El club

EL CLUB

Hace unos meses me choqué en un supermercado con un carrito de la compra conducido por una antigua compañera de colegio. Los segundos posteriores a la colisión fueron de sorpresa y de las exclamaciones típicas de estos encuentros fortuitos: ¿qué haces aquí? ¡Qué casualidad! o ¡Cuánto tiempo hace! Casi no nos habíamos vuelto a ver desde que dejamos el colegio hacía más de 40 años.

Las primeras preguntas nos devolvían a la infancia. El colegio, los patios, las fiestas. ¿Has vuelto a ver a Fulano? ¿Qué pasó con Mengano? ¿Acabó casándose éste con aquélla? Al cabo de un rato charlábamos como si no hiciera más que un verano que hubiésemos dejado las clases y estuviéramos a punto de empezar curso nuevo en septiembre. Y como pasa en muchos de estos tropiezos, acabamos quedando para tomar un café. Cada una de nosotras se comprometió a tratar de convocar al mayor número posible de antiguas compañeras, tirando del hilo que te une, en la mayoría de los casos y como mucho, con uno o dos compañeros de colegio.

En efecto, una semana después, puro manojo de sentimiento y emociones encontradas, me encaminé a la cafetería donde habíamos convenido vernos. Quería llegar pronto para no perderme la “entrada” de las convocadas, pero fui poco original en mi curiosidad, porque cuando llegué ya había tres o cuatro mujeres sentadas a la mesa.

¡Lo que hacen 40 años! Y eso que, por el momento, sólo se podía catalogar lo meramente físico. ¡Están hechas unas “señoronas”! me dije yo, y, automáticamente, pensé ¡yo debo de estar igual! (aunque no me lo creyera). Todas nos habíamos esmerado en el atuendo, todas habíamos estado en la peluquería, todas nos habíamos maquillado con esmero. Yo lo había hecho, eso era seguro, y a tenor de lo visto, y aunque no quisieran –no quisiéramos reconocerlo- lo habíamos hecho todas.

Poco a poco fueron llegando las convocadas y al rato cotorreábamos sobre nosotras y nuestras circunstancias, contando chismes y disfrutando de unos años, que aunque perdidos, parecían volver a nosotras con la misma fuerza de entonces.

Yo, que no puedo parar de intentar buscarle los tres pies al gato, decidí ponerme a buscar el lazo que nos unía después de tanto tiempo, o el lugar común de tantas mujeres, o un algo que a todas nos afectara, porque me parecía increíble que tantas vidas distintas pudieran sentarse alrededor de una mesa y charlar durante horas de tantas y tantas cosas como si aquello lo hicieran todas las semanas. Así que, empecé por lo obvio: nuestro estado, nuestra profesión, nuestros hijos, nuestros maridos.

Mayoritariamente casadas. Nueve contra una. De las “parejitas” que se juntaron durante los años escolares –el nuestro era un colegio mixto y extranjero- no quedaba ni rastro, a pesar de que algunas de nosotras habíamos protagonizado sonados romances, sobre todo en los últimos cursos, con nuestros compañeros de clase o de colegio. Todas lo recordábamos con cariño y mucha ternura -¡nuestros primeros “novios”!- pero habíamos encontrado nuestras parejas actuales en otros sitios. ¡El haber visto a “los chicos” en pantalones cortos y con las rodillas sucias parece que no infundiera confianza suficiente para establecer relaciones sólidas y de futuro! Así, que muchas se habían casado con compañeros de facultad.

La gran mayoría había acabado sus estudios universitarios y ejercía su profesión. Algunas habían colgado el título -en la cocina, comentó una- y se dedicaba a “su hogar”. Las que no habían hecho carrera alguna, -cosa nada infrecuente hace 40 años- también trabajaban, porque aunque entonces aún se podía vivir de un sueldo –es decir, de un marido- hoy ya no era posible. Ninguna era exclusivamente “florero” y ninguna era ministro de nada.

Todas, salvo la soltera, teníamos hijos. Eso sí, la edad en la que los tuvimos variaba mucho: las que habían profundizado en sus profesiones, viajando y estudiando por el extranjero, eran las más tardías; las que nos habíamos conformado con lo puesto, las más tempranas.

¿Sería posible, visto lo visto, que la simple convivencia –llamarlo amistad me parece excesivo- de un montón de niños durante los años escolares fuera tan importante, uniera tanto, como para aguantar el paso de los años de forzosa separación y permitir después una reunión tan amistosa de los protagonistas? No había nada más que nos pudiera unir, salvo las rutinas normales y comunes a tantas y tantas mujeres.

