orden las columnas negras con las blancas. También fue en esa época cuando se construyó un nuevo alminar, más alto y sobre el que hoy reposa la torre del campanario de la catedral, con sus cuatro cuerpos y sus magnificas campanas, por supuesto, pero que se llevaron por delante el original.
Hubo aún una cuarta ampliación. La de Almanzor, que aunque es la mayor de todas, es también la más pobre. Ampliaron hacia el este, porque hacia el sur ya no quedaba sitio y fueron ocho naves más desde el muro quibla hasta el patio de las abluciones. Las arquerías ya no son de ladrillo rojo y piedra, sino sólo de piedra, revestida y pintada de rayas rojas y blancas para simular el color y el aspecto de las originales. Había que demostrar poderío político al precio que fuera y así se hizo.
Mientras la gente se arremolinaba ante los tesoros de la iglesia, las custodias de oro, las imágenes de santos, los cálices y las cruces de plata y oro, yo preferí seguir paseando mi admiración por la “musaya”. Ante el “mihrab” fotografié a un grupo de japoneses que, ataviados con sus kimonos de seda de colores, le daban al recinto sagrado un aire mucho más universal y de mezcla de culturas, que toda la santería junta.
Si mezquita suena bonito, con almazara la boca se te hace aceite.
Al-ma´sara era el lugar de exprimir y por ese procedimiento se sigue obteniendo el aceite aun hoy. En la almazara de Santa Ana vimos llegar el camión cargado de aceitunas del campo y vimos caer la oliva negra y la oliva verde, aun con ramas y hojas, en la tolva de recepción (tolva, sin embargo, es palabra latina y viene de tabula, o tubo). Era “albequina” –“arbequina” decía él con su acento andaluz cerrado-, nos explicó el dueño, que aunque no es autóctona, es la que hoy se vende mejor porque se planta con ayudas de la CE. La aceituna cordobesa es la ojiblanca. Así como la manzanilla es sevillana y la picual, de Jaén.
En Santa Ana, almazara muy familiar con ya tres generaciones de aceiteros, siguen un sistema muy sencillo para exprimir la aceituna. De la tolva y con ayuda de una cinta transportadora, suben las aceitunas hasta un ventilador que aventa hojas y ramas, que caen al suelo del patio formando gigantescos montones verdes. Esta hojarasca se quema después poco a poco porque los ecologistas no dejan que esos “restos” vuelvan al campo. Dicen que llevan productos químicos de las distintas fumigaciones a las que someten a los olivos. En este asunto no se ponen de acuerdo agricultores, aceiteros y ecologistas pero, de momento, ganan los ecologistas.
Las olivas, ya limpias de hojas, se pesan con ayuda de un sistema de dos tolvas muy elemental y muy práctico: caben 100 kilos en cada una, de manera que cuando se vuelca por el peso, el olivarero, cuyas aceitunas se están pesando, sabe que allí van 100 kilos. (Ahora, además, se marca con decimales en un ordenador que tienen adosado a las tolvas, pero antes, se contaban las veces que se volcaba la tolva, se multiplicaba por cien ¡y a correr!).
Una vez que se sabe lo que hay que pagarle al agricultor, las aceitunas vuelven a subirse a la cinta transportadora y se pasan por diferentes cedazos para poderlas clasificar por tamaños: las mejores se guardan para salmuera o para cocerlas; las medianas pasan a las tolvas con agua donde se lavan bien antes de exprimirlas y las pequeñas se convertirán después de dejar paso a las mejores, en un aceite de menor calidad. Las aceitunas que caen al suelo antes de la recogida oficial –que ya no se hace a mano y vareando, sino con un aparatito que menea el olivo hasta que caen todas las aceitunas sobre grandes tules negros- también se recogen y se utilizan para aceites menos finos. Se llaman lampantes, pero son los más puros de todos los aceites. No se refinan.
