El club

EL CLUB

Hace unos meses me choqué en un supermercado con un carrito de la compra conducido por una antigua compañera de colegio. Los segundos posteriores a la colisión fueron de sorpresa y de las exclamaciones típicas de estos encuentros fortuitos: ¿qué haces aquí? ¡Qué casualidad! o ¡Cuánto tiempo hace! Casi no nos habíamos vuelto a ver desde que dejamos el colegio hacía más de 40 años.

Las primeras preguntas nos devolvían a la infancia. El colegio, los patios, las fiestas. ¿Has vuelto a ver a Fulano? ¿Qué pasó con Mengano? ¿Acabó casándose éste con aquélla? Al cabo de un rato charlábamos como si no hiciera más que un verano que hubiésemos dejado las clases y estuviéramos a punto de empezar curso nuevo en septiembre. Y como pasa en muchos de estos tropiezos, acabamos quedando para tomar un café. Cada una de nosotras se comprometió a tratar de convocar al mayor número posible de antiguas compañeras, tirando del hilo que te une, en la mayoría de los casos y como mucho, con uno o dos compañeros de colegio.

En efecto, una semana después, puro manojo de sentimiento y emociones encontradas, me encaminé a la cafetería donde habíamos convenido vernos. Quería llegar pronto para no perderme la “entrada” de las convocadas, pero fui poco original en mi curiosidad, porque cuando llegué ya había tres o cuatro mujeres sentadas a la mesa.

¡Lo que hacen 40 años! Y eso que, por el momento, sólo se podía catalogar lo meramente físico. ¡Están hechas unas “señoronas”! me dije yo, y, automáticamente, pensé ¡yo debo de estar igual! (aunque no me lo creyera). Todas nos habíamos esmerado en el atuendo, todas habíamos estado en la peluquería, todas nos habíamos maquillado con esmero. Yo lo había hecho, eso era seguro, y a tenor de lo visto, y aunque no quisieran –no quisiéramos reconocerlo- lo habíamos hecho todas.

Poco a poco fueron llegando las convocadas y al rato cotorreábamos sobre nosotras y nuestras circunstancias, contando chismes y disfrutando de unos años, que aunque perdidos, parecían volver a nosotras con la misma fuerza de entonces.

Yo, que no puedo parar de intentar buscarle los tres pies al gato, decidí ponerme a buscar el lazo que nos unía después de tanto tiempo, o el lugar común de tantas mujeres, o un algo que a todas nos afectara, porque me parecía increíble que tantas vidas distintas pudieran sentarse alrededor de una mesa y charlar durante horas de tantas y tantas cosas como si aquello lo hicieran todas las semanas. Así que, empecé por lo obvio: nuestro estado, nuestra profesión, nuestros hijos, nuestros maridos.

Mayoritariamente casadas. Nueve contra una. De las “parejitas” que se juntaron durante los años escolares –el nuestro era un colegio mixto y extranjero- no quedaba ni rastro, a pesar de que algunas de nosotras habíamos protagonizado sonados romances, sobre todo en los últimos cursos, con nuestros compañeros de clase o de colegio. Todas lo recordábamos con cariño y mucha ternura -¡nuestros primeros “novios”!- pero habíamos encontrado nuestras parejas actuales en otros sitios. ¡El haber visto a “los chicos” en pantalones cortos y con las rodillas sucias parece que no infundiera confianza suficiente para establecer relaciones sólidas y de futuro! Así, que muchas se habían casado con compañeros de facultad.

La gran mayoría había acabado sus estudios universitarios y ejercía su profesión. Algunas habían colgado el título -en la cocina, comentó una- y se dedicaba a “su hogar”. Las que no habían hecho carrera alguna, -cosa nada infrecuente hace 40 años- también trabajaban, porque aunque entonces aún se podía vivir de un sueldo –es decir, de un marido- hoy ya no era posible. Ninguna era exclusivamente “florero” y ninguna era ministro de nada.

Todas, salvo la soltera, teníamos hijos. Eso sí, la edad en la que los tuvimos variaba mucho: las que habían profundizado en sus profesiones, viajando y estudiando por el extranjero, eran las más tardías; las que nos habíamos conformado con lo puesto, las más tempranas.

¿Sería posible, visto lo visto, que la simple convivencia –llamarlo amistad me parece excesivo- de un montón de niños durante los años escolares fuera tan importante, uniera tanto, como para aguantar el paso de los años de forzosa separación y permitir después una reunión tan amistosa de los protagonistas? No había nada más que nos pudiera unir, salvo las rutinas normales y comunes a tantas y tantas mujeres.

Yo no estaba dispuesta a renunciar. Apliqué el oído con conciencia. ¿Se me habría pasado algo? ¿No iba a encontrar esa chispa que de repente salta e ilumina un terreno perdido, un lugar olvidado en nuestras memorias? Y no me fue mal. Un rato después caí en la cuenta de las muchas veces que había oído la expresión ¡lo que se hacía entonces! Se repetía con asiduidad y parecía ser aceptada por todas nosotras como palabra de Dios. Se utilizó para referirnos a haber fraguado nuestros matrimonios en los cinco años posteriores a la salida del colegio; para comentar la juventud con que afrontamos la maternidad; para aceptar cargar con problemas extras debidos a la familia propia o a la política; para asumir la lógica de compaginar trabajo y casa. Y fue, llegadas a este punto y como movidas por un resorte, cuando saltó ese algo que yo buscaba.

Compaginar. Nos sentimos solidariamente unidas por aquella palabra. Todas habíamos apostado por un camino, aceptado comúnmente como el lógico, el habitual o el normal para participar de la vida en sociedad, pero sabiendo que existía el término que sería el que nos diera la única oportunidad existente para ganar. Para no hundirnos en modelos anteriores, para aplicar lo aprendido en los últimos años, para salir de un papel tradicionalmente aceptado para las mujeres sin renunciar, por lo menos en lo más evidente, a una vida nueva, a un panorama mucho más rico. Era la palabra mágica, que al fin había entrado en el diccionario de la mujer, que unía un mundo existente, del que se quería salir, con uno nuevo que nos esperaba fuera: el del trabajo, el de la profesión. La panacea. La que no se apuntaba a “compaginar”, lo hacía a otro verbo, igualmente unificador, y también de mucho renombre: “renunciar”. Sin embargo, ambos estilos no se excluían, sino por el contrario, se complementaban. Se compaginaba la vida familiar con la profesional, renunciando a los extremos: no se podían tener muchos hijos y no se podía aspirar a grandes puestos profesionales. (Salvo honrosas excepciones, que salen de vez en cuando en los medios de comunicación y, evidentemente, por ser aún algo exótico: no he visto todavía a ningún gran tarantantán masculino, salir en las revistas, contándole a su público como hace para bañar a los niños antes del consejo de administración, o cómo tiene la casa de limpia sin perderse ni una sola reunión de negocios en cualquier parte del mundo).

En la solidez del nexo renunciar-compaginar se apoyaban nuestra vidas de mujeres adultas. En ese binomio fantástico estaba la fuerza que mantenía nuestras familias, nuestras profesiones y trabajos, nuestros matrimonios y a nuestros hijos. Gracias al equilibrio que hacíamos con los dos términos permitíamos medrar a nuestros maridos, crecer a nuestros hijos, morirse a nuestros padres, obtener beneficios a nuestras empresas, sentirnos felices “por poder”. No por tener/obtener el Poder con mayúsculas. Sino por “poder” salir de nuestras casas a participar del mundo. Por “poder” estudiar y ser más cultas. Por “poder” desarrollar nuestras muchas capacidades. Por “poder” ganar nuestro dinero. Por “poder” no depender de nuestros hombres, de nuestras familias, de nuestros hijos. Por “poder” seguir siendo la columna que sostenía la “empresa familiar”, sin que nos remordiera la conciencia, educada durante siglos para un único fin.

