Salamanca: un paseo de buena mañana

 

“-que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado-“

Miguel de Cervantes, “El licenciado Vidriera”

Llegar a Salamanca de noche tiene la ventaja de poder ver iluminada la catedral desde la otra orilla del Tormes antes de cruzar el puente. Lo inmediato es querer parar y no moverse en un buen rato ante la impresionante mole de piedra bordada de las torres y el campanario. Si no has estado nunca, y aunque lo sepas, es difícil distinguir desde la distancia la forma de la catedral que es una curiosa mezcla de dos catedrales unidas, como sucede, en Plasencia. Para verlas no hay más remedio que esperar a que se haga de día, confiar en que no haga frío, y desear una mañana de sol.

A primera hora, con buena temperatura y un día radiante, salí paseando desde el hotel, frente a Fonseca, dejando a la izquierda el Convento de las Agustinas hacia la Plaza Mayor. Y desde allí por la Rúa Mayor a la Catedral, -me queda pendiente una visita a la Casa de las Conchas, la Clerecía y la Universidad Pontificia-. Quería llegar antes de que lo hicieran las manadas de turistas y grupos de escolares al mando de guías y profesores que no dejan disfrutar en paz de los silencios catedralicios, para mí, la mejor manera de ver y entender una catedral. ¿Cómo comprender la paz de un claustro con una profesora dando berridos y explicando el gótico, los arbotantes o capiteles a un puñado de chiquillos que sólo piensan en acabar con el rollo cuanto antes y que no escuchan lo que les dicen? ¿Y cómo imaginar a un monje, un letrado, un seminarista o un teólogo meditando sobre las virtudes de la pureza, la castidad o la pobreza mientras camina por la galería cubierta de un convento sin mojarse y al abrigo del aire serrano, si un grupo de alemanes patea la tarima cual batallón de zapadores marcando el paso de la oca?

Para poder sumergirse en tiempos pasados no sólo hace falta que el decorado sea perfecto: hay que meterse en ambiente y abrir la mente y todos y cada uno de los poros de la piel.

Entré en la catedral por la puerta que da a la plaza de Anaya. Y empecé a recorrerla desde la izquierda. Algunos eruditos en la materia dicen que es el “último suspiro del gótico” porque este estilo agonizaba ya cuando empezó a construirse allá por 1513. Tuvo, como toda obra que tarda siglos en hacerse, varios arquitectos: Gil de Hontañón, Juan de Álava y tres Churrigueras. No tiene retablo en el altar mayor. Se destruyó y no se quiso reconstruir. Pero tiene un magnífico coro, diseñado en 1724 por Joaquín Churriguera y realizado por su hermano Alberto. También tiene dos órganos –como la catedral de Sevilla- uno de ellos, de enorme fama por su sonoridad, es de Pedro de Echevarría, que lo construyó en 1745.

En las naves laterales hay varias capillas: la de San José, la del Santísimo, la del Presidente, la Capilla Dorada… pero, a pesar de las muchas y maravillosas obras que encierran tras sus rejas mi meta era otra.

La última capilla a la derecha de la puerta principal de la catedral –la de la calle Pla y Daniel, ahora- es la que da acceso a la catedral vieja. No había conseguido hasta ahora verla en condiciones, bien porque albergó “Las edades del hombre” cuando fui la primera vez; bien porque estaba siendo restaurada, la segunda.  Esta Catedral Vieja empezó a construirse a finales del siglo XII. Planta, columnas, capiteles y arcos exteriores son de estilo románico. Los interiores y las bóvedas, son góticos. El cambio de estilos está perfectamente marcado: justo en los puntos de arranque de los nervios de las bóvedas. Sobre todo se aprecia en las del crucero. Muy curioso. El retablo lo forman 53 tablas de escenas de la Virgen y de la vida de Jesucristo en el más puro estilo renacentista de la escuela florentina del siglo XV. Una maravilla.

Increíbles también los sepulcros en el brazo derecho del crucero –no hay brazo izquierdo, porque es por ese lado por donde se le adosó la catedral nueva- de diversos personajes bienhechores o benefactores de la catedral, de los siglos XIII al XV, en piedra policromada. Desde allí se accede al claustro. Del original no queda nada más que las paredes de dos galerías. Se cayó a causa del terremoto de 1755, pero queda en la entrada una increíble portada románica que ayuda a hacerse una idea de lo que pudo ser. Desde el centro del patio de este claustro se puede ver, muy de cerca, la torre del gallo y las almenas de la fortaleza salmantina, a cuyos muros se adosó la catedral.

Salí por la puerta principal y bajé hacia la izquierda pasando por delante del museo Unamuno, para rodear las catedrales y visitar la iglesia convento de San Esteban. Cualquier cosa que a uno le cuenten sobre su fachada no tiene nada que ver, seguro, con la realidad: es un inmenso panel de piedra labrado milímetro a milímetro, de estilo plateresco que brilla en mil tonalidades de rojos, ocres y naranjas cuando le da el sol, ya menguante, de la tarde. Por dentro, el retablo de José Churriguera, de inmensas columnas salomónicas esculpidas con montones de pámpanos, impresiona por el trabajo y el tamaño. Pero a mí, más espartana para estas cosas, me gustó más la escalera volada de piedra –llamada de Soto, por el teólogo Domingo de Soto, que la financió- de Fray Martín de Santiago: una obra muy atrevida para la técnica de entonces.

