TORNAS

Cuando se habla de los avances que se han hecho para conseguir la plena igualdad de hombres y de mujeres, yo siempre digo que casi todo es mentira. No es que lo sepa a ciencia cierta: no manejo estadísticas, pero me muevo todos los días por dos mundos femeninos tan distintos que, por lo menos, creo que puedo arriesgarme a decir que esta afirmación mía, está basaba en la duda de las diferencias que saltan a la vista.

Por la mañana, y de lunes a viernes, me muevo en el “plano” de las grandes empresas. El mundo laboral de los horarios infinitos, los sueldos escasos, las malas jugadas de los jefes, las carreras a pelo para llegar a casa a tiempo de ver a tu hijo un rato más largo para que no te pase después eso de encontrarte con un señor por el pasillo y descubrir que creció demasiado deprisa y no te enteraste.

Los fines de semana y los periodos de obligado “descanso”, también conocidos por “paro”, en un pueblo pequeño de la sierra donde por romanticismo vivo todo el año, con sus amas de casa de compra diaria, sus cursos para mujeres –de corte y confección, de “patchwork”, de modelado, de punto de cruz, de trabajos manuales,…- sus tardes de clase de gimnasia de mantenimiento -¡desde que voy a clase he engordado!, dice una compañera de fatigas, sin acordarse de la docenita de ricas magdalenas con la que engañan el hambre tras los ejercicios-, y sus chicas jóvenes peleando por avanzar contra viento y marea.

Todo ello a grandes rasgos. Todo ello son diferencias de calibre grueso. No nos vamos a meter en matices o detalles. Para ser justas, digamos que es un proceso en pleno desarrollo, que unos verán más avanzado que otros: según desde donde se pongan a mirarlo.

A la hora de mirar, yo tengo una ventaja. Oteo desde un punto bastante centrado entre una y otra posición. Puedo comparar mejor porque conozco mejor, veo mejor, participo más de las rutinas de estos dos bloques o tipos gruesos de mujeres. Sé, que unas y otras no son iguales.

Sin embargo, tengo que reconocer, que a pesar de ser proclive a pensar que las cosas debían ir más deprisa, que no se ha avanzado todo lo que se debiera, que faltan muchas oportunidades y mucha formación aun entre las mujeres, ya hay camino sobre el que avanzar con seguridad y con fuerza.

Hace un par de día nos tuvimos que quedar hasta bien entrada la tarde en la oficina por asuntos de trabajo. Teníamos un acto muy importante para nosotras y queríamos que no nos quedaran cabos sueltos y que todos los detalles estuvieran cuidados. Nosotras somos cuatro mujeres. Nos habíamos metido las cuatro en uno de nuestros despachos y teníamos desplegado por las mesas, los sillones e incluso el suelo, todo el material que necesitábamos: listados, sobres, invitaciones, regalos, papeles,.. ¡una barbaridad! El teléfono sonaba sin parar, del perchero colgaban trajes y chales, el correo electrónico pitaba cada dos minutos: estábamos como unas posesas cuadrando aquel evento con uñas y dientes.

En eso, oímos que sonaba el ascensor y sentimos el tintineo del carrito lleno de útiles de la mujer que limpia la oficina por las noches cuando ya nos hemos marchado.

-¡Se va a asustar cuando vea todo esto! , comentó una.
-Si, habrá que decir que no lo toque, si no acabamos esta noche, porque ahora que lo tenemos todo aquí no lo vamos a mover, apostilló otra.
-¡Nos va a odiar!, exclamó una tercera.

Me puse de pie para ir a avisar y al abrir la puerta me di de bruces con el carrito. Pero no con la mujer de la limpieza. El carrito lo empujaban dos chicos jóvenes, uno de ellos, con su pelo cortado de extraña manera a modo de escultura y su pendiente en la oreja. Dos chicos de hoy.

-Perdón. Íbamos a limpiar el despacho, -me dijo uno de ellos muy serio- pero vamos a ir aseando otros y así esperamos a que ustedes terminen. ¡Si les parece, claro!
-Si, claro, claro. Como queráis, balbucí.