Gracias a “poder compaginar” nos sentimos las descubridoras de la nueva felicidad, esa que hacía esos 40 años nos prometían en las revistas para mujeres, en los foros universitarios o en los países que nos rodeaban. Gracias a “poder compaginar” éramos libres para movernos como peces en un mundo mucho más justo para las mujeres. Seríamos admiradas por nuestros hombres por la capacidad demostrada para no perder comba.

Sin embargo, yo miraba a mis amigas, me miraba a misma y medía en nuestros rostros, en las experiencias que nos contábamos, en las vidas que poníamos sobre la mesa ese grado de felicidad ansiado y no lo veía reflejado por ningún sitio.

¡Caramba!, me dije. Algo falla aquí. Si todas hemos cumplido con esos mandamientos y hemos trabajado en firme para olvidarnos de “la casa y la pata quebrada”, ¿por qué no dábamos la impresión de grandes triunfadoras? ¿Por qué sonaban a cuentos chinos las historias que contábamos? ¿Por qué aquello no era real? ¿Por qué compaginar sonaba en nuestros relatos a verbo menor?

Como no me sé callar hice lo que me pareció más justo: preguntar. ¿Cómo compaginas tu trabajo con tu familia? ¿Qué haces para poder viajar tanto y no tener descuidada tu casa? ¿Cuánto ves a tu marido, tus hijos o tus familiares? ¿Cuánto te cuesta? ¿Cómo puedes? La catarata de soluciones aplicada en las mil versiones de vidas diferentes era de lo más variada. Algunas eran pura ingeniería, otras muy originales. Éramos “master” en sacarle horas al día, doctoradas en equilibrios, increíblemente hábiles en el uso de las dos manos a la vez, expertas medidoras de reacciones, sorteadoras de situaciones de alto riesgo, negociadoras de paz.

Desde las más sofisticadas –tengo una bielorrusa, que me cuida al niño- a las más tradicionales –me lo cuida mi madre-, la paleta de “técnicas” dependía del nivel de ingresos: si se sumaba dos sueldo altos, el asunto se solventaba a golpe de talonario, si se sumaban dos sueldo medios, entraba en escena la ingeniería y sino, cualquier modelo aplicado partía siempre de un esfuerzo descomunal. No me quería meter en comparaciones. No nos podíamos quejar, pues al fin y al cabo, no teníamos acuciantes problemas económicos ni vivíamos en situaciones límite: ninguna refería problemas de marginalidad, de violencia en casa, de hijos drogadictos…

Éramos unas privilegiadas. No podíamos quejarnos de nada. Habíamos tenido la posibilidad de compaginar por un camino elegido y asumíamos nuestra decisión de entonces. ¿Compensa?, me preguntaba y pregunté en alto. Sonó un sí. Primero con convencimiento, luego con matices. Aunque en general lo volveríamos a hacer, la queja se extendía hacia las mitades masculinas de nuestras vidas: maridos que no acaban de entrar por el aro, jefes que pagan por ser mujer, pero le exigen lo que a un hombre. Incluso se hablaba de posibilidades: apoyos estatales aquí y allá. Más educación. Ayuda. ¡Esto es muy cansado!

Si. ¡Yo no sé cómo lo aguantamos!, nos decíamos unas a otras. ¿Cómo?, se oyó en un extremo de la mesa. ¿Cómo? Yo, desde luego, con Lexatín. Y con aquella palabra, se levantó un coro de voces al unísono: ¡Y yo!

Ya ves, me dije yo, tú buscando teorías de comportamiento, lazos de unión, experiencias comunes, sensibilidades similares. ¡Qué equivocada estás! Lo que nos une, lo que une a tantas mujeres, empezando por nosotras mismas, es el Lexatín. No necesita más explicaciones.

Desde aquella gloriosa primera reunión, el “Club del Lexatín” se reúne puntualmente el primer lunes de cada mes en el mismo sitio. La que puede, acude. La que no, no necesita disculparse.

 

TORNAS

Cuando se habla de los avances que se han hecho para conseguir la plena igualdad de hombres y de mujeres, yo siempre digo que casi todo es mentira. No es que lo sepa a ciencia cierta: no manejo estadísticas, pero me muevo todos los días por dos mundos femeninos tan distintos que, por lo menos, creo que puedo arriesgarme a decir que esta afirmación mía, está basaba en la duda de las diferencias que saltan a la vista.

Por la mañana, y de lunes a viernes, me muevo en el “plano” de las grandes empresas. El mundo laboral de los horarios infinitos, los sueldos escasos, las malas jugadas de los jefes, las carreras a pelo para llegar a casa a tiempo de ver a tu hijo un rato más largo para que no te pase después eso de encontrarte con un señor por el pasillo y descubrir que creció demasiado deprisa y no te enteraste.

Los fines de semana y los periodos de obligado “descanso”, también conocidos por “paro”, en un pueblo pequeño de la sierra donde por romanticismo vivo todo el año, con sus amas de casa de compra diaria, sus cursos para mujeres –de corte y confección, de “patchwork”, de modelado, de punto de cruz, de trabajos manuales,…- sus tardes de clase de gimnasia de mantenimiento -¡desde que voy a clase he engordado!, dice una compañera de fatigas, sin acordarse de la docenita de ricas magdalenas con la que engañan el hambre tras los ejercicios-, y sus chicas jóvenes peleando por avanzar contra viento y marea.

Todo ello a grandes rasgos. Todo ello son diferencias de calibre grueso. No nos vamos a meter en matices o detalles. Para ser justas, digamos que es un proceso en pleno desarrollo, que unos verán más avanzado que otros: según desde donde se pongan a mirarlo.

A la hora de mirar, yo tengo una ventaja. Oteo desde un punto bastante centrado entre una y otra posición. Puedo comparar mejor porque conozco mejor, veo mejor, participo más de las rutinas de estos dos bloques o tipos gruesos de mujeres. Sé, que unas y otras no son iguales.

Sin embargo, tengo que reconocer, que a pesar de ser proclive a pensar que las cosas debían ir más deprisa, que no se ha avanzado todo lo que se debiera, que faltan muchas oportunidades y mucha formación aun entre las mujeres, ya hay camino sobre el que avanzar con seguridad y con fuerza.

Hace un par de día nos tuvimos que quedar hasta bien entrada la tarde en la oficina por asuntos de trabajo. Teníamos un acto muy importante para nosotras y queríamos que no nos quedaran cabos sueltos y que todos los detalles estuvieran cuidados. Nosotras somos cuatro mujeres. Nos habíamos metido las cuatro en uno de nuestros despachos y teníamos desplegado por las mesas, los sillones e incluso el suelo, todo el material que necesitábamos: listados, sobres, invitaciones, regalos, papeles,.. ¡una barbaridad! El teléfono sonaba sin parar, del perchero colgaban trajes y chales, el correo electrónico pitaba cada dos minutos: estábamos como unas posesas cuadrando aquel evento con uñas y dientes.

En eso, oímos que sonaba el ascensor y sentimos el tintineo del carrito lleno de útiles de la mujer que limpia la oficina por las noches cuando ya nos hemos marchado.

-¡Se va a asustar cuando vea todo esto! , comentó una.
-Si, habrá que decir que no lo toque, si no acabamos esta noche, porque ahora que lo tenemos todo aquí no lo vamos a mover, apostilló otra.
-¡Nos va a odiar!, exclamó una tercera.

Me puse de pie para ir a avisar y al abrir la puerta me di de bruces con el carrito. Pero no con la mujer de la limpieza. El carrito lo empujaban dos chicos jóvenes, uno de ellos, con su pelo cortado de extraña manera a modo de escultura y su pendiente en la oreja. Dos chicos de hoy.