Las aceitunas lavadas entran en la molturadora –lo que antes se llamó molino de aceite- por una boca ancha y antes de caer entre los dientes de este molino moderno, se le añade un poco de talco. De polvo de talco, aunque no del que se perfuma para el baño: sirve para romper la molécula de aceite y se ha hecho siempre así, por mal que suene. De este enorme pasapurés, y al momento, empieza a salir por una tubería que acaba en otro inmenso y finísimo cedazo, un aceite espeso y de color entre verde y amarillo. Huele muy fuerte y sabe muy bien. Durante nuestra visita, molturaron ante nuestros incrédulos ojos, la “albequina” que vimos caer en la tolva. El sabor es muy suave y el color algo más claro que el de la aceituna verde. La acidez de este aceite es 0,6 grados. En contra de lo que uno cree, cuanto más alta es la acidez, menos tiempo tarda el aceite en estropearse –en “revenirse” o “enrovirarse”- así que eso de guardar grandes cantidades de litros de aceite de un grado es una tontería. Debe consumirse –aunque no tenga fecha de caducidad porque no tiene porqué estropearse- entre seis meses y un año después de envasarse.
Este primer aceite que sale del molino es de muy buena calidad y contiene muchas moléculas aún sin romper, por lo que son aceites muy saturados. Entre los molineros de antes había la costumbre de recoger este aceite más denso que flotaba sobre el resto y retirarlo para su uso exclusivo. Decían que “castraban” el aceite. Y es una expresión que me parece muy propia: le quitan lo mejor al zumo y además, como se hacía a primera hora, casi de madrugada, tenía ese algo de alevosía que conlleva el término. Ahora es más difícil, pero los grandes molineros aun lo saben hacer.
Una de las cosas más curiosas de todo este proceso, que es simple, sencillo y tiene la casta de los siglos, es la imaginación que le ponen los aceiteros a los detalles más pequeños. Por ejemplo, ¿qué pasa con otros materiales que puedan caer junto con la aceituna al molino? Hojas no, porque ya las hemos volado al viento; tierra tampoco, porque las hemos lavado, además de que la van soltando por entre los tules negros de camino a la almazara. ¿Qué otra cosa puede haber? Cartuchos de postas. Hay mucha caza en la zona: yo vi perdices picoteando entre los terrones de un sembrado puesto en barbecho y seguro que algún conejo o alguna liebre me vio a mí, aunque yo no a ellos. Si entre las aceitunas van cartuchos ¡el aceite sabe a pólvora! El ventilador no les hace volar, porque aunque la vaina sea de plástico, el percutor pesa. Si se mojan, se lavan, pero nada más. Así que hay que agudizar el ingenio. A estos aceiteros de Santa Ana se les ocurrió poner imanes a la salida de la tolva de lavado. Allí se quedan pegados por el “culo” los cartuchos del campo. Y son muchos más de lo que una imagina. Sacan cubos llenos.
Otro ejemplo: ¿qué se hace con los huesos de las aceitunas? El molino exprime la oliva, pero no la machaca. Así, queda un resto, parecido a una pasta, que es la mezcla de piel y hueso, a la que aun le queda una perlita de aceite. Esta mezcla se recoge aparte y es la que se lleva a la orejera, donde le sacarán esa última gota de vida que, ya con ayuda de la química universal, se llama después aceite de orujo. Antes de que la pasta caiga en las grandes cubas en que se recoge, se separa el hueso. Los huesos húmedos se secan en montoncillos en el patio de la almazara y luego se utilizan como combustible para estufas. ¡Es madera chiquita para estufas pequeñitas!
Después de ver como se recogía el aceite en grandes cubas para almacenarlo y luego envasarlo, nos ofrecieron la posibilidad de catarlo. Como los buenos vinos. No se cata en copas, sino en pequeños vasitos bastante panzudos y regordetes, de un azul parecido al del lapislázuli para no ver el color, y se escupe, porque sino te pones malísimo. Primero se busca el “frutado” de la aceituna: sabor a manzana, a otras frutas, a otras frutas más maduras, a hierbas u hojas. Luego paladeas para encontrarle el amargor, el picante o el dulce. Si eres muy bueno, incluso, puedes encontrarle otros atributos más complicados. Aun queda emitir un veredicto sobre lo agrio, avinagrado, avinado o ácido que pueda ser el líquido. Los expertos gorgojean a ver si le encuentran un punto basto, metálico, mohoso o húmedo. Miran si está turbio, aborrajado o atrojado. Y, por supuesto, si está rancio. Aunque esté recién molturado, puede estarlo. Es como una patata: se encalla y no hay quien pueda nada contra ello. De todas estas características los buenos catadores saben percibir diferentes grados: ausencia total, casi imperceptible, ligera, media, grande o extrema. Y hay que indicar una nota de estas posibilidades a todos y cada uno de los aceites catados. ¡Me pareció terriblemente más difícil que catar un vino!