En el museo guardan algunos tesoros de la comunidad: cálices de plata y oro, incensarios, relicarios gigantescos, reclinatorios, casullas bordadas, cruces… Pero estamos en lo de siempre. A mí se me fueron los ojos tras una talla de un Cristo románico de enormes ojos redondos, algo bizcos, y de unos increíbles libros de canto gregoriano para situar en el facistol del coro, que eran una verdadera joya. Pintados a manos con una letra perfecta, en latín, claramente legibles y con unos dibujos en las letras capitales de quitar el hipo. Con tapas de madera forradas en piel y primorosos herrajes. Un festín para la vista.

El convento tiene una maravillosa galería con suelo de tarima de roble que rodea el claustro, por el que me di un par de vueltas tratando de imaginarme a los monjes con sus breviarios o sus libros de oraciones meditando en la paz y en el silencio del lugar sobre el mundo y la carne.

Yo también medité mientras giré en torno al claustro. En aquellos tiempos y en los de ahora. En el poder de la iglesia, de la religión y en la ignorancia de las gentes. Comprendo que alguno levitara. En las horas del día y en lo largas que se harían las tardes de un invierno. Comprendo que el saber es tiempo. En el poco ruido que llega de la calle a pesar de la hora del día. Sólo se oyen las hojas movidas por la brisa del mediodía. Comprendo que el estudio es silencio. En los estudiantes de aquella universidad, de las facultades y la clerecía, empeñados en ir contra corriente, dejándose la vista a la luz de una vela; la salud a fuerza de mal comer y mal dormir y rodeados de miseria. Comprendo que hoy en día nada de esto es posible.

Nuestros licenciados, los salmantinos y los del resto de facultades del país, son de chicha y nabo. Aprobar hoy en día es una filfa. En Salamanca, llegar a licenciado, era un calvario. ¿Sabéis como se alcanzaba el grado?

El aspirante a licenciado, cuando creía reunir los conocimientos suficientes en el arte por el que pretendía licenciarse, acudía a casa del maestrescuela con su padrino para solicitar el grado. Si al maestrescuela le parecía oportuno le emplazaba para una fecha determinada en la capilla de Santa Bárbara, una de las que rodean el claustro de la catedral vieja. La campana grande de la catedral anunciaba la misa de Espíritu Santo. Así Salamanca sabía que estaba preparándose un nuevo licenciado. El día señalado, el examinando asistía a esta misa, que se celebraba entre las 5 y las 6 de la mañana y ofrecía durante la misma dos velas de cera blanca que encendía ante un libro con un estilete de la materia de la que se iba a examinar.

Entraba después en la Capilla con los catedráticos, el maestreescuela y los licenciados de la facultad con derecho a propina, que quisiesen estar presentes. Se escogían dos temas, llamados de 24 horas, pues era el tiempo que tenía el futuro licenciado para prepararlos, y se dejaba al pobre pretendiente encerrado allí mismo para se pusiera a ello. La comida se le servía por el rosetón de la capilla. Pasadas estas 24 horas, entraba de nuevo a la capilla la comitiva examinadora. Los catedráticos y licenciados se sentaban en el banco que la recorre y el maestreescuela en el sillón frailero que la preside. Volteaba un reloj de arena que tenía sobre la mesa y el examinando se ponía a hablar: no menos de una hora, pero tampoco más de dos. Luego se ofrecía un piscolabis, que consistía en un cuarto de libra de dátiles o fruta fresca, media libra de rajadillo de Portugal y vino dulce. Reconfortado el cuerpo, el examinando atacaba el segundo tema según el maestreescuela volteaba de nuevo el reloj de arena.

Acabada esta segunda exposición, se servía la cena. En el siglo XVI, que es cuando se obtenía la licenciatura de esta forma y manera, esta colación era una escudilla blanda, un ave pequeña y fruta del tiempo.

Después se sometía al pobre pretendiente a las preguntas y argumentos de tres catedráticos y de los licenciados anteriores que quisieran. Pasada la media noche, salían todos al claustro y se quedaban en la capilla los catedráticos a deliberar. Si el alumno suspendía, tenía que dejar la ciudad por la Puerta de los Carros, situada en el lado opuesto al que ocupa la capilla en el claustro, pero si los catedráticos mostraban la cartulina de la A mayúscula, el estudiante había alcanzado el grado de licenciado e inmediatamente la ciudad se lanzaba a celebrarlo.

¿Bonita historia verdad? Nunca tiempos pasados fueron mejores. Licenciarse hoy también es una fiesta. Pero en la mañana soleada y tranquila de viernes, paseando por las estrechas callejuelas de Salamanca, visitando claustros, patios, clerecías y “fonsecas” esta historia recién aprendida me sonó en los oídos como un cuento. Y el romanticismo de las piedras amarillas con el sol dando de lado hicieron que volteara también yo el reloj de arena y me viera a mi misma –como Antoñita la Fantástica- sentada en aquellas salas de largos bancos de madera, con mis libros y mi pluma, soñando con ser licenciada salmantina.

Y como así lo viví, así os lo cuento