-Perdón. Íbamos a limpiar el despacho, -me dijo uno de ellos muy serio- pero vamos a ir aseando otros y así esperamos a que ustedes terminen. ¡Si les parece, claro!
-Si, claro, claro. Como queráis, balbucí.

Cerré la puerta y me quedé allí apoyada, pensando en aquello. ¿Han cambiado o no han cambiado las cosas? ¿No era aquello un vuelco absoluto en nuestros papeles tradicionales? Antes eran los hombres los que ocupaban las oficinas con sus largas jornadas laborales, sus teléfonos sonando y sus despachos convertidos en leoneras. Y las mujeres, sin estudios, sin preparación alguna, las que se ocupaban de limpiar, ocultas en las sombras de las noches, las papeleras rebosantes de los ejecutivos o sus despachos machacados tras arduas batallas empresariales. Sin embargo, allí estaban dos jóvenes caballeros, fregona en mano, dispuestos a dejar como los chorros de oro aquel despacho que nosotras, cuatro mujeres hechas y derechas, cultas, preparadas y profesionales, estábamos dejando como un muladar.

-¿Qué haces ahí parada? ¿En qué estás pensando con esa cara? ¡Vamos, que no acabamos!
-…Mmmm ¡perdón! Pensaba en lo que han cambiado las tornas…
-¿Tornas?
-Cambiarse las tornas: “alterarse las circunstancias en sentido contrario al que tenían”.
-¡Tu estás loca!

PRISAS

Yo no sé, cómo se las apañarán otras mujeres por las mañanas, pero a mí, salir de casa para ir a trabajar dejando todo listo y preparado para el regreso al acabar el día, me parece una carrera de 400 metros vallas y fosos. No me puedo quejar en cuanto a horario, pues en mi oficina “gozamos” de horario flexible, lo que nos permite una variación a la hora de entrar –proporcional a la de salir- bastante llevadera. Es decir, no es aún de madrugada cuando ataca el despertador.

Pero, como no tengo ni doncella, ni ayuda de cámara, ni cocinera, ni mayordomo, me levanto con tiempo para dejar las labores cotidianas de limpieza y orden lo más avanzadas posibles. ¡Me resulta muy deprimente volver a casa después de trabajar y encontrarme la cama sin hacer y la taza con restillos de café y migas encima de la mesa de la cocina! Así que para darme ese “capricho” procuro dejar la casa, no en perfecto estado de revista, que no hay tiempo, pero sí medianamente decente.

Primero se hace la cama en condiciones. Todos. Incluidos mis hijos. Tampoco tiene mayor misterio quitar el edredón, guardarlo en el cajón y tirar una colcha encima del colchón. Antes tenían sábanas y mantas y, evidentemente, no la hacían, la estiraban, con el consiguiente montoncito que les delataba: o se habían dejado un calcetín o se les había olvidado sacar el pijama.

Luego, desayunamos y ellos, tras dejar la taza y el plato en el lavavajillas, se marchan a sus clases. Así que para mí empieza la carrera contra el reloj. Quiero darle el “toque” a la casa antes de marcharme. No se trata tampoco de pasar la aspiradora por todos los rincones, quitar el polvo hasta el último de los estantes, ni de pulir los cristales.

Pero son algunos detalles que sumados ocupan ese tiempo de manera que siempre es poco: recoger la ropa sucia que desborda el cesto y poner la lavadora, quitar los periódicos del día anterior que se han quedado encima de la mesita del cuarto de estar y vaciar los ceniceros para que no huela tanto a tabaco, guardar mantequilla y mermelada en la nevera y recoger los restos del desayuno, ponerle la comida y el agua limpia al perro. ¡Tonterías, claro! Pero que hay que hacer con cierto ritmo.

Suele pasar que este tiempo sea muy justo, de manera que cualquier imprevisto desbarate todo el proceso. Y suele ser que eso suceda el peor de los días posibles. El martes pasado tenía yo una de esas reuniones importantes a las que no queda más remedio que llegar a tiempo. Así que cuando sonó el despertador salté de la cama dispuesta a cumplir cuanto antes con mis obligaciones y ganarle al tiempo algún minuto más para mí, por tranquilidad.

Como un reloj fueron cayendo los deberes: cama, hecha; desayuno, recogido; lavadora, puesta; cuarto de estar, en orden; perro, servido. Inicio el camino a la ducha cuando, rrriiinnngggg, el teléfono. Bueno, no hay que preocuparse, será cualquier cosa. Si. Uno que se ha olvidado las llaves de casa encima de su mesa. Bien, se las dejaré al portero cuando me marche para que luego pueda entrar.

Vuelvo al baño. Abro el grifo. No sale el agua caliente. ¿Se habrá acabado el gas? Albornoz y vuelta a la cocina. Efectivamente, hay que cambiar la bombona. Quito la vieja, acarreo la nueva, engancho, pruebo. Funciona. ¡Menos mal! Me vuelvo a meter en el baño. Me ducho. Cuando me voy a vestir, unos minutos de dudas. ¿Qué me pongo? Hace calor pero no me parece propio asistir a una reunión con una camisetina de tirantes. Pruebo varias blusas. Me empiezo a poner nerviosa y así, nada sienta bien. ¡Un vestido! Es lo ideal, te lo metes por la cabeza y ya está. ¿El rojo? No, me parece que huele a tabaco. No he debido de sacarlo a la terraza a que “se ventilara”. ¿El amarillo? No, me parece excesivo. ¡Dios mío, el tiempo! Hala, el traje de chaqueta de siempre, que tiene la manga corta y es discretito. ¡Y para esto, media hora más!

¡Aún me tengo que pintar el ojo! ¡Y quitarme las ojeras! Brochazo aquí, “rimmel” allá. ¡Peinarme! No. Mejor cojo un cepillo y me peino en el coche. ¡No me puedo olvidar del móvil! Me lo dejo en casa la mitad de los días enchufado al cargador, donde pasa las noches. Y luego me quedo desconectada y en los días largos, como el que se prevé para hoy, es imprescindible para estar en casa “sin estarlo”. Me faltan el bolso y los papeles. ¡Ah, y los zapatos! Como son de tacón, no me los pongo hasta que no llego, porque para conducir prefiero un zapato plano. Me pongo unas alpargatas muy prácticas y salgo “a escape” a coger el ascensor. ¡Voy muy mal de tiempo!

Y aún tengo que parar en casa del portero a dejar las llaves. Toco el timbre y espero un buen rato. Bienve, la mujer del portero es ya algo mayor y está un poco gorda. Tarda en abrir. Se las doy intentando dar una explicación corta, pero no es posible. Nos conoce hace muchos años y no me deja marchar hasta que le doy todo tipo de detalles.

¡Qué no llego! Salgo a la calle, corro hacia el coche. Hoy no me pararé a comprar el periódico, me digo. Pero tengo el coche aparcado más allá del quiosco y Jóse, mi proveedor de prensa, no me deja continuar sin venderme el ejemplar del día. ¡Voy echando el bofe! ¡Sólo me faltaba que la grúa se hubiera llevado mi coche! Pero no, esta vez estaba bien aparcado. Suelto el periódico y los zapatos encima del techo, porque con tantas cosas en la mano no puedo abrir la puerta.

¡Por fin arranco! No me preocupa el tráfico porque ya ha pasado la hora punta y voy en dirección contraria a la de la “masa”. Ni aparcar, porque tengo claro, que con lo “justita” que voy, no me queda más remedio que meterme en un aparcamiento.

Atravieso Madrid a toda velocidad y entro en el edificio del aparcamiento como si fuera “Fittipaldi”. Apago, me miro en el espejo para ver si el maquillaje está aceptable, me pongo un poco de perfume y saco el cepillo del bolso para darme un buen cepillado. Me bajo del coche, echo la cabeza hacia abajo, para cepillar de abajo arriba, que da mucho volumen al pelo y cuando miro hacia abajo y me fijo en mis pies….. ¡Voy en zapatillas!