Yo no estaba dispuesta a renunciar. Apliqué el oído con conciencia. ¿Se me habría pasado algo? ¿No iba a encontrar esa chispa que de repente salta e ilumina un terreno perdido, un lugar olvidado en nuestras memorias? Y no me fue mal. Un rato después caí en la cuenta de las muchas veces que había oído la expresión ¡lo que se hacía entonces! Se repetía con asiduidad y parecía ser aceptada por todas nosotras como palabra de Dios. Se utilizó para referirnos a haber fraguado nuestros matrimonios en los cinco años posteriores a la salida del colegio; para comentar la juventud con que afrontamos la maternidad; para aceptar cargar con problemas extras debidos a la familia propia o a la política; para asumir la lógica de compaginar trabajo y casa. Y fue, llegadas a este punto y como movidas por un resorte, cuando saltó ese algo que yo buscaba.

Compaginar. Nos sentimos solidariamente unidas por aquella palabra. Todas habíamos apostado por un camino, aceptado comúnmente como el lógico, el habitual o el normal para participar de la vida en sociedad, pero sabiendo que existía el término que sería el que nos diera la única oportunidad existente para ganar. Para no hundirnos en modelos anteriores, para aplicar lo aprendido en los últimos años, para salir de un papel tradicionalmente aceptado para las mujeres sin renunciar, por lo menos en lo más evidente, a una vida nueva, a un panorama mucho más rico. Era la palabra mágica, que al fin había entrado en el diccionario de la mujer, que unía un mundo existente, del que se quería salir, con uno nuevo que nos esperaba fuera: el del trabajo, el de la profesión. La panacea. La que no se apuntaba a “compaginar”, lo hacía a otro verbo, igualmente unificador, y también de mucho renombre: “renunciar”. Sin embargo, ambos estilos no se excluían, sino por el contrario, se complementaban. Se compaginaba la vida familiar con la profesional, renunciando a los extremos: no se podían tener muchos hijos y no se podía aspirar a grandes puestos profesionales. (Salvo honrosas excepciones, que salen de vez en cuando en los medios de comunicación y, evidentemente, por ser aún algo exótico: no he visto todavía a ningún gran tarantantán masculino, salir en las revistas, contándole a su público como hace para bañar a los niños antes del consejo de administración, o cómo tiene la casa de limpia sin perderse ni una sola reunión de negocios en cualquier parte del mundo).

En la solidez del nexo renunciar-compaginar se apoyaban nuestra vidas de mujeres adultas. En ese binomio fantástico estaba la fuerza que mantenía nuestras familias, nuestras profesiones y trabajos, nuestros matrimonios y a nuestros hijos. Gracias al equilibrio que hacíamos con los dos términos permitíamos medrar a nuestros maridos, crecer a nuestros hijos, morirse a nuestros padres, obtener beneficios a nuestras empresas, sentirnos felices “por poder”. No por tener/obtener el Poder con mayúsculas. Sino por “poder” salir de nuestras casas a participar del mundo. Por “poder” estudiar y ser más cultas. Por “poder” desarrollar nuestras muchas capacidades. Por “poder” ganar nuestro dinero. Por “poder” no depender de nuestros hombres, de nuestras familias, de nuestros hijos. Por “poder” seguir siendo la columna que sostenía la “empresa familiar”, sin que nos remordiera la conciencia, educada durante siglos para un único fin.

Gracias a “poder compaginar” nos sentimos las descubridoras de la nueva felicidad, esa que hacía esos 40 años nos prometían en las revistas para mujeres, en los foros universitarios o en los países que nos rodeaban. Gracias a “poder compaginar” éramos libres para movernos como peces en un mundo mucho más justo para las mujeres. Seríamos admiradas por nuestros hombres por la capacidad demostrada para no perder comba.

Sin embargo, yo miraba a mis amigas, me miraba a misma y medía en nuestros rostros, en las experiencias que nos contábamos, en las vidas que poníamos sobre la mesa ese grado de felicidad ansiado y no lo veía reflejado por ningún sitio.

¡Caramba!, me dije. Algo falla aquí. Si todas hemos cumplido con esos mandamientos y hemos trabajado en firme para olvidarnos de “la casa y la pata quebrada”, ¿por qué no dábamos la impresión de grandes triunfadoras? ¿Por qué sonaban a cuentos chinos las historias que contábamos? ¿Por qué aquello no era real? ¿Por qué compaginar sonaba en nuestros relatos a verbo menor?

