BORIA

Estoy sin línea telefónica. La que utilizo para cosas urgentes es de la vecina de la izquierda y tiene estropeado el teléfono. Conseguir que venga un técnico en pleno mes de agosto parece misión imposible.  Mando las crónicas a través de ella.  Confiemos en Telefónica. ¿Llegará su técnico a salvar esta situación? Yo, por si acaso, seguiré produciendo lectura de verano -como los cuadernillos de agosto del País- pero en modelo casero y baratito. Menos mal que no voy a pasar aquí más que unos días, porque si estuviera más tiempo, acababa por agotar el santoral local y os iba a tener que mandar unas poesías de esas de “Margarita está linda la mar”, “Abenamar, moro de la morería” y demás exquisiteces de nuestra época colegial.

¿Qué queda a lo que no le hayamos sacado punta estas últimas semanas? De los elementos clásicos a los “propios” del lugar hemos repasado el imaginario aguileño con insistencia y profusión. Hasta hacer, muy posiblemente, que el pueblo y sus gentes, su geografía y sus bondades, parezcan mucho más idílicos de lo que son en realidad. Uno transmite no sólo lo que ve delante, sino lo que se imagina que ve y a veces, se me han podido haber ido la mano o las ganas, que son muy traidoras. El fuego lo convertimos en calor; el agua, en mar; la tierra, en montes. ¿Y el aire? Puede ser que no lo hayamos repasado con detalle, pero yo creo que no ha faltado en ninguna de las crónicas veraniegas elementales. El aire es el que se calienta hasta llegar a ser fuego y hace el ambiente irrespirable. Y el que se llena de magia cuando te bañas de noche y el que te trae la humedad del mar y el que huele a eucalipto y romero.

¿Tiene Águilas algún elemento más que no sea fácil encontrar en otro sitio? Pues si. Águilas tiene un bochorno especial, que no es el del calor seco que todos conocemos, sino el de la humedad pegajosa y calentorra que se forma tras la lluvia o tras un día de intenso calor que haya provocado una evaporación espectacular de agua de mar. Los lugareños lo llaman ” boria”. Con boria puede amanecer el día porque la noche haya sido muy calurosa. Un par de horas antes de amanecer la temperatura baja algo, y la diferencia entre el calor acumulado de día y la pequeña bajada de temperatura hace que se forme una bruma pegajosa que al salir el sol cubre playas y montes y casi se puede mascar. Con boria, también puede acabar el día y eso si que es duro. Se va formando a ras del agua, entre el horizonte y la orilla, durante todo el día. Al principio no la ves. Sientes, sin embargo, que está naciendo allá a lo lejos, porque el aire se hace pesado y denso, pero no es hasta el mediodía cuando te das cuenta de que no hay línea en el horizonte. A partir de ese momento ya la boria ha ganado la tarde. En minutos se va comiendo el mar y avanza hacia la playa. Ya el aire es prácticamente agua: la piel se empapa. Cualquier movimiento resulta difícil de hacer y respirar es como hacerlo en un baño turco. Te entra el vapor hasta el alma. En otras playas, en otras calas y bahías, la boria se ha comido el terreno cuando  llega a la orilla y te entra por los pies. Aquí, en el Hornillo tiene una particularidad: primero se tiene que merendar la isla de Fraile en el centro de la bahía. Y ese es un espectáculo poco frecuente y muy impresionante. Ante el magnífico cuadro de la bahía, el espectador espera encontrar siempre los elementos que lo componen: embarcadero a la derecha e isla entre el centro y la izquierda. Pero estos días de boria el pintor del paisaje parece haberse cansado de la composición y con su pincel teñido de blanco sucio, ha quitado de un plumazo la isla de su sitio. La boria llega justo hasta la orilla de su playa, que como está a un kilómetro de la nuestra, no parece ser la culpable del desaguisado. Es una imagen extraña. Como si a la torre de tu pueblo le desaparece de repente el reloj, pero sin dejar el hueco. Está como siempre, incluso hace sol y no se nota especial salvo la pesadez en el ambiente. Pero no hay isla. Luego, poco a poco, deja de haber calas a la izquierda y, a la derecha, el embarcadero pierde postes de hierro. Hasta que la tienes delante. ¿Os imagináis lo que es meterse en una nube con apariencia de bola de algodón? Que la boria te atrape es meterse en una masa vaporosa que te ahoga, porque el algodón no deja que te entre el aire caliente. Pero se puede esperar a que vaya llegando y cuando llama a la puerta de la terraza, no hay más que dejarla fuera y esperar a que siga su camino por encima de la casa hasta dar con el campo abierto donde se desintegra.