 

RECICLADO

El trabajo, muchas veces, me obliga a viajar. Una de esas veces, me tocó Suiza y una helada tarde de enero aterricé en Zurich. Más exactamente en Kloten, que es el pueblo de Barajas pero en suizo, que siempre es mucho más elegante. Aunque, como en Barajas, ni hay museos, ni cines, ni siquiera tiendas cuyos escaparates tengan algo que mostrar. No hay más solución, que armarse con algún libro y encerrarse en el hotel, pues, por otro lado, en Kloten-Barajas tampoco la vida nocturna oferta grandes planes interesantes. Así que me metí en el hotel,-típico hotel anodino de “pasar la noche”-, dispuesta a quemar las últimas horas del día, cansada y con ganas de acostarme.

Camisón en mano, me dispuse a hacer mis abluciones diarias. El cuarto de baño, minúsculo, era un compendio de virtudes suizas. No le faltaba detalle. Sólo la gracia. No había ningún lujo para no desentonar. Funcionalidad, modernidad palpable, europeísmo. El vasito para lavarse los dientes, desinfectado. Las toallas, blancas y radiantes, como las novias. Vírgenes y mártires. Duele ensuciar la inmaculada palidez de la felpa con manchurrones y churretes al secarse las manos. Los azulejos, estaban ordenados con tanta exactitud, que yo creo que incluso habían medido hasta los milímetros de separación entre ellos y no se habían equivocado ni en medio milímetro al unir unos con otros. Ni uno fuera de la línea, ni un borde, ni un corte mal hecho. Ni una arista o esquina tiene rastro alguno de tierra. ¡Perfecto!

De repente algo me saltó a la vista. Algo, que no podía faltar en una sociedad tan avanzada y que ya es parte de nuestra vida cotidiana, pero que, no se porqué subconsciente convicción, no esperaría nunca encontrar en un cuarto de baño. Papel reciclado. ¡El rollo, inevitable rollo de papel, que limpia nuestras miserias, era de papel reciclado! Un arbolito verde lo recordaba cada medio metro. Tiré y tiré. No me lo podía creer, pero así era. ¡Dios mío! ¿Cómo utilizar para semejantes menesteres, lo que pudo ser una letra impagada, un expediente maldito, una declaración de Hacienda,… ¡una carta de amor!…?

Incapaz de utilizarlo, me metí en la cama. ¡Tenía la angustia del progreso instalada en la garganta! Me asaltaban sentimientos contradictorios. Por un lado la lógica. Si era una cuestión de ecología lo más normal era, que también ese papel fuera reciclado. Es más, era lo ideal, ¡pues para el uso que se le iba a dar no se iba uno a gastar los cuartos en papel “cuché”! Pero por otro lado, yo tenía un problema. El eterno dilema del ¿de dónde venimos? y ¿a dónde vamos? Resolverlo, no lo resolví, pero algo si aprendí aquella noche.

Entendí, en su amplio sentido, el término EFIMERO.

MI EMPRESA

El nuestro es un mundo “globalizado”. Ya nada es local, ni vale, si no tiene proyección fuera de nuestras fronteras. Son los mandamientos de la nueva economía: todo lo que rodea a esta ciencia, sus leyes y fines son nuestra Biblia actual. Y su aplicación es absoluta. Se mete en todos y cada uno de los modelos anteriores y los reforma. Repta por las antiguas estructuras, que dejan de tener su forma acostumbrada y, aunque mantengan el nombre de siempre, parecen otras y se comportan de distinta manera.

Ya nada se mueve sin que se le apliquen criterios de empresa. Nada. Ni una tienda de coloniales, ni una peluquería de barrio, ni una tienda de cromos, tebeos o cambios de revistas. No se salva nada. Ni la familia.

En nuestras familias de ahora hemos cambiado al amo y señor, por un director general o presidente, que aunque no es mal puesto, no deja de estar sometido a consejo de administración. El padre de hoy suele decidir las grandes líneas de la empresa familiar –la macroeconomía-, pero tiene que presentar los detalles –microeconomía- a consenso y luego hay que aprobarlos.

La madre es, evidentemente, el consejero delegado, que lleva el día a día o la agenda, que es como se llama ahora, y ejerce las funciones, además, de tesorero. Cada uno de los hijos de esta empresa tiene un puesto en la mesa del consejo. Todos con voz, voto y veto.

Las decisiones que afectan a la “empresa” se toman por consenso, tras pasar cada proyecto por un análisis pormenorizado. Se estudia su viabilidad económica, sus posibles beneficios; se calibra si merece la pena, y, en caso de pérdida estimada, aceptarlo por otros motivos, como pudieran ser por prestigio, por relaciones públicas o como gasto de representación.

Salvo en las reuniones del consejo, que pueden ser de una vez al mes, o de una cada siete meses, los distintos consejeros no se ven habitualmente. Cada uno de ellos llevará el horario que rija en su sucursal y entrarán y saldrán de su “oficina” según la previsiones de trabajo: durante el invierno sujetos a las variaciones escolásticas o universitarias; durante los fines de semana según si tienen misión discoteca o misión diplomática frente a su santo contrario; en época de vacaciones, cumplidos algunos trámites de dirección, según donde haya más “negocio”: en la playa de Mallorca, en el cortijo sevillano o en las sierras y montañas.

Ya no cobran “la paga” el fin de semana: ahora se llama sueldo y es mensual. Y tiene “bufandas”: por aprobar el curso, cae la moto. Tras la recolección de calabazas en junio, salvar la situación en septiembre, se llama regalar un móvil. El cate en inglés conlleva un mes in Irlanda. Todo sin IVA. Además está sujeto a convenio colectivo: subida anual en función del INN (índice de nuevas necesidades), aumento de los días de vacaciones lejos de la presencia de la presidencia, disminución periódica de las obligaciones caseras, etc., etc.

La empresa no cierra nunca. Y está siempre “al loro” de posibles “nichos de mercado” por explorar: si un miembro del consejo de administración coge una hepatitis, pondrá a su disposición sus expertos en enfermería y le apoyará en la prospección de “formas de entretenerse” durante los meses de convalecencia. Si un miembro, trasladado a otra empresa debido a una “joint venture”, ha dado a luz y necesita del consejero delegado, se dispondrán las medidas necesarias para el asesoramiento en las cuestiones pertinentes a fin de salir también airosos en el nuevo camino emprendido.

El presidente, como todos los presidentes de empresas, estará para mantener el nivel económico adecuado y necesario que mantenga a flote su “negocio” y procurará que sus consejeros se sitúen lo más estratégicamente posible dentro del mundo laboral y empresarial que nos rodea, para intentar alianzas beneficiosas para ambas partes.

El consejero delegado controlará en lo posible los gastos y será el responsable de la cuenta de balance de pérdidas y ganancias. Tirando del departamento de “comestibles”, dejando la renovación del de “textiles” para la época de rebajas e invirtiendo en “loterías del estado”, irá ajustando el asunto monetario de manera que el “cash flow” permita algunas alegrías al final de cada ejercicio.

No es difícil hacerse una idea de lo anteriormente expuesto. Pero nada mejor que un ejemplo sencillo que nos permita ver con claridad la práctica diaria del ejercicio empresarial. Al efecto, escogeremos una “empresa” media, con un presidente, un consejero delegado y dos consejeros “de a pie”. Está ubicada en Madrid, cuenta con local propio que permite agrupar bajo un mismo techo todas las “sucursales”. Además, gracias a su política de austeridad, y en vistas a posible o futuras expansiones, posee un pequeño local en una localidad de playa. No tienen más personal que el contratado a tiempo parcial –fijo, discontinuo- para mantener las oficinas limpias a efectos visitas. El local no tiene portero, pero cuenta con perro fiel que hace las funciones de guardia de seguridad, sin cobrar extras, aunque trabaje las 24 horas del día y los 7 días de la semana.