Como no me sé callar hice lo que me pareció más justo: preguntar. ¿Cómo compaginas tu trabajo con tu familia? ¿Qué haces para poder viajar tanto y no tener descuidada tu casa? ¿Cuánto ves a tu marido, tus hijos o tus familiares? ¿Cuánto te cuesta? ¿Cómo puedes? La catarata de soluciones aplicada en las mil versiones de vidas diferentes era de lo más variada. Algunas eran pura ingeniería, otras muy originales. Éramos “master” en sacarle horas al día, doctoradas en equilibrios, increíblemente hábiles en el uso de las dos manos a la vez, expertas medidoras de reacciones, sorteadoras de situaciones de alto riesgo, negociadoras de paz.

Desde las más sofisticadas –tengo una bielorrusa, que me cuida al niño- a las más tradicionales –me lo cuida mi madre-, la paleta de “técnicas” dependía del nivel de ingresos: si se sumaba dos sueldo altos, el asunto se solventaba a golpe de talonario, si se sumaban dos sueldo medios, entraba en escena la ingeniería y sino, cualquier modelo aplicado partía siempre de un esfuerzo descomunal. No me quería meter en comparaciones. No nos podíamos quejar, pues al fin y al cabo, no teníamos acuciantes problemas económicos ni vivíamos en situaciones límite: ninguna refería problemas de marginalidad, de violencia en casa, de hijos drogadictos…

Éramos unas privilegiadas. No podíamos quejarnos de nada. Habíamos tenido la posibilidad de compaginar por un camino elegido y asumíamos nuestra decisión de entonces. ¿Compensa?, me preguntaba y pregunté en alto. Sonó un sí. Primero con convencimiento, luego con matices. Aunque en general lo volveríamos a hacer, la queja se extendía hacia las mitades masculinas de nuestras vidas: maridos que no acaban de entrar por el aro, jefes que pagan por ser mujer, pero le exigen lo que a un hombre. Incluso se hablaba de posibilidades: apoyos estatales aquí y allá. Más educación. Ayuda. ¡Esto es muy cansado!

Si. ¡Yo no sé cómo lo aguantamos!, nos decíamos unas a otras. ¿Cómo?, se oyó en un extremo de la mesa. ¿Cómo? Yo, desde luego, con Lexatín. Y con aquella palabra, se levantó un coro de voces al unísono: ¡Y yo!

Ya ves, me dije yo, tú buscando teorías de comportamiento, lazos de unión, experiencias comunes, sensibilidades similares. ¡Qué equivocada estás! Lo que nos une, lo que une a tantas mujeres, empezando por nosotras mismas, es el Lexatín. No necesita más explicaciones.

Desde aquella gloriosa primera reunión, el “Club del Lexatín” se reúne puntualmente el primer lunes de cada mes en el mismo sitio. La que puede, acude. La que no, no necesita disculparse.

 

ANUNCIOS

Por las mañanas, camino del trabajo, voy oyendo la radio todos los días. Por las noticias y por ir escuchando algo que me entretenga y me impida quedarme dormida al volante.

Yo me he aficionado a un programa de noticias,  en el que  para hacerlo más ameno, van saltando de la cruda realidad de una guerra a los consejos de cocina, la limpieza de las manchas rebeldes o los goles de la jornada. Y evidentemente también, de anuncio en anuncio. Desde hace un tiempo, a base de oír los mismos anuncios una y otra vez, he decidido poner algo de atención y fijarme en lo que ofrecen, en la cadencia con la que aparecen, en las formas. En esos detalles que tanto estudian los publicitarios para llegar antes al público oyente y convencernos de la bondad de su producto. En esta cadena el anunciante es bastante fiel, aunque va variando “el papel” en el que envuelve su mensaje. Así, poniendo más atención de la habitual todos los días he aprendido algunas cosas en estos últimos meses.

Lo primero, que la cultura es una mercancía como otra cualquiera a la hora de vender, y no precisamente mal, pues la mayoría de los anuncios ofertan libros, cursos o vídeos. La misma garantía de calidad y el mismo teléfono de contacto, pero… unas veces Ramírez salva a su jefe porque gracias al maravilloso curso que promocionan, sabe todo sobre el IVA y los diferentes tipos impositivos canarios; otras es uno, que gracias al facilísimo método para aprender inglés en menos que canta un gallo, entiende las explicaciones en enrevesado inglés comercial de un representante extranjero ante el asombro de un colega, que dada su edad, dice no estar en condiciones de aprender el idioma, a pesar de insinuarse por el horizonte una amenazante reestructuración de su empresa.