Cerré la puerta y me quedé allí apoyada, pensando en aquello. ¿Han cambiado o no han cambiado las cosas? ¿No era aquello un vuelco absoluto en nuestros papeles tradicionales? Antes eran los hombres los que ocupaban las oficinas con sus largas jornadas laborales, sus teléfonos sonando y sus despachos convertidos en leoneras. Y las mujeres, sin estudios, sin preparación alguna, las que se ocupaban de limpiar, ocultas en las sombras de las noches, las papeleras rebosantes de los ejecutivos o sus despachos machacados tras arduas batallas empresariales. Sin embargo, allí estaban dos jóvenes caballeros, fregona en mano, dispuestos a dejar como los chorros de oro aquel despacho que nosotras, cuatro mujeres hechas y derechas, cultas, preparadas y profesionales, estábamos dejando como un muladar.

-¿Qué haces ahí parada? ¿En qué estás pensando con esa cara? ¡Vamos, que no acabamos!
-…Mmmm ¡perdón! Pensaba en lo que han cambiado las tornas…
-¿Tornas?
-Cambiarse las tornas: “alterarse las circunstancias en sentido contrario al que tenían”.
-¡Tu estás loca!

PRISAS

Yo no sé, cómo se las apañarán otras mujeres por las mañanas, pero a mí, salir de casa para ir a trabajar dejando todo listo y preparado para el regreso al acabar el día, me parece una carrera de 400 metros vallas y fosos. No me puedo quejar en cuanto a horario, pues en mi oficina “gozamos” de horario flexible, lo que nos permite una variación a la hora de entrar –proporcional a la de salir- bastante llevadera. Es decir, no es aún de madrugada cuando ataca el despertador.

Pero, como no tengo ni doncella, ni ayuda de cámara, ni cocinera, ni mayordomo, me levanto con tiempo para dejar las labores cotidianas de limpieza y orden lo más avanzadas posibles. ¡Me resulta muy deprimente volver a casa después de trabajar y encontrarme la cama sin hacer y la taza con restillos de café y migas encima de la mesa de la cocina! Así que para darme ese “capricho” procuro dejar la casa, no en perfecto estado de revista, que no hay tiempo, pero sí medianamente decente.

Primero se hace la cama en condiciones. Todos. Incluidos mis hijos. Tampoco tiene mayor misterio quitar el edredón, guardarlo en el cajón y tirar una colcha encima del colchón. Antes tenían sábanas y mantas y, evidentemente, no la hacían, la estiraban, con el consiguiente montoncito que les delataba: o se habían dejado un calcetín o se les había olvidado sacar el pijama.

Luego, desayunamos y ellos, tras dejar la taza y el plato en el lavavajillas, se marchan a sus clases. Así que para mí empieza la carrera contra el reloj. Quiero darle el “toque” a la casa antes de marcharme. No se trata tampoco de pasar la aspiradora por todos los rincones, quitar el polvo hasta el último de los estantes, ni de pulir los cristales.

Pero son algunos detalles que sumados ocupan ese tiempo de manera que siempre es poco: recoger la ropa sucia que desborda el cesto y poner la lavadora, quitar los periódicos del día anterior que se han quedado encima de la mesita del cuarto de estar y vaciar los ceniceros para que no huela tanto a tabaco, guardar mantequilla y mermelada en la nevera y recoger los restos del desayuno, ponerle la comida y el agua limpia al perro. ¡Tonterías, claro! Pero que hay que hacer con cierto ritmo.

Suele pasar que este tiempo sea muy justo, de manera que cualquier imprevisto desbarate todo el proceso. Y suele ser que eso suceda el peor de los días posibles. El martes pasado tenía yo una de esas reuniones importantes a las que no queda más remedio que llegar a tiempo. Así que cuando sonó el despertador salté de la cama dispuesta a cumplir cuanto antes con mis obligaciones y ganarle al tiempo algún minuto más para mí, por tranquilidad.