-¡Las vacaciones serán los 30 días de agosto!, dice nuestro director general.

– Bueno, matiza el consejero “hija mayor”, pero de ellos, 15 los pasaré con el consejero “hijo” de la empresa González López, que es mi novio, en el local de la playa de Gandia, que para eso pertenece a nuestra sociedad gestora de patrimonio.

– ¡Un momento!, exclama el consejero “hijo segundo”, tengo previsto celebrar reuniones de trabajo en dicho local con mis “asesores colegiales”, de manera que habrá que ajustar fechas.

– Bien, pues saquemos las agendas. ¿Tiene algo en contra el consejero delegado?

– No, aunque el señor presidente querría también darse una vuelta por el local, porque no lo visita desde agosto del pasado año contable y hay algunas cosas que arreglar.

– Bueno, aceptan los “consejeros hijos”, si es por el bien de la empresa, podemos buscar una “transaccional” y partir el mes en tres.

– Bien. Se acepta la propuesta. Al acabar la reunión se ajustarán las agendas, para que todo transcurra sin rozaduras, ni problemas. Pasemos al siguiente punto de la orden del día: para cenar filetes empanados.

– No. Rotundamente, no. No lo acepto y lo veto. Esta consejera tiene que cuidarse el tipo dada la cercanía del biquini y está a lechuga y agua.

– ¡¡Me niego!! Es inadmisible, se queja el “consejero hijo”, llevamos quince días con sopitas frías, gazpachos y filetes a la plancha y yo creo, que los resultados económico-intelectuales de mi sucursal merecen algo más sólido.

– ¡Haya paz, señores consejeros! Cada sucursal será responsable de sus comidas. La señora consejera tome nota de que la nevera deberá estar surtida con lo necesario para cubrir las necesidades de todas ellas y cada cual actuará en consecuencia

Y, ¡vámonos Maruja, que hoy cenamos fuera! ¡Se levanta la sesión!

EJECUTAS

Amanece una mañana como otra cualquiera. En la agenda del día hay confirmada una comida de trabajo. Me tengo que desplazar a Madrid. Estoy citada a las dos y media en un restaurante japonés. ¡Se han puesto de moda! Además, éste lo acaban de inaugurar y por lo visto está en el candelero. Mucha “gente guapa” de día. Mucha “petarda” de noche. Decido pasarme por la peluquería y tengo que hacer la compra para poder cenar a la vuelta.

El frutero se alegra mucho de verme. Nos contamos unos chistes, me pregunta que donde voy tan temprano -teniendo en cuenta que él abre el local pasadas las diez de la mañana, la pregunta parece un sinsentido-, se admira de “esa vida” que llevo de trabajo en casa pendiente de un ordenador y un teléfono, hablamos de sus hijas -ambas estudian económicas en la universidad en Madrid- y del futuro que se imagina para ellas, de los cambios, de las mujeres en general. Todo, entre medios kilos de zanahorias y un par de pimientos verdes y tres calabacines -¿son para pisto?- , y mucha confianza porque para eso nos conocemos desde que éramos niños.

Entra una nueva clienta, aunque sería más justo decir que entra Fulanita o Menganita, porque allí donde yo vivo, que es un pueblo pequeño, todas y todos tenemos nombre y filiación: no hay desconocidos. Nos preguntamos por las familias respectivas, por lo que vamos a comer, por mil cosas del día a día o de detalles que hacen vida. Y me marcho, porque aún tengo que acercarme a la carnicería y si no, no llego a peinarme.

La carnicería es algo más “dura de pelar” que la frutería. Si tienes mala suerte y te pilla delante una madre de familia numerosa puedes pasarte casi una hora esperando turno. Y en Madrid eso puede ser difícil pero no lo es aquí. Hay varias. Pero sobre todo hay una a la que temo. La del transportista, camionero y hombre de las palas mecánicas: tiene 8 hijos y todos de buen comer para poder trabajar. El trabajo físico exige una alimentación muy diferente de la que podría requerir un oficinista, por ejemplo. Si pide filetes, hay que poner por lo menos 16; si es jamón de York, se corta en lonchas medio kilo; si es carne picada… No hay nadie, porque es pronto aún. Ya me lo había dicho el frutero. Antes de media mañana es raro que salgan las mujeres a la compra. Primero hay que dar los desayunos, llevar a los pequeños, si los hubiera -y los hay- al colegio y arreglar la casa. Después ya se piensa en la comida y por tanto, en la compra. Yo acabo enseguida, no sin antes contestar a algunas inevitables preguntas y dar algunas explicaciones. ¡Aquí no se mueve nadie sin informar al resto!

Hecha la gestión, me voy a la peluquería. Ese sí que es un sitio que está siempre lleno. En los pueblos hay mucha costumbre de ir a peinarse. Y a teñirse y a hacerse las uñas y, sobre todo, a estar acompañadas y a charlar. ¡Hasta hay que pedir hora, como si de un local de lujo de Madrid se tratara! También tenemos nuestras bodas y nuestras fiestas, pero lo normal es que las mujeres se peinen por costumbre. Porque no “me apaño en casa”, que es una expresión muy rotunda.

Está claro, que aquí también me van a preguntar de todo. Así que, antes de nada, hay que dar explicaciones: si, es que hoy tengo una comida en Madrid; si, claro, de trabajo. ¿Por qué no voy a tenerlas a pesar del tipo de ocupación que es la mía? No, no se casa todavía mi sobrina, pero creo que lo hará pronto. ¿Los chicos? Si, ya están muy grandes. El pequeño tiene 18. ¡18! Y me parece estar viéndole de “chiquinín” corriendo por la “Corredera”, plaza principal de mi pueblo. ¿Y qué va a estudiar? ¿Cómo el padre? ¿Ah, no? ¡Pues, que raro!

Luego atacamos el asunto de las vecinas, después el de los maridos de las vecinas, para ponernos en seguida con los hijos de las vecinas, sus estudios, sus novios y sus asuntos particulares. De allí se salta a las revistas del corazón y al cotilleo en general. Para entonces ya he conseguido que me laven y estoy a punto de “poder desaparecer” bajo el ruido infernal de los secadores. ¡Me he librado! Porque lo normal es que yo quede mal cuando inician ese arduo sendero: ni leo las revistas de rigor, ni veo los programas de televisión en que se tratan estos asuntos a fondo. No tengo tema de conversación. Además, nunca me ha gustado leer cuando me están peinando. Me parece una falta de educación frente al peluquero. Yo no digo que tengas que darle conversación por obligación. Es más, lo normal es que no quiera, pero se puede uno estar callado sin problemas.

La peluquera acaba enseguida. No hay mucho que peinar. Pago, saludo a los medios y me voy. Me tengo que vestir con arreglo a la importancia del evento: no es lo mismo salir a la compra en mi pueblo, que a una comida de trabajo en Madrid. Traje de chaqueta, zapato de tacón, bolso y no bolsa, abrigo, chal, pendientes y perfume. Lista. Las llaves del coche y … ¡a otro mundo!

Si, porque yo tengo que cruzar el túnel de Guadarrama para llegar a la capital y ese pedacito de carretera marca la frontera entre dos mundos radicalmente distintos. Opuestos. Diferentes. Dos universos. Dos galaxias. Voy pensando en ello mientras me acerco al centro, al bullicio y al tráfico. No me lo pienso mucho: mejor un aparcamiento, porque en estas callejuelas donde está situado el restaurante no hay nunca sitio.