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Lo oí contar de niña a los pescadores del lugar y a las mujeres del pueblo que venían a casa a limpiar o a cuidarnos. Siempre pensé que era un cuento chino que nos contaban para asustarnos. Pero hace un par de veranos sucedió ante mis ojos incrédulos. Fue un espectáculo inolvidable. Sólo lo he visto esa vez y, por supuesto, tengo fotos. Por más que las miro una y otra vez, no me lo puedo explicar. No es un elemento clásico. Es el clásico elemento, que si te olvidas de él, te dejas sin contar una historia mágica

Mar

Lo mejor de veranear con calma -y no es un contrasentido, porque los hay que convierten el mes de descanso en una Maratón- es que tienes tiempo para plantearte las cosas más inverosímiles. Por ejemplo. El color del mar. Ya os he dicho, que lo mejor de Águilas son los elementos, ajenos a la mano del hombre, impredecibles e imprevisibles. Y, sin duda, casi lo mejor de todo, es el mar.

Ayer por la tarde paseábamos al perro monte arriba y para darle más carrete al animal, decidimos salirnos del caminito y subirnos a uno de los picos que rodean la bahía para ver las vistas desde allí arriba. Y la verdad, es que en vez de mirar montes y pueblo al fondo, nos sentamos mirando el mar, que da para mucho más. El sol ya caía y la luz dorada le daba a la superficie un brillo plateado que, sin embargo, aún dejaba ver los diferentes azules de las corrientes. Porque las corrientes, ya sean calientes o frías, tienen diferentes tonos de azul. A los pies del monte, el agua rompe contra unas rocas negras planas y brillantes de tanto lamerlas las olas, que nosotros decimos que son de pizarra, porque se parecen a los tejados de los chalets, pero que seguramente serán otra cosa de esas que saben los geólogos. Allí hay poca profundidad y el agua está tan limpia que desde arriba se ve la arena del fondo. Y no es azul, es amarilla como el grano fino de la arena.

Si hay olas algo más fuertes no se ve el fondo, claro, pero a cambio se ve mucha espuma blanca, que tampoco es fea, mezclada con el azul oscuro de la ola que pega. A pocos metros de la orilla se ven matojos de algas en el fondo y entonces el tono cambia de nuevo. Es verdoso. Primero entre azul y verde y luego, a mayor profundidad, casi negro. Pero si le da la luz, es azul oscuro, que es el color de toda la bahía. A veces la cruzan franjas de azul grisáceo: es una corriente de agua fría. Y otras franjas claritas, que son las de agua caliente. Y si miras al horizonte las ves superponiéndose y haciendo que la superficie parezca una sombrilla de playa.

Tampoco el horizonte es liso. Se mueve con las olas y con las nubes y si eres capaz de fijar la vista, puedes ver los barcos de pesca que se acercan ya al puerto a descargar. Al otro lado del horizonte está Orán. Que es otro lugar tan misterioso para mi, como otros varios conceptos y palabros, que aprendí de mi padre y cuyo significado real, conocido años después me era tan “pobretón” que opté por olvidarlo: Orán es un lugar misterioso al otro lado del mar donde suceden cosas fabulosas y donde se inventaron los cuentos de las mil y una noches y donde hay odaliscas, harenes, joyas, sedas y sultanes. ¡Me lo contó mi padre de niña! Y lo siento mucho, pero es infinitamente mejor y más bonito que la realidad. Así que Orán será para siempre un paraíso sobre la tierra.

Cuando ya el sol acaba por meterse, pero no es noche cerrada, el mar se apaga. Empiezan a crecerle sombras entre la isla y la playa del Cigarro, entre las calitas debajo de los montes y entre el embarcadero y la punta de la Aguilica, en el lado opuesto. Si te das prisa puedes llegar a tiempo de ver como cae la noche en la playa, como el mar acaba por apagar su luz. El agua se espesa y, salvo que te acerques y la toques, parece una sopa de chapapote líquido. Ahora ya no da miedo, con la edad se van comprendiendo ciertas cosas, pero no hay niño que se aventure en ella. Ni perro. Es momento de olvidarse del color y esperar al nuevo día. Durante la noche, el mar tiene otras bondades. Huele y suena. Huele a peces, a algas, a humedad. Las olas en la orilla, más que ir y venir, son un cintillo blanco de espuma que sube y baja sin retirarse apenas. Y suena bajito si no hay viento. Meciendo la noche. Adormilando. Si sopla el levante, el ruido es atronador. No oyes la música, si la tienes en la terraza ni a tu interlocutor, si estás de tertulia. Ruge tan cerca que da la sensación de que las olas van a entrar por la ventana y aunque no hemos llegado nunca a ello, si han entrado hasta la puerta y da algo de angustia verlo. De día es un espectáculo impresionante; de noche, da miedo.

