Durante las vacaciones de verano la gracia de los sábados por la mañana es ir -muy temprano, por el calor- al mercadillo del pueblo.
Un mercadillo, como los de mil pueblos de España pero éste al que yo voy, situado en un lugar de la costa en el mismo límite de las provincias de Almería y Murcia, tiene además ese ambiente festivo de los zocos del norte de África. También está ordenado -si, aunque a primera vista pudiera parecer el gran caos- por secciones.
Las frutas y verduras, repartidas por la plaza central, vienen directamente de las fincas y las huertas de la zona y tienen aún el sabor y el olor original que, ya hace muchos años, hemos perdido en las ciudades: los tomates saben a tomate, las naranjas son naranjas y a los limones no hay quien les hinque el diente de lo ácidos que están.
Los zapatos, las telas y los hilos conforman un segundo grupo de géneros: restos de las fábricas de Elche y Elda y de las fábricas textiles de Cataluña -a donde hay una importante emigración- que se venden a precios de risa. A mí me gusta comprar piezas de muchos metros de tela de buena calidad excedentes de fábricas para grandes almacenes o cadenas de moda y que venden en un puesto -cuatro palos y una lona- un padre refunfuñón y su obediente hijo, a 3 ó 4 euros la pieza. Mi modista -que es un ángel de la aguja- me hace unos trajes de chaqueta que son la envidia de mis compañeras. Así me equipo para el invierno madrileño sin dejarme el sueldo.
La calle que ocupa el “sector textil” es la más larga de todo el recinto. Hay muchos puestos de ropa porque también esta es una región con muchos talleres de confección y mucha mano de obra barata. Allí llevan lo que se va quedando de temporadas anteriores, de manera, que para los que no son unos forofos de la moda “al día”, la posibilidad de llenar el armario a precios “tirados” es increíble. No faltan los tenderetes de cojines para tumbonas y sillas de jardín, las toallas y almohadones, la guata, las “migas” de goma-espuma y los manteles bordados en algún lugar de la China.
En el tramo anterior a la plazuela de las frutas se sitúan los puestos de encurtidos, legumbres a granel, mieles y dulces, frutos secos, hierbas olorosas, especias, huevos y animales vivos -siempre hay conejos, gallinas, caracoles- de manera que, al acercarte allí, y si no estás acostumbrado, el choque oloroso es tremendo. Entre las lonas y piezas de tela, que ponen de un lado a otro de la calle para protegerse del calor y aquellos efluvios atacando la nariz, uno se puede llegar a sentir transportado en el tiempo a algún lugar de Marruecos, Siria o Túnez.
No faltan los one men alone con su motocicleta y su caja de tomates, su cesto de lechugas o la sábana llena de melones y sandías. Un día compré una enorme sandía a uno de estos hombres que me costó a 6 pesetas el kilo y en mi vida había probado nada tan dulce y refrescante como aquella sandía que pesó 10 kilos y no duró ni diez minutos.
Bien, pues una de esas mañanas del mes de julio que paseaba entre cajas de calabacines y sacos de pimientos, oigo una vocecita de niña anunciando su mercancía con ese acento murciano tan cerrado y tan típico:
– ¡Mantéeele! ¡Mantéeele! ¡A cuatrosienta peséeeta, mantéeele!
Me giré y vi una niña menuda, morena, gritando a pleno pulmón las excelencias de los manteles que tenía sobre un trapo grande en el suelo delante de sus diminutos pies. Me acerqué con cierta mezcla de curiosidad, sensibilidad e irritación.
– Yo quiero uno de esos manteles. ¿Cuál te parece a ti que es el más bonito?, le pregunté.
La niña no me contestó. Me miraba, pero no acertaba a decirme nada. Calculé que tendría unos 4 ó 5 años. No más. De cerca parecía aún más diminuta.
– ¿Me llevo el de las flores azules o el de las fresas rojas? Le pregunté poniéndome en cuclillas a su lado para que le resultara más fácil mirarme.
– ¡Vaaamo nena, contéeetale a la señora!, oigo de repente.
Y al ponerme de pie veo un hombre grande y moreno, vestido de negro y con los mismos ojos que la chiquilla detrás de ella. Su padre, estaba claro, me dije yo.
– Me quiero llevar un mantel de los que vende la niña con tanta maña, le digo.
–Si, señora, ya miiimmo, ¡famo nena, dale un mantel aquí a la señora!
La niñita se agachó, cogió el de las flores azules, me lo dio y luego me tendió la mano abierta con la palma hacia arriba. Puse una moneda de 500 pesetas en su manita. No recogí la vuelta. Le di las gracias, puse una sonrisa rara y me di la vuelta.
Según me giré, oí de nuevo la voz del padre, esta vez dirigiéndose a la mujer que había estado a escasos metros de nosotros sin dejar de quitarnos el ojo durante toda la operación.
-¿Há víitto, mujé? Y tú que no quería. La zagala ya ha aprendío a ganá dinero para su pápa. ¡Y eso que sólo tié tré año! Ya veraá, ya, cuando sea mayó.
Volví la vista hacia aquella mujer -morena, joven, enlutada y con un pañuelo negro a la cabeza- y su mirada se cruzó con la mía. No sabría decir si era de orgullo por la habilidad de su retoño; por la alegría del padre de la criatura o si tenía un halo de duda en lo profundo de sus ojos negro.
Yo tengo claro que hubiera querido que mi hija eso no lo aprendiera. Y que cuando fuera mayó no tuviera que vender manteles. Preferiría que los diseñara, gestionara una fábrica textil, asesorara en su exportación …..