Aparco, salgo del coche, entro en el restaurante y al hacerlo, cambio el “chip”. Ahora jugamos en otro tablero. Y el juego es distinto. Estoy citada con un caballero y tres mujeres: un empresario, una diseñadora, una experta en marketing y otra en publicidad. De edades entre los 35 y los 45 años. Dos tenemos hijos, una está casada pero no los tiene. Dos son solteros. ¿Qué es innecesario este dato? No. Es importantísimo. El estado civil es fundamental para entender a cada una de nosotras, -de ellos- y a nuestra circunstancia.

Nos saludamos en la barra. Nos conocemos hace tiempo y es bastante casual que coincidamos para una cosa de trabajo, pero tampoco lo es tanto si se tienen en cuenta que son profesiones liberales, más o menos todas en la misma dirección y que pueden complementarse unas con otras. Nos hemos ido conociendo a lo largo de nuestras vidas profesionales y esta puede ser la primera vez que el propio trabajo nos una en un proyecto que exige financiación, publicidad y diseño.

Lo primero son las preguntas habituales: ¿dónde estás ahora?; ¿qué pasó con aquello que estabas intentando la última vez que nos vimos?, ¿qué fue de aquél fulano que nos propuso aquél proyecto tan malo?, ¿has visto la exposición que he montado?, ¿cómo van los negocios? Después algún tímido intento de preguntar por personas no presentes, pero con la debida cautela, no vaya a ser que topemos con alguna sorpresa imprevista: ¿Sigues con Zutana?, ¿qué tal Mengano? Y ya. No conviene seguir. ¿Nos sentamos?

Si, pero falta un comensal. La diseñadora no ha llegado aún. Viene de Milán y aunque ya ha aterrizado en Barajas, hay mucho tráfico. Vamos pidiendo. Ni lentejas, ni entrecote: menudencias japonesas en elegantísimos cuencos y platillos, con sus palillos y su característico colorido y textura.

Llega la diseñadora. Tiene poco tiempo, porque después de comer sale su avión para Lisboa. Venía en un jet privado y se habían ofrecido a llevarla a destino, pero de ninguna manera quería perderse nuestra comida y los primeros pasos de este posible negocio común. Risas. Empezamos a picar como locos en aquellos platos preciosísimos de nombres exóticos. Mientras vamos comentando las líneas del proyecto. ¿Financiación? Para eso está el caballero. Ya tiene cierta experiencia en este tipo de cosas y se maneja bien. ¿Formas? “Milán” saca unos bocetos de la carpeta enorme que trae bajo el brazo. ¿Estrategias? “Marketing” ha hecho un estudio de mercado, ha buscado nichos, posibilidades, oportunidades. Suena un móvil. “Milán” contesta en italiano. ¿Publicidad? Sin problemas: entre las habilidades de la una y las de la otra, campaña en regla. Vuelve a sonar otro móvil: contesto en alemán. El camarero se acerca a preguntar si los rollitos que hemos pedido son japoneses o vietnamitas. Vietnamitas. Suena de nuevo el móvil: una amistad que se ha enterado que estamos allí -de aquelarre, dice- y que viene. Al café.

La charla discurre amena, electrizante, movida, alterada, interrumpida, divertida, escandalosa, acompañada. Pero sin perder de vista, ni un segundo, el proyecto que hemos venido a discutir. Entre crédito y euros, exposiciones o libros. Entre colores y formas, viajes y moda. Entre campaña de radio y campaña digitales, internet, apps, blogs webs, nuevas amistades y grandes conocimientos.

Lo que no hay entre cálculos y presupuestos, es ni una zanahoria ni un puerro; ni un hijo de vecino, ni un hijo propio. Ni una nota personal, salvo honrosa excepción, y debido a los muchos años de amistad entre alguna de las cinco personas presentes. “Marketing” ha hecho un intento de loar las maravillas de la maternidad a edad madura, sin éxito. A los solteros y a la sin hijos, sólo les gustan los niños entre pan y pan. “Milán” acepta llevar al cine a algún sobrino, aunque sólo de vez en cuando y por ser Navidad, por poner un ejemplo. Yo me abstengo de opinar, porque los míos ya no son tan niños y además, el dar fe de la edad está mal visto. Si reconoces tener hijos mayores, reconoces tener una cierta pila de años, y los años no son valores en alza en estas reuniones. A pesar de ser todos más o menos de la misma quinta se trata de parecer de generaciones posteriores. Es más, se hace alarde de tallaje, de conocimiento del mundo juvenil, de su moda, su cultura, su música o sus aficiones.

Suena de nuevo un móvil: “Publicidad” no se puede quedar más tiempo porque hace mucha falta en su oficina. Da unas cuantas órdenes por teléfono, suelta un par de venablos y otro de gritos y cuelga el móvil, protestando. ¡Ni un momento de paz, tiene! Aprovechamos todos para empezar a marcharnos. Apuramos los cafés, intercambiamos algunos números “fetenes” para encontrarnos a cualquier hora del día, la noche o el fin de semana, nos damos miles de besos, de abrazos y de achuchones, nos llamamos “reinas”, “bonitas” y “cariño” y “quedamos”. Tal cual. También, “nos llamamos”, o “nos vemos”. Ya se verá el resto de detalles.

Vuelvo al aparcamiento y a mi coche. Me quito el abrigo, suelto el bolso, el chal, incluso los tacones para conducir con comodidad. Y enfilo la carretera de la sierra. Pongo música y dejo que todo lo vivido me vuele por la cabeza, salte dentro de la mente y me provoque el análisis. No hace falta un esfuerzo excesivo. Cuando pase el túnel, cambiaré el “chip” de nuevo y me meteré en ese otro mundo que está detrás de la montaña y que no tiene nada que ver con éste.

¿Qué planeta será mayor? ¿Cuánto tiempo convivirán? ¿Nos damos cuenta de que convivimos bajo un mismo cielo estrellado dos posturas tan diferentes ante la misma vida? ¿Qué sabemos los unos de los otros? ¿Acaso, sabemos que existimos?

EL FONDO DE LA NEVERA

De niños, en el colegio, aprendemos muchas materias interesantes que luego nos han de servir a lo largo de nuestra vida de utilidad. Lo normal es que algunas asignaturas nos gusten más que otras y que por ello, pongamos más atención a algunas explicaciones que a otras. Se suele decir que, las niñas ponen más atención en las asignaturas de “sociales”, como se llama ahora a la literatura, la historia o el arte, y que los niños, prefieren las “naturales”, es decir, las ciencias, la física, la química o las matemáticas.

Dejando de lado el asunto de la “diferencia intelectual” de los sexos, que me parece una estupidez sobrevenida para justificar lo injustificable, yo creo que no es cierto que se ponga una atención distinta. Directamente, los niños no ponen atención alguna. En todo caso, siguen alguna lección perdida porque les guste más el tema del día o porque tengan más o menos curiosidad en una materia determinada: ponen mil veces más oídos a cualquier asunto relacionado con la sexualidad –humana o animal- que al candente tema del giroscopio o la aleación de los metales.

Entre las materias que menos atraen a los niños y a las niñas, indudablemente, están las matemáticas. Entre lo poco salerosas que son, la poca “paja” que admiten a la hora de desarrollar un problema en un examen y la aridez de las líneas rectas y los ángulos, gozan de muy pocas simpatías entre el respetable. Además, pocos profesores consiguen “envolverlas” de manera, que al menos, no asusten antes de tener que enfrentarse a ellas.

Y esa poca atención que ponemos de niños hace que cuando se consiguen aprobar, sea por los pelos y sin haber ahondado en sus muchas posibilidades y misterios. Y eso lo arrastraremos toda la vida. Esa poca “profundidad” será para siempre una tara en nuestro desarrollo intelectual.

