Hasta ahora se podía hablar mejor o peor. Se podía ser un analfabeto y a nadie le extrañaba que confundiera una palabra con otra o que cambiara los acentos de sitio. La gente con estudios hablaba bien siempre. Ante amigos podían utilizar expresiones más o menos subidas de tono pero sabían que estaban “seguros” y no osaban decir en público nada que fuera una vulgaridad, entre otras cosas porque era una falta de educación, de tacto y de elegancia. Y ¡por supuesto! De respeto. Pero las cosas se decían por su nombre. Y el lenguaje que se utilizaba se impregnaba de las ideas propias de cada uno, de sus convicciones o de sus creencias. Es decir, que si ponías atención a lo que escuchabas podías saber cómo pensaba tu interlocutor, qué tendencias políticas tenía, que religión profesaba, qué artes cultivaba, sin miedo a equivocarte. Era un código y no secreto, sino característico de una clase social, de un estamento político, de una familia.
Hoy en día las cosas han cambiado mucho. Por un lado se ha perdido mucho vocabulario: no leer implica no saber hablar, desconocer palabras, no dominar algunos giros, ignorar la gramática. Y, por otro, ya tampoco está bien visto ir dando pistas sobre las tendencias de cada uno, sobre los gustos particulares o sobre las opiniones más recónditas. Ahora se opina en masa, se piensa como mandan las reglas, se asumen los gustos ajenos y no se discute lo que “se lleva”.
Uno, por ejemplo, puede tener incrustado en el alma un racismo heredado por siglos de educación y convicciones familiares, pero sabe que hoy en día eso está mal visto. Lo ve en la “tele”, lo oye en la radio y lo lee en los periódicos: ya no se llevan los esclavos. Aunque no tenga muy claro el término esclavitud, sabe, sin lugar a dudas, que no se puede tener en casa a un “humano” durmiendo en la cuadra, mal vestido, comiendo sobras y trabajando de sol a sol. Eso no implica, sin embargo, que comprenda que la “chacha” no le puede servir el desayuno, la comida y la cena, todo seguido en el mismo día y durante los siete días de la semana. Una cosa es lo que se piensa y otra lo que se dice.
Y, como le pasa al caballero de este ejemplo, pobre e ignorante alma de Dios, lo mismo sucede con otras muchas cosas que nos rodean y que hasta ahora han tenido un nombre, que, como es lo lógico, era todo lo contundente y claro que suelen ser las palabras. Ya no tiene “esclava o chacha”, tiene una “empleada del hogar”. Y a eso le hemos llamado lenguaje “políticamente correcto”.
Ya en la propia expresión cumplimos con la primera premisa de esta nueva forma de hablar: sustituir un término claro y conciso por, al menos, dos palabras imposibles o por un sustantivo y un adjetivo de curiosa calificación. Así, convertimos nuestro lenguaje “educado” de siempre en “políticamente correcto”. Y tremendamente difuso y vago, aséptico y no comprometido, estúpido y presuntuoso.
En un alarde de valentía ya no tenemos “muertos” en nuestras guerras. Tenemos “daños colaterales”. Y eso que los países tratan de ser “neutrales”, aunque ahora se diga “no beligerantes”. En los “Estados Unidos”, antes “América”, ya no tienen “negros”, sino gente “de color” o “afro americanos”, ni niños “gamberros”, sólo “objetores de la educación”, que no son los mismos de antes, cuando se decía que su mala educación se debía a la “indisciplina”. Ahora se debe a la “conducta disruptiva”.
Hasta ahora, los hombres con “poder económico”, antes “dinero”, podían tener relaciones “sentimentales”, que ya son “de vivencia”, con una “querindonga”, nombre muy feote que ahora se ha pulido y transformado en “pareja de hecho”, hasta que pasaba a ser su mujer. Si se cansaba, tenía autorizada y a pocos les extrañaba que pudiera darle una “paliza”, pero ya que nos hemos civilizado, diríamos que se trata de “violencia de género”, que te marca el cuerpo y el alma de la misma manera, pero suena distinto.
Cuando en nuestro “trabajo”, pomposamente denominado “proceso productivo”, teníamos “problemas“, o “incidentes laborales”, nos podían “despedir“. Pero como eso duele, nos convencen de las bondades de la “pre-jubilación” o nos incluyen en un “expediente de regulación de empleo“. Si teníamos la desgracia de tener un accidente y nos quedábamos “tullidos” nos aguantábamos. Hoy seremos “discapacitados físicos” aunque estaremos igual de “jorobados” o “afectados psíquicamente”, que es mucho más intelectual.
Ya no compramos electrodomésticos “avanzados”, ahora son de “nueva generación”; ni cogemos una “borrachera”, sino una “intoxicación etílica”; ni nos vamos de “vacaciones”, sino que tenemos “periodos de descanso”; y ya no jugamos a las “cartas” o al “dominó”, sino a los “juegos de mesa”. Tampoco “compramos” prendas u objetos: los “cogemos en la tienda“, olvidando así lo más doloroso del proceso. Pagar.
La lista es infinita y no acabaríamos nunca. Tal vez no nos demos cuenta de este cambio, porque no ponemos atención a lo que oímos y luego lo repetimos sin analizarlo. Pero se ha ido haciendo hueco en nuestras conversaciones y ya no nos fijamos apenas en lo mucho que lo utilizamos, aunque gastemos el doble de palabras para decir lo mismo: de una a dos o tres, diluidas, escurridizas, interpretables…
Y no es una “casualidad” o “hecho aislado”: es parte de esa estrategia que hemos ido creando en nuestros viejos países desarrollados, para no ver nada que pueda emborronar nuestro sueño de lujo, placer y eternidad. De hecho, ya ni “morimos“. Ni siquiera “fallecemos“. Ahora “nos vamos“.
Cualquier invento es bueno para no ver la vida. Es otro paso más en lo que yo llamaría “gastar más en parecer, que en ser”. Antes “aparentar“.