La industria farmacéutica tiene un digno representante en “el marido de Alicia”, desgraciado ser que, sintiéndose enfermo en plena comida familiar de estupendo asado y riquísima tarta, jaleada por comensales y por mellizos que la loan al unísono, llama desesperadamente a su mujer. Por el tono dramático de su quejido pareciera que está al borde del infarto. Pero no. Reclama ser consolado en el amargo trance previo al estornudo que a esas alturas le cosquillea en la nariz. Por supuesto, más que estornudar, parece que truena. ¡Se anuncia el resfriado! Sin problemas. Para eso está el milagroso medicamento que se oferta y que hará desaparecer el malestar como por arte de magia. ¡Patético caballero éste que reclama a su mujer para que le proteja ante un vulgar “atchís” que más parece un ataque de bilis! ¿No habrá otra forma de loar las bondades de un anticatarral? Con este anuncio quedan los hombres de idiotas y las mujeres de lo de siempre aunque con la variante farmacéutica: “de pañuelo”, en vez de “paño de lágrimas”. ¡Deleznable!

¡Si leyéramos más! Se nos curarían algunos de estos males heredados de modelos educativos y estereotipos que nos rodean. Pero aquí no leemos lo que debiéramos: algunos ni un libro al año. Así que comprendo que haya que romperse la cabeza para buscar la mejor manera de endosarnos un par de títulos a cada uno. Claro, que no sé si lo que proponen sirve. Escucho con atención la conversación entre un mayordomo -¡figura obsoleta donde las haya!- y su señor acerca de la biblioteca del primero. El escenario y los personajes son ya el preludio de una mala comedia de casposa desigualdad social, no sé si para que “los señores” se bajen de su pedestal y se compren un libro en el quiosco o si, por el contrario, es para que “los mayordomos” se culturicen y con ello se pongan al nivel de sus “señores”. ¿Qué me quieren decir estos anunciantes? Supongo que el mensaje debería ser: lee y estudia para llegar más lejos, pero la forma escogida me lleva a otras conclusiones. Por ejemplo, que el libro es tan barato que hasta lo puede comprar un vulgar empleado. ¡Terrorífico!

Es muy frecuente que utilizan el gancho sexual, para ver si picamos. Una perla. Un caballero acude al médico, psiquiatra o psicólogo, a quejarse de lo vacía que es su vida, aunque no sabe bien porqué pues tiene todo lo necesario para ser feliz: se enamoró de su “santa” por su delantera, se casó de penalti y es aficionado al fútbol. ¿Qué más puede desear? Yo, por más vueltas que le doy, no consigo llegar a entender qué se esconde detrás de este planteamiento. ¿Qué te quejas de vicio, qué tienes todo aquello a lo que se puede aspirar? Porque la solución para salir de la depresión es: ¡cómprese un libro! ¿Están seguros? ¿No será que lo que quieren es no vender ni uno y que el público prefiera la delantera y el penalti? ¡Aberrante!

En otro mensaje, nos cuentan la historia de una dama que se va a Suiza “ligera de equipaje”. Va de compras -¿Suiza? ¿Compras?- y para eso lo mejor es no llevar nada. Ella incluso, vuela ¡en cueros! Si. Al creativo de turno se le ha ocurrido tentarnos de forma tan zafia para que sigamos escuchando y nos enteremos de las ventajas que ofrece la compañía. El precio es de saldillo, te dicen, hay que llevar dinerito fresco para las compras, pero…. No por ello vamos a renunciar a la categoría que nos corresponde. ¡Nos llevan en asientos de cuero que da mucha prestancia! ¿Gaste con moderación? ¿Aparente que tiene poderío económico? ¿Créase un exclusivo ejecutivo? Será. A pesar de lo vulgarcito y poco elegante que resulta su publicidad.

Y, ahora que ya nos hemos concienciado que el alcohol es una droga dura de efectos contundentes, un anunciante de licor nos conmina a beber su producto “cada día” porque nos lo merecemos. Dice que es para alegrarnos justo “eso”:“lo de todos los días” que ser, por lo que se ve, bastante crudo si del asunto necesita. ¿Se referirá a la vida rutinaria o a la familia o al trabajo? ¿Será el matrimonio a lo que alude? ¿Será a su mujer, a su marido, a sus hijos? ¿Será lo normal en toda persona que viva de su salario, su trabajo o su lo que sea? ¿Será para colocarse? ¿Para evadirse? Fomentemos, pues, el alcoholismo. Eso sí, con disculpa, que parece que así es menos grave.

Yo me pregunto: si los anuncios reflejan el nivel de inteligencia del oyente, ¿somos todos imbéciles? Si reflejan el de los anunciantes, ¿son perversos mentales? Si se trata del de los señores creativos…se me hace muy duro creer que dan ese nivel de incapacidad. ¡Y encima cobrar por ello!