No lo digo a la ligera. Las matemáticas son la base para entender el mundo en que nos movemos: la naturaleza y sus formas son matemáticas, el pensamiento es matemático, la lógica es matemática. Y como la gran mayoría se ha quedado anclada en la simple suma y, como mucho, sabe hallar un área o calcular malamente un porcentaje, no está capacitada para entender las estructuras y las formas que nos rodean.

Esta atrofia matemática es la base que me ayuda a explicar algunos comportamientos que me chocan y no puedo entender. Por ejemplo: ¿qué sabemos acerca de volúmenes y planos? ¿Sabemos lo que es cada cosa con claridad? En concreto, ¿sabemos diferenciar a simple vista un objeto plano de uno voluminoso –que no grueso-?

Todos dirían que sí, claro, eso es muy simple. Bueno, pues yo no tengo tan claro que así sea. Y para demostrarlo, vamos a cambiar el enunciado de la pregunta que nos acabamos de hacer poniendo en el lugar de “objeto” un sustantivo que nos acerque a la realidad de cada día: una nevera.

¿Sabemos diferenciar a simple vista si la nevera es plana o tiene volumen, -no, si es grande o pequeña-?

¡Está “chupao”! Contestaría mi hijo y cualquier otro hijo al que se le hiciera la misma pregunta. ¿Estás tonta o te falta un tornillo?, preguntaría tu marido si le incluyes en la prueba. Y el niño te dirá que no es plana y tu marido te mirará de reojillo, temiéndose lo peor. Bueno, pues aunque sea cierto que la nevera tiene volumen y que ellos lo sepan con tanta contundencia, la verdad, por encima de todo es que creen que es plana.

Si. Para ellos es tan plana como una bandeja. Y para demostrarlo, no hay más que hacer una sencilla comprobación: si les pides, con cierta distancia entre petición y petición, que guarden en la nevera, sucesivamente, la leche, la mantequilla, un bote de mermelada, una docena de huevos, una lechuga, una caja de plástico con arroz blanco o una fiambrera y luego te asomas a ver cómo lo han hecho, te darás cuenta, de que lo han colocado allí adentro como si la nevera no tuviera volumen suficiente para guardarlo: estará todo apiladito, apretadito y mal sujeto en la parte más externa de los estantes.

“Sus” neveras no tienen fondo. Son absolutamente incapaces de utilizar esa parte de atrás, ese volumen del aparato, para colocar las cosas en orden. En “sus” neveras no hay espacio, sólo una estrecha franja en donde malamente se pueden guardar tantas cosas sin peligro de que se caigan.

Es decir, si las matemáticas hubieran calado en sus cerebros, sabrían que tienen a su disposición un espacio alto y ancho, además de largo, donde almacenar con facilidad lo que llevan en las manos. Pero su ignorancia es tal, que cuando abren la puerta del electrodoméstico, se piensan que están ante una bandeja, donde realmente, sí que es difícil guardar tanta cosa.

Porque lo que yo no podría creerme, sin esta explicación, es que mis hijos, mi marido, los hijos de los demás o los maridos ajenos son tontos del bote o lo hacen a mala idea, para que sea siempre a mí a la que se le estalle la botella de leche al abrir la puerta de la nevera.

¡Ni está chupao, ni estoy tonta, ni me falta un tornillo!

ANUNCIOS

Por las mañanas, camino del trabajo, voy oyendo la radio todos los días. Por las noticias y por ir escuchando algo que me entretenga y me impida quedarme dormida al volante.

Yo me he aficionado a un programa de noticias,  en el que  para hacerlo más ameno, van saltando de la cruda realidad de una guerra a los consejos de cocina, la limpieza de las manchas rebeldes o los goles de la jornada. Y evidentemente también, de anuncio en anuncio. Desde hace un tiempo, a base de oír los mismos anuncios una y otra vez, he decidido poner algo de atención y fijarme en lo que ofrecen, en la cadencia con la que aparecen, en las formas. En esos detalles que tanto estudian los publicitarios para llegar antes al público oyente y convencernos de la bondad de su producto. En esta cadena el anunciante es bastante fiel, aunque va variando “el papel” en el que envuelve su mensaje. Así, poniendo más atención de la habitual todos los días he aprendido algunas cosas en estos últimos meses.

Lo primero, que la cultura es una mercancía como otra cualquiera a la hora de vender, y no precisamente mal, pues la mayoría de los anuncios ofertan libros, cursos o vídeos. La misma garantía de calidad y el mismo teléfono de contacto, pero… unas veces Ramírez salva a su jefe porque gracias al maravilloso curso que promocionan, sabe todo sobre el IVA y los diferentes tipos impositivos canarios; otras es uno, que gracias al facilísimo método para aprender inglés en menos que canta un gallo, entiende las explicaciones en enrevesado inglés comercial de un representante extranjero ante el asombro de un colega, que dada su edad, dice no estar en condiciones de aprender el idioma, a pesar de insinuarse por el horizonte una amenazante reestructuración de su empresa.

La industria farmacéutica tiene un digno representante en “el marido de Alicia”, desgraciado ser que, sintiéndose enfermo en plena comida familiar de estupendo asado y riquísima tarta, jaleada por comensales y por mellizos que la loan al unísono, llama desesperadamente a su mujer. Por el tono dramático de su quejido pareciera que está al borde del infarto. Pero no. Reclama ser consolado en el amargo trance previo al estornudo que a esas alturas le cosquillea en la nariz. Por supuesto, más que estornudar, parece que truena. ¡Se anuncia el resfriado! Sin problemas. Para eso está el milagroso medicamento que se oferta y que hará desaparecer el malestar como por arte de magia. ¡Patético caballero éste que reclama a su mujer para que le proteja ante un vulgar “atchís” que más parece un ataque de bilis! ¿No habrá otra forma de loar las bondades de un anticatarral? Con este anuncio quedan los hombres de idiotas y las mujeres de lo de siempre aunque con la variante farmacéutica: “de pañuelo”, en vez de “paño de lágrimas”. ¡Deleznable!

¡Si leyéramos más! Se nos curarían algunos de estos males heredados de modelos educativos y estereotipos que nos rodean. Pero aquí no leemos lo que debiéramos: algunos ni un libro al año. Así que comprendo que haya que romperse la cabeza para buscar la mejor manera de endosarnos un par de títulos a cada uno. Claro, que no sé si lo que proponen sirve. Escucho con atención la conversación entre un mayordomo -¡figura obsoleta donde las haya!- y su señor acerca de la biblioteca del primero. El escenario y los personajes son ya el preludio de una mala comedia de casposa desigualdad social, no sé si para que “los señores” se bajen de su pedestal y se compren un libro en el quiosco o si, por el contrario, es para que “los mayordomos” se culturicen y con ello se pongan al nivel de sus “señores”. ¿Qué me quieren decir estos anunciantes? Supongo que el mensaje debería ser: lee y estudia para llegar más lejos, pero la forma escogida me lleva a otras conclusiones. Por ejemplo, que el libro es tan barato que hasta lo puede comprar un vulgar empleado. ¡Terrorífico!

Es muy frecuente que utilizan el gancho sexual, para ver si picamos. Una perla. Un caballero acude al médico, psiquiatra o psicólogo, a quejarse de lo vacía que es su vida, aunque no sabe bien porqué pues tiene todo lo necesario para ser feliz: se enamoró de su “santa” por su delantera, se casó de penalti y es aficionado al fútbol. ¿Qué más puede desear? Yo, por más vueltas que le doy, no consigo llegar a entender qué se esconde detrás de este planteamiento. ¿Qué te quejas de vicio, qué tienes todo aquello a lo que se puede aspirar? Porque la solución para salir de la depresión es: ¡cómprese un libro! ¿Están seguros? ¿No será que lo que quieren es no vender ni uno y que el público prefiera la delantera y el penalti? ¡Aberrante!