Pero, después de la tempestad, viene la calma. Y por la mañana, con los primeros rayos de sol calentando su superficie, el mar es, de nuevo, un viejo amigo. Antes de que el sol brinque del horizonte al mar, la luz dorada que empieza a iluminar el día, le da al agua el color del cobre pulido entre naranja, rojo y brillante. Cuando ya empieza a subir, va cambiando a plateado y ya cuando brilla en lo más alto, es azul. Azul cobalto brillante. Un espejo perfecto. No puedes mirar de frente porque deslumbra. Hay que esperar a media tarde para que con el sol de espaldas puedas volver a buscarle las corrientes a la bahía. Y puedas volver a buscar los distintos azules que dependen de las algas, la inclinación del sol, la posición que ocupes. ¡Un juego estupendo y muy entretenido!

Supongo que les pasará a todos los mares del mundo, pero yo sólo tengo tiempo para buscarle el diferente tono de azul al mar de la bahía del Hornillo. Que es el sitio -y lo siento por los morbosos- donde quiero que me “enmaren” cuando me muera. Y si a alguno le molesta… ¡que se compre una orquesta!

NOCHE

Placeres en el verano hay a cientos. Cualquier cosa que se salga de lo habitual nos produce el placer de lo especial. Las siestas son imperiales; los aperitivos, monstruosos; las copas en la terraza, un lujo. Pero no sólo son especiales las actividades que solemos hacer y que engrandecemos por la tranquilidad con las que podemos proceder. Hay otras que nunca hacemos cuando no estamos de vacaciones y que son, de verdad, las que nos llenan el alma de alegría y hacen  inolvidables los días de asueto. Una de ellas, una de mis preferidas, es esperar a que sea de noche. Es muy sencillo. Me siento en la terraza frente al mar y espero a que se vaya la luz. Elemental.

Así, de esta manera tan simple nos encontramos con un elemento muy especial de la costa murciana. La noche. No se puede generalizar, porque no hay dos noches iguales. Pero lo que sí es siempre igual es el placer de disfrutar de ella. Hacia las ocho de la tarde hay que empezar a prepararse para el evento. Ya el sol ha recorrido el camino entre el horizonte, detrás de la isla del Fraile, hasta pasar por encima de la casa. La playa está ya en sombra y en el aire se huele la oscuridad. Mirando el mar  casi no te das cuenta de que cada vez la luz es menor. Baja muy poco a poco la intensidad y cuando te quieres dar cuenta la oscuridad te envuelve. Los primeros momentos son muy oscuros. No se te han hecho los ojos aun a lo negro del horizonte. Intuyes el mar porque se siente la humedad y se escucha el ronroneo de las olas. Siempre y cuando sea uno de esos días en los que el bochorno se haya impuesto. Si sopla algo de brisa, antes que la oscuridad, notas el olor del mar. Un aroma que sólo aprecias de noche.

Es el momento de fijar la vista en algún punto lejano, e intentar acostumbrar los ojos a la falta de luz. ¡Cuidado con las bombillas! Ni una, porque si no, no se consigue. Al cabo de unos minutos lo primero que se encienden son las estrellas. A uno se le olvida la cantidad de ellas que tiene el cielo. Nunca hay tiempo para pararse a mirarlas en Madrid. Y aunque quisieras verlas, tampoco podrías porque las luces de la ciudad no te dejarían. Aquí el cielo está sembrado. Puede haber bruma y no las ves, pero las grandes noches de verano en Águilas son las noches estrelladas, con algo de brisa y una temperatura media que te deja respirar y disfrutar un buen rato. Si hay suerte y pocos vecinos, la oscuridad te envuelve y la sensación es de redondez: de estar sentado en mitad de un cuenco negro que te arropa y en el que tardas un buen rato en ser consciente de que es infinito.

Después de ver las primeras estrellas y con ello, las primeras distancias, hay que concentrarse en diferenciar olores. No huele igual la humedad de agua, que la humedad de la arena. La del agua es salada. La de la arena, rechina. Puestos en sus sitios estos dos aromas, hay que abrirse a las plantas: el dulce algo meloso de la higuera, el frescor del eucalipto, la variedad de arbustos y matas, oréganos, romero… que te trasladan al campo. Sin el calor del sol, los vapores que se cuelan hasta el alma son más intensos y verdaderos. El sol quema el olor. Con los ojos cerrados, sabiendo el mar a tus pies, las estrellas flotando sobre tu cabeza y levitando con ayuda de aromas levantinos, si además sale la luna… ¡en un abrir de ojos te crees en el paraíso!

Y ese no está en Madrid. Y si lo está no lo sabemos, porque no lo disfrutamos.