Como un reloj fueron cayendo los deberes: cama, hecha; desayuno, recogido; lavadora, puesta; cuarto de estar, en orden; perro, servido. Inicio el camino a la ducha cuando, rrriiinnngggg, el teléfono. Bueno, no hay que preocuparse, será cualquier cosa. Si. Uno que se ha olvidado las llaves de casa encima de su mesa. Bien, se las dejaré al portero cuando me marche para que luego pueda entrar.

Vuelvo al baño. Abro el grifo. No sale el agua caliente. ¿Se habrá acabado el gas? Albornoz y vuelta a la cocina. Efectivamente, hay que cambiar la bombona. Quito la vieja, acarreo la nueva, engancho, pruebo. Funciona. ¡Menos mal! Me vuelvo a meter en el baño. Me ducho. Cuando me voy a vestir, unos minutos de dudas. ¿Qué me pongo? Hace calor pero no me parece propio asistir a una reunión con una camisetina de tirantes. Pruebo varias blusas. Me empiezo a poner nerviosa y así, nada sienta bien. ¡Un vestido! Es lo ideal, te lo metes por la cabeza y ya está. ¿El rojo? No, me parece que huele a tabaco. No he debido de sacarlo a la terraza a que “se ventilara”. ¿El amarillo? No, me parece excesivo. ¡Dios mío, el tiempo! Hala, el traje de chaqueta de siempre, que tiene la manga corta y es discretito. ¡Y para esto, media hora más!

¡Aún me tengo que pintar el ojo! ¡Y quitarme las ojeras! Brochazo aquí, “rimmel” allá. ¡Peinarme! No. Mejor cojo un cepillo y me peino en el coche. ¡No me puedo olvidar del móvil! Me lo dejo en casa la mitad de los días enchufado al cargador, donde pasa las noches. Y luego me quedo desconectada y en los días largos, como el que se prevé para hoy, es imprescindible para estar en casa “sin estarlo”. Me faltan el bolso y los papeles. ¡Ah, y los zapatos! Como son de tacón, no me los pongo hasta que no llego, porque para conducir prefiero un zapato plano. Me pongo unas alpargatas muy prácticas y salgo “a escape” a coger el ascensor. ¡Voy muy mal de tiempo!

Y aún tengo que parar en casa del portero a dejar las llaves. Toco el timbre y espero un buen rato. Bienve, la mujer del portero es ya algo mayor y está un poco gorda. Tarda en abrir. Se las doy intentando dar una explicación corta, pero no es posible. Nos conoce hace muchos años y no me deja marchar hasta que le doy todo tipo de detalles.

¡Qué no llego! Salgo a la calle, corro hacia el coche. Hoy no me pararé a comprar el periódico, me digo. Pero tengo el coche aparcado más allá del quiosco y Jóse, mi proveedor de prensa, no me deja continuar sin venderme el ejemplar del día. ¡Voy echando el bofe! ¡Sólo me faltaba que la grúa se hubiera llevado mi coche! Pero no, esta vez estaba bien aparcado. Suelto el periódico y los zapatos encima del techo, porque con tantas cosas en la mano no puedo abrir la puerta.

¡Por fin arranco! No me preocupa el tráfico porque ya ha pasado la hora punta y voy en dirección contraria a la de la “masa”. Ni aparcar, porque tengo claro, que con lo “justita” que voy, no me queda más remedio que meterme en un aparcamiento.

Atravieso Madrid a toda velocidad y entro en el edificio del aparcamiento como si fuera “Fittipaldi”. Apago, me miro en el espejo para ver si el maquillaje está aceptable, me pongo un poco de perfume y saco el cepillo del bolso para darme un buen cepillado. Me bajo del coche, echo la cabeza hacia abajo, para cepillar de abajo arriba, que da mucho volumen al pelo y cuando miro hacia abajo y me fijo en mis pies….. ¡Voy en zapatillas!