Yo no sé, cómo se las apañarán otras mujeres por las mañanas, pero a mí, salir de casa para ir a trabajar dejando todo listo y preparado para el regreso al acabar el día, me parece una carrera de 400 metros vallas y fosos. No me puedo quejar en cuanto a horario, pues en mi oficina “gozamos” de horario flexible, lo que nos permite una variación a la hora de entrar –proporcional a la de salir- bastante llevadera. Es decir, no es aún de madrugada cuando ataca el despertador.
Pero, como no tengo ni doncella, ni ayuda de cámara, ni cocinera, ni mayordomo, me levanto con tiempo para dejar las labores cotidianas de limpieza y orden lo más avanzadas posibles. ¡Me resulta muy deprimente volver a casa después de trabajar y encontrarme la cama sin hacer y la taza con restillos de café y migas encima de la mesa de la cocina! Así que para darme ese “capricho” procuro dejar la casa, no en perfecto estado de revista, que no hay tiempo, pero sí medianamente decente.
Primero se hace la cama en condiciones. Todos. Incluidos mis hijos. Tampoco tiene mayor misterio quitar el edredón, guardarlo en el cajón y tirar una colcha encima del colchón. Antes tenían sábanas y mantas y, evidentemente, no la hacían, la estiraban, con el consiguiente montoncito que les delataba: o se habían dejado un calcetín o se les había olvidado sacar el pijama.
Luego, desayunamos y ellos, tras dejar la taza y el plato en el lavavajillas, se marchan a sus clases. Así que para mí empieza la carrera contra el reloj. Quiero darle el “toque” a la casa antes de marcharme. No se trata tampoco de pasar la aspiradora por todos los rincones, quitar el polvo hasta el último de los estantes, ni de pulir los cristales.
Pero son algunos detalles que sumados ocupan ese tiempo de manera que siempre es poco: recoger la ropa sucia que desborda el cesto y poner la lavadora, quitar los periódicos del día anterior que se han quedado encima de la mesita del cuarto de estar y vaciar los ceniceros para que no huela tanto a tabaco, guardar mantequilla y mermelada en la nevera y recoger los restos del desayuno, ponerle la comida y el agua limpia al perro. ¡Tonterías, claro! Pero que hay que hacer con cierto ritmo.
Suele pasar que este tiempo sea muy justo, de manera que cualquier imprevisto desbarate todo el proceso. Y suele ser que eso suceda el peor de los días posibles. El martes pasado tenía yo una de esas reuniones importantes a las que no queda más remedio que llegar a tiempo. Así que cuando sonó el despertador salté de la cama dispuesta a cumplir cuanto antes con mis obligaciones y ganarle al tiempo algún minuto más para mí, por tranquilidad.
Como un reloj fueron cayendo los deberes: cama, hecha; desayuno, recogido; lavadora, puesta; cuarto de estar, en orden; perro, servido. Inicio el camino a la ducha cuando, rrriiinnngggg, el teléfono. Bueno, no hay que preocuparse, será cualquier cosa. Si. Uno que se ha olvidado las llaves de casa encima de su mesa. Bien, se las dejaré al portero cuando me marche para que luego pueda entrar.
Vuelvo al baño. Abro el grifo. No sale el agua caliente. ¿Se habrá acabado el gas? Albornoz y vuelta a la cocina. Efectivamente, hay que cambiar la bombona. Quito la vieja, acarreo la nueva, engancho, pruebo. Funciona. ¡Menos mal! Me vuelvo a meter en el baño. Me ducho. Cuando me voy a vestir, unos minutos de dudas. ¿Qué me pongo? Hace calor pero no me parece propio asistir a una reunión con una camisetina de tirantes. Pruebo varias blusas. Me empiezo a poner nerviosa y así, nada sienta bien. ¡Un vestido! Es lo ideal, te lo metes por la cabeza y ya está. ¿El rojo? No, me parece que huele a tabaco. No he debido de sacarlo a la terraza a que “se ventilara”. ¿El amarillo? No, me parece excesivo. ¡Dios mío, el tiempo! Hala, el traje de chaqueta de siempre, que tiene la manga corta y es discretito. ¡Y para esto, media hora más!
¡Aún me tengo que pintar el ojo! ¡Y quitarme las ojeras! Brochazo aquí, “rimmel” allá. ¡Peinarme! No. Mejor cojo un cepillo y me peino en el coche. ¡No me puedo olvidar del móvil! Me lo dejo en casa la mitad de los días enchufado al cargador, donde pasa las noches. Y luego me quedo desconectada y en los días largos, como el que se prevé para hoy, es imprescindible para estar en casa “sin estarlo”. Me faltan el bolso y los papeles. ¡Ah, y los zapatos! Como son de tacón, no me los pongo hasta que no llego, porque para conducir prefiero un zapato plano. Me pongo unas alpargatas muy prácticas y salgo “a escape” a coger el ascensor. ¡Voy muy mal de tiempo!
Y aún tengo que parar en casa del portero a dejar las llaves. Toco el timbre y espero un buen rato. Bienve, la mujer del portero es ya algo mayor y está un poco gorda. Tarda en abrir. Se las doy intentando dar una explicación corta, pero no es posible. Nos conoce hace muchos años y no me deja marchar hasta que le doy todo tipo de detalles.
¡Qué no llego! Salgo a la calle, corro hacia el coche. Hoy no me pararé a comprar el periódico, me digo. Pero tengo el coche aparcado más allá del quiosco y Jóse, mi proveedor de prensa, no me deja continuar sin venderme el ejemplar del día. ¡Voy echando el bofe! ¡Sólo me faltaba que la grúa se hubiera llevado mi coche! Pero no, esta vez estaba bien aparcado. Suelto el periódico y los zapatos encima del techo, porque con tantas cosas en la mano no puedo abrir la puerta.
¡Por fin arranco! No me preocupa el tráfico porque ya ha pasado la hora punta y voy en dirección contraria a la de la “masa”. Ni aparcar, porque tengo claro, que con lo “justita” que voy, no me queda más remedio que meterme en un aparcamiento.
Atravieso Madrid a toda velocidad y entro en el edificio del aparcamiento como si fuera “Fittipaldi”. Apago, me miro en el espejo para ver si el maquillaje está aceptable, me pongo un poco de perfume y saco el cepillo del bolso para darme un buen cepillado. Me bajo del coche, echo la cabeza hacia abajo, para cepillar de abajo arriba, que da mucho volumen al pelo y cuando miro hacia abajo y me fijo en mis pies….. ¡Voy en zapatillas!