En otro mensaje, nos cuentan la historia de una dama que se va a Suiza “ligera de equipaje”. Va de compras -¿Suiza? ¿Compras?- y para eso lo mejor es no llevar nada. Ella incluso, vuela ¡en cueros! Si. Al creativo de turno se le ha ocurrido tentarnos de forma tan zafia para que sigamos escuchando y nos enteremos de las ventajas que ofrece la compañía. El precio es de saldillo, te dicen, hay que llevar dinerito fresco para las compras, pero…. No por ello vamos a renunciar a la categoría que nos corresponde. ¡Nos llevan en asientos de cuero que da mucha prestancia! ¿Gaste con moderación? ¿Aparente que tiene poderío económico? ¿Créase un exclusivo ejecutivo? Será. A pesar de lo vulgarcito y poco elegante que resulta su publicidad.

Y, ahora que ya nos hemos concienciado que el alcohol es una droga dura de efectos contundentes, un anunciante de licor nos conmina a beber su producto “cada día” porque nos lo merecemos. Dice que es para alegrarnos justo “eso”:“lo de todos los días” que ser, por lo que se ve, bastante crudo si del asunto necesita. ¿Se referirá a la vida rutinaria o a la familia o al trabajo? ¿Será el matrimonio a lo que alude? ¿Será a su mujer, a su marido, a sus hijos? ¿Será lo normal en toda persona que viva de su salario, su trabajo o su lo que sea? ¿Será para colocarse? ¿Para evadirse? Fomentemos, pues, el alcoholismo. Eso sí, con disculpa, que parece que así es menos grave.

Yo me pregunto: si los anuncios reflejan el nivel de inteligencia del oyente, ¿somos todos imbéciles? Si reflejan el de los anunciantes, ¿son perversos mentales? Si se trata del de los señores creativos…se me hace muy duro creer que dan ese nivel de incapacidad. ¡Y encima cobrar por ello!

PEQUEÑOS MISTERIOS CASEROS

La naturaleza está llena de grandes y pequeños misterios, que los científicos de unas y otras especialidades se esfuerzan por descubrir y analizar para que el resto de los mortales podamos comprenderlos.

Se habla del misterio de la vida y un sesudo sabio nos explica minuciosamente como aquello, que empezó siendo una culebrilla móvil chocando contra una cosa redonda y latente, acaba convertido en bebé sonrosado y llorón. Dicen que en Marte pudo haber vida y los hombres de ciencia estadounidenses ponen un artefacto sobre su superficie y, además de explicarnos cómo lo han hecho, nos enteramos, de paso, que no hay misteriosos seres marcianos que nos espían, sino rocas.

Claro que estos son grandes misterios de la naturaleza en los que merece la pena pensar, invertir y trabajar para desentrañarlos. En ello nos va la vida. Es muy necesario que sepamos cómo es que la raza humana consiguió evolucionar de la sopa vital primera al avanzado modelo actual.

Sin embargo, hay otros muchos procesos más misteriosos que suceden todos los días y que deben ser imposibles de descifrar, cuando una gran mayoría de la humanidad los desconoce.

Son los misterios caseros.

Un misterio casero de capital dificultad para todos los miembros de la unidad, salvo, generalmente, uno y el mismo, es la reproducción por generación espontánea del rollo de papel higiénico en su soporte. ¿Alguno sabe como sucede? ¿Cómo es posible, que aún cuando somos conscientes de que se ha acabado unos mil millones de veces -la última no fue a mí- siempre ha reaparecido nuevecito y rollizo en su sitio, sin que nadie se hubiera tomado la molestia o el trabajo de quitar del soporte el ya escuálido tubo de cartón?

¿Y el misterioso camino que sigue una camisa sucia desde el suelo del cuarto de baño a la percha del armario? Si preguntas, la última vez que la vieron era un trapo mojado y pringoso al lado del bidet cuando sirvió para recoger alguna inundación imprevista. Sin embargo, si vas al armario ahora, allí está. Reaparece espléndida, limpia, planchada y colgada en su percha como por arte de magia.

Pues no es nada comparado con esos procesos osmóticos que sigue la pastilla de kilo de mantequilla para pasar del paquete a la mantequera de loza, en la que no caben más allá de 150 gramos. Dentro de la nevera, en la oscuridad y con el dulce ronroneo de su motor, el paquete disminuye periódicamente, adelgazando poco a poco mientras la mantequera luce siempre su pedacito preparado para alegrar la tostada del desayuno. ¿Será una relación amorosa cuyas constantes vitales están más allá del conocimiento humano?

El misterio rodea también al emparejamiento de los calcetines. Se sabe muy poco sobre las costumbres del apareamiento de la especie calcetín en cualquiera de sus versiones: negra de caballero, de rombos joven o de colores de niño. En cualquier caso se estudia con ahínco en la Universidad de Peryland, pues a pesar del desconocimiento absoluto del proceso, lo que sí se sabe es que está ligado al asco que produce el desagradable olor que emanan los calcetines unas horas antes del apareamiento, cuando pasan del estado “pedil” al de “invasores” del cesto de la ropa sucia, en su camino hacia la lavadora.

Al acabar este proceso higienizador, comenzaría la búsqueda de pareja, pero al haber perdido su hedor natural, dejan de interesarse los unos por los otros y se hace necesaria la intervención de algún factor, extraño y desconocido, por lo visto, para la gran masa. Actuaría de aglutinador y sería el responsable de encontrar pareja, finalmente, para cada especie, que así podría volver en pareja a su sitio en el correspondiente cajón.

Es muy interesante, también, estudiar a fondo los procesos fagocitadores del cubo de la basura. Hay un primer estadío, aún por aclarar del todo, pero ya en avanzado desarrollo, que es el recubrimiento espontáneo de las paredes de dicho cubo con una fina lámina de plástico poco flexible – se investigan posibles soluciones- llamada “bolsa de la basura”. En principio, este recubrimiento era de papel de periódico pero parece que ha evolucionado en los últimos años, lenta, pero inexorablemente, hacia el plástico. Aunque existen algunos lugares donde aún es posible observar este fenómeno antiguo. El recubrimiento espontáneo arriba mencionado parece ser que no es natural, ni generado fisiológicamente por el cubo y ese es el punto primero que aún está por aclarar. Posteriormente, una vez se ha llenado dicha bolsa o saco con la basura suficiente, -normalmente más de la que cabe y por tanto con serio riesgo de desbordamiento- tiene lugar el proceso de fagocitación, absolutamente desconocido hoy, que suele suceder por la noche y que provoca, no sin cierto malestar, la renovación de la bolsa o saco, que a la mañana siguiente aparece vacía y como nueva. Dispuesta para ser llenada de nuevo.

Otro asunto muy digno de ser analizado a fondo es el del betún y los zapatos. ¿Cómo es posible que un zapato hasta arriba de churretes de barro por la tarde, aparezca brillante e impoluto a la mañana siguiente? Algunos prohombres de la ciencia hablan de una estrecha relación entre un trapo, una bayeta y una misteriosa fuerza limpiadora manual que a altas horas de la noche llevara a cabo un ataque a tres bandas: una primera contra el barro, una segunda untadora de betún y una tercera abrillantadora con bayetas. Pero son sólo teorías y no se ha podido demostrar nada con exactitud. Se insiste pero los prohombres no pueden hacer más de lo que hacen.

Evidentemente, son sólo pequeños ejemplos de misterios caseros sin aclarar por la ciencia. Pero estoy segura que con una pequeña inversión diaria de ironía y elevadas dosis de paciencia, poco a poco los distintos miembros de cada unidad familiar, encabezados por el padre, acabarán conociendo los misterios de esos procesos aún ocultos a sus mentes, pues de todos es sabido que son inteligentes, limpios, serios y estudiosos.