El trabajo, muchas veces, me obliga a viajar. Una de esas veces, me tocó Suiza y una helada tarde de enero aterricé en Zurich. Más exactamente en Kloten, que es el pueblo de Barajas pero en suizo, que siempre es mucho más elegante. Aunque, como en Barajas, ni hay museos, ni cines, ni siquiera tiendas cuyos escaparates tengan algo que mostrar. No hay más solución, que armarse con algún libro y encerrarse en el hotel, pues, por otro lado, en Kloten-Barajas tampoco la vida nocturna oferta grandes planes interesantes. Así que me metí en el hotel,-típico hotel anodino de “pasar la noche”-, dispuesta a quemar las últimas horas del día, cansada y con ganas de acostarme.
Camisón en mano, me dispuse a hacer mis abluciones diarias. El cuarto de baño, minúsculo, era un compendio de virtudes suizas. No le faltaba detalle. Sólo la gracia. No había ningún lujo para no desentonar. Funcionalidad, modernidad palpable, europeísmo. El vasito para lavarse los dientes, desinfectado. Las toallas, blancas y radiantes, como las novias. Vírgenes y mártires. Duele ensuciar la inmaculada palidez de la felpa con manchurrones y churretes al secarse las manos. Los azulejos, estaban ordenados con tanta exactitud, que yo creo que incluso habían medido hasta los milímetros de separación entre ellos y no se habían equivocado ni en medio milímetro al unir unos con otros. Ni uno fuera de la línea, ni un borde, ni un corte mal hecho. Ni una arista o esquina tiene rastro alguno de tierra. ¡Perfecto!
De repente algo me saltó a la vista. Algo, que no podía faltar en una sociedad tan avanzada y que ya es parte de nuestra vida cotidiana, pero que, no se porqué subconsciente convicción, no esperaría nunca encontrar en un cuarto de baño. Papel reciclado. ¡El rollo, inevitable rollo de papel, que limpia nuestras miserias, era de papel reciclado! Un arbolito verde lo recordaba cada medio metro. Tiré y tiré. No me lo podía creer, pero así era. ¡Dios mío! ¿Cómo utilizar para semejantes menesteres, lo que pudo ser una letra impagada, un expediente maldito, una declaración de Hacienda,… ¡una carta de amor!…?
Incapaz de utilizarlo, me metí en la cama. ¡Tenía la angustia del progreso instalada en la garganta! Me asaltaban sentimientos contradictorios. Por un lado la lógica. Si era una cuestión de ecología lo más normal era, que también ese papel fuera reciclado. Es más, era lo ideal, ¡pues para el uso que se le iba a dar no se iba uno a gastar los cuartos en papel “cuché”! Pero por otro lado, yo tenía un problema. El eterno dilema del ¿de dónde venimos? y ¿a dónde vamos? Resolverlo, no lo resolví, pero algo si aprendí aquella noche.
Entendí, en su amplio sentido, el término EFIMERO.