Para digerir tanta prueba –la mayoría se tragó el aceite porque está muy bueno- nos ofrecieron el remedio más eficaz: naranjas. Lo último entre los inventos locales: ensalada de naranjas con chorrito de aceite de oliva virgen, cebolleta picada y queso semicurado. Para postre un “Pedro Ximénez” de cosecha propia, que estaba, incluso, muy rico.
Amodorrados, por el estómago llenito, hicimos el camino de vuelta desde Montalbán a Córdoba. Nos esperaban en el “Hamman”. Los baños son para los árabes una parte esencial de su vida. Son, además, lugar de encuentro y por ello solían estar cerca de las mezquitas o en los zocos. Mezquita, zoco y Hamman eran el eje de su vida social. Al Hamman se entra por un patio central desde el que se accede a los vestuarios –estos nuestros eran un poco pequeños y estrechos- y a las salas de agua fría, templada y caliente. Para empezar en estos tiempos modernos, lo primero es una ducha. Aunque el ambiente, la decoración y los olores puedan ser los de hace un montón de siglos, la costumbre de la ducha de hoy parece elemental como primera providencia.
Se recomienda primero relajarse en la sala templada. En el centro está la gran cuba –yo calculé que era cuadrada de unos cinco metros de lado y muy poca profundidad porque me llegaba el agua a la cintura- con un par de escalones para que te sientes y puedas apoyar la cabeza en el borde. La luz natural entra por unos huecos en forma de estrellas que horadan la bóveda. Allí nos sumergimos un buen rato estirando brazos y piernas, con los ojos cerrados y tratando de imaginar que estábamos en cualquier otro lugar del universo. Luego un buen masaje. Ya con los músculos relajados sienta de maravilla: los masajistas son capaces de encontrarte, incluso, el”nudo gordiano”, ese que se te ha quedado prendido en la espalda entre el omóplato izquierdo y la nuca y del que pensaste que te habías librado. A mí me apasionan los masajes en los pies. Me gustaría saber quien fue ese espíritu refinado que inventó la pedicura. Se me queda el cuerpo de seda después de un buen masaje con mucha crema y una buena pedicura. Es vida.
Así que cuando dejamos el turno al siguiente, a mí me temblaban las rodillas. Estaba ya como un trapo. Directamente me hundí en el agua caliente. Las salas calientes son más recogidas que la templada. Hay menos luz, las cubas son más bien tinas o bañeras grandes, y de la pared sale un chorrito a la misma temperatura. La sensación de placidez te envuelve de arriba abajo: como un buen albornoz de felpa. No hay que olvidar nunca que al fin y al cabo, de envolver esos cuerpos calientes en los hammanes árabes, viene nuestra palabra albornoz, sinónimo de calidez, arrobo y placer.
Pero hay que cumplir con el rito completo. Unos minutos de agua caliente te dejan tan frita que no hay más remedio que intentar aguantar la fría: ¡y eso es lo más parecido a revivir que puedo imaginar! La sala fría, con dos bañeras –yo habría dicho sarcófagos- de agua helada son la guinda de esta orgía de los sentidos. No hay que pensarlo ni un minuto: hay que meterse, sentir el agua helada como un cuchillo sobre la piel y salir corriendo de allí. Vivificante, como la lluvia normanda de las mañanas de Asterix.
Puedes repetir el proceso –templada, caliente y fría- tantas veces como te apetezca. Ya sin masaje, porque con uno tienes para un buen rato. Pero tampoco conviene abusar. Acabas molido.
Lo mejor es repetir dos veces, darse una buena ducha con mucho jabón y mucho champú y subirse a tomar un reconfortante té de menta a la tetería que tienen en el piso de arriba. Con un par de pastelitos de miel y ajonjolí, de mazapán y pistachos, sales a la calle como nueva.
Esa noche la luna estaba llena y brillaba en el cielo como una enorme naranja del patio de las abluciones. El paseo embrujaba, embriagaba los sentidos e invitaba a recogerse entre brazos amados.
A las doce, delante de la puerta de la mezquita, vimos el eclipse de luna.
Si Córdoba es mezquita, almazara y hamman, también es luna y jazmín. Una delicia árabe.
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