Yo me voy a dar una vuelta, porque hoy es el día ideal para encontrarlo.

FIESTAS

No hay veraneo sin las fiestas de uno u otro de los pueblos que nos acogen durante esos días de descanso. Ya sean de playa o de campo. Ninguno renuncia a organizar el ocio del veraneante con una lista increíble y siempre original de eventos festivos.

A los dos o tres días de llegar, aparece en el buzón o de la mano de algún vecino el “Programa de Fiestas”. Cada año más completo, más acabado: con todo lujo de fotos, colaboraciones de personas relevantes de la localidad o de aquellos que, habiendo nacido en sus calles, han sabido hacerse famosos, conocidos, populares o importantes fuera de sus paisajes natales.

Hoy ha llegado el nuestro. A todo color. Con gran profusión de fotografías aéreas y a todo color donde se puede apreciar lo muchísimo que ha crecido el pueblo. Lo mucho que se ha modernizado, lo que ha ganado. Grandes torres, avenidas y paseos marítimos con mucha farola. Playas cuidadas y regeneradas, islas de verde que son las plazas y jardines, fábricas a la salida del lugar y campos de deportes en condiciones. Para mí, que lo he conocido pequeño, pobre, alejado de todo y nada urbanizado, la primera impresión es de pena. Es un pensamiento egoísta e intento quitármelo de la cabeza con teorías de esas de “mejor para ellos”. Siempre queda pensar que para lo que han crecido otras costas y otros pueblos, éste ha conservado mucho mejor que la media su aspecto de pueblo de pescadores y sus playas, salvando las que están en el propio pueblo, aún se consideran las últimas vírgenes del Mediterráneo nacional.

Luego, vistazo a los “conciertos” que nos han preparado. Para todos los gustos, dice mi vecina mientras pasamos el dedo por la lista. ¿Para todos los gustos?, me digo yo. Lo veo difícil. Ni me tienta la elección de Lady conducida por Bertín Osborne; ni la proclamación de la Reina de las Fiestas con la inefable Norma Duval, estrellas de la programación. No me veo tampoco en el concierto de “Revolver”, pensado para los más jóvenes, pero sin pasarse. Lo de la Banda de Música puede tener gracia, si no hay nada que hacer y cuentas con un grupo de amigos que sean capaces de acompañarte. Ante una velada en casa con una copa de blanco frío, mirando salir la luna por entre las dos jorobas que tiene la isla que cierra ligeramente la bahía ante mi casa, pocas cosas.

¡También hay teatro!, me dice la vecina, vista la poca gracia que me hacen las propuestas. El grupo de teatro local, una compañía de nombre desconocido y uno de aficionados forman el Corpus Teatri. Las representaciones son una mezcla “kafkiana” de Shakespeare, Lope de Vega y Lorca. ¡Lorca!, exclama emocionada mi vecina. ¡Tenemos que ir! Yo no creo que pueda. Y le cuento, que a mí esta tierra, este paisaje y estas gentes, ya me parecen lo bastante lorquianas como para admitir sucedáneos. Recuerdo el huerto de unos amigos al caer la tarde, sentados en sillas bajas pelando habas para hacer “michirones”. El olor, el calor, el ambiente, el silencio, los colores. El aire huele a drama de Lorca. Mirando hacia la verja espero ver entrar por ella a Yerma. ¡No se puede representar mejor! Esta es tierra lorquiana.

Mi vecina me mira como a bicho raro.

-Bueno, -insiste-. Algo habrá que te apetezca, hija.

-¿Recital de poesía? ¿Tampoco?

Me viene a la cabeza el Pepe Hierro de los veranos en Santander y su “Nueva York” en voz ronca y rota.

-¿Baile y cotillón?

-¿Cotiqué?

-Baile y cotillón: pues como en Nochevieja. Aunque aquí será al aire libre.

-¿Con gorritos de cartón, antifaz, matasuegras, serpentinas y confeti?

-Supongo, claro.

-¿Y no tenemos suficiente con pasar esa vergüenza una vez al año?

-Anda, guapa, que no hay quien te aguante. Toma el programa y mira tú a ver si encuentras algo, porque hay que verte bien.

Cojo el programa, rollizo y brillante, paso las páginas con las fotos de misses y reinas. Las del “antes y el después” de una u otra obra, las de los anunciantes que nos desean felices fiestas, las de anuncios del comercio -floreciente- y las de las aportaciones de los hijos ilustres.

-¡Ya está! ¡Ya sé a lo que no voy a faltar!

-¿Si? No me lo puedo creer. ¿Qué es eso tan interesante que le gusta a señora tan especial?

Y leo:

-Desfile de sombreros. Organiza: Amas de casa.

Mi amiga no me ha vuelto a dirigir la palabra en todo el día.